Solo humo

Juan José Millás

Fragmento

libro-2

Uno

La madre abrió, sin llamar, la puerta de la habitación del hijo y permaneció observándolo unos instantes con expresión de duda.

—¿Qué pasa? —preguntó el joven apartando la vista del ordenador.

—Carlos…

—¿Qué? —insistió él.

—Tu padre ha muerto —dijo ella.

—…

—Se mató con la moto —añadió tras morderse el labio inferior.

Ese hombre turbio, pensó el joven.

Era cuanto sabía de él, pues se lo había oído mil veces a su madre: «Es un hombre turbio». A lo que solía añadir: «Se desentendió de ti a los cuatro días de que nos separáramos».

Debió de ser muy pronto, pues Carlos no guardaba memoria de su físico. No recordaba haber estado en sus brazos, tampoco que le hubiera cogido de la mano, como los padres de las películas, o también como los padres de la vida real. Había visto a los padres de la vida real de niño, cuando iban a recoger a sus hijos al colegio y cruzaban con ellos la calle, los dos cuerpos, el cuerpo grande y el pequeño, unidos por las manos. Se recordó, de súbito, frente a un urinario de aquel mismo colegio, con la mirada puesta en la pared. Mientras se desabrochaba los pantalones, alguien dijo a sus espaldas: «No tiene padre».

Desde entonces, cada vez que utilizaba un urinario público, volvía a escuchar dentro de su cabeza aquella frase.

No tiene padre.

O, mejor aún, su padre era un bulto. Jamás había visto fotos de él, ropa de él, caligrafía de él. Estaba borrado de su vida real, aunque en su imaginación gozaba de una presencia constante, a veces para bien y con frecuencia para mal. Para bien, cuando lo imaginaba como una especie de misionero o de cooperante que los había abandonado para alfabetizar a otros niños, más necesitados que él, perdidos en países remotos. Ese padre vendría un día a buscarlo para que lo ayudara en su labor filantrópica y recorrerían el mundo salvándolo del hambre y la ignorancia. Para mal, cuando solo era capaz de imaginarlo como el hombre turbio y egoísta que describía su madre, a quien él castigaría sin piedad alguna cuando, pobre y hambriento, regresara al hogar en busca de refugio y perdón. En esta versión, lo mataría, mataría a su padre, y lo mataría con sus propias manos, delante de la madre abandonada, que agradecería aquella venganza entregándose sin límites al hijo justiciero.

Carlos vivía con tal intensidad aquellas fantasías que no era raro que enfermase de ellas. Volvía a la realidad demacrado y con fiebres tan altas como inexplicables que lo salvaban de ir al colegio durante los tres o cuatro días que duraba el acceso, días, por cierto, que pasaba en el dormitorio de su madre, intentando imaginar qué lado de aquella cama oceánica había ocupado su padre antes de abandonarlos. En cierta ocasión buscó sinónimos de turbio en el diccionario y encontró los siguientes: confuso, oscuro, complicado, difícil, opaco, sombrío, turbulento…

¿Todo eso había sido aquel hombre?

Carlos se echó a llorar al sentir que su madre le ofrecía la noticia del fallecimiento como un raro obsequio de cumpleaños, pues ese día cumplía dieciocho: ya era mayor de edad.

Las aventuras y desventuras que había imaginado con aquel hombre que quizá le quiso y al que él tal vez habría querido se le vinieron abajo de repente. Ya no tendría la posibilidad ni de huir con él de la madre solícita ni de matarlo para poseerla sin temor al castigo.

—Hay una cosa buena —añadió la mujer ignorando el llanto del hijo—, y es que has heredado, además de unos ahorros, su casa, que podrás alquilar hasta que te independices y luego vivir en ella. Si te apetece, claro.

—¿Cuándo es el entierro?

—Fue hace una semana. No te lo he dicho antes para ahorrarte el trago. No sabía cuándo decírtelo, estaba esperando el momento.

—¿Y este es el momento?

La madre dudó, volvió a morderse el labio.

—Tenías exámenes… No sé, he hecho lo que me pareció mejor para ti.

Carlos se imaginó en el tanatorio, frente al cadáver de su padre, amortajado con un traje oscuro y una corbata negra. Hablaba telepáticamente con él. Le decía cuánto lo había odiado, pero también cuánto lo había querido. Veía el ataúd, el cuerpo, lo veía todo con un detalle sorprendente, todo menos el rostro, que aparecía pixelado, como los de algunos delincuentes en los telediarios. Tenía cincuenta años cuando murió.

Me tuvo con treinta y dos, calculó el joven.

—Las motos —concluyó la madre antes de abandonar la habitación— son matahombres. Nunca te compres una.

libro-3

Dos

Días después, tras llevar a cabo los trámites relativos a la declaración de herederos, madre e hijo fueron a la casa del padre para tomar posesión de ella y ver de qué había que desprenderse y de qué no antes de ponerla en alquiler. Llovía mucho y reinaba en la ciudad una negrura como de eclipse moral.

Eran las cinco de la tarde.

La casa se encontraba en el décimo piso de una torre de quince en la que la mayoría de las ventanas daban a la M-40, una de las carreteras de circunvalación de Madrid. Carlos permaneció un rato hipnotizado por el espectáculo de los coches, que circulaban allá abajo, pegados los unos a los otros, levantando con las ruedas abanicos de agua. Su madre lo sacó del ensimismamiento.

—Voy a empezar por el dormitorio —dijo como invitándole a quedarse solo unos instantes, por si quisiera, supuso el joven, establecer con el fallecido la comunicación telepática que ella le había negado al ocultarle su entierro.

Cuando la mujer desapareció por el pasillo, Carlos fue de un lado a otro del salón, intentando imaginarse a su padre dentro de aquella estancia en la que, de no ser por los libros que tapizaban las paredes, casi todo resultaba impersonal y escaso. Los muebles, de serie, eran los previsibles. Frente a la televisión había sin embargo una butaca articulada, de piel, que no armonizaba con el resto: parecía un capricho. Desde esa butaca, pensó el joven, veía su padre las películas ordenadas en una zona de la estantería perfectamente distinguible de la de los libros. Carlos no era aficionado al cine, tampoco era lector, por lo que apenas se detuvo a mirar los títulos de unas ni de otros.

Con movimientos cautelosos, como el intruso que se sentía, accedió al pasillo, al que se abrían cuatro puertas (tres habitaciones y un baño, supuso, pues la cocina estaba a la entrada). Su madre trasteaba en la del fondo, así que se introdujo en la primera de la derecha, que tenía el aspecto de un despacho. En la mesa de trabajo, ordenada y neutra, destacaba un cuaderno de tapas blandas cuyas primeras páginas aparecían escritas con una caligrafía clara aunque nerviosa, que atribuyó a su padre. Alterado por el descubrimiento, se sacó los faldones de la camisa y, procurando no dañarlo, ocultó el cuaderno a su espalda, sujetándolo con la presión de la correa del pantalón. Después se recolocó la camisa y anduvo unos pasos

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