Dos

Irène Némirovsky

Fragmento

Capítulo 1
1

Se besaban. Eran jóvenes ¡y con qué naturalidad nacen los besos de los labios de una joven veinteañera! No es amor, es un juego; no se busca la felicidad, sino un momento de placer. El corazón aún no desea nada: lo han colmado de amor, lo han saciado de cariño en la infancia. ¡Que calle ahora, que duerma! ¡Que te deje olvidarlo!

Reían, pronunciaban el nombre del otro en voz baja (apenas se conocían).

—¡Marianne!

—¡Antoine!

Y luego:

—Ay, ¡me gustas mucho!

Estaban tumbados en un sofá estrecho en la penumbra de una habitación. Habían apagado las lámparas. Otra pareja, medio oculta por un biombo colocado frente al fuego agonizante, hablaba en voz baja sin preocuparse de ellos. Un joven parecía dormir sentado en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en la mano. Los cinco habían cenado en un hotelito perdido en el campiña. Las chicas llevaban vestidos de baile. Había sido un capricho, una escapada loca: huyeron de una fiesta aburrida y salieron de París sin pensar hacia dónde. Era la noche de Pascua y, por primera vez después de la guerra, triste y luctuosa, asomaba la primavera. Pero ahora había que regresar: ya estaba amaneciendo.

Marianne se levantó, descorrió las cortinas y abrió la ventana. Una niebla espesa y blanca como la leche se deslizaba despacio sobre un río invisible cuya proximidad se adivinaba por el olor del agua fría. ¿La claridad era aún la de la luna o la del amanecer? No, no, la noche había terminado. Llovía, pero todo parecía maravilloso. No habían dormido. Habían bailado en el salón desierto del hotel, habían bebido, se habían acariciado. Tenían los rostros cansados y demacrados por el placer, pero éste no los había envejecido ni afeado: nada altera el esplendor de la juventud.

Marianne se acercó al fuego. Llevaba un vestido rojo de muselina y un collar de bolitas de ámbar que, a la luz de las llamas, lucían doradas como granos de uva. Antoine las acarició y posó los labios en el delgado cuello desnudo. Ella se dejó besar sonriendo, sin decir nada, como Solange Saint-Clair en los brazos de Dominique Hériot, como todas las chicas que Antoine había conocido. Sin amor, sin la experiencia del placer, el presentimiento del amor y del placer les daba a esas caricias incompletas, anhelantes, un sabor que no volverían a tener jamás.

—Pero ¿qué hora es? —preguntó Solange en voz baja—. ¿Es tarde?

Nadie respondió. Otro beso, otro de esos besos que engañan el hambre y la fiebre... Los cabellos rubios de Solange, de un oro suave y ligero, caían sobre sus hombros. Su rostro parecía misterioso, angelical. Era tan bella que Marianne, contemplándola, murmuró:

—Qué hermosa eres, Solange... creo que nunca te había visto así...

Sin responder, Solange entrecerró sus grandes ojos negros. Esa noche todos los sentimientos se mezclaban y confundían: la voluptuosidad y la amistad, el cansancio y el placer. Marianne empujó un leño con el talón para arrancarle la última luz. Luego se puso el sombrero. Estaba delgada, casi flaca, y era vivaz y ardiente como una llama. Sus ojos negros resplandecían engastados en su tez morena. Antoine se acercó a la mesa puesta y se sirvió de beber. Lástima que hubiera que irse. Vaya noche tan rara... Ahora todos guardaban silencio, ya no tenían ganas de reír.

—¡Vamos! —exclamó—. ¡Dominique! ¡Gilbert! Tenemos que irnos.

Gilbert, hermano de Antoine, fingía seguir durmiendo a los pies de Solange y Dominique, que se besaban sin prestarle atención. Era mayor que los demás y más vulnerable. No sabía tomarse a la ligera las cosas ligeras. Estaba enamorado de Solange.

—¡Vamos! —insistió Antoine.

Dominique alzó apenas el rostro pálido y cansado.

—¡Vete tú y déjanos en paz! ¡Vete! Nunca seremos tan felices como ahora...

—Quisiera morir aquí —murmuró Solange.

Morir... qué locura. Ya se les pasaría con la mañana. Pero ¿y él? ¿Qué hacía allí? Esa noche, su amante lo habría esperado en vano. Se había olvidado de ella. Porque su amante era Nicole... Marianne era tan sólo un instante de placer. Sentía la ardiente lucidez que da el alcohol. Lentamente, la niebla penetraba en el cuarto. Hacía sólo unos meses, los tres, Gilbert, Dominique y él, estaban tendidos en el barro de Picardía o en la arena de Flandes. Apretó la boca carnosa; sus ojos verdes, algo rasgados, casi achinados, fulguraron. ¡Ay, cómo se alegraba de estar vivo!

Marianne seguía de pie a su lado, casi apoyada en él. De pronto, como si le hubiera leído el pensamiento, murmuró:

—Es maravilloso...

—Sí —respondió él con vehemencia.

Los dos pensaban en los jóvenes, hermanos, amigos, cuyos huesos se habían mezclado hacía tiempo con la tierra en innumerables fosas. Ellos, los supervivientes, sabían al fin que eran mortales: esa lección no suele enseñarse hasta que la juventud ha pasado, pero quienes la han aprendido a los veinte años ya no la olvidan jamás. ¡Sí, había que apresurarse a respirar, a beber, a besar, a hacer el amor!

—¿Vendrás a mi casa? —susurró al oído de Marianne.

—Sí, cuando quieras.

Gilbert se acercó a ellos. Tenía el rostro pálido y los ojos apagados, la barba empezaba a asomarle en el mentón y las mejillas. Sí, había llegado el momento de irse...

Antoine cogió los abrigos de las chicas, que los habían arrojado a la cama al llegar. Ellas se levantaron. Dominique encendió la luz, recogió los bolsos, los guantes olvidados, y observó la mesa: no quedaba ni una gota de vino. Marianne se pasaba escrupulosamente el pintalabios. Y ahora ¿cómo volvería a casa? Si sus padres habían cambiado de planes y se habían quedado en París, la descubrirían. ¡Bah! Confiaba en su suerte: diría que había pasado la noche en casa de Solange y viceversa. No se sabría nada, nunca se sabría nada. Sus padres, igual que los de su amiga, aún eran jóvenes: sus propias pasiones les preocupaban más que las de sus hijos. Eran cuatro hermanas, cómplices unas de otras, como tiene que ser. La apenaba que Évelyne, la menor y su preferida, no estuviera allí. «Qué lástima... debería haber venido...», pensó. Esa noche, no sabía por qué, no había sido como las demás. Era... inolvidable...

Antes de salir miró una vez más la habitación, la vieja cama oscura, la colcha de flores arrugada en el suelo, el pequeño sofá rosa... Del gran fuego que habían encendido con tanta alegría no quedaba hacía rato más que ceniza caliente.

El vestido de Solange, adornado con volantes de encaje, blanco y ligero como la espuma del mar, resplandeció un instante en la claridad de una ventana abierta, luego recorrieron largos pasillos tenebrosos; la sala del restaurante estaba desierta y las sillas de anea, colocadas sobre las mesas con las patas en alto. Salieron a una terraza enarenada que mostraba aquí y allá la estructura que había debajo y vieron al fin los faros d

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