Azul París

Antonio Gómez Rufo

Fragmento

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—¿Desde cuándo está embarazada?

Luisa Martín había ido a acompañar a Silvia Carvajal a los aseos y cuando regresó para continuar con los ensayos de la función que estábamos preparando, me preguntó, sin darle ninguna importancia, que desde cuándo estaba embarazada. No sé de qué modo la miraría, ni cómo interpretaría mi extrañeza, porque frunció las cejas, dudando, y repitió: «Sí, Silvia. Desde cuándo está embarazada. Porque lo está, ¿verdad?».

No supe responder. Volví a mi silla sin decir nada, dejé que revolotearan un momento por mi cabeza esas dos ideas tan discordantes, Silvia y embarazo, y en cuanto llegaron todos los actores de los aseos o de fumar retomamos el ensayo en donde lo habíamos dejado antes de la pausa de media tarde.

Con las primeras correcciones técnicas me olvidé por completo del asunto y los ensayos duraron hasta alrededor de las nueve de la noche, como teníamos por costumbre. Pero al acabar la sesión, mientras los demás recogían sus cosas y se enfundaban las prendas de abrigo, pregunté a Silvia si había hecho planes para cenar. Respondió que no y le propuse hacerlo juntos.

Tenía en mente La Galette 2, en la calle Bárbara de Braganza, aunque fue finalmente mi casa el escenario de aquella revelación insólita y desconcertante que nunca me habría podido imaginar.

Hay muchas cosas en la vida que suceden así, sin esperarlas. Y esa no fue la única porque, desde entonces, se han producido algunas más.

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PRIMER ACTO

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Había pasado el cuarto trimestre del año impartiendo un taller de interpretación artística a jóvenes sin experiencia que aspiraban a ser actores. El último día, antes de las vacaciones de Navidad, estuve a punto de decirles que no continuaríamos en enero, desanimado por los pobres resultados obtenidos de casi todos ellos, pero habían pagado la matrícula completa y habría tenido que devolverles el dinero, lo que no me venía nada bien. Así es que decidí que lo mejor era armarme de paciencia y confiar en que durante las fiestas navideñas recuperaría las ganas de proseguir con el taller hasta la práctica de fin de curso de finales de enero; se trata de trabajar solo tres o cuatro semanas más, me dije para reconfortarme.

Estaba seguro de la inutilidad de lo que hacíamos porque ni ellos parecían sacar provecho de las enseñanzas del curso ni a mí me servía para distraer las preocupaciones que me agobiaban desde hacía tiempo. Tampoco había tenido ganas de preparar bien las clases porque todo eran cábalas sobre las cuentas, los apremios, las facturas y los saldos bancarios, consecuencia de poseer en propiedad un teatro y asistir a la progresiva disminución de espectadores, lo que suponía un descalabro inevitable por los gastos fijos mensuales, el pago de nóminas y las liquidaciones a Hacienda y a la Seguridad Social, que no daban tregua. El teatro en general estaba en crisis; el mío, desde luego, no solo lo estaba sino que desde hacía uno o dos años era una ruina. Mi propio teatro estaba acabando conmigo.

Desde antes del verano no había alzado el telón ni programado ninguna función porque carecía de medios para hacerlo y además no conseguía terminar mi obra teatral, con la que quería abrir temporada: siempre necesitaba darle una vuelta más al texto, perfeccionar una escena, reescribir un diálogo o acentuar un giro dramático. Meses y meses de demora y el resultado era que los ahorros cada vez menguaban más, así es que una vida dedicada al teatro con buenos y malos momentos, compensando ingresos con gastos y ganando lo suficiente para vivir con holgura, y de repente todo se desmoronaba cuando, por amor al oficio, me había empeñado en continuar con el negocio en lugar de asegurarme un confortable retiro y, quizás, escribir obras para que otros pudieran representarlas sin implicarme en los costes de producción. Tenía la esperanza puesta en que todo se arreglaría y podría volver a disfrutar de los tiempos de esplendor, pero un trimestre entero echando cuentas me había mostrado una realidad económica que no podía afrontar. Mis esfuerzos no valían de nada, mi teatro se moría y todo lo que había conseguido empezaba a difuminarse, perdiéndose en una lejanía cada vez más borrosa, como desaparece un velero que se aleja hacia alta mar en un día de niebla y lluvia fina.

Algunas tardes me había entretenido durante unos momentos con las cosas de los alumnos, con alguna improvisación de Ainoa, con algún intento de seducción de Raúl a un compañero o con el rubor impregnado en las mejillas de Sara cuando tenía que decir alguna frase con contenido sexual; pero, si lo pensaba bien, en aquel trimestre se me había olvidado reír. Me había vuelto un hombre amargado. Ya no me ilusionaba descubrir una nueva actriz, confiar en un actor joven, esmerarme en perfeccionar la dicción de un alumno u obtener de otro el aprendizaje necesario para ayudarlo en el futuro. A lo único que aspiraba era a encontrar una fórmula que me permitiera seguir unos años más regentando un teatro y emocionar al público con sus funciones.

Tardé en reconocer cuál era el mal de fondo, pero lo hice. Largos paseos por el parque del Oeste, horas de meditación sentado en una terraza junto al palacio de Liria, mañanas de sumas y noches de restas caminando por los laberintos del centro de Madrid, entre calles viejas del barrio de los Austrias y turistas fotografiándose ante la estatua de Cascorro, la plaza Mayor o la fachada de la SGAE, no me habían iluminado una respuesta, pero cuando me di cuenta de que no podía afrontar los gastos de la empresa y esa era la razón de mi amargura, empecé a sentirme mucho mejor. La solución era terminar el curso al que me había comprometido, poner en pie mi última obra y después vender el edificio de mi teatro a una marca de ropa, como habían hecho todos los demás con los suyos en la Gran Vía. Cuando lo vi claro experimenté de inmediato una sensación de serenidad. Y al fin desapareció la amargura.

El alivio es a veces el pariente más cercano de la frustración, se mezclan un instante y al siguiente se impone uno u otra, momento en que se deja de ver con claridad porque no se sabe si se ha hecho lo mejor o se ha llegado a ello porque no se ha sabido hacer de otra manera. Supongo que cuando muere un ser querido que está sufriendo en su agonía debe de sentirse algo similar. Fue justo aquel día, la tarde de la última clase del curso antes de las fiestas navideñas, cuando vi que la única solución era dejarlo todo y no cabía dar marcha atrás. Era lo mejor que podía hacer, pero igual que un oficial ordena disparar en un pelotón de fusilamiento, sabía que lo hacía por obligación, no por gusto; porque era lo que debía hacerse, además. Los alumnos estaban tan excitados por la inminencia de las va

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