Las niñas sin nombre

Serena Burdick

Fragmento

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Prólogo

Yacía con la mejilla contra el suelo de cemento, frío en contraste con mi ira agotada. Había gritado, mordido y arañado. En ese momento lo estaba pagando, pero me daba igual. Habría vuelto a hacerlo.

Me puse boca arriba y sostuve la mano delante de la cara, pero lo único que veía era negrura. Me habían dejado completamente a oscuras. Me palpitaba la palma, donde se me había clavado una astilla, una gloriosa herida de rebelión. Noté una ráfaga de aire frío en el rostro y me incorporé de golpe, segura de que se trataba del fantasma de una de las chicas olvidadas. El miedo me produjo un cosquilleo en las plantas de los pies, que se convirtió en pinchazos que me atravesaron hasta los gemelos. ¿Cuánto tiempo pensaban dejarme allí? ¿Me matarían de hambre y se olvidarían de mí hasta que empezara a pudrirme y a oler mal? Me imaginé a la hermana Gertrude arrojando mi cuerpo exangüe a una tumba junto a otras niñas sin nombre. Mi familia nunca sabría qué había ocurrido.

Me arrastré por el suelo, necesitaba orinar urgentemente. Mi hermana y yo nos habíamos pasado la vida inventándonos historias, fantaseando con el futuro, pero la vida no era un cuento. Estaba llena de hechos sólidos e irrefutables como el de que tenía que hacer pis; como esa celda fría y dura, y mi incapacidad de dar con una salida. Tensé el cuerpo para contraer la vejiga, aunque no sirvió de nada. En cuclillas, me subí la falda y me bajé las bragas. El pis me salpicó la pierna y dejé escapar un suspiro de cálido alivio. El olor acre de la orina se mezcló con el de las cebollas y los ajos que conservaban en toneles al otro lado de la puerta. Me habían plantado bajo tierra, enterrado con las hortalizas. Me encontrarían morada, magullada e irreconocible.

Intenté contar hacia atrás desde quinientos, luego desde mil. Recité las Escrituras, pero me enfurecí con Dios y pasé a Shakespeare. Pensé en los niños gitanos que representaban Romeo y Julieta bajo la lluvia, en Tray y Marcella, y en la predicción de mi futuro. Pensé en todos los errores que había cometido. Quería culpar a mi padre por traicionar a nuestra familia y provocar una rebelión en casa, pero ahí abajo, atrapada en las entrañas de la Casa de la Misericordia, le habría perdonado cualquier cosa solo con que fuera a buscarme.

Al cabo de un rato, el tiempo se volvió borroso e infinito, como cuando lloraba por mi hermana. Se me nubló la mente. En esa habitación sin ventanas no había nada que me permitiera distinguir el día de la noche. No había forma de saber si había pasado un minuto o una hora. Cuando la puerta se abrió y se coló una tenue franja de luz gris, traté de averiguar si amanecía o anochecía, pero no fui capaz. Al momento se cerró con un portazo de oscuridad ante mis ojos. Sorbí el agua y di un mordisco al pan, rancio y mohoso. Daba igual qué hora fuera. Tanto si estaba fuera como si estaba dentro de esa habitación, nadie acudiría en mi busca.

Cuando me cansé, me tumbé en aquel suelo implacable con las manos a modo de almohada bajo la mejilla. Fue un alivio escapar a una oscuridad diferente. Hizo mi miedo menos palpable. Bajo los párpados, podía estar en cualquier parte. Podía retroceder en el tiempo. Podía hacer otra elección aquella noche, cuando, en otra oscuridad impenetrable, nos atrajo el sonido sencillo y hermoso de un violín.

Ojalá no hubiesen tocado, o mi hermana y yo no hubiésemos prestado atención.

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LIBRO PRIMERO

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Effie

Luella y yo nos abrimos camino en el mundo juntas. Para ser más exactos, mi hermana lo abría y yo la seguía afianzando mis pasos en el contorno de los suyos. Ella era mayor, valiente e impredecible, de ahí que aquello fuera un error natural.

—¿Luella? —llamé. Tenía miedo de que me dejara atrás.

—Estoy aquí mismo —oí, aunque no la veía.

Una noche sin luna había engullido el bosque de la parte alta de la isla de Manhattan, que tan bien conocíamos a la luz del día. Avanzábamos a trompicones, corríamos a ciegas, chocábamos contra un árbol y girábamos para toparnos contra otro, con las manos extendidas por delante de nosotras, todo extraño e informe.

Desde las profundidades de mi ceguera, mi hermana me cogió del brazo y tiró de mí para que me detuviera. Boqueé tratando de recuperar el aliento; el corazón hacía que me vibrara todo el cuerpo. No había una sola estrella en el cielo. La mano de mi hermana era la única prueba que tenía de que se encontraba de pie junto a mí.

—¿Estás bien? ¿Puedes respirar? —me preguntó.

—Estoy bien, pero oigo el arroyo.

—Lo sé —gimió Luella.

Eso significaba que habíamos avanzado en la dirección equivocada. Deberíamos haber cruzado la colina directamente hasta Bolton Road. En cambio habíamos acabado cerca del arroyo Spuyten Duyvil y más lejos de nuestra casa que cuando empezamos.

—Deberíamos dar con la carretera y seguirla hasta casa —dije. Al menos desde allí contaríamos con las luces de las casas.

—Tardaremos el doble. Para cuando lleguemos, papá y mamá ya tendrán a la policía buscándonos.

Nuestros padres eran aprensivos: papá se preocupaba por nuestro bienestar físico; mamá, por nuestras almas. Aun así, yo prefería tomar la carretera, porque de todos modos no tardarían en buscarnos.

Luella empezó a avanzar tirando de mí hasta que se paró en seco.

—Noto algo. —Dio un paso más—. Es un montón de leña. Debe de haber alguna casa por aquí.

—Veríamos luz —susurré. Bajo mis pies, el suelo estaba blando y desprendía el olor acre del estiércol.

—Merece la pena averiguarlo. —Luella me soltó—. Voy a adelantarme. Tú sigue el montón de leña.

Con las manos enguantadas, reseguí los ásperos troncos hasta que acabaron y di un paso en el espacio vacío; la oscuridad era como una venda que deseaba arrancarme de los ojos. Oía la corriente del arroyo cerca. ¿Y si acabábamos en él? Unos pasos más y me raspé el hombro con un árbol. Estiré el brazo. El tronco era enorme. Lo palpé con los guantes, que se enganchaban en los surcos y estrías de la dura corteza, y de pronto supe dónde estábamos.

—¡Lu! —dije con la voz entrecortada—. Estamos en el Tulípero.

Luella detuvo sus pasos. Las dos creíamos en las historias de fantasmas a pies juntillas y todo el mundo conocía la del criador de ostras que se había colgado en la casa destartalada situada junto al Tulípero. Nunca nos habíamos atrevido a acercarnos tanto a ella; ni siquiera a la luz del día habíamos reunido valor más que para echar un vistazo desde la cima de la colina.

Luella siseó entre dientes y su tono se hizo más enérgico.

—Aunque esté encantada, aquí vive alguien. Al menos está demasiado osc

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