Domingo, 3 de abril de 1994
Una semana antes de los hechos
No necesitaba hacer esfuerzos para concentrarse y hacer memoria; cada vez que cerraba los ojos o fijaba la vista en un punto, volvía el silencio. Aquel silencio que lo cambiaría para siempre. Las discusiones y los gritos constantes se habían diluido. Hacía tiempo que había conseguido abstraerse de ellos, pero aquel silencio movía a Mario hacia lugares en los que a él mismo le daba miedo adentrarse.
No recordaba el momento en que lo probó por primera vez, ni por qué lo hizo, pero gracias a su dedo los chillidos e insultos de su madre pasaron de aterrorizarle a formar parte de la banda sonora de su día a día. Lo que sí recordaba bien era la sensación que le producía: su dedo se humedecía, se ablandaba y con él todo su cuerpo. Se veía inmerso en esa sensación que le hacía salir de ahí y abstraerse por completo.
La tarde en la que su padre se fue, los golpes sonaron mucho más fuertes. Los insultos y los gritos resonaron afónicos, distorsionados, como si alguien los estuviera manipulando, como si las pilas de su madre se fueran acabando y su voz retumbara ralentizada y más grave que nunca. Como siempre que sus progenitores se encerraban en su cuarto para seguir discutiendo y que nadie presenciara el colofón final, Mario hacía guardia, justo enfrente, en el cuarto de baño que compartía con su hermano Raúl. Raúl le sacaba cuatro años y, como todo hermano mayor, hacía del cuarto de baño su segunda habitación. Las esperas eran interminables cada vez que él entraba y las súplicas para que saliera, sordas. Pero aquella tarde su hermano no estaba: siempre se las apañaba para largarse rápidamente cuando empezaban las broncas. El suelo del baño era de mármol y Mario, de cuclillas, se pegaba al radiador para entrar en calor. Odiaba el frío y sentirse desabrigado. Por eso se protegía las rodillas con la mano que le sobraba, a falta del abrazo que su padre le daría cuando todo acabara. El abrazo que le devolvería la calma que necesitaba. Mario, con los ojos cerrados, se chupaba el dedo con más y más intensidad mientras se concentraba en que todo pasara. Había dos puertas cerradas y un pasillo de por medio, pero, desde su pequeña fortaleza, podía percibir los restos de gritos y forcejeos que le indicaban la temperatura de la discusión.
Cuando parecía que la batalla había alcanzado su apogeo, de pronto, llegó el silencio. Nada de gemidos, de golpes contra la puerta o muelles chirriando, ni siquiera la saliva del dedo de Mario, que había dejado de chupárselo de golpe, extrañado ante aquel cambio tan brusco. ¿Qué había sucedido esta vez al otro lado del pasillo? Solo quedaba un silencio más afilado que todos los gritos y amenazas juntos. Mario, con los ojos abiertos de par en par, esperó unos segundos atento, mientras una sensación de pánico irracional se adueñó de él. De pronto escuchó la puerta de la habitación de sus padres abrirse de golpe devolviéndole a la realidad. Su padre había salido y andaba por el pasillo a grandes zancadas. Estaba claro que era él por la determinación de sus movimientos, pero era extraño. Nunca había ocurrido de aquella manera: no había tenido tiempo de reaccionar y esperarle a la salida para demostrarle que él estaba ahí apoyándole y llamar su atención. Todo se había precipitado. ¿Iba a quedarse sin sus caricias? Sin ellas la partitura era otra: la melodía cambiaba y a Mario no había cosa que más miedo le diera que los cambios, la incertidumbre, y más si eso implicaba directamente a su padre. Los pasos indicaban que estaba bajando las escaleras, así que se puso de pie y abrió con urgencia la puerta del baño. Pero antes de salir, asomó su cara y comprobó que su madre no estuviera en el pasillo. No había ni un solo ruido, solo el del ventilador colgado del techo que presidía las escaleras moviendo sus aspas a gran velocidad. Una vez fuera, el frío invadió todo su cuerpo en cuestión de segundos. Al pasar por la habitación de sus padres, Mario no pudo evitar lanzar una mirada furtiva al ver que la puerta estaba medio abierta. Al fondo, entre la penumbra, estaba su madre de rodillas con todo su cuerpo echado hacia adelante, estirando una mano. Movía sus dedos como garras al aire, como si su padre siguiera en la habitación y todavía pudiera retenerlo. Mario bajó las escaleras corriendo antes de ser visto, pero, cuando estaba a punto de llegar abajo del todo, se encontró a su padre parado en el hall de la entrada con su abrigo puesto, quieto, mirándole fijamente. El hombre no dijo nada, simplemente le mantuvo la mirada hipnótico. Frente a frente. Por un momento Mario sintió miedo, su padre parecía otra persona, no descifraba el tono de su mirada. ¿Qué quería decirle? No le reconocía. El niño lo miraba expectante, con cierta culpa por haberle fallado. ¿Estaría enfadado porque no estaba fuera esperándole? Su padre dio un par de pasos hacia las escaleras hasta llegar a su altura, muy cerca, nariz con nariz y siguió mirándolo fijamente hasta que le dijo:
—Tu madre me está volviendo loco.
Mario tenía los ojos húmedos por las lágrimas que asomaban. Su padre, con gesto serio, estiró uno de sus brazos para acariciarle en la mejilla y en el pelo. ¿Era una despedida? Mario suplicaba para sus adentros que no lo fuera, tratando de detener aquel instante en el tiempo, hasta que llegó un fuerte golpe, el portazo final. Su padre se había marchado y con él la banda sonora de su hogar. Desde ese momento el silencio invadió la casa por completo. Hasta una semana después, cuando reinaría el ruido de la muerte.
Aún parado en el borde de las escaleras, Mario intentaba procesar lo que acababa de ocurrir. Las lágrimas comenzaron a resbalar por sus mejillas incontroladamente. Fue a chuparse el dedo, pero se lo apartó de golpe antes de metérselo en la boca, no lo haría hasta que volviese. Respiraba con dificultad, superado por la situación y, pese a que permanecía totalmente inmóvil, el recibidor empezó a dar vueltas a su alrededor: la puerta de la entrada, las escaleras, la del salón y de la cocina, todo giraba sin parar, hasta que al pasar de nuevo la vista por la puerta abierta del salón, el enorme retrato de su padre que presidía la estancia hizo que todo frenara en seco. La imagen debía de tener unos diez años y mostraba al patriarca de la familia: moreno, fuerte, con rasgos armoniosos, mirando a cámara muy sonriente, con una felicidad absolutamente contraria al estado en el que se había marchado. Podría pasar por el capitán del equipo de fútbol de alguna hermandad americana o algún modelo de un anuncio. Su padre miraba de una manera que parecía que seguía ahí y le sonreía de verdad. Mario abandonó de golpe el vértigo, para devolverle la mirada ensimismado. Poco a poco se fue acercando a él, pero antes de que llegara a entrar en el salón, su madre, que había bajado las escaleras sigilosamente, como una serpiente, apareció detrás de él y dijo de golpe:
—¿Dónde está tu hermano?
Mario dio un brinco y se giró hacia ella. Su madre tenía el rostro totalmente desencajado.
—¿Que dónde coño está tu hermano? —repitió.
Nico intentaba concentrarse con los apuntes esparcidos sobre la mesa, pero le era imposible; los días pasaban lentos y sus miedos se hacían cada vez más presentes. Por eso, pese a que no solía beber, había terminado dando un par de chupitos a la botella de ron empezada, que guardaba en la estantería de su cuarto. No le gustaba tomar alcohol en compañía. Le aterraba la idea de poder perder el control y que asomaran todos sus males fruto de los remordimientos que le reconcomían. Pero, cuando de pronto sonó el telefonillo, todos sus pensamientos desaparecieron y el treintañero de aspecto angelical dejó la botella y subió las escaleras de dos en dos expectante ante la posibilidad de ser rescatado.
—¿Jugamos? —La voz de Raúl al otro lado del telefonillo fue suficiente para devolverle la sonrisa.
Nico abrió la puerta sin pensarlo, no le importaba que como siempre apareciera por sorpresa. Sabía que algo había pasado y que al menos durante unas horas sería todo para él. Bunny, el cocker spaniel de Nico, empezó a ladrar sin parar, como siempre que lo veía aparecer por el marco de la puerta.
—Ya estamos, venga ya, gruñón, que es Raúl, bobo, que viene a jugar a la Nintendo con nosotros —dijo Nico calmándolo mientras le sujetaba.
Raúl se apartó su largo flequillo moreno de la cara y pasó de largo ignorando al perro. Las peleas de sus padres cada vez eran más frecuentes y las visitas también. Nico sabía que de todos los que rodeaban a Raúl, él era al primero al que iba a ver cuando algo iba mal. Pese a que Raúl nunca se lo diría, cuando llamaba a su puerta siempre era porque estaba huyendo, pero no de sus padres, como él pensaba, sino de su adicción. La adicción de Nico era Raúl. Aunque lo hubiera visto tan solo cinco minutos antes, tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no abrazarlo. Cerró la puerta y le hizo un gesto con la mano para que bajara las escaleras. El chalet de los padres de Nico estaba en la misma urbanización, en la calle desierta próxima al parque y al descampado. Les separaban cuatro chalets adosados pero la disposición y proporciones de las casas eran exactamente las mismas. «¿No tienes ganas de independizarte ya y tener tu propia casa?», se cansaba de escuchar. Pero lo cierto es que Nico era un privilegiado, tenía su propio espacio, más grande que ninguna de las habitaciones del chalet, en la planta de abajo, junto al garaje. Originalmente era un cuarto de estar, pero Nico bajó su colchón y se acomodó en esa habitación en busca de mayor aislamiento e independencia. Las partidas podían darse a cualquier hora y a todo volumen que nadie en su casa oiría nada. Aquella tarde estaban solos, como de costumbre. Los padres de Nico eran dentistas y tenían su propia clínica, de ahí su sonrisa inmaculada. Si bien era un chico bastante agraciado, siempre tuvo muchas inseguridades: no le gustaba su nariz grande de corte griego, ni su pelo grueso y ondulado, que trataba de domar con gorros de lana que reducían su volumen. Siempre se había mordido las uñas, pero últimamente llegaba hasta los dedos. Su inquietud no le permitía parar, y después tenía que estar pendiente de esconder las manos cuando sentía que podía ser objeto de alguna mirada. Aunque ya no salía mucho, casi no tenía que ocultarse delante de nadie y, además, todo ello se compensaba con su maravillosa sonrisa. «Parece que tuvieras perlitas en lugar de dientes, de lo que te brillan», decían sus tías fascinadas cuando se reunían todos en Navidad. Su dentadura era el mayor trofeo de sus padres. Estaban realmente orgullosos del trabajo hecho y no perdían ocasión para que, delante de cuanta más gente mejor, tuviera que enseñarla, cual caballo de competición. Sin embargo, las cosas habían cambiado y lejos quedaron los halagos y el tiempo que solían pasar juntos en familia. Sus padres se pasaban la mayor parte del tiempo trabajando. Nico tenía mucha libertad para hacer lo que quisiera, pero, como no sabía cuándo podrían volver, tenía que esperar con ojo avizor si no quería ser descubierto. Sus padres eran imprevisibles, tan pronto se pasaban el día en la clínica y volvían a casa casi para cenar e irse a la cama, como cancelaban todo y se pasaban el día en casa, pendientes de la televisión y de la radio, sin levantarse de la cama o, como había optado su padre, saliendo a correr hasta caer rendido sin pensar.
Al llegar abajo, Raúl fue directo a la consola. La encendió, agarró el mando y empezó a jugar inclinado hacia adelante, muy concentrado, como si la vida se le fuera en ello. Podían pasar así mucho tiempo, uno junto al otro, sin hablar, despatarrados en el sofá. Todo el que necesitara Raúl antes de tener que volver a su casa. Nico se conformaba con tenerlo ahí, junto a él. Observarlo capturando el momento. Simplemente podían estar así, en silencio, sin preguntas. Eso era precisamente lo que a Raúl le gustaba de Nico, que no intentara impresionarlo ni sacarle información. Sus miradas furtivas siempre serían menos incómodas que tener que explicar nada. Nico estaba pendiente de él, sin escapársele detalle, deseoso por saber qué pasaba por su cabeza en esos momentos: la velocidad con la que apretaba el mando con sus dedos, enrojecidos al igual que su cuello, plagado de venas hinchadas, hacía evidente que no era en su contrincante del Street Fighter en quien pensaba cuando pegaba con tanta violencia.
—¿Seguro que no te esperan en casa? ¿Quieres llamar y les avisas? —preguntó Nico mientras que, como hacía cada medio minuto, vigilaba qué hacía Bunny.
Raúl no se inmutó y, como si de una venganza se tratara, dio un último golpe a su contrincante y le dejó K.O. Con la mirada aún en la pantalla disfrutaba de su victoria. Necesitaba descargarse y ese juego era una de las pocas cosas con las que conseguía hacerlo: le hipnotizaba y sacaba todo lo que llevaba dentro. Eso y su vicio, pero esa tarde intentaba quitárselo de la cabeza.
Al salir a la calle, el aire frío le golpeó en la cara, pero pensó que eso no era nada comparado con los bofetones que le daba su madre. Era finales de abril y las temperaturas habían caído en picado. Sin embargo, Raúl parecía inmune: vestía apenas una camiseta de rayas blancas y negras, de manga larga, y un pantalón vaquero roto que dejaba ver sus rodillas. Por muchas veces que pasara por la calle en la que había pasado sus dieciséis años de vida, no podía evitar observarla como si fuera la primera vez. Y es que su calle, casi siempre desierta, en lugar de familiar resultaba cada vez más sombría, incluso peligrosa. Había algo afilado en lo estrecho de sus dimensiones, en las sombras que dibujaban los árboles que sobresalían por las vallas de las hileras de chalets a ambos lados y, sobre todo, en aquellas farolas, enormes y alargadas, con esas cabezas que emitían una luz amarillenta y pobre. Aquellas que conforme andaba parecían estrecharse más y más, como el pasillo que formaban los hijos de puta de COU en su colegio para crecerse con el miedo de los chavales como él. Al llegar a la altura de su casa, estiró el cuello para ver cómo estaba el panorama a través de las ventanas. La cocina y las dos habitaciones, la suya y la de su hermano Mario, estaban a oscuras, con las contraventanas cerradas pero con las lamas abiertas formando franjas horizontales. Raúl sintió un escalofrío al ver que no había ninguna luz encendida. Abrió la puerta de la calle para entrar pero justo antes echó una mirada hacia atrás. No había nadie, tan solo una de las farolas alineada detrás de él.
—¿Hola? —dijo al abrir con cautela. La única luz que se colaba por la ventana de la cocina dejaba ver que no había nadie allí, ni en el salón, ni en el hall en el que estaba parado.
—¿Mario? —exclamó.
Al no recibir respuesta, Raúl sacó la cabeza por el hueco de las escaleras y miró hacia arriba y hacia abajo. El gran ventilador daba vueltas sin parar, las aspas se metían en su cabeza como un taladro, enfriando aún más el ambiente y emitiendo un sonido en bucle que se intensificaba conforme subía las escaleras. A medida que alcanzaba a la primera planta, la luz iba descendiendo. Casi a oscuras, Raúl observaba las puertas abiertas de las habitaciones. Aceleró el paso hasta llegar al cuarto que compartía, a su pesar, con su hermano pequeño. Al abrir la puerta lo primero que vio fue la enorme ventana con las contraventanas medio abiertas, que le permitían distinguir a Mario sentado en una de las esquinas. El niño se abrazaba las rodillas con fuerza mientras hundía su cabeza en ellas. Raúl dio un paso hacia su hermano, que no dejaba de temblar. Estaba acostumbrado a verlo muy asustado, era especialista en divertirse inventándose historias de terror basadas en sus propios miedos y Mario era un público muy agradecido, pero nunca antes temblando de esa manera.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Raúl extrañado.
El niño levantó la mirada al escucharlo y abrió los ojos con expresión de auténtico pánico al ver algo a la espalda de su hermano. Raúl se giró rápidamente temiendo lo peor. Su madre estaba detrás de él, camuflada entre la penumbra.
—En diez minutos, a cenar —dijo en tono imperativo.
Antes de que Raúl se pudiera recuperar del susto, su madre ya había desaparecido en la oscuridad del pasillo. Los dos hermanos se miraron mientras recobraban la respiración.
La hora de la cena nunca fue el momento favorito de ninguno de los integrantes de la familia. Es más, cuando todos se sentaban en la mesa, parecían casi extraños obligados a hacerlo sin ningún vínculo que les uniera. Hablaban por encima de lo que había pasado en el colegio durante el día —unas veces era cierto y otras no—, de lo que había hecho Laura —en cuyo caso casi nunca lo era— y, por supuesto, de la actividad del padre —que siempre era recibida con verdadera devoción por Mario—. El niño escuchaba atento fingiendo no tener apetito para que su padre, al tiempo que contaba sus hazañas, le troceara la comida y se la fuera dando poco a poco. «Es que así no te vas a hacer nunca un hombre. Eres un bebé. Anda, abre la boca, ven», le decía al tiempo que empujaba un trozo de filete de pollo empanado. El niño sonreía a la vez que su madre, hastiada, negaba con la cabeza. Pero eso no se repitió la noche en la que se fue su padre, en la que los dos hermanos bajaron en cuanto su madre les avisó. Sentados cada uno en su sitio, esperaban en silencio la comida mientras en la televisión Carmen Sevilla despedía el Telecupón, el programa que presentaba. Su constante sonrisa y simpatía contrastaba con el gesto serio y ausente de los tres. Laura terminó de sacar unos sanjacobos de la freidora y se los acercó en un plato a cada uno. Estaban negros por uno de los bordes.
Los dos hermanos los miraron sin apetencia y no porque precisamente estuvieran quemados, sino porque estaban hartos de comerlos día sí, día no. Además, Mario tenía el estómago cerrado. Era la primera vez en años que el patriarca no presidía la mesa y eso enrarecía aún más el ambiente.
—Come —dijo Laura al sorprender a Mario mirando obnubilado al sitio vacío de su padre y añadió—: Raúl, si tanta prisa tienes en que desaparezcamos de tu vista, termina rapidito, guapo.
Raúl, que llevaba un rato mirando al plato sin probar bocado, volvió en sí y lanzó una mirada de hielo a su madre, pero Laura volvía a estar atenta al televisor porque empezaba su programa favorito. Un presentador con bigote, vestido de traje, miraba directamente a cámara e invitaba a los telespectadores a que le acompañaran en las próximas dos horas, en las que prometía desvelar las claves de los crímenes y sucesos más escalofriantes del momento:
«Estamos aquí para que ustedes sepan toda la verdad. Para que la próxima vez no sea demasiado tarde, para que entre todos podamos localizar estos casos y así evitar más tragedias como las que veremos a continuación —decía de una manera cercana—. Pero antes les recordamos el teléfono al que pueden llamar si saben algo de Jonathan García, el joven de dieciséis años que desapareció hace casi un año, mientras sacaba a su perro en la calle en la que vivía».
En la pantalla apareció un teléfono junto con la foto de un chico sonriente, rubio, de ojos claros. Laura observaba la pantalla muy atenta, mientras que Raúl apartó la mirada rápidamente y vio cómo Mario se encogía en el asiento.
—No empieces, eh, cagao, que luego me das la noche —le dijo Raúl, tratando de cambiar de tema, y además le empujaba con el codo para hacerse con todo el espacio de su lado de la mesa.
—Por cierto. Ni una palabra de lo que ha pasado esta tarde. ¿Me oyes? —dijo Laura mirando a Mario de forma tajante.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Raúl.
—Nada —contestó tajante Laura, dando por terminada la conversación.
El presentador dio paso al primer vídeo, en el que se mostraba el caso de una chica que había sido violada y asesinada brutalmente mientras atravesaba un descampado de camino a su casa. Laura, sin casi probar bocado, cogió su cajetilla de tabaco y se encendió un cigarro. Raúl al verlo acentuó su gesto de asco: le repugnaba que le echaran el humo encima mientras comía, era aliñar la basura con más basura. Se habría levantado en aquel momento para hacerle tragarse el cigarro entero hasta que se ahogara. Mario, aprovechando que su madre estaba abducida por el programa, dejó de reprimir sus ansias de mirar al sitio de su padre. Ahí estaba todo colocado: su servilleta, sus cubiertos, sus platos y su vaso. Todo menos él. De pronto sintió cómo la tristeza se expandía por todo su cuerpo. Era como si hubieran cavado un hoyo muy profundo, de metros y metros, y le hubieran lanzado al abismo. Nadie podría volver a verlo. Sabrían que estaba ahí, pero nadie se molestaría en recuperarlo jamás.
«Lo más escalofriante es que cualquiera de los que nos están viendo ahora mismo podría ser el siguiente», dijo el presentador para despedir el programa. Laura estaba sola en la cocina, apoyada en la encimera, fumando con la ventana abierta. El cenicero junto a ella delataba la decena de cigarros que llevaba desde que sobrevino el silencio que intentaba quitarse de la cabeza sin éxito. Cuando empezaron los títulos de crédito, bajó corriendo el volumen para no escuchar la música tan tétrica que los acompañaba. Le ponía mal cuerpo, la asociaba a momentos pasados que trataba de borrar y, además, no le interesaba en absoluto lo que emitían a continuación. Aun así, no llegó a apagarla, de algún modo le hacía sentirse acompañada. Nunca se había sentido tan desprotegida. Estaba en su casa, en su territorio de confort y, sin embargo, se sentía más perdida que nunca. Trataba de no salirse de su coreografía habitual para no reparar en la evidente diferencia. Pero por debajo subyacía lo más parecido al pánico que había sentido nunca. ¿De verdad iba a dormir fuera de casa? ¿En serio iba a permitirse abandonarla de esa manera, dejarla sola con los niños, sin una mínima explicación? Era la primera vez en diecisiete años que todo se les había ido de las manos de aquella manera. Nunca antes sus armas de seducción se habían visto vulneradas y eso le hacía sentir débil y vieja. ¿Debería haber reculado esta vez? ¿Había hecho bien en decírselo? ¿Tendría que haber actuado por su cuenta para que no se hubiera sentido así de amenazado? ¿O había hecho bien en encararle de esa manera? No era su intención amenazarle así, pero ¿qué quería que hiciera? Tenía que saber al menos que no era idiota y que si iba a seguir por ese camino sería porque ella lo aprobaba, no porque fuera estúpida. A su mente vino su última mirada con los ojos en sangre. «No te atreverás», le dijo al tiempo que le soltaba bruscamente. Aquella mirada con sus dedos incrustados en su garganta dejaba muy claro que esa vez no pasaría por el aro, que algo se había roto para siempre. Por primera vez estaba expuesto. No fue fácil tomar la decisión de decírselo, resultaba doloroso, pero no pudo controlarse y acabó explotando. Habían llegado a un punto en el que era necesario hacerlo para poder continuar. ¿Acaso no se trataba de conocerse a fondo, incluidas todas las mierdas? Pero lo cierto es que, aunque todavía no pudiera creérselo, esa vez no había podido disuadirle aprovechando toda esa energía para terminar arreglándolo fuerte, gimiendo de placer, como siempre acababan haciendo. Se miró las manos, tenía las uñas destrozadas de arañarle. Resultaba curioso cómo en su relación había un hilo tan fino entre lo excitante que resultaba un arañazo algunas veces y lo doloroso que podía llegar a ser en otras. Esa tarde había arañado a su marido más fuerte que nunca. No había podido controlar su rabia, era consciente, pero ambos estaban fuera de sí y parecía la mejor opción. No quería pensarlo más, salió de la cocina hacia el salón, dejando un rastro de humo a su paso. Al entrar fue directa hacia el espejo enorme que ocupaba una de las paredes. Pegada a su reflejo vio que empezaban a asomar los moretones. «Mañana será otro día», pensó mientras se tocaba con las yemas de los dedos las marcas en el cuello. Le encantaba Vivien Leigh y disfrutaba observándose frente al espejo repitiendo su mítica frase de Lo que el viento se llevó. Aquella mujer incombustible le inspiraba como ninguna otra. Nunca se lo había confesado a nadie, pero la multioscarizada película tenía la culpa de que las cortinas de su salón fueran verdes, pese a no combinar con nada. «Esas cortinas no combinan con nada, entre el color y el terciopelo parecen de burdel», repetía sin parar su suegra cada vez que iba a su casa. Solo había alguien que le hacía sombra respecto a él, y esa era su suegra. Por eso desde la primera vez que escuchó lo horribles que le parecían las cortinas, utilizó la calma necesaria como para que le quedara bien claro que no habría más opción que esa. ¿Tenía los cojones de soltar todo lo que le venía a la mente solo porque era su madre y estaba hecha un vejestorio? Pues ella también los tendría para sonreír y omitir cualquier tipo de respuesta, consciente de cuánto le repateaba. Así come