Los astronautas

Laura Ferrero

Fragmento

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Si el rey es la única pieza negra en el tablero, se trata de un problema de la categoría «Solus Rex».

 

S. S. BLACKBURNE,

Terms and Themes of Chess Problems

 

Solus Rex es una expresión que designa un problema de ajedrez. Se usa cuando el rey es la única pieza negra que queda en el tablero después de que las otras hayan sido capturadas. La partida termina en «ahogado». Un rey solo, a pesar de su poder, no puede hacer nada. Un rey solitario no puede dar jaque, mucho menos jaque mate. Sigue siendo rey, pero un rey inútil y avejentado. De su poder solo queda el nombre.

En el invierno de 1939-1940, Vladimir Nabokov escribió su última prosa en ruso. Data de sus tiempos en París, antes de irse a Estados Unidos, donde se pasó los siguientes veinte años escribiendo obras de ficción únicamente en inglés. En París se quedó una novela sin terminar y a la que nunca regresó. Solo sobrevivieron dos capítulos y unas cuantas notas. Todo lo demás lo destruyó.

Solus Rex es el nombre de esa novela inconclusa de Vladimir Nabokov. El primero de los capítulos se titula «Ultima Thule» y se publicó en 1942. El segundo, que comparte el título, había aparecido ya en 1940. Ambos pueden leerse hoy en el volumen Una belleza rusa, y dada su naturaleza fragmentaria pocos críticos se ocuparon de ellos. Me gusta su reticencia a la interpretación, cuando dice: «Entiendo que ya no existen freudianos, así que no es necesario que les advierta que no toquen mis círculos con sus símbolos».

En «Ultima Thule» se cuenta la historia de Sineúsov, un artista que pierde a su mujer a causa de la tuberculosis y trata de acercarse al misterio último de las cosas para volver a reencontrarse con ella. «Solus Rex» es el relato de cómo el príncipe heredero de Thule, un reino inexistente, es asesinado. Su primo R. es, de manera inconsciente, el instigador de la persecución. En un momento de la narración, dice así: «Tendemos a atribuir al pasado inmediato lineamientos que lo hacen relacionarse con el presente inesperado [...]. Nosotros, los esclavos de los hechos concatenados, tratamos de llenar los huecos colocando anillos fantasmales en la cadena».

La mente solo puede soportar los caprichosos saltos y traspiés que da la vida si le es posible descubrir signos de solidez en acontecimientos anteriores.

Quizás Nabokov tratara de hablar de un deseo, de poner orden donde no lo hay, de esa estrategia fallida que consiste en pensar que el arte nos acerca lo que falta, lo que nos falta. De que en un país llamado Thule las cosas pueden ocurrir de otra forma, exactamente como uno hubiera querido y, es más, necesitado. Todo relato bebe de esa tiranía, la de saberse esclavo de los hechos concatenados, y si esa concatenación no existe, habrá que inventarla.

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I. Ultima Thule

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El 1 de enero de 2019 la sonda espacial de la NASA New Horizons divisó Ultima Thule, el objeto celeste más lejano que la humanidad ha explorado nunca, situado en el Cinturón de Kuiper, una colección de cuerpos helados a unos seis mil quinientos millones de kilómetros de distancia del Sol.

En latín, Ultima Thule significa «un lugar más allá del mundo conocido». Después de aquí no hay nada, indica, o no hay nada que nosotros podamos conocer.

O peor.

Quizás, como se decía en la Antigüedad, hic sunt dracones. Es decir, a partir de aquí, dragones.

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Yo tenía una familia, pero nadie me lo contó.

No es que a una haya que contarle que tiene una familia, la tiene y punto —o al revés, no la tiene, y punto—, pero en mi caso la certeza de que mis padres —que no habían muerto individualmente pero sí se habían extraviado como pareja y ecosistema— habían existido como un todo me llegó con treinta y cinco años de retraso.

Tampoco es que yo no supiera quiénes eran mi madre y mi padre. Claro que lo sabía. En el registro familiar figuran sus nombres y llevo sus apellidos, y físicamente nadie podría negar que soy hija de mi padre, pero nunca hasta entonces, el 26 de diciembre de 2020, había utilizado ese sintagma, mi familia, para referirme a ellos.

La certeza me llegó en esa fecha concreta, después de que mi padre entrara en el salón de casa de mis tíos quejándose de la cantidad de vueltas que había tenido que dar para comprar turrón de yema. Su mujer, Clara, le recriminó que, si tanto le gustaban las anchoas, al menos podía haberse asegurado de que las que compraba estuvieran un poco más limpias. Mi hermana Inés, ajena a todo, en ese mutismo eterno que la caracteriza, tecleaba veloz en su teléfono y deslizaba con furia el dedo de un lado a otro de la pantalla, aislada por esos auriculares —enormes, rojos, nuevos, que envolvían su cabeza pequeña y delicada y destacaban sobre la melena rubia como si fueran una diadema— que no se había quitado desde que había llegado.

Mi padre desoyó el comentario de las anchoas, se sentó a la mesa con nosotros y se fijó en el regalo envuelto que mi tío Carlos le señalaba.

—¿Y esto? —le preguntó a mi tío, al que apodaban Charly desde siempre.

Rasgó el papel de renos y adornos navideños y apareció un álbum de fotos en cuyas tapas de lino gris se leía «Family album». Fue entonces cuando abrió aleatoriamente una de las páginas y apareció aquella imagen. Una fotografía inocente en la que una pareja joven sonríe a cámara y, en la falda de la mujer, descansa una niña con un peto azul agarrada a un trozo de pan. La niña no tendrá más de un año, un año y medio a lo sumo. Mi padre y yo nos quedamos mirando la foto. A pesar del intento de sonrisa, la madre tiene una expresión intranquila, vigilante.

Cuando me fijé en la imagen completa, porque me había detenido únicamente en esas tres personas, reparé en que al otro extremo de la mesa a la que aparecen sentados están también mis tíos. Un porrón de vino tinto preside la reunión y hay unos platos ya terminados sobre el mantel de cuadros. Restos de costillas y alioli. Mi padre y yo estuvimos en silencio un rato más. Tardé en comprender la imagen, no porque no supiera a qué época pertenecía aquel hallazgo o qué ocurría en aquella escena —no era más que una vulgar instantánea familiar—, sino porque nunca, hasta ese momento, había visto una foto en la que yo apareciera con mis padres juntos. Es decir: nunca había visto una foto de mi familia y, por ello, simplemente fui olvidando que yo también formaba parte de una.

Permanecimos concentrados en aquella imagen unos instantes más, mi padre aún agarrado a su turrón de yema recién comprado, que terminó apoyando sobre la mesa, mientras Clara iba trayendo de la cocina, perfectamente emplatados, anchoas, gambas, pastas saladas, dátiles con beicon —aunque ya nadie tomara dátiles con beicon—, y ambos, él y yo, en una especie de secuestro temporal, observábamos cada uno de aquellos detalles. Supuse que a él también le ocurría como a mí, que había olvidado el episodio y a su antigua mujer, y trataba de ubicar a aquella hija suya y aquella familia en un tiempo, pero qué tiempo, si aquel era un fósil de imposible datación.

Mi padre rompió el encantamiento con un suspiro de cierto fastidio. Quizás llevaba todos aquellos años tratando de convencerse de que mi nacimiento había sido por generación espontánea. No recordaba, o había querido olvidar, que un día, durante muchos años, toda su juventud, él tuvo una novia, que se casó con ella el 12 de junio de 1981, y que un día esa novia se quedó embarazada y dio a luz a su primera hija, allí presente, detenida en el mismo álbum de fotos.

Pero la memoria es un truco. No existe aquello que no vemos y aún menos existencia posee lo que no queremos ver, y no sería arriesgado decir que el miedo es lo que da entidad al punto ciego del ojo, esa zona de la retina en la que no hay células sensibles a la luz. Así, su primera hija había llegado en un momento de su vida en que él era demasiado joven y no sabía aún lo que quería, si es que alguna vez llegó a saberlo. De manera que su nacimiento lo pilló a trasmano, antes de que fuera el de ahora y tuviera esa otra familia —su mujer Clara, mi hermana y sus auriculares—, la familia oficial.

Yendo un poco más lejos, podríamos decir que la existencia de su hija le había resultado siempre un poco complicada de definir. Y, en realidad, aunque quizás sea una afirmación un poco arriesgada y tendenciosa, cabría la posibilidad de afirmar que su hija, la narradora de esta historia, ni siquiera existe.

Pero de pronto se abrió la veda de los aperitivos, Clara se llevó finalmente el turrón de yema a la cocina, para los postres, y mi padre habló, con la vista fija aún en la fotografía.

—Qué gracia —dijo—. Charly, ¿qué pasó con ese reloj que llevo aquí?

Entonces, por primera vez, me fijé en el reloj dorado en la muñeca de mi padre, como si hubiera una infinidad de capas de información a las que nunca terminamos de llegar, que se nos van revelando lentamente, y miré a mi padre sin saber si la gracia se la había hecho el reloj o ver la foto de mi familia.

Mi tío se acercó para fijarse mejor y dijo:

—¿No es ese que le diste a papá?

—¿Sí? Lo perdí de vista y nunca más supe... Mira que era bonito. Me da rabia perder estas cosas.

—Pobre, tu madre —me dijo mi tío—. Con lo guapa que era y qué mal salía siempre en las fotos.

Asentí, fijándome en la mueca de mi madre, pero regresé rápidamente al reloj, que no me pareció gran cosa, y, como dando por zanjada la conversación, mi padre cerró el álbum, lo apartó —a mí, a mi madre, al reloj fascinante— y, malhumorado, le recordó a mi hermana que, por favor, el móvil en la mesa no, que se quitara esos malditos auriculares. Luego volvió a contar la historia que yo había escuchado nada más llegar a casa de mi tío, antes de que se marchara a buscar el turrón de yema que había olvidado.

—Lo que me costó encontrar estas anchoas. Primero me fui a El Corte Inglés, después al Carrefour. Pero a la tercera va la vencida, porque me metí en aquella tienda gourmet de la calle Ayala. ¡Qué carísimas estaban! Pero como es Navidad..., y como sé que a mis niñas —y nos miró a Inés y a mí— les encantan las anchoas...

Mi tío abrió la botella de vino blanco y lo sirvió en unas copas de un cristal finísimo de intrincados dibujos y brindamos por la Navidad, por los ausentes, deseando que ojalá el año que estaba a la vuelta de la esquina fuera mejor. Cuando empezamos a comer, mi padre me acercó las anchoas y me serví una.

—Anda, ¿solo una?

Pinché otra con el tenedor y se quedó satisfecho. Las miré: aceitosas, saladas, con esas espinas minúsculas que a pesar de su tamaño amenazan con quedarse atascadas en la garganta. Cogí un trozo de pan y las escondí en la miga, engulléndolas sin pensar. Me intrigó, pero supe que aquel no era el momento adecuado para preguntar de dónde había sacado mi padre eso de que a mí me gustan las anchoas.

 

 

Las comidas de Navidad tienen algo fúnebre, algo de la tristeza que se deriva de la obligatoriedad de todo lo que por fuerza tiene que ser alegre, motivo de celebración. Alrededor de la mesa, con cristalería fina, el foie y las gambas, los servilleteros asfixiando servilletas bordadas de tela, y las bocas y el marisco, y el recuerdo de los ausentes que se atraganta como las espinas de las anchoas. Sí, las comidas de Navidad tienen algo fúnebre, de alabar a los muertos ahora que ya no están. Como mi abuela y tampoco mi prima Irene, pero Irene no estaba muerta, sino camino de Punta Cana con sus dos hijos, los gemelos, de siete años, en un viaje que ganaron en el sorteo de la agencia donde ella trabaja. Mi única prima es hija de Charly, mi tío y padrino, y de Luisa, su mujer, mi tía querida. Ellos tres fueron, a lo largo de mi infancia, mi referencia de lo que era una familia, unos padres y su función en la vida de los hijos. Imagino que Irene lo daba por sentado y, sin cuestionárselo demasiado, había disfrutado de ese sintagma que yo acababa de descubrir, un sintagma que, en un análisis sintáctico, era bien fácil: adjetivo posesivo y sustantivo. Mi familia. Porque los nombres alumbran y los posesivos nos vinculan con las realidades, nos sitúan en el mundo para darnos un lugar.

 

 

Inés, la hija de mi padre y de Clara, tiene ya veintiséis años y a mí me sigue sorprendiendo que hable bien. Que pueda articular una frase tras otra y usar los adjetivos adecuados. Que de niña fuera modelo y que ahora sea odontóloga. Que acabe de dejar a un novio que conoció en el aeropuerto cuando se marchaba hacia Bristol, donde vive. Para mí, Inés sigue teniendo tres, cuatro años y no habla, su mutismo es perpetuo, un castigo hacia esos padres que le han tocado, uno de ellos mi padre, que la arrastraron de plató en plató, de agencia en agencia, obnubilados por esa belleza particular, alejada, cegadora. Es extraño, supongo, que mi hermana se quedara sin palabras y que yo las necesite para vivir. Que estén en mi interior —adjetivos, adverbios, sintagmas desconocidos, esdrújulas y latinajos— anudando los días, estrechándome en el tiempo.

Inés y mi padre tienen una relación de complicidad que se basa en los silencios que comparten, que ya es mucho más de lo que yo he compartido con cualquiera de ellos. Los dos se parecen: son callados, se muestran ausentes, pero existe entre ambos un vínculo que intuyo que tiene que ver con haber convivido, con hacerse mutuamente partícipes de sus ensimismamientos, con conocer la marca de queso en lonchas que les gusta, con cómo doblan las camisetas antes de guardarlas en el cajón o con el programa de radio que escuchan al levantarse. La vida está ahí, en los detalles. Y también Dios, o eso dicen, pero lo que yo creo que está en los detalles son las familias.

Es difícil saber cuántos detalles hacen falta para crear la imagen de algo, y si no será que la vida al final se reduce al cúmulo de detalles inconexos y casuales que solo mediante la escritura se ordenan, se convierten en imagen.

 

 

En el salón de casa de mis tíos, mientras Inés cantaba brevemente y con esa seriedad que la caracteriza las bondades de sus nuevos auriculares Bowers & Wilkins, pensaba en ellos tres, Clara, Inés, mi padre, en esa familia que siempre me ha resultado tan escurridiza, una familia colateral a la primigenia, de la que yo formaba parte y que desapareció. Y se me ocurrió que nos encontrábamos en el mismo lugar físico, el salón de casa de mis tíos, pero habitábamos cada uno una región distinta, como si estuviéramos anclados a una capa diferente de la realidad. Por un lado, estaba la región de los hechos, por otro, la de los sentimientos y, por último, la del pasado. La de los hechos era la más clara, discurría frente a nosotros: en ella estaban los restos de comida y las copas de cristalería fina, el discurso de Inés sobre la importancia de comprarse unos auriculares de marca buena, como los Bowers & Wilkins, frente a otros más económicos, amparándose en que «lo barato sale caro», dijo Inés, que era muy de refrán fácil, y mi tía partió un pedacito de turrón de Jijona con las yemas de los dedos mientras asentía, y mi tío interrumpió a mi hermana para dirigirse a su mujer: «Luisa, para dejarte esta birria ya te lo terminas», pero fue él, sin embargo, el que acabó cogiendo el trozo que sobraba, y después se zanjó el tema de los auriculares y mi hermana volvió a su silencio habitual. De manera que la capa de los hechos era fácilmente reconocible, no así la de los sentimientos y emociones, de naturaleza y contornos más confusos, más ambiguos. Aunque podían intuirse algunos de ellos —la rabia, las tristezas y pesadumbres, la alegría de las fiestas, la serenidad con la que mi tía hablaba, la frustración por las ausencias y por los kilos de más—, no la veíamos, solo nos relacionábamos con ella a través de la intuición, olvidándonos de lo que decía Flaubert, que lo que da forma al collar no son las perlas, sino el hilo, y el hilo no son, desgraciadamente, los hechos. Ahí, entre sentimientos, habitan mis tíos, que siempre han podido relacionar los hechos con lo que los hilvana.

Por último, merodeábamos todos, sin decirlo, alrededor de ese otro nivel, el del pasado, el de todo aquello que estuvo presente y perteneció en un momento dado a la categoría de los hechos —el porrón de vino de la mesa, ese reloj que mi padre no había podido olvidar—. Pero el pasado es traicionero porque nadie puede verlo ya, ni siquiera intuirlo. Ha desaparecido y resulta incomunicable, intransferible, un mensaje encriptado en una lengua que no conocemos y que necesita de nuestra interpretación. Y así, de todas las esferas, la del pasado resulta la más difícil de explicar, de acotar, y es esa, supongo, a la que pertenezco para muchas de las personas que me rodeaban en esa mesa de Navidad.

Hay gente que no viaja entre las capas, como mi padre, al que imagino atrapado en el nivel de los hechos, de manera que lo que ocurre en su presente, ahora, nunca guarda ninguna conexión con lo que ya no existe, y él explica su vida como si fuera una entrada de Wikipedia, saltando de hecho en hecho, armándose de fechas y conectores causales, y así su existencia no es del todo comunicable porque no hay hilo ni intención, solo regiones aisladas que no se rozan.

En la sobremesa me dediqué a observarlo, sus ojos celestes, ligeramente caídos, perdidos en algún otro lugar, mientras su mujer contaba que por nada del mundo se hubieran planteado volver a vivir a Barcelona.

—Eso fue antes, cuando la niña —y me miró a mí— era aún pequeña. Pero cuando cumplió los dieciocho y se marchó fuera a estudiar, ¿qué narices hubiéramos hecho Jaime y yo aquí?

Clara no decía toda la verdad, aunque nadie la contradijo porque ya nos hemos acostumbrado si no a las mentiras, sí a ese tipo de versiones que introducen elementos nuevos en la ecuación familiar, elementos que suavizan el resultado, aunque este siga siendo el mismo: desafortunado.

Siempre se ha referido a la pareja que forman mi padre y ella como «Jaime y yo». Nada raro si no fuera porque mi padre, en realidad, se llama Jaume. Durante una época de su vida, desde que nació hasta que se separó de mi madre, se llamó así. Después hubo un tiempo ambivalente: como de aproximación al cambio, en el que algunos le llamaban Jaime y otros Jaume. Clara, nacida en Málaga y criada en Madrid, y sus infructuosos acercamientos al catalán —sigue diciendo Yaume o pantumaca— siempre habían sido fuente de risas en aquellos momentos en que uno aún podía reírse de determinados temas sin que formaran parte de esa subcapa de la vida tan delicada y ponzoñosa que es la política. De manera que hay dos padres: Jaime, el de mi hermana Inés, y Jaume, que se había perdido por el camino, o estaba ausente, o fuera de cobertura, que había desaparecido.

 

 

Mi padre y mi madre, los originarios, son ambos de Barcelona. Para más confusión, mi madre también se llama Clara. Y siempre fue Clara, sin diminutivos ni motes, al igual que la otra Clara, de manera que no había manera de distinguir sus nombres. Cronológicamente hablando, primero llegó la Clara que era mi madre y años después la segunda Clara, a la que, según la versión de mi madre, mi padre conoció antes de que yo naciera. Cuando cumplí un año y medio, mi padre se marchó de casa. Vivimos todos en Barcelona hasta que yo tuve dieciocho y me fui a estudiar fuera, el mismo año en que a mi padre le dieron por fin, después de haberlo solicitado largamente en el banco donde trabajaba, el traslado a Madrid, ciudad a la que Clara siempre había querido regresar.

—Pero tal y como está el tema —volvió Clara, que es mucho de insistir con el mismo argumento reversionado—, con esta barbarie que está ocurriendo aquí, yo me hubiera largado mucho antes. Bueno, a ver, que estaba la niña, pero ahora... Ay, Jaime, por favor, no saques más polvorones que a la niña —esta vez se refería a Inés— no le haces ningún favor, que desde que está en Bristol...

Mi padre dejó un plato lleno de polvorones delante de Inés.

—Un día es un día —soltó él, muy de refranes también, como su hija menor.

—No, Jaime, es un día detrás de otro y después la niña se pone fina.

Y entonces entró mi hermana en acción y repitió, claro, lo que acababa de decir mi padre:

—Mamá, joé, un día es un día.

Aplastó con las palmas de las manos un polvorón de almendra y Clara puso los ojos en blanco.

En casa de mi padre, la delgadez y la belleza son los grandes pilares sobre los que se sustenta todo lo demás. Porque puedes ser tonto, no haber leído un libro en tu vida, decir que prefieres Ortega a Gasset, escribir «haber si nos vemos», asegurar que el Taj Mahal está a las afueras de Nairobi o que un lustro son mil años, que no ocurrirá nada. Pero no se puede jugar con la delgadez y la belleza. En la vida se puede ser de todo menos feo. O gordo.

 

 

Cuando llegaron los cafés, mi tío volvió a abrir las páginas del álbum y apareció una fotografía de la que se rieron un buen rato. Esa sí que la había visto: soy yo —debo de tener siete años— con un huevo enorme de Pascua rodeado de plumas de colores. En la foto sonrío con la mandíbula apretada, dejando ver los dientes aunque me falta una de las paletas. Llevo mi camiseta favorita de todos los tiempos, una del centro de la NASA en Houston que mi padre y Clara me trajeron de uno de sus viajes. Esa camiseta fue la envidia de mi clase. En ella aparecen un par de astronautas flotando y el logotipo de la NASA. Allí empezó aquella historia rocambolesca, la mentira que terminó con una llamada de teléfono a casa de mi madre, donde yo por entonces vivía.

Casualmente atendí yo la llamada y, al otro lado, la voz conocida de mi tutora de curso me pidió que por favor le pasara con mi madre. Estuve tentada de decirle que había salido a comprar, pero desistí antes de empezar con otra mentira. Le acerqué el teléfono y escuché el tono grave de mi madre mientras yo fingía estar tranquila y deshacía los grumos del ColaCao de la merienda.

La tutora llevaba días pidiéndomelo a mí en clase, dejándolo escrito en mi agenda, «Desearía hablar con usted sobre un asunto concerniente a su hija», y, sin embargo, cuando llegaba a casa y mi madre me preguntaba por mis clases, yo le hacía un relato pormenorizado de la jornada y de las tareas que debía hacer, de manera que ella no tuviera necesidad de comprobar mi agenda. Quería alargar mis últimos días de felicidad, disfrutar de la sensación de popularidad en clase. Imaginaba cuál era el motivo de la llamada, y lo que me producía esa mezcla de tristeza y rabia por adelantado, más allá de lo que se avecinaba, el consiguiente castigo de mi madre cuando se enterara de que su hija era una mentirosa, era el desprestigio que yo misma iba a sufrir en mi clase cuando los demás niños descubrieran la verdad: que mi padre no era astronauta, que mi padre no vivía en Houston ni volaba en arriesgadas misiones y que, por tanto, esa no era la razón que explicaba que nunca fuera a las reuniones, a los cumpleaños y a las fiestas de final de curso.

La culpa fue de aquel dibujo que nos pidieron el Día del Padre en clase de plástica. Nuestras creaciones empapelaron durante días las paredes del aula de segundo de primaria: padres enfermeros, profesores, taxistas, adiestradores de perros, electricistas. La mayoría de los dibujos estaban encabezados por variaciones de «Para el mejor papá del mundo». En el mío, sin dedicatoria, en flamantes letras plateadas, había escrito simplemente «Houston» y, debajo, un hombre flotaba en medio de la cartulina negra con un traje blanco —NASA, se leía en su pecho—, y a pesar de que la escafandra de mi pobre padre me había quedado un poco pequeña y tenía la cabeza aprisionada en aquella aureola, el dibujo destilaba esa clase de grandeza que otorgamos a lo idealizado.

Mi padre era un héroe.

Un astronauta que vivía en Houston desde que yo había nacido. Aquella fue la mentira que me convirtió en la niña más popular de clase y que empezó a tocar a su fin ese día, con mi madre al teléfono acordando una cita con mi tutora, y terminó definitivamente dos días más tarde, cuando regresó a casa después de hablar con ella y, sentándome en el sofá, con el dibujo en la mano, me preguntó:

—Quién es: ¿Jaume o papá?

Con «papá» hacía referencia al que ostentaba el título oficial de padre, su marido y padre de mi hermano Marc, que nació en 1988. Dibujar aquella escafandra permitió que no se viera el pelo rubio de mi padre, y así aquel astronauta servía para contentar a todos.

—Jaume.

—¿Qué he hecho mal para que lleves dos años de tu vida diciendo que Jaume es astronauta?

No dije nada.

—¿Y lo de que vive en Houston con tu abuela y un perro? ¿Qué abuela, qué perro? Pero si tu abuela vive en la calle Córcega. Por favor...

Me quedé en silencio. No añadí que había dibujado una luna pequeña y redonda, agujereada como un queso gruyer, porque la luna me recordaba a ella, a mi madre. Tampoco que el gurruño que se quedó flotando entre la luna y mi padre era el intento de representar un astronauta pequeño que hubiera sido yo, porque aquella fue la primera y única tentativa que hice de hablar de mi familia, ese sintagma que se fue desdibujando.

Los había juntado a ambos, padre y madre, en un dibujo lleno de secretos y homenajes. Todo lo que yo, a mis siete años, era capaz de pergeñar. De alguna manera inconsciente había empezado ya a dar forma a este relato, pero eso no se lo pude decir a mi madre, en primer lugar porque yo no lo sabía, pero especialmente porque sospecho que eso sí hubiera decantado la balanza hacia la reprimenda y el castigo.

—No quiero ver más astronautas por aquí —sentenció ella, como si «aquí» fuera un lugar determinado—. Que luego la tutora me llama y yo no sé qué decir.

De manera que le dije que lo sentía y sospecho que mi madre debió de pensar que algo malo habría hecho ella para que yo hubiera ideado toda aquella historia porque, contrariamente a lo que yo esperaba, no me riñó ni me prohibió la tele o me requisó mis libros fantasiosos, como ella los llamaba. Solo me pidió que por favor contara la verdad, y yo no le respondí, por ejemplo, «qué verdad quieres que cuente», así que pocos días después, en clase, cuando mis compañeros me preguntaron si había vuelto ya mi padre de la misión, les respondí que sí, que había regresado definitivamente para trabajar en un banco a las afueras de Barcelona.

Aquel día, sentada en el sofá con mi madre, aprendí una lección: es más fácil pasar desapercibido. A partir de entonces me limité a imitar lo que pintaban los demás. Más tarde, cuando alguna vez me volvieron a pedir que dibujara una familia, pensé que si representas lo que comúnmente se entiende por una familia puedes fingir el resto de tu vida que también tú perteneces a una.

 

 

En la mesa de Navidad todos se reían de los mofletes de la niña con la camiseta de la NASA, les hacía gracia aquel viejo amor mío por los astronautas que marcó gran parte de mi infancia hasta la adolescencia.

—¿Y cómo se llamaba aquella mujer que se murió en aquel... cohete? —preguntó Clara.

—¿Cohete? —La miró mi padre—. Transbordador, querrás decir.

—Bueno, la profesora de rizos —siguió Clara.

—Christa McAuliffe... —respondí.

—Eso. Pobre mujer.

Pero a nadie le interesaba Christa en especial, solo era uno de los nombres propios con los que contaban mi infancia, de manera que dejé que siguieran hablando de mí, de la niña que aparecía sola en la fotografía. Es tan mona, decían. Qué graciosa era, Jaime, ¿verdad? Qué niña tan lista, además, y qué ojos, qué guapa. Eso siempre era necesario remarcarlo.

—Ay, fíjate que en esta foto aún no estabas tan delgada como ahora —añadió mi padre fingiendo preocupación. Para él era un orgullo que nunca hubiera pesado más de cuarenta y ocho kilos.

—¿Y te acuerdas de esa manía que tenías con lo de querer ir a Houston, a ver el Centro Espacial de Houston de la NASA? —dijo Clara—. Suerte que se te pasó, porque ya me dirás qué sitio para una niña: Houston. Y qué coñazo de ciudad, ¿no, Jaime?

No pude contarles que ir a Houston habría sido la constatación, delante de los niños de mi clase, cuyos padres estaban todos casados —a mediados de los ochenta—, de que yo tenía un padre que, a pesar de que me quería tantísimo, no podía ocuparse de mí no porque se olvidara o le diera pereza o no quisiera inmiscuirse en mi familia oficial, como en apariencia ocurría, sino porque vivía lejos, en Houston, en el espacio. Aquella sí era una razón de peso. Nunca le conté a mi padre que mi amor por aquellos hombres que llegaron más lejos que nadie, que vieron desde fuera su propio planeta, que cuando volvieron después a su salón se sentaron en su sofá para preguntarse, «bueno, ¿y ahora qué?», eran la imagen preciosa que yo me había construido de él, era mi manera de agarrarme al salvavidas que ofrece lo que nunca existirá. No quería ni podía creerme que mi padre, que vivió hasta mis dieciocho años a dos kilómetros de mi casa, solo quisiera verme dos veces al mes y que cuando me recogía en el colegio ni siquiera se bajara del coche por miedo a que se lo llevara la grúa. Llegaba en su Alfa Romeo rojo y aparcaba delante de los contenedores de basura de la calle Mallorca, y después hacía sonar el claxon dos veces para que viera que estaba ahí.

Quería un padre y, por tanto, tenía que inventármelo, era necesario que me acercara a aquel amor tan grande e incomprensible desde otra disciplina, me hubiera valido el arte, la ciencia, la literatura, pero me enamoré de Houston, del espacio, de la Luna. De las misiones espaciales, la guerra fría, el Challenger, Christa McAuliffe. Todos aquellos nombres que rozaban lo que estaba fuera de nuestro alcance aludían no solo a él, sino a ellos, a mis padres, que se habían ido y cuya unión pertenecía al nivel de las cosas qu

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