Criaturas luminosas

Shelby Van Pelt

Fragmento

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Día 1.299 de cautiverio

La oscuridad me sienta bien.

Todas las tardes aguardo el clic que apaga las luces del techo y que deja únicamente el resplandor del acuario principal. No llega a ser perfecto, pero se le acerca bastante.

Semioscuridad, como la que reina poco antes de tocar el fondo del mar. Allí vivía yo antes de que me capturaran y me encarcelaran. Pese a que no lo recuerdo, aún puedo sentir las corrientes indómitas del frío mar abierto. La oscuridad me recorre la sangre.

Os preguntaréis quién soy. Me llamo Marcellus, aunque la mayoría de los humanos no me llaman así. Lo más habitual es que me llamen «ese bicho». Por ejemplo: «Mira a ese bicho, está allí, se le ven los tentáculos por detrás de la roca».

Soy un pulpo gigante del Pacífico. Lo sé por la placa que cuelga en la pared próxima a mi lugar de encierro.

Sé lo que estáis pensando. Sí, se leer. Sé hacer muchas cosas que no os imagináis.

La placa deja constancia de otros hechos: de mi tamaño y mi dieta favorita, y de dónde viviría de no estar preso aquí. Menciona mi talento intelectual y mi aguda inteligencia, que por alguna razón resulta una sorpresa para los humanos: «Los pulpos son unas criaturas increíblemente brillantes», reza el texto. Advierte a los humanos de mi habilidad para el camuflaje, les dice que me busquen con atención por si me he disfrazado para confundirme con la arena.

La placa no revela que me llamo Marcellus. Pero el humano llamado Terry, el que dirige este acuario, a veces se lo cuenta a los visitantes que se congregan cerca del tanque. «¿Lo veis allí atrás? Él es Marcellus. Es un tipo especial».

Un tipo especial. Y tanto.

Fue la hija menor de Terry la que me bautizó. Marcellus McCalamar es mi nombre completo. Y sí, es bastante absurdo. Induce a muchos humanos a pensar que soy un calamar, lo cual supone un insulto de la peor especie.

Os preguntaréis cómo debéis llamarme. Bueno, eso lo dejo a vuestro arbitrio. Quizá terminéis llamándome «ese bicho», como el resto. Espero que no, pero tampoco os lo tendría en cuenta. Al fin y al cabo, no sois más que humanos.

Debo advertiros que el tiempo que vamos a pasar juntos puede ser breve. La placa da un último dato: la vida media de un pulpo gigante del Pacífico. Cuatro años.

Mi esperanza de vida: cuatro años. Es decir, 1.460 días.

Me trajeron aquí cuando era muy joven. Moriré aquí, en esta pecera. Como mucho, me quedan ciento sesenta días de encarcelamiento.

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UNA CICATRIZ DEL TAMAÑO DE UN DÓLAR DE PLATA

Tova Sullivan se prepara para la batalla. Cuando se agacha para observar al enemigo, del bolsillo trasero le asoma, cual pluma de canario, un guante amarillo de plástico.

Chicle.

—Por el amor de Dios.

Frota esa masa rosada con la bayeta. Hilos gomosos se pegan a la superficie de la bayeta, pringándola.

Tova nunca ha entendido para qué sirve el chicle. Para colmo, la gente lo pierde de vista con mucha frecuencia. Quizá este mascador de chicle estuviera hablando sin parar, y el chicle simplemente salió de su boca, empujado por el torrente de palabras superfluas.

Se agacha a arrancar el borde de esa porquería con la uña, pero no se despega de la baldosa. Todo porque alguien no quiso tomarse la molestia de recorrer los tres metros que lo separaban de la papelera. En una ocasión, cuando Erik era pequeño, Tova lo pilló aplastando un trozo de chicle debajo de una mesa. Fue la última vez que se lo compró, aunque la manera en que se gastaba la paga semanal cuando llegó a la adolescencia quedó, como muchas otras cosas, fuera de su control.

Va a necesitar armamento especializado. Un cúter, tal vez. Lo que lleva en el carro no le servirá.

Cuando se incorpora, la espalda le cruje. El sonido resuena por la curva del pasillo vacío, bañado por la habitual luz azulada, mientras se dirige al armario de mantenimiento. Nadie la culparía por limitarse a pasar la fregona por encima del chicle, claro. A sus setenta años, nadie espera que realice una limpieza a fondo. Pero, al menos, debe intentarlo.

Además, eso le da algo que hacer.

Tova es la empleada más antigua del Acuario de Sowell Bay. Todas las noches friega los suelos, limpia los cristales y vacía las papeleras. Cada dos semanas recoge un talón al portador en la sala de descanso. Catorce dólares la hora, menos los impuestos y deducciones de rigor.

El cheque se guarda en una vieja caja de zapatos que tiene en la parte alta de la nevera, cerrada. Los fondos se acumulan en una cuenta que no usa de la Caja de Ahorros de Sowell Bay.

Se encamina ahora hacia el armario de mantenimiento, a un paso rápido que resultaría sorprendente para los estándares de cualquiera, pero que es francamente alucinante para una diminuta mujer mayor con la espalda curvada y huesos de pájaro. Gotas de lluvia caen sobre la claraboya, iluminada por el resplandor de la luz de seguridad del viejo muelle cercano. Las gotas plateadas resbalan por el vidrio, dibujando lazos de agua bajo el cielo nebuloso. La gente no para de repetir que ha sido un junio horrible. A Tova no le molesta el mal tiempo, aunque estaría bien que la lluvia cesase lo suficiente para que se le secase el jardín. El cortacésped se atasca con el barro.

Con su forma de dónut, con un gran tanque de agua en el centro y otros más pequeños a su alrededor, el acuario con cúpula en el techo no es especialmente grande ni impresionante, lo cual resulta bastante adecuado para un lugar como Sowell Bay, que tampoco es que sea ninguna de las dos cosas. Desde el lugar donde se ha producido el encuentro entre Tova y el chicle, esta debe recorrer todo el diámetro del espacio para alcanzar el armario de mantenimiento. Las zapatillas blancas crujen por la zona que ya ha limpiado, dejando marcas en el reluciente suelo de baldosas. Volverá a fregarlo, sin duda.

Se detiene en la hornacina hueca, donde se halla la estatua de bronce a tamaño real de un león marino del Pacífico. Algunas zonas de la espalda y la calva, gastadas por décadas de niños que se encaraman encima o lo acarician, solo sirven para acentuar su realismo. En la chimenea de la casa de Tova luce una foto de Erik, de cuando tenía once o doce años, montado a lomos de la estatua, sonriente, con una mano alzada como si se dispusiera a echar el lazo. Un cowboy marino.

Esa foto es una de las últimas en las que se le ve infantil y despreocupado. Tova guarda las fotos de Erik en ord

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