Los astronautas

Laura Ferrero

Fragmento

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Si el rey es la única pieza negra en el tablero, se trata de un problema de la categoría «Solus Rex».

 

S. S. BLACKBURNE,

Terms and Themes of Chess Problems

 

Solus Rex es una expresión que designa un problema de ajedrez. Se usa cuando el rey es la única pieza negra que queda en el tablero después de que las otras hayan sido capturadas. La partida termina en «ahogado». Un rey solo, a pesar de su poder, no puede hacer nada. Un rey solitario no puede dar jaque, mucho menos jaque mate. Sigue siendo rey, pero un rey inútil y avejentado. De su poder solo queda el nombre.

En el invierno de 1939-1940, Vladimir Nabokov escribió su última prosa en ruso. Data de sus tiempos en París, antes de irse a Estados Unidos, donde se pasó los siguientes veinte años escribiendo obras de ficción únicamente en inglés. En París se quedó una novela sin terminar y a la que nunca regresó. Solo sobrevivieron dos capítulos y unas cuantas notas. Todo lo demás lo destruyó.

Solus Rex es el nombre de esa novela inconclusa de Vladimir Nabokov. El primero de los capítulos se titula «Ultima Thule» y se publicó en 1942. El segundo, que comparte el título, había aparecido ya en 1940. Ambos pueden leerse hoy en el volumen Una belleza rusa, y dada su naturaleza fragmentaria pocos críticos se ocuparon de ellos. Me gusta su reticencia a la interpretación, cuando dice: «Entiendo que ya no existen freudianos, así que no es necesario que les advierta que no toquen mis círculos con sus símbolos».

En «Ultima Thule» se cuenta la historia de Sineúsov, un artista que pierde a su mujer a causa de la tuberculosis y trata de acercarse al misterio último de las cosas para volver a reencontrarse con ella. «Solus Rex» es el relato de cómo el príncipe heredero de Thule, un reino inexistente, es asesinado. Su primo R. es, de manera inconsciente, el instigador de la persecución. En un momento de la narración, dice así: «Tendemos a atribuir al pasado inmediato lineamientos que lo hacen relacionarse con el presente inesperado [...]. Nosotros, los esclavos de los hechos concatenados, tratamos de llenar los huecos colocando anillos fantasmales en la cadena».

La mente solo puede soportar los caprichosos saltos y traspiés que da la vida si le es posible descubrir signos de solidez en acontecimientos anteriores.

Quizás Nabokov tratara de hablar de un deseo, de poner orden donde no lo hay, de esa estrategia fallida que consiste en pensar que el arte nos acerca lo que falta, lo que nos falta. De que en un país llamado Thule las cosas pueden ocurrir de otra forma, exactamente como uno hubiera querido y, es más, necesitado. Todo relato bebe de esa tiranía, la de saberse esclavo de los hechos concatenados, y si esa concatenación no existe, habrá que inventarla.

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I. Ultima Thule

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El 1 de enero de 2019 la sonda espacial de la NASA New Horizons divisó Ultima Thule, el objeto celeste más lejano que la humanidad ha explorado nunca, situado en el Cinturón de Kuiper, una colección de cuerpos helados a unos seis mil quinientos millones de kilómetros de distancia del Sol.

En latín, Ultima Thule significa «un lugar más allá del mundo conocido». Después de aquí no hay nada, indica, o no hay nada que nosotros podamos conocer.

O peor.

Quizás, como se decía en la Antigüedad, hic sunt dracones. Es decir, a partir de aquí, dragones.

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Yo tenía una familia, pero nadie me lo contó.

No es que a una haya que contarle que tiene una familia, la tiene y punto —o al revés, no la tiene, y punto—, pero en mi caso la certeza de que mis padres —que no habían muerto individualmente pero sí se habían extraviado como pareja y ecosistema— habían existido como un todo me llegó con treinta y cinco años de retraso.

Tampoco es que yo no supiera quiénes eran mi madre y mi padre. Claro que lo sabía. En el registro familiar figuran sus nombres y llevo sus apellidos, y físicamente nadie podría negar que soy hija de mi padre, pero nunca hasta entonces, el 26 de diciembre de 2020, había utilizado ese sintagma, mi familia, para referirme a ellos.

La certeza me llegó en esa fecha concreta, después de que mi padre entrara en el salón de casa de mis tíos quejándose de la cantidad de vueltas que había tenido que dar para comprar turrón de yema. Su mujer, Clara, le recriminó que, si tanto le gustaban las anchoas, al menos podía haberse asegurado de que las que compraba estuvieran un poco más limpias. Mi hermana Inés, ajena a todo, en ese mutismo eterno que la caracteriza, tecleaba veloz en su teléfono y deslizaba con furia el dedo de un lado a otro de la pantalla, aislada por esos auriculares —enormes, rojos, nuevos, que envolvían su cabeza pequeña y delicada y destacaban sobre la melena rubia como si fueran una diadema— que no se había quitado desde que había llegado.

Mi padre desoyó el comentar

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