El susurro del ángel

David Olivas

Fragmento

20.58 de la noche

20.58 de la noche.

Faltan tres horas para la tragedia.

Los gritos de los niños justo después de explotar los petardos resuenan por las calles empedradas de Calella de Palafrugell. Comienza la noche más mágica del año y el pueblo, vestido de un blanco inmaculado, se ha preparado para la ocasión: el escenario de la plaza ya acoge a los primeros curiosos que no quieren perderse la verbena y el discurso del alcalde a medianoche. La banda de música del pueblo hace sonar sus tonadas y la gente baila a su alrededor con cerveza y vino en la mano. Los muchachos con sus bicicletas hacen corrillo, mientras las chicas se acercan no sin antes mirarse en el reflejo del cristal del estanco. Algunas familias preparan sus hogueras en la playa antes de que repiquen las campanas de la iglesia, momento en el que se lanzarán los fuegos artificiales y dará comienzo la Noche de San Juan. La familia Serra está en casa. Llevan viviendo en el pueblo toda la vida. El padre trabaja en el quiosco, la madre es cajera del supermercado. Juntos compraron esa casa poco después de casarse, pequeña pero cálida, situada en un callejón empinado cerca del centro de la localidad. Las paredes claras resplandecen en el anochecer en contraste con las tejas oscuras. Con el paso de los años han convertido aquella humilde morada en un hogar, un refugio. Allí han criado a sus dos hijos: Ferran, de dieciocho, y Biel, de casi dos años. Los abuelos tampoco han querido perderse la cena, han llegado pronto para ayudar en lo que puedan y, de paso, estar aún más tiempo con su nietecito. Isabel, la madre, está terminando de empolvarse la cara frente al espejo; va guapísima, lleva un vestido largo de seda verde que se compró con su último sueldo.

—¿Qué tal esta? —Josep, su marido, se acerca y le muestra una camisa azul oscuro. Su mujer sabe que ha cogido la primera que ha encontrado en el armario.

—Ponte la del bautizo de tu hijo, anda, que está más nueva.

—¿La granate? —le pregunta extrañado.

—Sí, Josep. La granate.

—Lo que tú digas, querida.

Este año no ha sido muy bueno para la familia. Ferran se fue el pasado septiembre a estudiar a Gerona y la madre lo está pasando fatal. Él tenía claro que quería salir de Calella. Después de trabajar de camarero en el bar de la plaza, consiguió un buen pico para buscarse un piso compartido en la ciudad y matricularse en la carrera que le gustaba: Periodismo. Además, ahora tiene pareja. En enero le contó a sus padres que le gustaban los chicos. Isabel cogió un gran disgusto en el cuerpo y se encerró un día entero para llorar. Hasta las vecinas del pueblo la notaron algo extraña en el supermercado. Pero ella no dijo nada, no quería compartirlo con nadie y menos con ellas, para que todo el pueblo comentase. Allí reinaba esa ley absurda de que lo que no querías que se supiera era mejor que ni lo comentaras. Josep le pidió a su hijo que le diera un poco de tiempo a su madre; al final, ella misma se daría cuenta de lo mal que había reaccionado.

—¡Está obsesionada con el qué dirán en el pueblo! —le gritó Ferran.

—No grites, hostia —le contestó el padre.

—Es verdad, siempre pensando en lo que comentarán, o si nos criticarán las cuatro viejas que viven en este pueblo. Por eso me fui de aquí, papá, ¡por la puta gente!

Pero claro, en realidad en el pueblo todo se sabía. La homosexualidad de Ferran era un secreto para su familia, pero no para el resto. Y él era muy consciente de ello, pues había sufrido ciertas discriminaciones e incluso insultos por parte de otros jóvenes, y también de algún adulto. Ese año había sufrido mucho por ser la diana de las burlas y por ocultar a su familia algo que resultaba tan importante para él. Por eso necesitaba salir de allí y continuar su vida en un lugar cercano pero a una distancia suficiente.

Después de aquel anuncio y de hablar muchas noches en la cama con Josep, su madre entró en razón. La calma del padre, traducida en sus espesas cejas negras y sonrisa ancha, acabó por inundar el corazón de Isabel, que a los pocos días llamó a Ferran para pedirle disculpas por su reacción, y le dijo que a ella lo único que le preocupaba era que sufriese, que le pudiesen hacer daño, pero que por nada del mundo quería estar enfadada con su hijo. Lloraron ambos al teléfono y ella le pidió que fuera más a menudo a verlos, que juntos harían frente a cualquier vicisitud.

A Isabel le correspondía explicárselo a Carmen, su madre y la abuela. Carmen representaba el conservadurismo. Asistía a misa siempre que podía y en sus plegarias ponía el porvenir de su familia en manos de Dios. Creía en él de manera ferviente, y si creía en él, también en sus mandamientos y en todo lo que la Iglesia profesaba en su nombre. Pero ante todo era abuela y, como tal, adoraba a sus nietos y sabía desde hacía un tiempo que algo pasaba. Así que cuando Isabel se lo contó, sí se ruborizó, pero no se sorprendió.

—¡Josep! ¡Corre! Ve a abrir —le grita Isabel desde el baño—. ¡Tiene que ser Ferran!

Josep está viendo el especial de noticias en directo que hacen cada año en la Noche de San Juan, a su lado está sentado en su pequeña butaca Biel, junto a sus abuelos, que no le quitan ojo mientras juega con su juguete favorito: un elefante de color azul que ellos mismos le regalaron cuando nació. El salón-comedor es pequeño pero práctico, con un sofá de tres plazas y dos sillones orejeros bajo las ventanas que dan al callejón, una mesa camilla redonda cubierta por un tapete bordado y una sólida librería en la que restalla encajado el gran televisor. Marcos de fotos de toda la familia ocupan los pocos huecos libres del mueble, retratos entre los que destaca la cara angelical de Biel.

Isabel tuvo al pequeño Biel hace relativamente poco. Su llegada fue una alegría tremenda para la familia. Desde pequeño, Ferran había querido tener un hermano, pero sus padres no pasaban por un buen momento, la crisis económica sumada a la deuda contraída por el hermano de Josep hizo que tuvieran que prestarle una gran cantidad de dinero. Cuando con el paso del tiempo se fueron recuperando, Ferran tenía ya doce años. Decididos en ese momento a intentarlo, Isabel tuvo la mala suerte de sufrir un aborto. Aquello la hundió, se apagó durante casi un año, dejó el trabajo y no quiso salir de casa. Las amigas iban a verla y la animaban para que volviese a ser la que era, pero ella no encontraba ningún motivo. Tenía treinta y cinco años.

Poco a poco empezó a salir de casa, no quería perderse la vida de Ferran: su primera comunión, el primer día de instituto, las excursiones familiares... Cinco años después, la noche del decimoséptimo cumpleaños de Ferran, toda la familia y amigos se reunieron en Calella y pidieron a Maika, la dueña del bar donde iban a celebrarlo, que no aceptase reservas esa noche. Las amigas de Isabel la ayudaron a preparar muchísima comida, querían dar la noticia a todo el mundo: Isabel estaba embarazada. Ferran, al enterarse, no pudo c

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos