Los destrozos

Bret Easton Ellis

Fragmento

destrozos-2

Comprendí hace muchos años que un libro, una novela, es un sueño que pide ser escrito igual que uno se enamora: el sueño se vuelve irresistible, es imposible hacer nada al respecto, al final te rindes y sucumbes por más que tu instinto te diga que salgas corriendo porque eso va a acabar siendo un juego peligroso: alguien saldrá malparado. Para algunos de nosotros, las primeras ideas, las imágenes, las manifestaciones iniciales pueden hacer que el escritor se sumerja automáticamente en el mundo de la novela, en sus amoríos y en su fantasía, en sus secretos. Otros pueden tardar más en experimentar esta conexión con mayor claridad, años en darse cuenta de cuánto necesitaban escribir la novela o amar a esa persona, revivir ese sueño, incluso décadas después. La última vez que pensé en este libro, en este sueño en particular, y en contar esta versión de la historia —la que estás leyendo ahora, la que acabas de empezar— fue hace casi veinte años, cuando me vi capaz de afrontar la revelación de lo que nos pasó a mí y a unos amigos al principio de nuestro último año de instituto en Buckley, en 1981. Éramos adolescentes, críos superficialmente sofisticados que en realidad no sabían nada de cómo funciona de verdad el mundo: teníamos la experiencia, supongo, pero nos faltaba el sentido. Por lo menos hasta que sucedió algo que nos condujo a un estado de comprensión exacerbada.

La primera vez que me senté a escribir esta novela, un año después de los acontecimientos, comprobé que no era capaz de revisitar aquel periodo, ni a ninguna de aquellas personas que conocí, ni las cosas horribles que nos sucedieron, incluido, muy significativamente, lo que me sucedió a mí. De hecho, fue empezar y descartar la idea del proyecto sin escribir ni una sola palabra: tenía diecinueve años. Incluso sin coger un bolígrafo ni sentarme ante la máquina de escribir, quedó claro que por aquel entonces me resultaba demasiado perturbador el simple hecho de recordar siquiera por encima lo sucedido, y me encontraba en un punto de mi vida en el que no necesitaba un estrés añadido, así que me obligué a olvidar aquel periodo, al menos por un tiempo, y en aquel momento no me costó borrar el pasado. Pero las ansias de escribir el libro volvieron cuando me marché de Nueva York después de vivir allí más de veinte años —la Costa Este fue el lugar al que escapé casi de inmediato en cuanto me gradué, huyendo del trauma de mi último año en el instituto— y me vi de nuevo en Los Ángeles, donde habían tenido lugar aquellos acontecimientos de 1981 y donde me sentí más fuerte, más resuelto frente al pasado, y capaz de armarme de valor ante todo aquel dolor y penetrar en el sueño. Pero tampoco fue el caso entonces, y tras mecanografiar unas cuantas páginas de anotaciones sobre los sucesos ocurridos en otoño de 1981, cuando creía que me había anestesiado con media botella de Ocho a fin de poder continuar con ello, dejando que el tequila estabilizase el temblor de mis manos, experimenté un ataque de ansiedad tan tremendo que acabé en la sala de urgencias del Cedars-Sinai en plena noche. Si queremos conectar el acto de escribir con la metáfora del enamoramiento, entonces yo había querido amar esta novela, la novela parecía habérseme entregado por fin y yo me sentía tentadísimo, pero cuando llegó el momento de consumar la relación me vi incapaz de abandonarme al sueño.

Esto sucedió cuando estaba escribiendo concretamente sobre el Arrastrero —un asesino en serie que llevaba merodeando por el Valle de San Fernando desde finales de la primavera de 1980, que hizo más patente su presencia en el verano de 1981 y que, de algún modo, estuvo aterradoramente ligado a nosotros—, y aquella noche en la que empecé a tomar notas rompió contra mí una ola de estrés tan tremebunda que gemí de auténtico terror ante los recuerdos y me vine abajo entre arcadas por culpa del tequila que había estado trasegando. El Xanax que guardaba en la mesilla de noche no me ayudó: me tragué tres y supe que no iban a hacerme nada con la suficiente rapidez. En aquel momento: estaba convencido de que me moría. Marqué el 911, le dije al operador que estaba sufriendo un ataque al corazón y me desmayé. El fijo desde el que llamaba —corría el 2006, tenía cuarenta y dos años, vivía solo— les indicó mi ubicación y un alarmado portero de la recepción del rascacielos en el que vivía acompañó a los técnicos de emergencias sanitarias hasta la undécima planta. El portero abrió mi apartamento y me encontraron en el suelo del dormitorio. Recobré el conocimiento en una ambulancia que recorría a toda velocidad el San Vicente Boulevard rumbo al Cedars-Sinai, un breve trayecto desde Doheny Plaza, donde vivía, y después de que me metiesen en la sala de urgencias tendido en una camilla y de recomponerme un poco tras lo sucedido, quise morirme de la vergüenza: el Xanax había surtido efecto, me tranquilicé y supe que, desde un punto de vista físico, no me pasaba nada. Sabía que el ataque de pánico estaba directamente relacionado con mis recuerdos del Arrastrero y, más concretamente, de Robert Mallory.

Un médico me echó un vistazo: básicamente estaba bien, pero el hospital quería que pasase la noche allí para que pudieran realizarme una serie de pruebas, incluida una resonancia magnética; mi médico de cabecera estuvo de acuerdo y me recordó por teléfono que mi seguro sanitario cubriría casi la totalidad de la estancia, pero yo necesitaba irme a casa y decliné cualquier prueba que quisieran hacerme porque si me hubiese quedado en el Cedars aquella noche seguro que me habría vuelto loco, consciente de que lo que me pasaba no tenía nada que ver con mi cuerpo ni con ninguna dolencia que este pudiera o no albergar. Se trataba simplemente de una reacción conectada con la memoria, con el pasado y con la evocación de aquel año fatal: con Robert Mallory y con el Arrastrero, con Matt Kellner, Susan Reynolds, Thom Wright y Deborah Schaffer, así como con el túnel sombrío que atravesaba a los diecisiete.

Después de aquella noche abandoné el proyecto y escribí en su lugar otros dos libros durante los siguientes trece años, y no fue hasta 2020 cuando sentí que podía comenzar con Los destrozos, o cuando Los destrozos decidió que Bret estaba listo, porque el libro se me anunció… y no al revés. No fui yo quien fue en busca del libro, porque me había pasado muchísimos años apartándome del sueño, de Robert Mallory, de aquel último curso en Buckley; muchas décadas apartándome del Arrastrero, y de Susan, Thom, Deborah y Ryan, y de lo que le pasó a Matt Kellner; había relegado esta historia a un oscuro rincón del armario, y durante muchos años esta evitación fue efectiva: no le presté demasiada atención al libro y este dejó de reclamarme. Pero en algún momento de 2019 empezó de nuevo su ascensión, palpitando con vida propia, deseoso de fundirse conmigo, expandiéndose en mi conciencia de una manera tan persuasiva que ya no podía seguir ignorándolo; tratar de ignorarlo había empezado a distraerme demasiado de todo lo demás. Fue tan oportuno que coincidió con el hecho de que ya no estaba escribiendo guiones, de que, en un momento dado, había decidido abandonar ese mercado —una década bien remunerada gracias a la escritura de pilotos televisivos y guiones para películas que en su mayor parte no se rodarían—, de modo que, por un instante, me pregunté si no habría alguna conexión entre la

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos