Todas las piezas rotas

John Boyne

Fragmento

Capítulo 1
1

Si el ser humano es culpable de todo el bien que no ha hecho, como sugería Voltaire, yo me he pasado la vida tratando de convencerme de que soy inocente de todo el mal. Ha sido una forma práctica de soportar décadas de exilio voluntario del pasado, de verme como víctima de amnesia histórica, absuelta de cualquier complicidad y exonerada de cualquier culpa.

Mi relato final, sin embargo, empieza y acaba con un objeto tan trivial como un cúter. El mío se había roto hacía poco y, como me parecía una herramienta muy útil que no debe faltar en ninguna cocina, fui a la ferretería del barrio a comprar uno nuevo. A mi vuelta me esperaba una carta de un agente inmobiliario, similar a la que habían recibido todos los vecinos de Winterville Court, donde se me informaba educadamente de la puesta a la venta del piso de abajo. Su anterior ocupante, el señor Richardson, había vivido en el número 1 cerca de treinta años, pero había fallecido poco antes de Navidad y desde entonces el piso estaba vacío. Su hija vivía y trabajaba de logopeda en Nueva York y, que yo supiera, no tenía intención de regresar a Londres, así que ya me había mentalizado para interactuar en breve con algún desconocido en el vestíbulo. Quizá incluso tuviese que fingir interés por la vida de los nuevos propietarios, o aguantar que éstos intentasen sonsacarme detalles de la mía.

Desde 2008 el señor Richardson y yo habíamos mantenido la típica relación de buenos vecinos; es decir, no habíamos intercambiado una sola palabra. Al principio de su llegada al edificio, y en realidad durante unos cuantos años, nos llevamos la mar de bien. A veces incluso subía a jugar al ajedrez con Edgar, mi difunto marido; sin embargo, por alguna extraña razón, nosotros dos nunca fuimos más allá de las meras formalidades. Él siempre se había dirigido a mí como «señora Fernsby», y yo lo llamaba «señor Richardson». Cuatro meses después de fallecer Edgar entré por última vez en su piso; había aceptado su amable invitación a cenar, pero me encontré siendo objeto de sus insinuaciones amorosas, que por supuesto decliné. El señor Richardson se tomó mal mi rechazo y a partir de entonces nos convertimos en lo más parecido a dos desconocidos que puedan ser dos personas que viven en el mismo edificio.

Mi residencia de Mayfair está registrada como piso, pero eso sería como describir el castillo de Windsor como un refugio de fin de semana de la reina. Cada vivienda de nuestro edificio (cinco en total: una en la planta baja y dos en cada una de las superiores) ocupa ciento cuarenta metros cuadrados de excelente bien inmueble londinense y cuenta con tres dormitorios, dos cuartos de baño completos, un servicio y vistas a Hyde Park, lo que ha incrementado su valor hasta una cifra que ronda los tres millones de libras (y mi información proviene de fuentes fiables). Edgar recibió una cuantiosa suma de dinero pocos años después de casarnos, una herencia inesperada de una tía soltera, y aunque él habría preferido mudarse a un barrio más tranquilo, lejos del centro de Londres, yo había investigado por mi cuenta y no sólo estaba decidida a vivir en Mayfair, sino, a ser posible, en aquel edificio en concreto. Eso siempre había parecido inviable económicamente hasta que tía Belinda pasó a mejor vida y, como un deus ex machina, de pronto todo cambió. Siempre quise explicarle a Edgar por qué me había empeñado en vivir aquí, pero por una razón u otra nunca llegué a hacerlo, y ahora me arrepiento.

A mi marido le gustaban mucho los niños, sin embargo yo accedí a tener sólo uno y en 1961 di a luz a nuestro hijo Caden. En los últimos años, a medida que ha ido aumentando el valor de mi propiedad, Caden me ha animado en varias ocasiones a venderla y comprarme un piso más pequeño en algún barrio no tan caro de la ciudad. Sospecho que empieza a temer que su madre llegue a los cien años y ansía recibir parte de su herencia mientras todavía es lo bastante joven para disfrutarla. Caden se ha casado tres veces y ahora se ha comprometido por cuarta vez, pero yo ya he renunciado a trabar amistad con las mujeres de su vida. Tengo la teoría de que, en cuanto las conoces un poco, las despacha e instala otro modelo, y entonces debes volver a tomarte la molestia de descifrar su idiosincrasia, como harías con una lavadora o un televisor nuevos. De niño trataba a sus amigos con una crueldad parecida. Caden y yo hablamos por teléfono con regularidad y cada dos semanas viene a cenar a casa, pero la nuestra es una relación complicada, en parte dañada porque me ausenté de su vida durante un año cuando él sólo tenía nueve. La verdad es que no me siento cómoda entre criaturas, y los niños pequeños me resultan especialmente difíciles.

No me preocupaba que mis nuevos vecinos me molestaran con sus ruidos (estos pisos están muy bien aislados, y además, aunque hay algunos puntos débiles aquí y allá, con el tiempo me había acostumbrado a los diversos sonidos que atravesaban el techo del señor Richardson), lo que me fastidiaba era que el orden de mi mundo pudiese verse alterado. Confiaba en que llegara alguien que no tuviese el más mínimo interés en conocer a la mujer que vivía en el piso de arriba. Un anciano inválido, por ejemplo, que apenas saliera de su casa y todas las mañanas recibiese la visita de una empleada doméstica; o una joven ejecutiva que se fuera todos los viernes por la tarde a su segunda residencia y no regresase hasta el domingo por la noche y luego se pasara el resto del tiempo en la oficina o el gimnasio. Por el edificio se había extendido el rumor de que un famoso cantante de música pop que había triunfado en los ochenta se había interesado por el piso como posible lugar donde retirarse, pero por suerte no se había sabido nada más de él.

Mis cortinas se movían ligeramente siempre que el agente inmobiliario aparcaba su coche y entraba con un cliente para enseñarle el piso mientras yo tomaba notas sobre cada vecino en potencia. Había un matrimonio de setenta y pocos muy prometedor: los dos hablaban con voz suave e iban cogidos de la mano, pero preguntaron si en el edificio aceptaban mascotas (yo estaba escuchando por el hueco de la escalera) y se llevaron un buen chasco cuando el agente les dijo que no. También vino una pareja de treintañeros homosexuales que, a juzgar por su ropa gastada y su desaliño general, debían de ser extraordinariamente ricos, pero, según dijeron, el «espacio» se les quedaba un poco pequeño y no se identificaban del todo con su «relato». Una joven de rasgos feúchos no dio detalles sobre sus intenciones y sólo comentó que a un tal Steven le encantarían aquellos techos tan altos. Como es lógico, yo apostaba por los gais (acostumbran a ser buenos vecinos y hay pocas probabilidades de que procreen), pero resultaron ser los menos interesados.

Y entonces, al cabo de unas semanas, cuando el agente inmobiliario dejó de traer visitas y el anuncio desapareció de internet, deduje que la agencia habría cerrado un trato. Tanto si me gustaba como si no, un buen día me encontraría un camión de mudanzas en la calle y a alguien i

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