Veintitrés fotografías

Sònia Valiente

Fragmento

g-2

1

—Con cuidado, por favor —dijo Palo en un intento por ser amable que le salió regular.

Cuando tenía hambre aquella mujer se volvía insufrible. El hambre y la pena la estaban matando. Y eso sumado a la mudanza era demasiado para cualquiera.

No quería nada de aquella casa.

—¡Cuidado! —repitió Palo con un gesto agrio—. Ese mueble me costó una fortuna.

«Vaya manazas los indocumentados estos», pensó.

Si hubiera tenido tiempo, habría llamado al anticuario de la familia. O, como le insistía Charo, martilleante: «Deshazte de todo por Wallapop». Pero no tenía fuerzas para fotografiar su pasado y subirlo a una app. Supondría la inmortalización de su incapacidad para amar. Su vida en almoneda. Pasen y vean. Por no hablar de que tendría que crearse un perfil falso. Su fama de nuevo agazapada, condicionándolo todo, qué pereza.

Así que llamó a aquella ONG que vaciaba pisos para obtener fondos destinados a no se sabía muy bien qué. Probablemente para subsistir y dar segundas oportunidades a los objetos y, de paso, a las personas que los han habitado. Que se lo llevaran, que lo vendieran todo, que hicieran una falla si querían. Sonrió un poco ante su ocurrencia.

Aún recordaba cuando compró el taquillón de la entrada. La ilusión con la que lo hizo. Las tiendas que visitó con su madre para amueblar esa vida en común con Tano, pluscuamperfecta, donde todo era posible y estaba por estrenar…

«Todavía se llevaba el wengué», rememoró Palo con nostalgia. Ese color marrón, casi negro, que entonces parecía el colmo de la elegancia y la sofisticación en los hogares de principios de los dos mil.

Madre mía, los años. El espejo pesado a juego. La aprobación de todos. La de una misma, cada mañana, al verse reflejada. A pesar del tiempo.

Recordaba haber llevado aquel mueble para que lo lacaran hace años. Ya entonces, el wengué era una aberración estética, pero le encantaba el diseño, el corte, las vetas en la madera de aquella pieza. Siempre fue de relaciones largas. Sí. Ella también sucumbió a la estúpida moda de las casas nórdicas que hace que todo el mundo viva rodeado de la misma decoración minimalista, perfecta, aparente, como recién sacada de un catálogo de IKEA. Bueno, a decir verdad, no había puesto un pie allí en su vida. Siempre le pareció demencial tener que pagar por muebles dislocados.

El estallido de un jarrón la trajo de vuelta a 2016.

—Señora, nosotros nos vamos —dijo el de la mudanza, e hizo el ademán de recoger los añicos de aquel regalo de aniversario.

El cristal estaba pulverizado en el suelo. El recuerdo de aquel viaje feliz regresó, en cambio, vívido, punzante, concreto.

—No se molesten en recoger, no se vayan a cortar —dijo Palo—. Ya lo hará la chica.

Después de firmar su conformidad, se dirigió a la cocina. El hambre no la dejaba pensar. Se había ganado a pulso algo contundente. Mientras abría el congelador en busca del helado de emergencia no pudo evitar pensar que se olvidaba de algo importante. Algo que había enterrado, hacía tanto, en su memoria. Y en el cajón del mueble de la entrada.

Destapó el helado de medio kilo de vainilla con nueces de macadamia y cerró los ojos antes de engullir la primera cucharada.

Se olvidaba de algo, sí. Pero ya lo pensaría mañana.

g-3

2

Sol queda con Belén, su amiga desde que eran niñas, para picar algo en las terrazas de la Alameda de Valencia. Tiene novedades que contarle. Pretenden ir al quiosco La Pérgola, pero, como todos los sábados, el templo del almuerzo de la ciudad está hasta la bandera y deciden buscar cualquier otra terraza.

A pesar de ser finales de septiembre hace un tiempo ideal. Terminan en Llebeig Café. El ambiente no les acaba de encantar. Demasiado pijo. Treintañeras preciosas arrastran carritos de bebés que no cuidan ellas, con maridos fitness enfundados en camisas arremangadas por encima del codo. Ellas llevan bailarinas o sandalias de cuña. Ellos, mocasines sin calcetines o zapatillas de marcas solo conocidas en Instagram.

—Tengo hambre —dice Belén. Porque a Belén, de treinta y nueve años, alta, de pelo rojizo y muy rizado y pechos colmados y caderas rotundas, le encanta comer.

—Y yo —dice Sol—. Me he quedado con las ganas de apretarme el bocata de La Pérgola, aunque ahora no sé qué pedir…

—No me jodas, Sol. No vayas a hacerte la fina ahora y te pidas unas tostadas con aceite y un café, que nos conocemos. Hemos venido a por el almorzaret. Y yo quiero el completo: bocadillo, aceitunas y cacahuetes de collaret. De los de cáscara, vamos.

—Y cerveza —añade Sol animada—. Mucha cerveza.

Sol es menuda. Apenas mide un metro sesenta. Tiene el pelo castaño y liso pero rebelde. Y limpio, muy limpio. Su champú de coco de litro de supermercado hace que, sin proponérselo, siempre huela a alegría. A verano. Le obsesiona llevar el cabello brillante, aunque luego suela recogérselo de cualquier manera con una pinza que deja al descubierto una nuca fina y delicada que contrasta con la redondez de su cuerpo. Siempre luchando contra los kilos. Tiene treinta y ocho años y un aspecto aniñado. Quizá sea por sus ojos redondos, marrones, enormes, como los de un muñeco de anime japonés. Esos ojos —que se achinan casi hasta desaparecer cuando se ríe de verdad— lo contemplan todo con avidez.

Sol observa a la gente pasar mientras espera a que les tomen nota en la terraza. «Son lentos de cojones», piensa.

No puede esperar a tomar su segundo café del día. Y, después de la cafeína, lo que venga.

El paseo de la Alameda de Valencia es un gran escaparate. La gente bien acude a reunirse en las terrazas, pero sobre todo a dejarse ver. Ese paseo arbolado y señorial, con elegantes álamos cuidados, recorre apenas un kilómetro entre el puente del Real, cercano a los jardines de Viveros, y el puente de Aragón. Desde finales del siglo XVIII y principios del XIX ha sido el lugar de encuentro de la burguesía valenciana durante sus paseos en carruaje. «No ha cambiado mucho desde entonces», piensa Sol. La parte buena, por lo menos. La prolongación de la Alameda ya es otra cosa.

El camarero les trae las consumiciones. Los bocadillos, les informa con diligencia, tardarán un poco. Atasco en la cocina.

—Disculpen las molestias, señoras —dice.

Señoras.

Sol comienza a impacientarse y dirige su mirada hacia la Torre de Ripalda, una emblemática construcción que en realidad todo el mundo conoce como La Pagoda. Inaugurado en los setenta, a este edificio residencial de inspiración nipona llegaron abogados, médicos, notarios y farmacéuticos que querían cambiar los palacetes por algo más urbano. Además de ser uno de los primeros bloques con aire acondicionado en los setenta, se diseñó para tener servi

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