Almas en el páramo

Miguel de León

Fragmento

Capítulo 1

1

En ningún lugar se cruzó el umbral del tercer milenio de la era común con mayor indiferencia que en la ciudad de Antiqua. Quince años después Antiqua permanece abierta a la modernidad sin rendirse a ella, esperando a que lo nuevo se transforme en viejo ante su mirada invulnerable al paso del tiempo.

El símbolo más genuino y afín con el temperamento de Antiqua es una casa que se conoce por el nombre de La Bella. Construida a principios del siglo XX en la mejor parcela de La Umbría, el barrio más caro y privilegiado, La Bella había permanecido deshabitada la práctica totalidad de su siglo de vida, perseguida por la leyenda de que había vuelto locos a los que cometieron la osadía de ocuparla. Un cronista de la ciudad hizo más sobrecogedor el misterio cuando cayó en la cuenta de que La Bella había respetado a las mujeres, y que los casos de locura fueron todos de ocupantes varones.

Según el relato de unos vecinos, cerca de la medianoche, traídos de su interior o de sus inmediaciones por un eco metálico, se oyeron gritos, lamentos, voces de ultratumba, invocaciones al Maligno y el cántico de un coro que proclamaba el advenimiento del mal. Lo oyó un vecino que había sacado a pasear un pequeño caniche, y dio media vuelta y regresó a su casa. La mujer vio al perrito gimiendo debajo de una butaca y a su marido descompuesto bajo el dintel, y le sobraron las noticias.

—¿Otra vez suspira La Bella? —preguntó.

—Esta noche parece la peor —respondió él—. Vamos con los niños a casa de los abuelos antes de que empiece la llantina.

Al salir, saludaron con ademán de resignación a otros vecinos que, como ellos, se marchaban con sus hijos pequeños.

Llevaban dos días de canícula en un agosto implacable, y despertaron las primeras luces en medio de una pestilencia nauseabunda. Uno de los vecinos más ilustres del barrio, Marcelo Cato, el alcalde, no tuvo clara conciencia del problema que había irrumpido en el ámbito de su responsabilidad cuando Tulia Petro, la criada de toda la vida, entró en el dormitorio matrimonial la mañana de aquel domingo inclemente con el desayuno, los periódicos y la noticia de la atroz emanación.

—Este no será un buen domingo. Hay una peste tan tremenda en la calle que un cristal del aparador se quebró cuando abrí la ventana —dijo sin pestañear.

—Se te habrá roto al limpiarlo, Tulia —le respondió con suavidad Paula Calella, la esposa del alcalde, a quien ya no causaban espanto ni los desahogos y ni la lógica descabellada de la criada, a la que sentían como otro miembro de la familia.

—Pues será eso. Pero la peste es tan fuerte que se pueden romper más cristales, señora. Y yo de cosas como esa no me responsabilizo —dijo cuando salía de la habitación.

Marcelo Cato y su esposa rieron entre dientes el descaro legendario de la criada y tomaron el desayuno recordando la larga colección de anécdotas con las que Tulia Petro les había coloreado la vida.

Era inevitable que al hablar de ella recordaran el día de su llegada. Muerta de miedo, medio descalza, con un vestido descosido y una cajita de cartón atada con una cuerda, en la que llevaba todas sus pertenencias: tres bragas, dos sujetadores, una combinación, media docena de pañitos para los días de renuevo, dos pares de calcetines, unas chanclas, una blusa, una falda y una rebeca de lana por todo abrigo. Huérfana de padre desde niña y de madre pocas semanas antes, analfabeta y desahuciada, era dueña de una hermosura de carácter, una desenvoltura y un donaire de trato que nada más entrar por la puerta se apoderó de sus corazones. Hacía tanto tiempo de aquello que preferían no recordar qué año fue.

Como cada domingo, el matrimonio se preparó para acudir a la misa, ineludible para el decoro de un político conservador dispuesto a llegar más lejos y más arriba.

Al abrir la puerta, Marcelo Cato supo que el fuego de aquel agosto sin clemencia y una fetidez bíblica se habían conjurado contra él. Un muro invisible le cerraba el paso y el conductor del vehículo oficial, que esperaba al borde del vómito, intentaba contener con un pañuelo infructuoso el sofoco de plomo líquido de la inmunda hediondez. La imagen dio a Marcelo Cato la clara panorámica del desastre que debía resolver. No salió. Cerró la puerta y regresó turbado sobre sus pasos.

—Coge pañuelos y algún perfume fuerte, Paula —le dijo a su esposa, en un tono tan lastimero que despertó en el corazón de la mujer una desazón de catástrofe.

—¿Tan grave es?

—Un espanto. No sé si ese olor podrá romper los cristales, pero te garantizo que raya los ojos.

El responsable de la policía municipal de servicio ese día, un sargento curtido en el empleo, le dio la novedad de que ya había dispuesto una patrulla de dos guardias que investigaban por la zona, auxiliados por un retén de sanitarios.

—Estaré en misa de once. Manténgame informado —ordenó el alcalde.

La tranquilidad del sargento resultó injustificada. A la primera patrulla se sumó otra sobre las dos de la tarde, junto con una cuadrilla de poceros. Rebuscaron por calles y jardines, bajaron a las alcantarillas, subieron a tejados y azoteas, vaciaron contenedores de basura y escudriñaron palmo a palmo un perímetro cada vez mayor, mientras la inquietud y las quejas comenzaban a llegar a Marcelo Cato.

Era absurdo que un hecho que sólo afectaba a un par de manzanas trastornara a la ciudad. Pero una cadena de televisión que vigilaba la casa del alcalde, ante la sospecha de que se reuniría con alguien incómodo para el partido, informó de la pestilencia y arrastró a otros medios de comunicación.

Todos los esfuerzos fueron inútiles. No consiguieron hallar el origen del mal olor, que iba y venía, y tan pronto daba tregua como arreciaba. Un prestigioso forense que vivía en las inmediaciones aseguró que debía tratarse de un cadáver, pero no concretó más. Sin conceder crédito a tanta inoperancia, el gabinete del alcalde, con la plantilla de personal descuartizada por las vacaciones de verano, pospuso los trabajos.

Pese a todo, para Marcelo Cato la situación no pasaba de ser un inconveniente. Él era un ejecutor eficaz, feroz en la defensa de los intereses de Antiqua, y aunque vivía una etapa de enfrentamiento con una facción del partido, tenía la confianza de los votantes y consideraba accesorio todo lo demás. «La prensa es nuestra, dirán lo que les ordenemos decir; el pueblo es nuestro, se apacigua con cuatro fuegos de artificio y una verbena; y la oposición no existe, se conforma con nuestras migajas, también es nuestra».

Siempre funcionó de tan fácil manera. Sin embargo, al ver las noticias de la noche Marcelo Cato supo que el incordio de la pestilencia se había salido del quicio y el lunes muy temprano hizo una llamada de teléfono.

—Darío, necesito que interrumpas tus vacaciones. Tienes que venir ahora mismo a echarme una mano.

Darío Vicaria era para Marcelo Cato como el hijo que no se presentó en el matrimonio. Pariente lejano de su esposa, unos años atrás le ofreció un puesto en el ayuntamiento. Acababa de superar el cuarto año de Medicina, pero abandonó los estudios y se incorporó a un discreto lugar en las penumbras del consistorio. Con treinta y tres años, continuaba a la espera de que el partido lo designara en buena posición de una lista electoral o delegara en él un cometido de mayor sustancia que le permitiera emprender la carrera política.

Tras la llamada del alcalde, abandonó la cama y desapareció en el baño, en la bruma de exquisitos pormenores con los que cumplía la liturgia del aseo personal. En el preámbulo, se aplicaba la crema que libera al cabello de las insidias del agua alcalina, otra crema que fortalece el cutis antes de la tortura del afeitado y una leche limpiadora que elimina el polvo de células muertas, pasto de los ácaros. A continuación el afeitado, dos veces, sin presionar la hoja, y el lavado de dientes, con el cepillo tantas veces por arriba y por abajo, tantas por dentro y por fuera. En la ducha, para el cabello un champú de acidez justa y un acondicionador que da volumen y brillo, para el cuerpo un jabón neutro de cualidades hidratantes, todo dos veces con su aclarado. En la conclusión, la loción del cuero cabelludo que estimula el riego sanguíneo y aplaza las calamidades de la alopecia; la leche hidratante corporal; la loción de afeitado, con suaves caricias, siempre hacia arriba para no favorecer los ultrajes de la gravedad traicionera; la crema hidratante de día para la cara, el aceite para los párpados que conjura la adversidad de las ojeras; y en las axilas la crema desodorante que no mancha las camisas.

Cuando por fin salió del baño, cincuenta y cinco minutos después, contempló desde la ventana el talante del día antes de elegir el vestuario.

—Igual que ayer —se dijo con pesadumbre—. Llueve fuego.

Eligió un traje de lino de color muy claro, lo tendió sobre la cama y acercó dos pares de zapatos de color marrón suave. Le costó elegir. Repitió la misma operación con la camisa, los calcetines, la corbata, el cinturón y hasta los calzoncillos, el reloj de pulsera y las gafas de sol. Aún empleó otros diez minutos más delante del espejo antes de dar por aceptable el resultado, que, pese a todo, nunca lo dejaba satisfecho.

En la cochera esperaba un Mercedes descapotable, de marrón rojizo muy oscuro. Cuando arrancaba el motor, advirtió que uno de los zapatos parecía tener un arañazo.

—¿Será? ¿O no será? —se preguntó con una ceja arqueada y la otra no.

Se bajó, caminó unos pasos, se descalzó del zapato sospechoso y observó con detenimiento delante de un faro si aquello era o no era.

—¡Es! ¡Es! ¡Maldita sea! ¡Es!

Regresó farfullando al apartamento y desde los calzoncillos al reloj de pulsera se cambió de ropa, aunque esta vez eligió en orden inverso, empezando por los zapatos y terminando por la corbata.

Cuando al fin salía de la cochera, culminó los aderezos de la imagen con las gafas de sol, sin las que sentiría ir desnudo por el mundo. Le permitían marcar distancia, observar desde la impunidad y le otorgaban la semblanza de los indiferentes, el halo de los perfectos, el aura inefable de los elegidos para la gloria.

Marcelo Cato lo puso al corriente de lo sucedido y le pidió que vigilara al que estuviese enredando. La intervención de Darío Vicaria fue irrelevante. Mandó que se hiciera desde el principio lo que ya habían hecho por decisión propia varias veces. Sin embargo, fue muy afortunado y consiguió irritar a un bombero.

—Estamos repitiendo lo mismo, pero no donde hay que hacerlo —quiso explicar el hombre.

Darío Vicaria lo detuvo con un gesto, le dio la espalda y lo dejó a media frase. Pero el bombero, ya relevado del servicio, se hizo con una cizalla enorme, reventó el candado de una puerta de hierro y penetró en una galería.

Licuado por el ácido de la muerte, negro por la lividez y retorciéndose en el asqueroso fragor de la gelatina de larvas, encontró el cadáver de una mujer. El pasillo era un canal de ventilación de los subterráneos de La Bella, la casa amada y maldita.

Darío Vicaria se acercó sonriente al bombero.

—¿Cómo lo averiguó?

—Contando moscas —respondió el hombre antes de darse la vuelta y marcharse saboreando la venganza.

En un par de horas Darío Vicaria pudo poner al corriente a Marcelo Cato, pero no tuvo su momento de gloria ante los micrófonos porque el interés informativo se desvió a la noticia del cadáver. Debió conformarse con el reconocimiento del alcalde y una invitación a cenar, aquella noche, en el restaurante más caro de la ciudad.

—Esto te brinda ese cargo que esperas —le anunció Marcelo Cato.

De esa manera providencial, la vida de Darío Vicaria tomó el rumbo que él deseaba. Marcelo Cato limó asperezas con los socios del partido y propuso a su recomendado para un cargo como adjunto de un concejal.

Pocos saben en qué punto del camino tomó la senda que conduce a la conclusión de la vida. Tampoco Darío Vicaria, aunque él tuvo un signo muy claro. Quería ir a jugar un partido de tenis y descansar unas horas, antes de acometer la ardua tarea de arreglarse para la cena. Pero un reflejo del inconsciente lo hizo extraviar la dirección y volvió a través de media ciudad hasta La Bella, la casa de La Umbría en cuyas inmediaciones apareció el cadáver.

Se descubrió parado frente a las enormes cancelas de hierro, ahora abiertas. Había ajetreo en el interior, pero a él sólo le interesó la casa. El estado de inexplicable buena conservación, la arquitectura de inspiración clásica, las dos plantas rematadas por un altillo octogonal, las tres alas con tejados de suave pendiente, el pórtico con el frontispicio, los anchos ventanales. Más allá de la elegancia de la construcción, de la sobria belleza de sus proporciones, percibió la languidez de los rincones sombríos, las madreas, fúnebres, las piedras vetustas y el ámbito percudido de olvido. Darío Vicaria la sentía resonar en su pecho como un lamento telúrico.

—Eres hermosa, Bella —dijo en voz audible, y continuó su camino.

La imagen de la casa desapareció tras la neblina de cábalas sobre el futuro, pero regresó noches después en medio de un mal sueño. Conducía su Mercedes por una encrucijada de carreteras que discurrían en todas las direcciones sobre una llanura de césped verde. La Bella se le presentaba en un bucle interminable. Aparecía cuando giraba en una curva, y lo obligaba a detener el vehículo y dar la vuelta o tomar una bifurcación. Por el contrario, si pretendía acercarse, ella se alejaba un trecho, se detenía y esperaba al siguiente intento, entonces huía y todo volvía al principio.

No fue una pesadilla pero sí un sueño difícil, y sintió alivio al despertar. Orinó, tomó agua y salió a la terraza para contemplar las luces de la ciudad. No halló inspiración para el sueño frente a la televisión ni jugueteando en internet y regresó a la cama. Media hora después volvió a levantarse, se puso un pantalón sobre el pijama, se cubrió con una gabardina y se dirigió al cuartel de la policía municipal para pedir una linterna. Se contrarió porque no lo reconocieron hasta que declaró cuál era el puesto que ocupaba en el ayuntamiento.

De nuevo frente a La Bella, escudriñó a través de la cancela. La parcela que ocupaba era la más grande, no sólo de la calle Robledo sino de La Umbría, y era también la casa más sólida y antigua. Darío Vicaria recorrió el perímetro cercado por un grueso muro. La parte trasera daba a un camino, no muy ancho pero asfaltado y con aceras, del que partía en paralelo un sendero que descendía hasta un barranco profundo.

* * *

Máximo Devero era el policía de menor rango del equipo que intervino en el hallazgo del cadáver. Un policía raso que actuaba bajo las órdenes directas del comisario Claudio Prego, responsable de la comisaría central de Antiqua. Vestido de paisano, Máximo Devero entró en la sala de interrogatorios, donde esperaba el detenido conocido como «el Doctor». Estaba encadenado a la mesa con unos grilletes, magullado, con un ojo amoratado; la hinchazón le deformaba la boca por un lado y la ropa ocultaba otras contusiones.

La tarde anterior, Máximo Devero acompañó a un subinspector a indagar en las inmediaciones de La Bella si se habían visto movimientos extraños, la presencia de desconocidos o vehículos sospechosos. Supieron que se vieron mendigos en los días previos al domingo de la pestilencia, pero el término «mendigos» resultó demasiado amplio. Uno sólo, el hombre encadenado a la mesa, cuya imagen no correspondía con la de un mendigo, era el que se dejaba ver en el lugar.

La falta de filiación del Doctor era tan conocida como la circunstancia de que nunca se le hubiera detenido por conducta censurable. Era un ser tan benigno como debe serlo quien aspira a vivir al margen de los demás. No podía dar la información que no existía, y unas cuantas veces había caído bajo la autoridad de un policía que intentó arrancársela estrujándole la conciencia. Ninguna detención pasó de la fase de identificación. En Antiqua, dos jueces que lo vieron en su turno, acusado de desobediencia, de resistencia y ataque a la autoridad, y con la apariencia de ser el único lesionado, lo dejaron en libertad sin dar curso a la denuncia.

Máximo Devero lo miró a los ojos y el Doctor le mantuvo la mirada, imperturbable aunque sin desafío ni descaro. Ni su aspecto inofensivo ni sus ademanes mansos contrariaban la firmeza de una mirada intensa, sin retorno, que parecía ver en el fondo del alma. Superaba de largo los cincuenta años, tenía los ojos castaños, era de mediana estatura, de complexión fuerte pese a la delgadez, de cabello y barba gris metálico. El pelo le caía sobre los hombros a ambos lados del cuello y llevaba barba de varios centímetros, digna, no del todo descuidada.

De tener filiación se llamaría Elisario Calante, pero nadie hubiera podido conocer su origen sólo con ese dato.

—¿Está cómodo? —preguntó Máximo Devero.

—¿Además de que me duele todo, se refiere usted? —respondió Elisario Calante con otra pregunta.

—¿Lo ha visto un médico?

—Sí. Me ha visto. Dice que pronto estaré como antes de que me detuvieran.

Máximo Devero pasó por alto la carga de las palabras.

—Necesitamos su ayuda, Doctor. Deseo hacerle unas preguntas, no es un interrogatorio oficial, pero tiene derecho a un abogado si lo desea.

—Cada vez que me han detenido, he terminado golpeado y acusado de ser yo quien había agredido a un agente. Sólo quiero salir de aquí cuanto antes. Un abogado no me ayudará en eso.

—Respóndame y haré lo posible para que se marche —prometió Máximo Devero.

—Entonces, dejémoslo así. Vayamos por la vía más corta.

—Sólo para usted y para mí, ¿podría decirme su nombre? Le doy mi palabra de que nadie lo sabrá.

—Me llaman Doctor, nada más puedo decir. No oculto nada ni deseo molestar, es que no tengo más nombre que ese.

—¿Cómo llegó a esto, Doctor?

—No existe partida de nacimiento. Nadie me espera. Lo único que me queda por hacer no requiere de documentos ni papeleo.

Máximo Devero asintió y continuó después de una pausa.

—¿Es usted antiqueño, Doctor?

—No de nacimiento, sí por amor.

—¿Cuándo llegó por primera vez?

—En el 76. Pasé diez años aquí, luego me marché y estuve fuera veintisiete años.

—¿Cuánto tiempo hace que regresó?

—El próximo diciembre hará tres años.

—Treinta años desde que se marchó. ¿Estuvo en La Umbría la noche del viernes, Doctor?

—Ya lo he dicho. Dormí por allí cerca cuatro o cinco horas.

—¿En La Bella?

—En el barranco, detrás de ella.

—¿A qué hora llegó?

—No lo sé con exactitud. No uso reloj. Creo que llegué después de medianoche.

—¿Vio algo extraño, alguna persona, algún vehículo?

—A esa hora las calles están desiertas.

—¿Había alguien con usted, Doctor?

—Nadie. Siempre estoy solo.

—¿Alguna vez ha visto indigentes por allí?

—Nunca en esa zona. Tampoco la noche del viernes.

—¿Y por qué va usted allí?

—Por las ratas.

Máximo Devero lo miró con sorpresa.

—Allí no hay ratas —explicó Elisario Calante—. En verano suelo dormir al raso. Las calles están más limpias y mejor iluminadas, el barranco está cerca.

—¿Dónde puedo encontrarlo si lo necesito, Doctor? —preguntó Máximo Devero casi en tono de súplica—. Carece usted de domicilio, pero hay una investigación abierta por un hecho grave. Si llega al juez, tal vez lo deje detenido hasta que todo se aclare.

—Antes del amanecer suelo ir al mercado mayorista, por si consigo tarea —respondió Elisario Calante—. Le anotaré los lugares donde puede encontrarme. O búsqueme en el parque por las tardes. Dígame una hora y no faltaré.

—¿Abandona la ciudad con frecuencia?

—No del todo. A veces voy a las afueras, pero sólo a unos kilómetros.

—Si tiene que localizarme, hable con cualquiera de mis compañeros o llame a este número —dijo entregándole un papel con su nombre y un número de teléfono.

A Máximo Devero le cayó bien el Doctor. El aplomo en las respuestas, el talante firme, los modos serenos, la voz instruida, la expresión escueta, ponían en evidencia que en algún momento gozó de mejor dignidad. Desde el punto de vista humano y de la psicología, Máximo Devero habría dado lo que fuera por poder escudriñar en aquel estado de desidia. Por el apodo, imaginó, equivocándose, que pudo haber sido médico, profesor universitario quizá, y se preguntó qué circunstancias lo habían hecho desertar de sí mismo, qué antigua batalla produjo tan espantosa derrota.

De modo que se sintió afortunado esa mañana, en una reunión con el comisario Claudio Prego en la que se habló del Doctor.

Al entrar en el despacho tuvo la satisfacción de oír al comisario abroncar al responsable de la paliza. Se llamaba Evaristo Afonso, un policía sin más luces que el brillo de su reluciente calva, funcionario sin talante ni preparación, hecho subinspector por el mérito dudoso de los trienios de antigüedad. Adicto al uso de la fuerza, era un acreditado cobarde que instigaba a los de rango inferior a que hicieran el trabajo sucio.

—¡No es usted más lerdo porque dejaría de respirar! —dijo el comisario, contrariado.

Hizo un intervalo y luego le dedicó una mirada a Máximo Devero.

—Siéntese —le ordenó señalando una silla, y continuó con la reprimenda al subinspector—. ¿Cómo es posible que no entienda usted algo tan simple, Afonso? Ese hombre sabe algo, pero no gana nada diciéndolo. Usted ha permitido que se desahoguen con él, y ahora no habrá manera de conseguir una pista que podría ser vital.

»¿Comprende la situación, Devero? —preguntó el comisario volviendo la mirada hacia él.

—Creo que sí, comisario.

—¿Estamos a tiempo de sacarle algo, Devero?

—Aquí no. Colaborará, pero habrá que ganarse su confianza.

—Bien, Devero. De acuerdo. ¡Hágase amigo suyo!

—Tendré que ir despacio, comisario, o no conseguiré nada.

—Por supuesto, Devero. Tómese el tiempo que necesite. Actúe con cautela. ¿Sabemos dónde encontrarlo?

—Me ha dado su palabra de que me mantendrá informado. Cumplirá. Sólo quiere marcharse, rechaza el abogado.

—Póngalo en libertad. Invítelo a desayunar —dijo rodeando la mesa en dirección al subinspector Evaristo Afonso—. Y asegúrese de que las técnicas policiales de aquí, nuestro amigo y compañero, el subinspector Afonso —añadió con un gesto de grave ironía, golpeando con la punta de los dedos el hombro del subinspector—, no lo han dejado con unas cuantas costillas rotas. Llévelo donde puedan atenderlo, si es necesario.

El trámite de liberación fue inmediato. Elisario Calante aceptó el desayuno y Máximo Devero tuvo la oportunidad de mantener con él una conversación intrascendente. No le aceptó dinero ni para la comida de ese día. Al despedirse, vio que caminaba con pasos imprecisos. Iba dolorido.

Capítulo 2

2

Elisario Calante había regresado a la ciudad de Antiqua para esperar a la muerte. A sus cincuenta y siete años, todo su universo afectivo se reducía a su amor por Antiqua y por algunos recuerdos gratos que la tuvieron como escenario. Sobrevivía dentro de sus límites como una sombra errática, siempre solitario, a veces indigente aunque nunca mendigo, porque jamás aceptó limosna ni admitió favor que llevase escondido un afán de caridad. Pero las fuerzas menguaban, cada año le pesaba como una losa sobre los anteriores, y la existencia se le hacía tan insoportable que anhelaba el final que presentía.

En ocasiones, cuando el tiempo lo permitía, caminaba por una carretera, se alejaba unos kilómetros de la ciudad y se adentraba por un camino asfaltado que coronaba la cima de un acantilado. A unos cientos de metros, había una casa con las ventanas azules, en las que raras veces se veía una luz en su interior. Era un lugar desierto y hermoso al que acudía para ver declinar el sol sobre la ciudad de Antiqua.

Le gustaba contemplarla al caer la noche, cuando no ha cesado el trajín en las calles y bulle en retirada, pero ya proyecta hacia el firmamento el fulgor de sus luces. La invicta, altiva y misteriosa ciudad de Antiqua era ya muy antigua en el remoto pasado en que recibió el nombre. Un recorrido por sus rincones o la peculiaridad de los nombres y apellidos en las lápidas de los cementerios dan testimonio de que en ella todavía viven los dos mayores imperios que ha tenido la humanidad.

Antiqua se levantó en el centro de una bahía grande, de aguas por lo común quietas. En los días claros, el sol la viste de oro al amanecer y su resplandor proyecta una ancha y luminosa senda sobre el mar, un acontecimiento que los marinos de la antigüedad llamaron porta aurea.

El puerto, situado en una bahía dentro de la gran bahía, es un refugio seguro. En la primera línea frente al mar, Antiqua conserva los fortines de piedra, la sucesión de castillos y enclaves artillados del litoral y un antiquísimo barrio marinero. En lo alto, lo que visto desde la costa a unos kilómetros de distancia parece una muralla natural, es la cara de una meseta llana en la que se extiende la cuadrícula de calles y plazas de la ciudadela, la ciudad antigua. Entre esta y el puerto, los dos territorios del pasado, quedó un espacio grande en el que creció la ciudad nueva y terminaba de ocupar en tiempo reciente, con todos los ingredientes de una villa moderna pero orgullosa de un pasado que se perdía en los anales de la historia.

* * *

Lobo pasó la noche de retozo y amores con una perrita samoyedo, blanca como el algodón, a la que ya había relamido y olisqueado en otras noches de extravío. Él sabía desde la última vez que ella entraría en calores en unos días y el instinto volvió a malograrle la determinación de enmendar su vida disipada. De modo que cuando los amos se fueron a la cama esperó a oír los resoplidos del sueño para repetir el ritual de las escapadas.

Accedió al cuarto de la limpieza por un hueco de evacuación de gases que había bajo la pileta al que le faltaba la rejilla de embellecimiento. Abrió la puerta que daba al balcón de la cocina, cerró al salir para borrar los vestigios de la escaramuza, alcanzó la cornisa de la fachada y se perdió en la noche.

Aunque regresó antes de que despuntara el día, el amo lo buscaba por la calle, empuñando la correa y oliendo a furia contenida. De nada le sirvieron a Lobo las argucias de reconciliación. Ni acercarse al trote moviendo la cola, ni apoyarse en el pecho del hombre para lamerle la cara ni los gimoteos evitaron la reprimenda ni el encierro en la terraza del lavadero.

De tan seguido que Lobo se portaba mal y lo encerraban, el lavadero había dejado de ser la celda de las condenas y era ya su aposento habitual. Incluso sentía estar más cómodo allí, donde hacía más fresquito y menos le molestaba el estrépito de los humanos, que hablan a voz en grito y no paran de arrastrar muebles y poner pitidos y ronquidos a todos los artefactos que tienen. A ver cómo se entiende la regañina cuando a uno lo vencen las ganas de echar un aullido chiquito. El peor de los castigos no era para Lobo el encierro ni la reprimenda sino el desamor del amo, que lo hacía sentir una pesadumbre de desamparo insoportable y que era la causa única de que deseara rectificar su índole noctámbula y disoluta. Pero ese constituía un empeño derrotado porque el instinto vencía siempre a los propósitos.

El ama compró a Lobo, cuando apenas se había destetado, como regalo al marido. Al principio ella lo cuidaba bien y hasta lo sacaba a pasear, pero se irritó en la primera muda de pelos, sin que Lobo entendiera la razón del desafecto sobrevenido. Las travesuras y el carácter del animal, que en presencia del ama se mostraba siempre taciturno y sigiloso, terminaron convirtiendo la grieta de desencuentro en un abismo.

«¡Es un perro brujo del diablo!», dijo al borde de la histeria, la primera ocasión en que hizo evidente su antagonismo con el animal. No era para menos. Lobo había abandonado uno de los primeros arrestos en la terraza del lavadero por la oquedad bajo la pileta y la mujer, que lo esperaba preso detrás de una puerta infranqueable para un perro, lo encontró en el centro del salón, quieto, con la mirada detenida en ella. La mujer dio un chillido y corrió en dirección a la casa vecina y Lobo se apresuró a su lugar en la terraza. Esto empeoró la situación porque el ama regresó escondida detrás de la vecina, y lo encontraron en el lavadero con cara de no haber roto un plato. El ama se sentó a esperar al marido y se puso gravísima cuando lo vio entrar por la puerta.

La rutina y el sosiego nunca se recobraron en plenitud y fueron, desde entonces, una falsa quietud, una paz imperfecta que no ocultaba el encono de una guerra no declarada. El ama comenzó a regañar a Lobo en cantaletas agotadoras, a dejarlo pasar hambre, a reventarle la cabeza al amo con tanto el perro cometió esta cosa y la otra, y tanto el perro perpetró lo de más acá y lo de más allá; y tanto me han dicho que el perro no tiene la pureza de raza que creímos, que seguro que los papeles de pedigrí son falsos, porque según fulano, que es erudito en perros, no es ni pastor alemán, ni husky de Siberia, ni malamute de Alaska, sino cualquier otra cosa que él me ha prometido indagar en sus libros, y que mejor no tener muchas esperanzas; pero tú, cariño, no desesperes, que yo te regalaré otro que esté comprobado, cariño mío.

Lobo todavía no se llamaba así. El primer día el ama le puso un nombre absurdo de perro finolis extranjero. Abandonado del amo y cada día más encarcelado en la terraza, empezó a rascarse escozores atormentando a la infeliz mujer. Salía, cambiaba un objeto de lugar y regresaba a su encierro. Así, lo mismo desaparecía un tenedor de trincha de la cocina que aparecía en el baño, que se encontraba unas bragas después de haberse pasado horas buscándolas sin resultado.

Poco inclinada a la racionalidad, el ama vivía desde joven en un universo a su medida, hecho de retales espiritualistas y supercherías de metafísica. Ante su camarilla de amigas defendía hallarse ante un caso clarísimo de perro nigromante y lo hacía responsable de todos sus infortunios, de cuanto despiste, extravío, tropiezo o fatalidad le acontecía, no ya en la casa, sino en el extenso entorno de su vida.

Para matar el aburrimiento a veces Lobo aullaba finito, finito, y alargado, alargado, lo que es inaudible para los humanos, pero en la población canina tenía el efecto de convocar un coro de ladridos, que se irradiaba como ondas sobre un estanque, de una casa a la otra, barrio por barrio, hasta los confines de la ciudad.

«¡Sé que has sido tú, aunque pongas cara de santo! ¡Maldito granuja endemoniado!», le decía el ama.

Esa era la situación hasta aquella mañana en que el amo tuvo prueba de las ausencias de Lobo y entendió por qué nunca hacía sus necesidades en la terraza, pese a las demoras en sacarlo a pasear. Por supuesto, esto corroboraba las conjeturas del ama, según las cuales se hallaban ante el caso de un perro con el poder de atravesar puertas y paredes; o todavía peor: de bilocarse y estar al mismo tiempo en dos lugares distintos. Un asunto que se había tratado, con todo el metódico rigor, en las reuniones del Grupo Femenino de Investigaciones Parapsicológicas, de la que ella era presidente emérita. Allí lo habían dado por realidad verificada. Pero la austera explicación del hombre sobre las razones de Lobo tuvo retardo en el comportamiento de la esposa: «Ya es un perro adulto. Habrá salido en busca de perras en celo».

Lobo, que estaba acostumbrado a las contiendas verbales de la mujer, no había asistido a una tan florida como la que presenció ese día. Comenzó con un suave zumbido, un resoplar de medias frases, un desvariar entre dientes, un recapitular que no era nuevo pero sí más pródigo, más refinado y primoroso. Al principio en tono jocoso, una dulce tonada que fue adquiriendo garbo, ganando volumen y frecuencia, haciéndose más hermosa y exquisita hasta que terminó aullando en un vendaval de fuerza ciclónica. Comenzó refunfuñando mientras ponía la lavadora el válgame Dios lo que me faltaba por oír, la semejante cosa que ni contarse puede porque se reirían de una en la propia cara. Susurraba por el pasillo el resulta que además de brujo me salió un perro vivalavida y putañero, ¡esto es para mondarse!, que se me escapa por las noches para irse de putas, ¡de putas! Interrumpía las tareas para ponerse la mano en la frente y clamar al cielo el qué demontre pensaba yo el maldito día que se me ocurrió comprar a este perro del demonio, este descastado que ha traído la ignominia al santuario de mi casa para llenarlo de cuantas pulgas y garrapatas lo hayan asaltado en los andurriales inmundos de la noche. Farfullaba a media voz cuando preparaba el almuerzo que nadie venga a contarme sus pamplinas cuando tengo una muestra bien justa en este hijo de Satanás, este embaucador farsante de los infiernos, que tiene embobado a mi marido. Para él es fácil, sólo tiene que sacarlo a pasear y cepillarle el pelo de San Juan a Corpus, pero de mí, quién se compadece de mí, del calvario que sufro cada día de mi vida con tanta desaparición y tanto extravío que estoy a punto de irme al manicomio por mi propio pie. Ahí tendido, mirándome a toda hora con tu carita inocente, a mí no me confundes, maldito. Sé muy bien que entiendes cada palabra de lo que digo. Tanta casualidad desde que tú estás en la casa, monstruo del abismo, tanta coincidencia sabiendo yo lo que mis ojos han visto. Y ahora, para colmo de los colmos, resulta que vengo a saber de otra fechoría aún más intolerable. Resulta que te has entregado a la disipación y el descarrío y te escapas cada noche para irte a los arrabales a medrar con toda clase de perras bastardas. ¡Válgame Dios, lo que me faltaba por oír! Un perro brujo que se me escapa por las noches para irse de fogalera y puteríos, a traerme a casa la roña, la cochambre, las pulgas y las garrapatas de esa caterva de perras pordioseras y a llenar el mundo de indeseables hijos, chuchos bastardos. Pero se acabó. A esas ventoleras de perdición les pondré remedio definitivo. ¡Sí, granuja, no me mires!, pienso venderte sin preguntar nombre ni condición y comprar un shar pei, que son perros tranquilos y cariñosos y de vida ordenada, diga lo que diga mi marido. Se lo explicaré muy clarito: ¡el perro o yo! ¡Válgame Dios, lo que me faltaba por oír! Un perro libertino con modales de gato; un perro bribón de vida obscena y moral desparramada.

Lobo no podía entender el desafuero verbal de la mujer, pero sí oler el aroma a despedida que subyacía en el trasfondo de sus palabras. Por la tarde el amo lo sacó a pasear después de consolar a la mujer y Lobo pudo oler en sus gestos el desfallecimiento de la derrota, en sus caricias la desazón de la culpa, en sus palabras la congoja del adiós. Volvió a olerlos por la noche, cuando lo sacó de la terraza para cepillarle el pelo y cuando lo bañó y lo dejó tenderse a sus pies en la alfombra del salón. El ama estaba calmada, parecía feliz, no se apreciaba en ella el vaho del veneno, entre agrio y dulzón, de su aguda inquina. Marido y esposa olían de formas distintas a la hedentina de la despedida.

Sucedió por accidente. La mujer se levantó del sofá para llevar a la cocina la loza de la leche con galletas. Una taza se le escurrió entre los dedos y golpeó el hocico del animal, que saltó enloquecido por el dolor. El amo fue detrás de él, lo acarició, lo tranquilizó, lo lavó y lo curó con agua oxigenada.

Cuando la mujer intentó aliviar la culpa con una caricia, se encontró con el cuerpo de Lobo dispuesto, las patas adelantadas, las orejas alerta, las fauces abiertas en un gruñido, mostrando los largos y blancos caninos, y sus limpios ojos marrones clavados en ella, atravesándola con el frío metal de una leal advertencia.

Poco después, a la hora de las escapadas, un largo aullido segó la noche. Los amos se incorporaron en la cama estremecidos. No necesitaron hablar. Ambos sabían que Lobo no regresaría jamás.

* * *

Habían pasado unas semanas desde la noche en que Lobo se echó a la calle a vivir al garete. Pagó con hambre la incertidumbre de la libertad, pero fue el hambre la que despertó en él la naturaleza depredadora y carroñera que atesoraba en la médula de los huesos y que demostró ser el único recurso que necesitaba para sobrevivir. Con preferencia cazaba. Un conejo de tarde en tarde, con frecuencia palomas o gaviotas y, cuando no tuvo mejor opción, algún lagarto. Aunque también rebuscaba restos de comida en la basura.

Al fin de sus andanzas nocturnas, hallaba cobijo en las malezas de tierras abandonadas del extrarradio, donde era poco probable la presencia de intrusos y donde dormitaba protegido del sol del mediodía.

El peor de sus tormentos fue otro, insospechado y sutil. Mucho más inasible que el hambre y con la misma perfidia de dolor, le malograba en enigmáticas tristezas el gozo cierto de la libertad. La insoportable tristeza, que aparece como el viento, como una suave brisa unas veces, en ráfagas fugaces otras y a veces en tremolina, como un vendaval transitorio que al igual que comienza cesa de pronto. En la peor de sus formas, se levanta como un leve y continuado soplo que se eleva, se suspende en el tiempo y aúlla sin cesar una sola nota sin fin. En ese tiempo de desdicha, abatido, sin aliento para andanzas, desaparecía en el cubil más apartado y se deslizaba hasta un valle de tinieblas donde permanecía durante días, tendido con la cabeza entre las patas, mirando al infinito a través de la bruma de la nostalgia, a la espera de que amainase, por fin, el viento malo de la tristeza.

Salvo por estos intervalos de desolación, la rutina de sus días era exacta en horarios y diversa en situaciones. Por muy azarosas que hubieran sido las aventuras de la noche anterior, solía dormitar en cualquiera de sus guaridas desde poco antes de la salida del sol hasta el atardecer, la mejor hora para intentar dar caza a una paloma o rebañar en la basura restos de comida.

No había hallado en el paisaje de olores un rastro más firme ni de más inequívoca masculinidad que el suyo, por lo que nada excluía del vasto perímetro de Antiqua. Toda ella era territorio propio: el laberinto de calles y plazas, los parques y jardines, desde los suburbios hasta los malecones del muelle. Era suya la querencia de las perritas de los atardeceres, de las finas perritas de los barrios de postín que sacaban a pasear sus dueños al filo de la medianoche. Eran suyos el rielar de luces en las aguas oscuras de la dársena, la fragancia de las algas en las escolleras, la taciturna placidez de las noches oscuras, la quietud de las noches de luna clara. La noche; la noche toda; la noche siempre; la noche compañera, entera y eterna.

Todo en Lobo llamaba la atención, la majestuosidad de la estampa, la galanura, el porte, los andares, el color del pelo, la altivez de la mirada. Muchos se acercaban con cariño sincero, pero otros escondían astucias y disimulos que no engañaban al animal, que hacía desistir los amagos de cercanía con el rugido, más insinuado que explícito pero infalible, que dibujaba la concisa línea que nadie sensato osaba sobrepasar.

Pero la prudencia no alcanza a todos. Un mal hombre con uniforme de guardia urbano lo acechaba desde una noche que lo vio en un barrio de las afueras, cuando un granuja le azuzó a dos mastines, que no fueron enemigos de Lobo ni sumando fuerzas.

Había acordado con los truhanes de las peleas de perros un buen dinero por él y llevaba semanas explorando la ciudad hasta que lo encontró en el mercado de abastos. Estaba fuera de servicio, pero vestía el uniforme y portaba su pistola reglamentaria. Cuando quiso atraparlo, no hizo caso del gruñido de advertencia de Lobo y le costó una dentellada. Con el antebrazo envuelto en una bufanda, lo persiguió dispuesto a matarlo. Lo vio a unas decenas de metros y disparó. Lobo huyó, esquivó a los que quisieron detenerlo, corrió por los pasillos de una lonja, desbarató un tenderete de fruta y derribó pilas de cajas en su huida por el andén de carga.

Dos hombres lo acorralaron y lo obligaron a esconderse debajo de un camión refrigerado. El guardia dejó pasar a un hombre que caminaba con dificultad cargando el cuarto trasero de una res. Adivinó la silueta del perro en la sombra debajo del camión y disparó. Erró el tiro. Iba a repetir el disparo, pero el hombre que un minuto antes había pasado a su lado saltó del andén y se interpuso, mostrando una reluciente macheta de carnicero en la mano derecha.

—No dispare. Ese animal es mío —mintió.

El guardia conocía al Doctor y sabía que lo poco que hablaba debía tenerse en cuenta.

—¿Tienes papeles?

—Tengo mi palabra.

—Tu palabra contra mis cojones, Doctor. ¿Quién te parece que perderá la apuesta? —desafió el guardia.

Elisario Calante avanzó un paso sin ocultar la macheta.

—Depende de si prefiere usted los cojones a la vida.

Sabía que el Doctor no bromeaba. Se le veía en la mirada que era un jodido loco sin nada que perder, dispuesto a morir por una palabra, o a matar por ella. Ese era el resumen: o se arriesgaba a un final, con mal acabar para los dos, o se o

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