1
Nunca había soportado a los magos. No me gustaba que se creyeran más inteligentes que yo y tratasen de demostrarlo. Que pensasen que me estaban ocultando algo e intentasen hacerme quedar como una estúpida. Ninguno había conseguido sorprenderme nunca. Jamás. Quizá fuese por eso que los odiaba. En aquel momento iba con uno en el ascensor. Llevaba una americana negra, camisa de licra y olía a sudor. Saqué el váper del bolsillo para tranquilizarme y me lo llevé a la boca.
—Perdona —me dijo—. No se puede fumar aquí dentro.
—No es tabaco, sino vapor de regaliz —respondí.
—Ya. Es que me marea.
Me hubiera gustado abrir la puerta y empujarlo por el hueco del ascensor. No lo hice porque el mago era el marido de mi hermana, así que metí el váper en el bolsillo y me dio las gracias. «Hay que joderse», pensé, pero sonreí. Era tarde y estaba cansada. Había arrastrado una maleta de treinta kilos por todo Madrid y después había viajado cinco horas en tren. Cualquier pueblo del norte de España cercano a Francia y al que no llegaba la alta velocidad estaba más o menos a esa distancia. Podría haber comprado un billete para irme a otro sitio, uno más alegre y soleado, pero no, regresé de nuevo a la ciudad donde nací. Siempre lo hacía. Cuando tenía una crisis, terminaba en un tren con destino a casa. Las decisiones de romper con mi anterior pareja, aceptar un nuevo trabajo o empezar la terapia las había tomado en un tren. Cuando la vida me venía grande, yo necesitaba sentirme pequeña. Me visualizaba tumbada en la alfombra de mi habitación adolescente y todos mis recuerdos aparecían para infundirme una fuerza vital que le daba sentido a todo.
El pueblo no era tal, sino una ciudad de trescientos mil habitantes, pero siempre me había referido a ella de ese modo, porque lo cierto es que cualquier lugar en el que puedes encontrarte a tu primo en Tinder lo es. No mencionaré la ciudad exacta, pues podría ser cualquiera, y a los escritores nos resulta más fácil hablar de personas y lugares inventados para que la realidad no pueda reprocharnos nada.
La estación de tren estaba a las afueras y nunca había suficientes taxis. Mi hermana se había ofrecido a recogerme, pero mi sobrino se puso enfermo y tuvo que venir su marido. Ir a buscar a alguien a la estación o al aeropuerto era un ritual que solo seguía pasando en los sitios pequeños. Ane nunca hubiera permitido que cogiese un taxi, habría sido una falta de respeto; sin embargo, le dijo al mago que se acercara a la estación, que para mí era algo parecido. «A él no le importa nada», me aseguró. A la que le importaba era a mí, pero me mordí la lengua por ella. Ane siempre ha sido atenta, servicial y detallista, aunque le haya gustado la magia desde pequeña.
Mi hermana y yo nacimos mellizas, aunque a simple vista era imposible adivinar que éramos hermanas, pues ella era alta y rubia, y yo, baja y morena. Crecimos junto a los abuelos y mamá, que se quedó viuda cuando cumplimos dos años. Ella nunca nos contó mucho sobre nuestro padre, salvo que era de Niza, le gustaban los perfumes caros y había muerto en un accidente de coche. Nosotras tampoco preguntamos demasiado, pues era de mala educación hablar de las desgracias en casa.
Mamá era muchas cosas, entre ellas una bibliotecaria jubilada que amaba la ópera y que había conseguido que a sus hijas les fascinase su repostería. Era la mujer más histriónica e imprevisible que había conocido nunca, una mezcla entre Mata Hari y una tradicional mujer de provincias. Lo mismo se ponía las perlas y el abrigo de visón para ir a Eroski que nos dejaba a cargo de una canguro para pasar un fin de semana con sus amigas en San Sebastián. Su única preocupación era que no nos faltara comida. Según ella, llegaba una edad en la que no importaba nada más.
La primera vez que ella nos hizo el truco de quitarse el pulgar me impresionó mucho, pero cuando descubrí que no se había amputado ningún miembro, me llevé una gran decepción. Ahí terminó mi interés por el ilusionismo. En nuestro sexto cumpleaños mamá contrató a un mago para la fiesta. Varios niños con los ojos muy abiertos lo miraban estupefactos sentados en el suelo. Aquel mago espeluznante entretenía a nuestros amigos sacándoles monedas de detrás de las orejas, con absurdos juegos de cartas o haciendo que los objetos desaparecieran. No llevaba ningún sombrero de copa, ni una capa, ni siquiera una varita mágica. Solo era un tipo normal que resultaba ser un mago. ¿Había algo más deprimente que eso? Después de la tarta, llegó el truco final. Sacó unas flores mustias de una bolsa y colocó un pañuelo encima. Recé para que estuviera impregnado en cloroformo y no presenciáramos semejante espectáculo, pero no tuve suerte. Al levantarlo, las flores se convirtieron en un sucio conejo de peluche. No pude más. El maldito mago me estaba poniendo enferma, así que fui hacia él y le planté con todas mis fuerzas una patada en la pierna. Se cayó al suelo retorciéndose de dolor y tuvieron que llevarlo al hospital. Al parecer le rompí la tibia. Mi hermana nunca me lo perdonó.
Más tarde apareció en nuestras vidas David Copperfield. Ane y yo pasábamos muchas horas frente a la televisión observando cómo hacía desaparecer la estatua de la Libertad o atravesaba la Gran Muralla china. Yo odiaba a David Copperfield y a Ane le encantaba. Cuando decía que cogiéramos una baraja de cartas, ella iba a por una y cuando pedía que pusiéramos una mano en la pantalla, lo hacía solícita. Saltaba de un lado a otro del salón exigiendo saber cómo había hecho cada truco, pero sus preguntas nunca obtuvieron respuesta. Yo llegué a la conclusión de que la mejor manera de lidiar con algo que no me gustaba era no pelearme con ello en absoluto. Así que dejé de prestar atención a los magos y ese tiempo lo invertí en la lectura.
Después hubo un periodo bastante bueno sin magos en mi vida hasta que llegamos al instituto. Mi hermana y yo acudimos a la fiesta de uno de nuestros amigos. No recuerdo de quién era ni tampoco qué celebraba, pero nunca olvidaré al mago que actuó, pues más tarde se convirtió en mi cuñado. Llegué a la conclusión de que había muchas cosas peores para odiar que la magia, pero eso no cambiaba el hecho de que si alguna vez alguien me invitaba a un espectáculo de prestidigitación, yo deseaba enseguida darle una patada en la espinilla. Aún me ocurre.
Le dije a Noel, el mago, que llegaría a las ocho en punto y se plantó en la estación a las nueve, con sus cojones. Era una noche fría de mediados de marzo. Había empezado a llover, algo nada raro, así que lo esperé en la cafetería de la estación, un lugar tétrico y vacío con luz de tanatorio y bollos industriales expuestos en el mostrador de la barra. Lo vi llegar empapado y ojeroso a través de la cristalera. Llevaba el mismo corte de pelo, estilo mohicano, desde que lo conocí, que consistía en dejar los lados más cortos y una franja central de pelo más largo peinado en forma de cresta. Si no hubiera sido por mi hermana, me habría tirado a la vía. Me saludó con dos besos poco efusivos y se disculpó por el retraso. Había tenido que echar horas extras en el trabajo, Noel también era funcionario. Nos montamos en su viejo coche en dirección a casa de mi madre, en la que vivía con mi hermana y con su hijo. Mientras conducía, su dedo índice tamborileaba en el volante. Me preguntó si quería escuchar algo de música y no me pareció una mala opción teniendo en cuenta que eso era mejor que el silencio.
—¿Te gusta Ismael Serrano? —preguntó.
—No me van mucho los cansautores —contesté divertida.
—Cantautores —me corrigió.
—Eso —respondí asumiendo el error—, es que me agotan esas melodías íntimas y tristes, ¿sabes?
—Siempre has sido… —Hizo una pausa para encontrar la palabra adecuada sin dejar de mirarme— peculiar. También tengo el CD de Oasis, me lo regaló tu hermana.
—Mejor —agradecí, asintiendo con la cabeza y obviando lo de peculiar.
Unos segundos después comenzó a sonar «Don’t Look Back in Anger». «Tendría que haberme quedado en Madrid», pensé. «No sé qué hago otra vez aquí». Una cosa era ir de visita un fin de semana, y otra, establecerse. Menos mal que por lo menos allí tenía a mi mejor amiga, Trini, a quien conocía desde la guardería. Ella opinaba que regresar al pueblo era una locura. Cuando se lo conté, me advirtió que la vuelta me resultaría dura y yo sabía que los próximos días en casa con mi familia lo serían. Interminables fuentes de comida, el imbécil de mi cuñado viendo el fútbol, la condescendencia de mi hermana y el hummus de mamá, que con su intenso sabor se me repetiría durante días. Cada vez que volvía a casa, me preguntaba cómo había sido capaz de vivir allí tantos años.
Fracaso. Aquella palabra a la que había temido durante mis treinta y tantos años se hacía ahora más evidente que nunca. Qué difícil era regresar al lugar del que me había marchado como una escritora segura y victoriosa aceptando una derrota, la del desempleo. Y qué sensación tan amarga dejaba a su paso. «Dios aprieta, pero no ahoga», me repetía mi atea madre desde la distancia mientras me explicaba que el éxito y el fracaso no podían existir el uno sin el otro. Se necesitaban como el día y la noche, el bien y el mal, el sol y la luna, mi hermana y yo…
Ahora, cansada y sin un duro, sentía cómo vacilaba mi seguridad. Me encontraba sumida en esas reflexiones cuando sonó el móvil y me sacó del ensimismamiento. Era Ane.
—¡Nina! —dijo con efusividad.
—Hola, hermanita —respondí con falsa serenidad.
—¿Ya estás aquí?
—Sí, estoy en el coche con Noel.
—Siento no haberme acercado, pero el peque tenía fiebre, ¿todo bien?
—Muy bien, llegaremos a casa en nada.
—Vale. No llaméis al timbre, que Marco estará ya dormido. Ahora nos vemos, ¡qué ganas!
Mi nombre era Saturnina, pero todo el mundo me conocía como Nina. Me lo pusieron en honor a mi abuela materna y también a la patrona de la ciudad. La mujer más vieja del mundo con ciento doce años también se llamaba Saturnina. Significa devota de Saturno, del cual decían que era un planeta de una belleza enigmática, fría y distante. Un astro célebre por su fortaleza, carácter dominante y también por ser el tirano kármico del zodiaco, pues se aseguraba de que cuando todo iba bien, aparecieran los problemas. Así era yo también.
No me gustaba especialmente la astrología; sin embargo, sabía algunas cosas gracias a mi hermana. Nuestra dispar relación creo que fue anterior a nuestras vidas. Yo, solitaria; ella, más social. Yo me retorcía ante la proximidad de afecto, y ella, siempre cariñosa. Como he explicado antes, hasta en el físico éramos diferentes. Ella se parecía a mamá, mientras que yo podría haber sido de cualquiera. Éramos mellizas que luchábamos y competíamos ferozmente, pero el vínculo que nos unía resultaba más fuerte que cualquier otro. Todo lo que me faltaba a mí, lo tenía ella: alegría, generosidad, empatía, prudencia y lealtad. En parte me tranquilizaba saber que yo no tenía nada de eso. De pequeña hizo correr el bulo en el colegio de que entre las dos concentrábamos toda la sabiduría del universo. Una vez, una niña le preguntó quién había pintado la Mona Lisa y Ane le dijo que las cuestiones artísticas las sabía yo. Mi hermana tenía muchas cosas buenas, pero no era precisamente lista, si no no se habría casado con ese imbécil. Encima, mago. Pero sobre todo imbécil. Siempre había creído que una mujer inteligente reunía todo aquello que un hombre mediocre no quería tener a su lado. Seguramente no estaba siendo justa, pero se debía al viaje. Siempre que volvía allí me pasaba lo mismo. Metida en ese coche pensé que quizá todavía estaba a tiempo de regresar a Madrid, ¿y si me daba la vuelta?
Conducíamos por la carretera que bordeaba el río, el cual parecía no querer saber nada de la ciudad porque la rodeaba dibujando curvas y meandros. El color del bosque se apreciaba incluso de noche a la luz de las farolas y la ausencia de tránsito infundía una paz irreal. El frío y la humedad se notaban dentro del coche. No me gustaban mucho las zonas rurales donde todo era tan idílico, tan auténtico, tan… anacrónico.
Habíamos tardado solo quince minutos en llegar al centro de la ciudad y, a pesar de la compañía del mago y de los Gallagher, el camino se me había hecho eterno. Aparcamos justo delante del portal de casa de mamá, un edificio antiguo de tres plantas en pleno centro histórico. Salí del coche y abrí el maletero para coger mi equipaje. Una ráfaga de viento me revolvió el pelo y me indicó que ya había llegado a mi lugar de origen. Me mentalicé e inspiré profundamente. Respirar ese aire frío era como masticar un chicle de menta, te llegaba hasta los pulmones. Eran casi las diez de la noche y no se veía un alma por la calle. El sonido de las ruedas de mi maleta contra las baldosas era lo único que rompía el silencio nocturno, que se restauró en cuanto cruzamos la puerta de entrada.
En fin, que vuelvo al principio de esta historia, en el que estaba yo con mi cuñado en el ascensor de la casa de mi infancia. Llegamos al descansillo del segundo piso, salimos del ascensor y lo primero que hice fue darle una calada al váper. Una bocanada blanca con olor a regaliz lo impregnó todo. «No sé cómo puedes fumar esa mierda». El mago venía detrás haciendo aspavientos con la mano y andando despacio, como si se cansara con cada paso. No envidiaba en absoluto a Ane, porque la envidia solo existía en las personas que no sabían aceptar la felicidad de los demás y yo quería que mi hermana fuera feliz.
—Gracias por traerme —le dije a Noel mientras abría la puerta de casa—, aunque hubiera sido más épico aparecer por sorpresa sobre un caballo alado.
—¿Al lado de qué? —–respondió con un tono raro.
No sabía lo que veía mi hermana en el mago. Siempre había sido más amable, más sociable y más guapa. Ella lo tendría todo, pero solo yo sabía quién había pintado a la Mona Lisa.
2
Mi hermana apareció tras la puerta, que debería haber tenido colgado un letrero con la palabra «peligro». Cruzarla significaba dejar atrás mi ética y mis valores para acceder a una zona de silencios y tabúes. Llevaba puesta una camiseta vieja de una San Silvestre que corrimos juntas en la universidad. No sé en qué momento me convenció para hacerlo, pues a diferencia de ella, las únicas veces que yo corría era porque me cerraban el supermercado. Encima llevaba una chaqueta de punto blanca con botones dorados que yo le había regalado unas Navidades. Estaba tan pálida que su piel parecía de mármol y tenía bolsas debajo de los ojos. No sabía si siempre había sido así o era yo la que la observaba con más detalle en busca de evidencias de su cansancio.
—¡Ane! —la saludé con un fuerte abrazo soltando la maleta.
Mi hermana se puso el dedo índice en los labios para indicarme que hablase más bajo.
—Nina, por fin —dijo en un susurro, y hundió su cara en mi pelo mientras nos abrazábamos.
—¿Y mamá?
—Ni idea.
—Pensé que estaría aquí para recibirme.
—Seguro que anda por ahí, ya sabes cómo es. Hazte así. —Se frotó un colmillo—. Tienes algo en el diente.
—Vaya —agradecí a la vez que me quitaba un trozo de algo—. ¿Y Marco?
—Durmiendo, tiene una infección de oído, lo verás por la mañana. ¿Quieres cenar? Hay poke de atún.
—¿Poke?
—Sí, lo ha hecho mamá esta mañana, no come otra cosa.
—No, gracias, no tengo mucha hambre —contesté, dejándome caer en el sofá del salón apoyando las piernas sobre una mesa.
—¡No pongas las zapatillas ahí! —me reprendió—–. ¿No tienes otras? —Las arrugas de su nariz se acentuaban cuando decía algo que no debía.
—¿Qué les pasa a estas? —dije mirando mis Adidas modelo Gazelle negras.
—Que parece que has nacido con ellas, están asquerosas. Te convendría usar zapatos de vez en cuando.
«Y a ti sacarte el palo del culo», pensé, pero simplemente sonreí y bajé las piernas. No tenía ganas de discutir. Me sentía agradecida por tener una melliza, pero la rivalidad entre nosotras había existido desde siempre. En el colegio nos comparaban continuamente, Ane era la que más estudiaba, la que más alto saltaba el plinto y a la que mejor le quedaba la falda del uniforme. Todos los alumnos y profesores la adoraban. Se ganaba tanto a la gente que el conserje la colaba por la puerta lateral cuando en el comedor había helado y las cocineras le guardaban el mejor plato. Después estaba yo, siempre a su sombra y en un segundo plano. Lo que más me dolía no era que nadie me prestara atención, sino que ella también me ignorase.
Discutíamos sin parar. Peleábamos incluso físicamente. Ane conservaba una cicatriz en el labio inferior de un altercado en casa de mis abuelos cuando yo, furiosa porque se había comido la última cuajada, la empujé contra un armario. Quizá mi reacción fue desmesurada, pero el postre de la abuela lo valía. Todo el mundo se había acostumbrado a nuestras disputas, sobre todo durante nuestra adolescencia. A mediados de los noventa, mientras íbamos de camino a un concierto de Bon Jovi, tuvimos una gran discusión. No recuerdo por qué nos enfadamos, solo que estaba tan rabiosa que cogí las entradas, las rompí en pedacitos y las tiré al suelo. A los dos minutos ya se nos había pasado. Recogimos los restos de papelitos y nos dirigimos al concierto. Nos acercamos a la taquilla y Ane le contó a la mujer que vendía las entradas lo sucedido. Le hizo tanta gracia que, aunque separadas, nos dio unas nuevas. A ella le tocó en tercera fila y a mí en el tercer anfiteatro del fondo norte. Así era mi vida. Siempre.
Quería a mi hermana más que a nada en el mundo, pero a veces su presencia se volvía insoportable. Nunca dudaba, siempre estaba impecable y todo lo hacía bien. En ocasiones intentaba ocultar mi desdén, pero estaba segura de que lo notaba. Esto provocó que me ganase la fama de egoísta suprema en casa, alguien que hacía lo que quería sin tener en cuenta las consecuencias que pudieran tener sus actos. Pero ¿quién nacía con un manual para ser perfecta? Mi hermana.
Según fuimos creciendo, cada una tomó caminos diferentes. Ella eligió el Derecho y una vida más tradicional con un fuerte apego hacia mamá. Yo me decanté por uno colmado de aventuras juveniles fuera de casa. Cuando tenía la oportunidad, me iba a pasar alguna temporada junto a mis tíos en Las Landas, al sur de Francia, donde no me acordaba mucho de mi madre o de mi hermana, pues ambas se tenían la una a la otra. Pese a todo lo que habíamos vivido juntas, hubo lecciones que tuvimos que aprender por separado y que, de manera inevitable, nos distanciaron, como cuando conoció al mago.
En aquel momento estaban sentados el uno junto al otro y me observaban desde el sofá. Parecían una de esas parejas que acudían desesperadas, como último recurso, a terapia matrimonial.
—Hacía mucho que no venías —dijo Ane.
—Casi un año, desde que diste a luz —respondí, y enseguida me sentí mal por ello.
—Parece que fue ayer cuando estábamos embarazados —añadió Noel mirando a mi hermana.
No soportaba esa expresión y la involucración exagerada de los hombres en el embarazo. Puede que fuera simplemente un exceso de orgullo, pero la gestación se producía en nuestro cuerpo. Sabía que era solo una cuestión de palabras, una gilipollez semántica, pero el lenguaje escondía verdades y delataba realidades que yo me negaba a aceptar. Porque si quería decir «estábamos embarazados», entonces también debería decir «estamos ovulando», así de ridículo sonaba.
—¿Cómo va la aventura de ser padres? —dije para romper el hielo.
—Es maravilloso, no te haces una idea —respondió mi hermana, aunque sus ojeras delataran lo contrario.
Noel se quitó la americana y se remangó la camisa, dejando al descubierto un tatuaje con la forma de un pie de bebé.
—¿Y ese tatuaje? —pregunté.
—Me lo hice en honor a Ane. Estoy orgullosísimo de ella por haber parido sin epidural.
—Me acuerdo, qué putada —contesté.
—Yo me enamoré al instante.
—Normal —respondí, pero no tenía ni idea de a qué se refería mi cuñado.
—Sentí un amor que no había sentido antes, así que decidí inmortalizarlo en mi piel. No te lo tomes a mal, cariño —puntualizó—. Ahora te admiro más, menuda campeona.
Me ponía enferma cuando los hombres hablaban con esa condescendencia del parto de sus mujeres y las llamaban campeonas o valientes. Como si fueran a ponerles una medalla. Como si pasaran de ser colillas a diosas del Olimpo.
—Cuando vi a Marco, todo lo que me había ocurrido cobró sentido —sentenció Noel, que agarró a mi hermana de la mano mientras la miraba extasiado.
Saqué el váper para darle una calada.
—¿Te importaría no fumar aquí? —me rogó Ane—. No quiero que Marco respire ninguna sustancia nociva.
Lo único nocivo que había allí era la presencia de aquel mamarracho.
—Claro, subiré a mi habitación, ¿os importa? Necesito descansar. Estoy muerta.
—No, te acompaño —dijo mi hermana incorporándose.
La casa de mamá tenía tres plantas. La estancia estrella era el salón principal, en la planta baja, donde se unía una amalgama de muebles de anticuario y modernos, que discutían entre sí con estridencias luchando por el protagonismo: dos sillas Wassily, tres columnas del retablo de una iglesia del siglo XV, una mesa de cristal de diseño… Cada uno en su lugar, peleando por destacar. Una librería de inspiración francesa, un piano y una chimenea central presidían la estancia. Todo era clásico y elegante, con un toque de atrevimiento sugerente y evocador, como mi madre. La decoración de la casa era un reflejo de su personalidad. En cada rincón estaba presente una mezcla de materiales y colores, así como una fusión de épocas y estilos. Había desde piezas de anticuario hasta de tribus africanas, pasando por imitaciones de cuadros de Goya mezclados con fotografías en colores flúor.
Subimos por las escaleras de roble a la primera planta, donde había tres dormitorios: el de mamá, el antiguo de mi hermana y el mío. Ane y Noel ocupaban el piso de encima, donde había estado la vieja vivienda de mis abuelos. Una vez estos fallecieron, se reformó y se unió con la casa de mamá. Entré en mi habitación y me dejé caer sobre mi antigua cama de noventa.
—¿Cómo estás? —preguntó Ane sentándose a mi lado.
—Bien —mentí—. ¿Y tú?
—Genial, pero no sabes lo agotador que es tener un hijo.
Claro que lo sabía. Lo sabía porque tenía ojos y podía verlo. Mi entorno y mi Instagram estaban llenos de madres y padres estresados, cansados, preocupados y desconcertados. Era como si ella me dijera, mientras yo estaba en el paro, que no tenía ni idea de lo difícil que resultaba ir a trabajar todos los días.
—Me lo puedo imaginar —contesté.
—¿Sabes con quién estuve el otro día?
—¿Con quién?
—Con Inés, la de quinto.
—¿La de las galletas de mantequilla? ¿La misma con la que olí las barritas de pegamento?
—Ni lo menciones, todavía me acuerdo de aquella vez que os encontramos en tu habitación colocadas.
—Ese día me confesó que soñaba con el profesor de gimnasia.
—Yo también.
Ambas nos reímos.
—Me alegro de que estés aquí, seguro que te sale algo pronto —dijo mientras me daba un beso en la mejilla y salía de la habitación.
Me acerqué a la ventana y la abrí para fumar. Apoyada en el alféizar, le di una calada al cigarrillo electrónico y me sorprendí al contemplar el cielo lleno de luces parpadeantes. Ese cielo nunca dejaba de asombrarme. En Madrid no se veía ninguna debido a la contaminación, pero cuando iba al pueblo era una de las cosas que más me gustaba hacer. Me preguntaba cómo podía haber tal cantidad de estrellas, por qué brillaban, por qué se veían tantas y por qué no podía quedarme para siempre en ese momento. Me identificaba con las estrellas, pues eran las narradoras del universo. A medida que se movían y brillaban, ellas revelaban detalles sobre el espacio. Los agujeros negros colapsaban, los asteroides chocaban y, sin embargo, las estrellas permanecían resilientes en el cielo nocturno. Resplandecían alegremente en medio del universo, brindando consuelo como si fuesen confeti en medio del caos. Un escalofrío provocado por el aire del norte me estremeció y, mientras expulsaba lentamente el humo blanco de mis pulmones, me prometí a mí misma que yo tampoco me apagaría.
3
«Corrosiva y chic». Ese era el titular del artículo que colgaba enmarcado de la pared de mi vieja habitación. Yo aparecía en la fotografía. En ella estaba sentada en unas escaleras y sostenía mi cabeza con la mano. Llevaba el pelo casi por la cintura y vestía unos vaqueros rotos, una camiseta de manga corta sobre otra de manga larga y mis habituales botas Dr. Martens.
Nunca tuve la sensación de haberme hecho mayor, aunque quizá llevaba sintiéndome demasiado adulta toda la vida. Todavía no había alcanzado ninguno de los hitos de la gente de mi generación: un trabajo fijo, una casa, una pareja, hijos, quizá por eso se me tildaba de inmadura… Ane solía decirme que tenía el síndrome de Peter Pan. Odiaba ese concepto, porque para mí simplemente era otra manera de llamar a la presión social, que según cumplías años, te empujaba a llevar a cabo ciertos estereotipos. Pero si yo era Peter, mi hermana era Wendy, alguien que trataba de agradar siempre y que anteponía los intereses de los demás a los suyos. Yo asumía mi edad, aunque no me gustaba que me impusieran ser de una u otra manera. Consideraba que envejecer era saludable, pero eso no conllevaba necesariamente renunciar a mis sueños e ideales. Al fin y al cabo, después de los treinta tenía la ingenuidad intacta, igual que en mi adolescencia.
Volvía a tener la melena larga de mi color oscuro natural y me había dejado flequillo para ocultar las arrugas de mi frente, que se acentuaban con mis expresiones, a veces algo dramáticas y teatrales. También se me arrugaba cuando abría mucho los ojos en señal de asombro, algo que ocurría prácticamente a todas horas. Ese gesto hizo que en el colegio me pusieran el apodo de «cara de susto», aunque nunca me molestó, pues siempre asumí que era mi estado natural.
En la adolescencia, mi dormitorio era el único lugar que podía sentir como mío. Una especie de refugio seguro donde tenía mi propio espacio. Un santuario lejos de mamá y mi molesta hermana. Esa habitación me llevaba de vuelta a esos años incómodos y olvidados; en ella habitaban estrellas brillantes en el techo, peluches con mis iniciales y cientos de pósteres. Una de las estanterías parecía un minisantuario dedicado a Damon Albarn de Blur y a Gwen Stefani de No Doubt. Era mi espacio, el lugar donde podía atrincherarme con los casetes grabados de la radio y los libros de Agatha Christie.
Mi vida no era como en las novelas, aunque me dedicase a escribirlas. Cuando de pequeña mamá me preguntaba qué quería ser de mayor, decía que bióloga marina, actriz, veterinaria, Mariah Carey… Tenía la locuacidad de alguien que siempre había luchado por el espacio en una conversación. Me encantaban las discusiones, los intercambios de ideas y los diálogos hipotéticos como si los anhelase en un mundo nuevo. Quizá por eso empecé a escribir. Tal vez fue una cuestión de confianza, porque al escribir me corregía y aseguraba estar comunicando lo que quería expresar. Esto me permitía dejar a un lado mi faceta más impulsiva y responder de forma apropiada en lugar de titubear cualquier estupidez.
Nunca me sentí escuchada. Cuando tienes una melliza, eso es algo normal y bastante frustrante. Aunque tampoco me consideraba tímida, había momentos en los que me preguntaba si estaba hablando e