Todo el mundo quiere a Alfie

Kate Brook

Fragmento

Capítulo 1

1

Hazel no sabía mucho de Alfie aparte de que era alto y tenía la barba rala, y de que llevaba calcetines con sandalias cuando estaba por el piso, pero, sorprendentemente, no le quedaban mal; también sabía que era profesor de escuela primaria y medio jamaicano, pero, al parecer, no comía nunca comida jamaicana y sobrevivía a base de pasta al pesto y esas ensaladas de bolsa de Sainsbury’s mezcladas con remolacha rallada. Sabía que había vivido en dos pisos de Londres antes que en ese, que le gustaban Black Mirror y Louis Theroux, que acariciaba el sueño de recorrer Europa a pie desde Suecia hasta Sicilia y que sus tres mayores temores eran el fascismo, el cambio climático y las enfermedades terminales. También sabía que tenía un cepillo de dientes eléctrico y una cafetera para una sola taza que no lavaba más que cuando iba a preparar café con ella; y sabía que se había acostado con alguien la semana anterior porque la mujer había hecho tanto ruido que había podido oír todo el proceso desde su habitación, al otro lado del pasillo. En ese momento ella misma estaba arrodillada y desnuda sobre el colchón de Alfie, con la frente apoyada en el brazo y varias partes del cuerpo apretadas contra el papel de pared con relieve. Él la embestía por detrás y le metía los dedos por delante mientras con la otra mano le agarraba el pecho. Su coordinación era virtuosa. La cama chirriaba y ella gemía igual de fuerte que la otra mujer, probablemente más, y luego más aún, hasta que los gemidos se convirtieron en sollozos de éxtasis. En la habitación de al lado, Tony estaba jugando a World of Warcraft y subía el volumen al mismo tiempo que ella, de tal manera que, para cuando Hazel se corrió, la banda sonora llegaba como un estruendo desde el otro lado de la pared.

A continuación se quedaron tumbados boca arriba mirando los remolinos que trazaba el dibujo del techo. Hazel se preguntó por lo desacertado que había sido aquello en una escala del uno al diez, donde uno sería que se enamorarían y diez significaba que se sentirían tan incómodos viviendo juntos que uno de los dos tendría que mudarse. Casi con toda seguridad estaría por encima de cinco; posiblemente un ocho, quizá aún más. Pero también había estado muy bien. El placer posterior resultaba cálido y potente. Incluso si fuera un diez, habría merecido la pena.

—¿Podemos hacer un pacto y no convertir esto en algo incómodo? —preguntó Alfie.

Lo que quería decir con eso era que la incomodidad iba a ser el resultado más probable, mucho más que el del enamoramiento, y Hazel, como sabía que iba a ser así, sintió una punzada de algo parecido a la decepción.

—Creo que es muy buena idea —contestó. Se puso de lado para mirarlo y se estrecharon las manos—. Quizá sea hora de acostarse ya —dijo después.

Alfie cogió su móvil y contestó:

—Es la una y media.

Hazel maldijo, apartó las sábanas y se incorporó.

—Puedes dormir aquí, ¿sabes? —dijo Alfie—. Es decir, si quieres.

—Me da que eso nos haría más difícil cumplir el pacto. ¿No lo volvería todo un poco... complicado?

—Ah, sí —respondió Alfie asintiendo despacio—. Puede que tengas razón. Lo que te parezca mejor.

Hazel se levantó para recoger su ropa del suelo.

—Pues buenas noches.

—¿Vas a salir ahí en pelotas?

—Creo que puedo hacer un esprint. —Sonrió y acercó la mano a la puerta, después vaciló y se giró hacia él. Estuvo tentada de agacharse para darle un beso en la mejilla, pero, al levantarse de la cama, se había adentrado en un territorio distinto y ya no parecía que volver fuese lo más apropiado—. Por cierto, gracias. Ha estado genial. Un sobresaliente alto.

—Opino igual —respondió él con una sonrisa.

Hazel abrió un poco la puerta y echó un vistazo. El pasillo estaba vacío y Tony seguía encerrado en su habitación.

—Tengo que correr —dijo, y en dos pasos estaba en su habitación con la puerta cerrada a la espalda.

Lo de Alfie había sido una mala idea, pensó por la mañana mientras se vestía para ir al trabajo. Era demasiado temprano para estar en pie un sábado, sobre todo un sábado lluvioso. Últimamente llovía todos los días. La ola de calor de julio había quedado definitivamente atrás y los parques de tierra agrietada habían pasado a estar frondosos, encharcados y vacíos. Si seguía así podría haber inundaciones. Daba una mala sensación. Una sensación preapocalíptica, una muestra mínima del clima psicótico que se les avecinaba, solo que a nadie le gustaba hablar de ello.

Pensó que lo de Alfie había sido una mala idea mientras se lavaba los dientes y parpadeaba al aplicarse el rímel. Era un golfo, seguramente sin escrúpulos. Había en él una afabilidad que había tomado por innata, pero para entonces sospechaba que podría ser calculada. No le sorprendería que adoptara todas las decisiones sobre su conducta con un objetivo sexual en mente. Resultaba evidente que era un hombre que seguía los dictados de su polla.

Como lo de Alfie había sido una mala idea, no respondió cuando él le envió un mensaje en el que decía: «Anoche lo pasé genial. Sigo pensando en ello. Bs.».

Parecía como si quisiera repetir, lo cual resultaba halagador, pero ella no pensaba dejarse arrastrar. Era demasiado peligroso. No podía mudarse a otra casa; no se lo podía permitir. El casero solo le había subido el alquiler una vez en los tres años que llevaba ahí, lo que quería decir que a esas alturas cualquier otro lugar sería más caro y, de todos modos, no tenía suficiente en la cuenta bancaria para pagar los costes de la mudanza. Si iba a tener que escucharlo volviendo locas a las mujeres cada fin de semana, lo mejor sería tratar de olvidar que en una ocasión ella misma había sido una de esas mujeres.

Para evitar la tentación de responder al mensaje, se dejó el teléfono en el bolso, colgado junto al baño del personal de la cafetería, y durante varias horas hizo el decidido esfuerzo de no pensar en él. En el descanso para comer no se acercó a él y, en su lugar, cogió una novela policiaca del estante que había junto al sofá y que la tuvo enganchada durante toda la hora. Se suponía que había que dejar un libro si cogías otro, pero, dado que no cobraba más que el sueldo mínimo, llegó a la conclusión de que un libro de segunda mano era lo menos que se merecía. Cuando lo metió en el bolso, su mano planeó por encima del móvil, pero con un colosal esfuerzo por mantener la fuerza de voluntad, se resistió y volvió a la cafetera.

No fue hasta las tres cuando se permitió levantar la prohibición. Cuando su mano se iba acercando al teléfono, sintió una oleada de emoción y alivio. Entonces vio que tenía veinticuatro mensajes de WhatsApp, cinco llamadas perdidas y dos mensajes de voz en el buzón. Todos eran de su hermana mayor, palabras como «¿Dónde estás?», «¿Nos hemos equivocado de fecha?» y «¿Estás bien?».

Y se aco

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