Réquiem por una mujer

William Faulkner

Fragmento

Acto I: El tribunal

ACTO I

El tribunal

(Un nombre para la ciudad)

El tribunal es menos viejo que la ciudad, que comenzó en algún momento del final de siglo como un puesto de intercambio de la agencia Chickasaw y continuó como tal cerca de treinta años hasta descubrir, no que carecía de un archivo para sus registros y ciertamente no que necesitara uno, sino que tan solo creándolo o al menos decretándolo podía enfrentarse a una situación que de otra manera iba a costarle dinero a alguien;

El poblado tenía los registros; incluso el simple desposeimiento de los indios engendró con el tiempo un rudimento de archivo, por no mencionar la habitual camada de la ruinosa confederación humana contra el entorno —contra aquel tiempo y aquella tierra salvaje—; en este caso, una mezquina, descolorida, abarquillada, desordenada y a veces ininteligible colección de concesiones de tierras, licencias, traspasos y escrituras, nóminas de milicianos y de propiedades según su tasa impositiva, facturas de ventas de esclavos, listas de contadurías sobre moneda espuria y cotizaciones de cambios, embargos e hipotecas, anuncios de recompensas por negros fugados o robados y por otro ganado, anotaciones parecidas a un diario sobre nacimientos y matrimonios, defunciones, ahorcamientos y subastas públicas de tierras, que se habían acumulado lentamente durante esas tres décadas en una especie de piratesco cofre de hierro, en el cuarto interior de la oficina de correos barra puesto de intercambio barra almacén general, hasta aquel día en que, treinta años más tarde, a causa de una fuga de la cárcel junto con un antiguo y monstruoso candado de hierro transportado a caballo mil seiscientos kilómetros desde Carolina, la caja fue trasladada a un pequeño y nuevo cuarto anexo semejante a un cobertizo para leña o para herramientas construido dos días antes junto al muro exterior de troncos encotanados y unidos con barro de la improvisada cárcel; y de esta manera nació el tribunal del condado de Yoknapatawpha: por mera casualidad, no solo menos antiguo que la propia cárcel, sino venido al mundo por puro azar y accidente: la caja que contenía los documentos no se trasladó desde ningún lugar, sino simplemente a uno; sacada del cuarto trasero del puesto de intercambio no por razón alguna inherente al cuarto trasero o a la caja, sino al contrario: esta —la caja— no solo no se interponía en el camino de nadie en el cuarto trasero, sino que hasta la echaron de menos cuando se la llevaron, por haber servido de asiento o banquillo entre los barriles de pólvora y de whisky y los barriletes de sal y de manteca en torno a la estufa en las noches de invierno; y la sacaron de allí por la simple razón de que repentinamente el poblado (de la noche a la mañana se convertiría en ciudad sin haber sido aldea; un día cien años más tarde se despertaría frenéticamente de su sueño comunal a una erupción de clubes de Rotarios y de Leones y Cámaras de Comercio y de movimientos para embellecer las ciudades: un furioso redoblar de huecos tambores hacia ninguna parte, simplemente para retumbar con mayor estruendo que el pequeño coágulo humano más próximo al norte, al sur, al este o al oeste, llamándose a sí mismo ciudad como Napoleón se llamó a sí mismo emperador e hinchando sus registros censales para defender su maniobra: una fiebre, un delirio en el que el poblado quisiera confundir para siempre inquietud con movimiento y movimiento con progreso. Pero aquello sería a cien años vista; ahora era frontera, los hombres y las mujeres pioneros, rudos, sencillos y duraderos, buscando dinero o aventuras o libertad o simple evasión, sin preocuparse de cómo hacerlo) se descubrió a sí mismo enfrentado no tanto a un problema que tuviera que resolver, sino a un dilema en forma de espada de Damocles del que debía salvarse;

Incluso la fuga de la cárcel fue fortuita: una pandilla —tres o cuatro— de bandidos de la Senda Natchez (según comenzaría a afirmar veinticinco años más tarde la leyenda, y cien años después seguiría insistiendo, que dos de los bandidos eran los propios Harpe, al menos Big Harpe, pues las circunstancias, el método de la fuga, dejaban tras de sí como un olor, un vestigio, una especie de gargantuesco y extravagante espíritu travieso, a la vez humorístico y aterrador, como si el poblado hubiese caído, desatinado, bajo la mirada o dentro del alcance de un ocioso y caprichoso gigante; lo cual —que fueran los Harpe— era imposible, pues los Harpe, y hasta el último de los rufianes de Mason, habían muerto o se hallaban dispersos en aquel tiempo, y los ladrones habrían tenido que pertenecer a la organización de John Murrel, si es que tenían que pertenecer a alguna cofradía que no fuera la simple cofradía de la rapiña) capturada de casualidad por una incidental patrulla de civiles más o menos milicianos y llevada a la cárcel de Jefferson por ser la más próxima, habiendo sido convocada la banda de milicianos a Jefferson dos días antes con ocasión de una barbacoa del 4 de julio, que al segundo día se purgó por robusta eliminación convirtiéndose en una pelea de borrachos que volvió aun a los más intrépidos supervivientes lo bastante vulnerables como para ser expulsados del poblado por los residentes civiles, la patrulla que debía realizar la captura habiendo sido transportada, todavía en estado comatoso, en uno de los vagones del desahucio a una ciénaga a seis kilómetros de Jefferson conocida como Hurricane Bottoms, donde acamparon para recuperar fuerzas o al menos el equilibrio de sus piernas, y donde aquella noche los cuatro —o tres— bandidos, en su fuga a través de la comarca después de su última hazaña en la Senda Natchez, fueron a tropezar con la hoguera. Y aquí se dividen los testimonios: algunos dicen que el sargento al mando de la milicia reconoció a uno de los bandidos como desertor de su cuerpo, otros dicen que uno de los bandidos reconoció al sargento como un antiguo compinche de su profesión, la de los bandidos. Sea como fuere, a la cuarta mañana todos ellos, captores y prisioneros, regresaron a Jefferson en grupo, unos dicen que confederados en busca de más bebida, otros dicen que los captores llevaron de vuelta al poblado a sus presas como desquite por haber sido expulsados de allí. Como aquellos eran tiempos de la frontera y de los pioneros, en los que la libertad personal y la independencia eran casi condiciones físicas, como los incendios o las inundaciones, y a ninguna comunidad se le ocurría intervenir en la moral de nadie mientras el amoral ejerciese en cualquier otro lugar, Jefferson, no hallándose en la Senda ni en el Río, sino a medio camino entre ambos, no quería ninguna porción del submundo de unos o de otros;

Pero ahora tenía una parte, tomada por así decirlo por sorpresa, de improviso, sin advertencia para prepararse y defenderse. Encerraron a los bandidos en la agrietada cárcel de troncos y barro, que hasta entonces no había tenido cerrojo ya que sus clientes habían sido aficionados —camorristas locales, borrachos y esclavos fugados— para los que bastaba una simple traba de madera pesada encajada en la pa

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