La malnacida

Beatrice Salvioni

Fragmento

cap-1

Prólogo
No se lo digas a nadie

Es difícil quitarse de encima el cuerpo de un muerto.

Lo descubrí a los doce años, con la nariz y la boca ensangrentadas y las bragas enredadas en un tobillo.

Los guijarros del margen del Lambro se me clavaban en la nuca y en el trasero desnudo, duros como uñas, la espalda hundida en el barro. El cuerpo de él, anguloso y todavía caliente, me pesaba. Tenía los ojos brillantes y vacíos, la barbilla manchada de saliva blanca y la boca abierta, que despedía mal olor. Antes de desplomarse me había mirado, con la cara contraída por el miedo, una mano metida en los calzoncillos y las pupilas dilatadas y negras que parecían disolverse hasta derramarse sobre sus mejillas.

Se había caído hacia delante, aún sentía en los muslos la presión de sus rodillas, con las que me había abierto las piernas. Ya no se movía.

—Solo quería que parara —dijo Maddalena. Se tocaba la cabeza en el punto donde la sangre y el barro se habían espesado formando un grumo de pelo enmarañado—. No he tenido más remedio que hacerlo.

Se acercó, el vestido de tela ligera se le había pegado a la piel mojada y dibujaba con nitidez el contorno de su cuerpo, enjuto y nervudo.

—Ya voy —dijo—. No te muevas.

Ni queriendo habría podido: mi cuerpo se había convertido en algo olvidado y lejano, como un diente caído. Solo sentía, entre los labios y en la lengua, el sabor de la sangre, y me costaba respirar.

Maddalena se dejó caer a cuatro patas; los guijarros crujieron bajo sus piernas desnudas. Tenía los calcetines empapados y le faltaba un zapato. Se puso a empujar con los dos brazos contra el torso de él, usó los codos, luego la frente, sin dejar de hacer fuerza, pero no logró moverlo.

Muertas las cosas pesan más, como aquel gato en el patio de Noè, lleno de tierra, con las tripas viscosas y un enjambre de moscas comiéndole la nariz y los ojos. Lo habíamos enterrado juntos detrás del corral de las ocas.

—No puedo sola —dijo Maddalena. El pelo pegado a la cara goteaba sobre las piedras—. Tienes que ayudarme.

Su voz batió dentro de mi cabeza, cada vez más fuerte. Como pude, saqué un brazo de debajo del cuerpo, luego el otro. Apoyé las palmas sobre su pecho y empujé. El arco del puente y un retazo de cielo turbio sobre nosotras; debajo, los guijarros mojados y resbaladizos, y alrededor el rumor del río.

—Tienes que dar un solo empujón.

Hice lo que me dijo. Cuando cogía aire percibía el olor marchito y dulzón del agua de colonia de aquel hombre.

Maddalena me miró.

—Ahora —dijo.

Empujamos a la vez, yo solté un grito, me arqueé y él se desprendió de golpe. Cayó de espaldas, a mi lado, con los ojos y la boca muy abiertos, los pantalones bajados. La hebilla del cinturón tintineó contra las piedras.

En cuanto me liberé de su peso me giré sobre un costado, escupí saliva roja en los guijarros y me restregué los labios y la nariz para desprenderme de su olor. Por un instante me faltó el aire, luego encogí las piernas y traté de respirar. Las bragas tenían la goma rota y estaban desgarradas. Pateé con rabia para quitármelas y me tapé con la falda, que se me había subido por encima del ombligo. Tenía el vientre frío y me dolía todo.

Maddalena se puso de pie, se restregó las manos en los muslos para limpiarse el barro.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Me lamí el labio y asentí. Mi garganta era un dique a punto de romperse. Pero no lloraba. Ella me lo había enseñado. Llorar era de tontos.

Maddalena se apartó el pelo que se le había pegado a la frente. Tenía los ojos pequeños y duros. Señaló el cuerpo y dijo:

—No conseguiremos moverlo. —Se lamió la sangre coagulada debajo de la nariz—. Hay que esconderlo aquí.

Me levanté para acercarme a ella. No me aguantaba de pie, el cuero de las suelas de los zapatos resbalaba sobre el barro. Me agarré a ella, le apreté la muñeca. El olor del río lo invadía todo. Maddalena temblaba, pero no de miedo. Ella no le tenía miedo a nada; ni al perro del señor Tresoldi, un perro que echaba espuma por la boca y tenía las encías hinchadas, ni a la pierna del diablo que baja por el camino en la historia que contaban los mayores. Tampoco a la sangre o a la guerra.

Temblaba porque se había quedado empapada cuando él la agarró por el pelo y la arrastró dentro del río mientras ella pateaba y gritaba. Le había metido la cabeza debajo del agua para que se callara, y durante todo ese rato él había estado cantando, con una voz ruda como la de la radio, «Parlami d’amore, Mariú. Tutta la mia vita sei tu».[1]

—Hay que buscar ramas, ramas gruesas —dijo Maddalena sin apartar la vista de aquella figura inmóvil, hecha de salientes y cavidades, que poco antes me había inmovilizado las muñecas para meterme la lengua en la boca; tenía la sensación de sentirla todavía, y sus manos y su respiración sobre mí. Yo solo quería dormir. Allí mismo, entre las piedras y el rumor del agua, pero Maddalena me tocó un hombro y dijo:

—Más vale que nos demos prisa.

Hicimos rodar el cuerpo orilla abajo, lo arrastramos hasta uno de los pilares del puente y lo dejamos hecho un ovillo contra la pared, que rezumaba humedad. Tenía los codos girados, los dedos rígidos y la boca abierta. Nada en su cara recordaba al chico descarado y elegante que fue, con pantalón largo de raya bien planchada y el pasador con el haz de lictores y la bandera italiana, que se alisaba el pelo con un peine de carey y repetía entre risas: «Vosotras no sois nadie».

Recogimos las ramas que el río depositaba en el arenal cuando se desbordaba, entre nidos de pato y drenajes, y las dispusimos sobre aquel cuerpo medio hundido en el agua. Amontonamos piedras y raíces para que ni siquiera la riada pudiera llevárselo.

—Hay que cerrarle los ojos —dijo Maddalena dejando caer la última piedra, del tamaño de un puño—. Es lo que se hace con los muertos. Lo he visto hacer.

—Yo no quiero tocarlo.

—Bueno. Lo haré yo. —Apoyó la palma de la mano sobre la cara exangüe y con el pulgar y el corazón le bajó los párpados.

Con los ojos cerrados, la boca abierta y cubierto de ramas y piedras parecía alguien a quien un mal sueño pilla por sorpresa de noche, pero no logra despertarse.

Escurrimos las faldas y los calcetines. Maddalena se quitó el zapato que le quedaba y se lo metió en el bolsillo. Yo hice lo mismo con las bragas: un trapo embarrado que recogí del suelo.

—Ahora tengo que irme —dijo.

—¿Cuándo nos veremos?

—Pronto.

Mientras caminaba de vuelta a casa, con los calcetines chapoteando en los zapatos, pensaba en el tiempo en que nada había empezado aún. Ni siquiera había pasado un año desde que me asomé con la falda seca y sin arrugas por la balaustrada del puente de los Leones para mirar de lejos a Maddalena, cuando lo único que sabía de ella era que traía mala suerte. Aún no sabía que bastaba una palabra suya para salvarte o morir, volver a casa con los calcetines empapados o dormir para siempre con la cara hundida en el río.

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