Flores de papel

Silvia Ferrasse

Fragmento

1. Burocracia

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Burocracia

Lara

—Le enviamos tres cartas —repite la chica.

—Las he visto y sé que me he retrasado en un par de ocasiones a la hora de hacer los pagos.

—Según nuestros datos, han sido cinco veces —me corrige.

Lo expresa con dulzura, casi como si odiase tener que hacerme esto. Aprieto los dientes y suelto el aire despacio por la nariz. Mi cara cansada me devuelve la mirada en el espejo que tengo en la habitación. El morado bajo los ojos hace que estos destaquen aún más y contribuye a que mi parecido con un personaje de Tim Burton aumente.

—¿Cinco? —dudo.

Maldita sea, pensaba que habían sido menos.

—Sí, eso es lo que nos consta. Aunque, no se preocupe, ¿sabe que puede optar a otro tipo de ayudas? —indica infundiéndole esperanza a su voz.

—Lo he intentado, me puse en contacto con la trabajadora social para ello.

—¿Y ha tenido problemas con ella?

—No, no con ella. Es que algunos de los documentos que me piden pueden llegar a tardar en expedirlos meses —replico frustrada.

—Ya… —murmura bajito—. ¿Y alguno de sus familiares no podría echarle una mano mientras tanto con su abuela?

—Nosotras… —Trago saliva al notar la garganta de pronto seca y tirante—. Nosotras estamos solas. Somos ella y yo.

El suspiro que suelta la funcionaria me hace sentir aún peor.

—Sé que perder la plaza del centro de día le va a dificultar mucho las cosas, pero…

—¿Dificultar? —respondo con aspereza para acto seguido morderme la lengua.

Estoy pagando esto con quien no tiene la culpa, lo sé.

—Yo entiendo que esta es la peor de las circunstancias para usted, soy muy consciente, pero solo puedo decirle que vuelva a presentar la documentación. La trabajadora social debería señalar su caso como preferente y, tras un estudio por parte del tribunal de su situación financiera, familiar y el estado de salud de su abuela, se le podrá otorgar una ayuda u otra. —Hace una breve pausa antes de añadir—: Ojalá pudiese hacer algo más por usted.

Esto habría sido mucho más sencillo si me hubiese tocado una administrativa borde, una que me hubiera gritado o negado la ayuda; sin embargo, sé que está intentando consolarme como buenamente puede.

—Si tiene alguna otra consulta que hacerme…

—No…, gracias por todo.

—Espero que encuentre una solución pronto, de verdad se lo digo.

Cuelgo.

El cóctel de emociones que me recorre el cuerpo no tarda en transformarse en lágrimas. Parpadeo con fuerza y aparto las que escapan de mi control. No puedo dejarme vencer por el pánico, no hay tiempo para ello, lo que necesito es aclarar mis pensamientos, algo que me resulta imposible con el murmullo incesante del televisor de fondo. La idea de subirla para que la abuela no me escuchase ahora me da dolor de cabeza. Me limpio la cara y trato de relajar la expresión para que no note nada. Salgo del cuarto y me dirijo al salón. Frunzo el ceño al encontrarme su sillón de terciopelo rosa vacío.

—¿Abuela? —la llamo—. ¿Abuela? —repito mientras me dirijo a la cocina—. ¿Doña Carmen? —pruebo al ver que tampoco está allí.

Cada vez es más normal que no me reconozca y que me confunda con alguna de las auxiliares que la atienden en el centro, por lo que en muchas ocasiones debo llamarla por su nombre. Recorro la casa. No hay rastro de ella por ningún lado. La presión en el pecho aumenta cuando una mala corazonada lo atraviesa. Avanzo hasta la entrada y me encuentro la puerta de la calle medio abierta. El grito sale sin poder controlarlo.

—¿¡Abuela!?

No pierdo el tiempo y cojo deprisa las llaves, el móvil y la cartera. Cierro y escucho el eco de los goznes de dos puertas chirriar a mis espaldas.

—¿Lara? —Olimpia asoma preocupada.

Mi amiga lleva su pelo cobre recogido en una coleta y del cuello le cuelgan un par de auriculares grandes.

—Se ha ido.

No tengo que aclarar de quién se trata. Intercambia una mirada con Irene que, asomada desde la otra puerta y con un delantal puesto, arruga el ceño.

—Me he distraído con la llamada por lo del centro y al salir… —La voz me falla—. Chicas, no está en ninguna parte de la casa y no sé cuánto tiempo lleva fuera.

—Eh, calma, calma, salimos a buscarla contigo. Dame un segundo para avisar a mi madre y que esté pendiente por si regresa al edificio —dice Irene resolutiva y vuelve a meterse dentro.

Olimpia se acerca a mí y apoya las manos sobre mis hombros.

—La vamos a encontrar.

—No entiendo cómo se me ha podido olvidar cerrar con llave. Siempre cierro, joder.

—Tía, llevas unos días muy estresantes, tranquila.

—Si le vuelve a pasar lo de la otra vez…

—Aleja ese pensamiento —me riñe sin perder el cariño—. Estará bien, tampoco le pasó nada grave.

—Doce puntos, fueron doce puntos.

Olimpia tuerce el morro y niega con la cabeza. Sé que le da rabia que sea tan dura conmigo misma, aunque se lo trague para no hacerme sentir peor.

—Vámonos —apremia Irene, que aparece a nuestro lado tras despedirse de su madre.

Bajamos las escaleras volando. Mis rodillas tiemblan por el nerviosismo y, al llegar a la calle, busco en mi mente posibles lugares a los que haya podido ir.

—Lo mejor será dividirse —señala Irene.

—Vale, sí —apruebo—. Olimpia, prueba en el mercado; Irene, la avenida principal, por si alguien la ha visto, quizá ha vuelto a intentar subirse a algún autobús o bien ha terminado en el metro.

Ambas asienten y no dudan a la hora de correr para buscar a mi abuela. Las observo marcharse un par de segundos. Ellas no lo saben, pero hace tiempo que me habría derrumbado si no las tuviese en mi vida. Aparto el sentimentalismo de mi cabeza y trato de mantenerme serena. Recorro la parte antigua del barrio, la que hay al cruzar el parque y que en estos momentos parece una zona bélica: edificios casi derruidos y, desde hace un par de semanas, un vallado nuevo porque, supuestamente, van a intentar retomar las obras que dejaron a medias hace más de diez años.

Si me he decantado por esta zona es porque el abuelo tenía el taller aquí. Tras verse obligado a cesar de trabajar como obrero por una caída que lo dejó cojo de una pierna, abrió un pequeño taller de carpintería, aunque no pocas fueron las veces que hizo de albañil, fontanero y electricista para quien lo necesitase en el barrio. Y la abuela estuvo ahí con él cada hora libre que tenía. Cuando la enfermedad empeoró y comenzó a escaparse de casa y a perder la noción del tiempo, este se volvió uno de sus sitios de peregrinación.

Atravieso un enorme descampado lleno de montañas de escombros y basura en la actualidad, pero que en un pasado no tan lejano acogió a cientos de familias. Tengo cuidado de no caer en ninguno de los hoyos y avanzo todo lo rápido que me permiten las piernas. Dejo a mi izquierda un par de contenedores que hacen de oficina para la obra y rodeo una excavadora. Conforme me aproximo a la callejuela en la que estaba el taller, distingo un par de bultos al fondo. Reconozco de inmediato a la abuela, cuya bata rosa destaca entre el gris y la arena que nos rodea.

—¡Abuela! —la llamo. Ella no se gira, sigue hablando animadamente con su interlocutor. Eso no me detiene, todo lo contrario, me hace acelerar el paso—. ¡Doña Carmen!

El chico levanta la cabeza cuando llego y me quedo a pocos pasos de ellos, tratando de recobrar el aliento. No le presto atención, sino que recorro con la mirada a la abuela para ver si se encuentra herida.

—Está bien —explica él con una voz grave pero suave que me hace mirarlo.

Es alto y delgado, o puede que sea ese abrigo negro el que juega con la perspectiva. Su pelo castaño brilla con reflejos dorados, pero si tuviese que destacar algo de él me decantaría por sus ojos azules, demasiado azules —si es que alguien puede tener los ojos demasiado azules—, y que me contemplan enormes tras unas gafas de montura metálica apoyadas en una nariz grande y torcida.

Una sensación extraña atraviesa las palmas de mis manos, un hormigueo que me alerta, pero no sé de qué. Quizá sea el hecho de que este joven no encaja nada en el barrio. No me hace falta repasar su indumentaria para saber que respira dinero, algo que por aquí no ocurre. Estas calles son demasiado pobres para que este desconocido ande vagando por ellas con unos zapatos que seguro que cuestan mi sueldo de un par de meses.

—¿La conoces? —pregunta la abuela.

Corto el contacto visual con él y me dirijo a ella.

—Soy yo, Lara.

—¿Lara? —duda.

Su mirada recorre mi rostro. Las arrugas se marcan más alrededor de sus ojos y los labios se estrechan en una fina línea. Trata de reconocerme y es evidente que le cuesta. Me mantengo quieta, pese a la imperiosa necesidad de rodearla en un abrazo. De repente, abre mucho los ojos.

—Larita —dice y alarga una de sus manos hacia mí. Yo la cojo con cariño—. ¿Qué hago aquí? ¡Y con mi bata puesta delante de este muchacho! —Se lleva la mano al pelo—. Al menos no llevo los rulos. —El chico esconde una sonrisa—. ¿Me he vuelto a ir? —cuestiona.

El arrepentimiento en su voz crea un enorme agujero en mitad de mi pecho. No quiero ver esa expresión en su rostro, no quiero que la sensación de ser una carga la inunde.

—No pasa nada, lo importante es que estás bien.

La rodeo con los brazos y, si bien ella me imita, puedo sentir su cuerpo rígido por la culpa. Cruzo la mirada con el improvisado acompañante de la abuela y él me dedica una mueca amable.

—Gracias —digo.

—No hay por qué darlas —responde rápido. La abuela agacha la cabeza cuando rompemos el abrazo, como una niña pequeña arrepentida por su comportamiento—. Además, la charla que mantenía con doña Carmen ha sido muy interesante. —Estas palabras hacen que ella alce la vista.

—Gracias —repito.

Sus ojos se clavan en los míos y me sorprende ver la calidez que hallo en ellos.

—Será mejor que nos vayamos.

Le cedo el brazo a la abuela para que se agarre y nos despedimos. Tengo cuidado de llevarla por las zonas más llanas del camino y de sostenerla con firmeza.

—Larita, siento mucho haberme ido.

—Abuela, no tienes que pedir perdón. No es algo que hagas a voluntad.

—Eso es lo que me da más rabia.

—Centrémonos en que no ha pasado nada grave y tú estás bien.

Echo un vistazo por encima de mi hombro y compruebo que el chico aún nos mira.

—Es guapo, ¿eh?

—¡Abuela!

—¿Qué pasa? Mira, hija, se me irá la cabeza para algunas cosas, pero no para esto.

—Anda, vamos para casa.

—Vamos, vamos, pero bien que no me lo niegas.

Suelta una leve carcajada. Me alegra ver que la desazón que la inundaba hace unos segundos se ha evaporado y vuelve a ser la mujer llena de humor y luz que conozco tan bien. Miro una última vez a la silueta negra antes de perderla de vista y niego con la cabeza porque la abuela tiene razón, es guapo, muy guapo. Y lo reconozco porque sé que no volveré a verlo.

2. Enana blanca

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Enana blanca

Lara

De regreso al portal de casa, Olimpia e Irene nos esperan en la calle. No son las únicas que se aglomeran y observan con expectación, sino que varios vecinos del barrio se han unido a ellas.

—Oh, perfecto, vuelvo a ser el espectáculo —se queja la abuela entre dientes.

—Se preocupan por ti.

—Anda ya, la mayoría son unos cotillas.

—A la mayor parte de ellos los conoces desde que son unos niños y sé que te aprecian —le rebato segura de mis palabras.

—A la mayoría también los he reñido en más de una ocasión y he tenido que contarles a sus padres lo que hacían.

—Esa era tu forma de preocuparte por ellos, esta es la suya.

—Sigue sin convencerme, hija.

Dejamos la conversación de lado cuando se acercan a nosotras un par de vecinas.

—Pero, doña Carmen, ¿adónde iba usted? —inquiere Soledad.

—Sole, no seas así con ella, a lo mejor ni se acuerda de ti ahora —contesta Milagros, su hermana.

—Yo soy la Soledad, ¿¡usted se acuerda!? —grita en la cara de la abuela, que no lo puede evitar y arruga la nariz con desprecio.

—Soledad, tengo alzhéimer, no estoy sorda —la riñe. Mis amigas y yo aguantamos una carcajada—. Por Dios, que casi me revienta el tímpano esta mujer.

Soledad se pone roja e intenta disimularlo como puede.

—Me alegra ver que está usted bien.

—Estoy perfectamente, solo necesito descansar un rato, así que, venga, todo el mundo a trabajar que se ha terminado la diversión.

—No sea así, doña Carmen —protesta Paco, el antiguo carnicero, ya jubilado—. ¿No ve que la chiquilla solo quiere saber cómo está?

—Uy, chiquilla, pero si Soledad tiene tres años menos que usted —contesta la abuela, que no se corta un pelo—. Vamos para arriba, Lara, me duele la rodilla y eso quiere decir que va a llover.

—Como pueden ver doña Carmen está estupenda —corta Olimpia con destreza antes de que alguien añada algo más—. Tengan buena tarde.

Nos metemos en el portal y les cierra en la cara.

—Panda de cotillas —vuelve a gruñir mi abuela.

Mis amigas se ríen por lo bajo. Subimos hasta el tercer piso y las familias de mis dos amigas salen en cuanto llegamos al descansillo.

—¿Doña Carmen, se ha ido usted otra vez de aventura? —pregunta con una sonrisa el padre de Olimpia.

Agradezco que él siga tratándola tal y como ha hecho siempre y que no pierda la oportunidad de hacer una gracia en un momento de tensión. Llega a ser reconfortante.

—Me he ido a encontrarme con un jovencito —replica ella en el mismo tono jocoso.

—Pero ¡doña Carmen, con lo mal que está el mercado y se lanza a quitarnos a los jóvenes! —agrega con un fingido malestar la hermana mediana de Oli.

—Encima era guapo guapo —señala mi abuela cuya picardía se revoluciona siempre con los Velasco.

La familia de Olimpia es así, cargada de una energía revolucionaria y contagiosa, todo lo contrario que la de Irene. Los Muñoz se mantienen en su puerta mientras miran la escena y sonríen con timidez.

—Niña, tú céntrate en la universidad y déjate de novios —regaña Olimpia a su hermana.

—¿Y cuántos años tendría? —se interesa la benjamina.

—Estas niñatas… —se queja mi amiga.

—Lara, toma. —Me ofrece Matilde, la madre de Irene, que al fin se acerca a nosotras aprovechando que Olimpia se ha enzarzado en una pequeña discusión con sus hermanas—. Hoy he hecho para cenar unas croquetas de puerro y también tortilla de patatas, sé que son dos de tus platos favoritos.

—Matilde, no hacía falta que…

—No me lo niegues, por favor, ya sabes que me hace muy feliz ver que los demás disfrutan con mi comida.

El gesto de la madre de mi amiga me enternece. No lo hace solo porque sepa que me encanta cómo cocina, sino porque es consciente de que no tenemos nada preparado para cenar y de que, entre el lío con las llamadas al centro y la búsqueda de la abuela, lo que menos me apetece es ponerme delante de los fogones.

—Gracias.

—¿Se puede saber adónde vas con todo eso? —pregunta Irene mirando más allá de mi espalda.

—Esta gentuza que tengo por familia ya ha cenado sin mí y eso que hemos estado fuera veinte minutos. Me voy a casa de Lara a cenar.

Olimpia tiene entre las manos, además de su portátil, un recipiente con lo que parece una menestra de verduras.

—¿Te vienes o qué?

Es así como terminamos en mi casa y disfruto de este momento a su lado. Ellas son las que proporcionan un poquito de normalidad a mis días entregada a las obligaciones; si no fuese por Irene y por Olimpia, hace tiempo que habría perdido por completo la poca cordura que me queda. Estamos con el postre cuando Oli aprovecha para traer a colación un tema que estoy segura de que no ha dejado de dar vueltas en su cabecita. Agradezco que mi abuela esté centrada en el programa de la tele.

—Entonces ¿era guapo?

—¿Quién?

—Eso es un sí.

—No sé de quién hablas —insisto.

—Ya, claro. A otra con esas. Sabes que hablo del chico que ha encontrado a tu abuela.

Irene se mantiene callada, pese a que el gesto que hace con los labios me indica que ella también tiene interés.

—Supongo que sí, que es objetivamente guapo —respondo sin querer darle importancia.

—No seas así de sosa, descríbelo un poquito —me pide con un fingido puchero.

—No me he fijado tanto en él —digo mintiendo un poco—. Lo único que te puedo confirmar es que no es del barrio.

—Seguro que es uno de los operarios que han venido por las obras —apunta Irene.

—Por su aspecto diría que no. Entra más dentro del prototipo de chico del barrio de Salamanca. La verdad es que me sorprendió verlo aquí, en la periferia. Bueno, en esta periferia —explico.

—No sería el primer niño rico que viene a pillar —argumenta Olimpia refiriéndose al trapicheo que se da sin clemencia por estas calles.

—Podría ser, aunque…

—¿Aunque? —curiosea Irene.

—No, nada, solo que no me dio esa sensación —les explico.

—¿Y no le pediste el número de teléfono? —interviene Olimpia.

El brillo en sus ojos esconde una advertencia.

—¿Por qué haría eso? Le di las gracias y le pedí disculpas, no quería molestarlo más.

—Pues ¡porque me lo podrías haber dado a mí!

Pongo los ojos en blanco.

—¿Qué ha pasado ahora? —indaga Irene, que se recoge su larga cabellera rubia en una coleta. Sabe que entramos en terreno pantanoso.

—Pues que ese estúpido capullo lleva dos días sin contestarme a los mensajes —replica Olimpia clavando con fuerza el cuchillo en la pera.

—Es lo que pasa cuando tienes una relación con un hombre que tiene novia.

Quizá mi comentario ha sido demasiado mordaz, pero la situación de Olimpia se alarga desde hace más de dos años. Sigo sin entender cómo es posible que siga emperrada en estar con un hombre que no solo mantiene un noviazgo con otra chica, sino que encima cada dos por tres le hace desplantes. Lo que más me fastidia es que no quiera asumir que desde el principio la relación entre ambos ha sido lo más tóxico que he visto en mucho tiempo. No es porque sea mi amiga, pero Olimpia podría tener a cualquier persona a sus pies; bueno, me gusta más el concepto de a su lado.

Sí, no cumple con un cuerpo normativo, tiene más de una cuarenta y seis, pero es que la normatividad no tiene por qué ser hermosa y Olimpia podría ser Venus. Es la mujer más atractiva con la que me he cruzado en la vida real. Con un metro setenta y cinco de estatura, ojos verdes y pelo rojo natural, capta la atención de todo el mundo allá donde va. A eso hay que sumarle que es la persona más inteligente que conozco, ¡joder, si hasta le concedieron una maldita beca para ir a Estados Unidos y terminar allí su último año de Ingeniería de Telecomunicaciones! La pena fue que las obligaciones la retuvieron aquí. A las tres nos han retenido aquí.

—Gracias por la puñalada —dice al tiempo que se saca un cuchillo imaginario del pecho.

—Oli, lo que Lara quiere decir es que… —Irene no puede terminar su frase porque nuestra amiga la interrumpe.

—Hemos tenido esta conversación un millón de veces.

—Podemos tenerla un millón uno —presiono.

Intercambio una mirada con Olimpia y siento que la irritación empieza a gestarse en su interior. Sin embargo, antes de poder continuar, suena un teléfono. Lo reconozco de inmediato, es el del trabajo de Irene.

—Mier… Miércoles de ceniza —protesta.

Bajo el volumen del televisor, mi abuela no se queja porque dormita en su sillón rosa. Irene nos mira y atiende al tercer toque.

—Buenas noches. —Su voz se ha transformado por completo y ahora es mucho más grave, aterciopelada, como cuando la miel cae densa en el plato—. ¿Estella? Sí, soy yo.

—Vaya voz porno-erótica que tiene la condenada —murmura Olimpia en mi dirección, aunque no se libra del manotazo de Irene que busca concentrarse en la llamada.

—¿Estás solito? ¿Te gustaría que te hiciese compañía un rato? —pregunta a su interlocutor.

—Este es de los que dura cinco segundos. —Olimpia vuelve a llevarse otro golpe.

—Sí, estoy en la bañera ahora mismo —miente con descaro. Solo les miente a ellos, en la vida real Irene es incapaz de hacerlo, se pone demasiado nerviosa—. Sé que te encantaría estar aquí conmigo. —Sufro al ver la cara de asco de mi amiga—. Por supuesto que me estoy tocando pensando en ti.

A Olimpia se le escapa una risilla y se atraganta con un trozo de pera que expulsa encima del mantel después de darle un par de fuertes golpes en la espalda. Yo intento mantenerme serena, pero es que el cuadro que se me presenta es surrealista. En el salón, mi abuela duerme en su sillón, una de mis amigas se atraganta con un trozo de fruta y la otra le suelta obscenidades a un desconocido por teléfono. Irene cuelga tras unos siete minutos de llamada y suspira cansada.

—No dejo de flipar con que seas virgen a los treinta, te dé pánico el contacto físico con los tíos y, mientras opositas a administrativa de Hacienda, tu trabajo sea el de llevar una jodida línea erótica —resume Olimpia dando pequeños sorbos a un vaso de agua.

—No me da pánico el contacto físico —se defiende Irene—, es que me cuesta confiar. Eso es todo.

—Sigo pensando que lo tuyo se solucionaría con un buen poll…

—¿Queréis algo más de postre? —interrumpo y fulmino con la mirada a mi amiga.

A ratos sigo sin comprender cómo es posible que Olimpia e Irene logren convivir en el mismo espacio siendo tan distintas —aunque lo mismo podría pensar cualquiera de Oli y yo, pues ambas tenemos caracteres muy fuertes—. Y, pese a nuestras diferencias abismales, aquí estamos y puedo decir bien alto que nos queremos con locura, y nos preocupamos las unas por las otras; si bien no siempre sabemos expresarlo de la mejor manera. Qué extrañas son a veces las amistades.

—No, creo que es hora de que vuelva a casa, mañana madrugo para otra sesión con el preparador de las oposiciones —responde Irene.

—Yo tengo que seguir con el curro. Hoy me toca jornada nocturna —dice Olimpia, y agarra su portátil con una mano.

Se levantan y las acompaño hasta la puerta. Antes de que crucen el umbral las retengo.

—Chicas, gracias.

—No seas boba, anda, ven.

Olimpia me arrastra a sus brazos e Irene no duda en unirse. Mi pecho se contrae presa de la emoción y trato de mantenerme serena.

—Nos vemos mañana, ¿vale? —se despide Irene, que en ese momento recibe una nueva llamada.

Las veo atravesar las puertas de sus casas y contemplo durante un par de segundos la estampa. Ni las baldosas desgastadas ni el desconchado de las paredes del descansillo pueden hacerme pensar que existe un lugar más especial que este espacio de dos por dos. Me doy la vuelta y cierro. En el salón, mi abuela sigue dormida en su sillón con el televisor encendido pero en silencio. Una punzada me atraviesa el pecho de extremo a extremo. Acaricio su frente con cuidado. Si le hubiese pasado algo, no me lo perdonaría nunca.

Apago la tele y recojo la mesa. Mi plato está prácticamente entero, así que decido guardar las sobras porque sé que mañana podré aprovecharlas para el desayuno o la comida. El nerviosismo repercute en mi estómago, lo estrangula sin piedad y me quita las ganas de comer, y es que esta tarde he pasado miedo. Me da rabia admitirlo porque hace tiempo que me juré ser fuerte, que me prometí que no volvería a dejarme vencer por el pánico, pero desde que murió el abuelo las cosas se han complicado cada vez más. Al universo no le bastó con quitarme a mis padres, me lo tuvo que arrebatar también a él y ahora se encarga de que la enfermedad devore a la abuela.

Ella tampoco lo pasa bien. Intenta no preocuparme, pero cuando veo esa mezcla de confusión, terror y, al final, comprensión en sus ojos, no puedo imaginarme lo que debe suponer para ella regresar de ese estado de caos y darse cuenta de lo que ocurre.

Camino hasta su habitación y deshago la cama. Después, como todas las noches, preparo su ropa para mañana y reviso la medicación. Estoy en eso cuando mis ojos se desvían hacia la mesilla del abuelo. Abro el primer cajón y saco un reloj de pulsera. Se trata de un reloj suizo, con la esfera bañada en oro, un regalo que recibió el abuelo por su cincuenta cumpleaños y lo más caro que ha entrado en esta casa. Es lo último que nos queda de joyas familiares que no sea bisutería barata, el resto lo he ido empeñando con el paso de los años. Sin embargo, creo que le ha llegado el momento. Necesito el dinero, no puedo irme a trabajar y dejar a la abuela sola en casa, pero…

—¿María? —Me sorprende cuando entra en la habitación. Me ha confundido con mi madre—. ¿Qué haces con eso? Ya sabes que tu padre lo guarda con celo porque dice que será el billete para que Larita sea la primera universitaria de la familia. Déjalo ahí.

Le hago caso, pero necesito un instante de silencio en el que lo único que logro es tragar saliva.

—Venga, mamá, es hora de acostarte.

—¿Ya? Pero tu padre aún no ha regresado de la obra —dice preocupada.

—Seguro que está en el bar, es viernes y sabes que a la cuadrilla le gusta tomarse algo para celebrar la semana —me invento.

Se lleva una mano a la sien y la frota con insistencia. Consigo que me obedezca y se mete en la cama sin rechistar, aunque la duda aún recorre su semblante. Deposito un beso en la línea de su pelo y decido abandonar la habitación con una sonrisa que se desvanece al llegar al estrecho pasillo. La presión que aprieta mis pulmones me ahoga y tiemblo. Me falta el aire y empiezo a hiperventilar.

Atravieso la casa como alma que lleva el diablo y de un tirón deslizo la puerta corredera que da a la terraza. Solo cuando la he cerrado me permito llorar. Las piernas me fallan y me deslizo sobre la pared de ladrillo que se clava en mi columna con cada uno de sus vértices hasta caer al suelo. Cierro los ojos con fuerza y me abandono a la tristeza, a la preocupación, a esta ansia que no me deja vivir, pero que a la vez se ha transformado en el único motor que logra mover mi vida hacia delante. Quiero chillar, quiero romperlo todo a mi alrededor porque esta carga me consume. Me devora desde hace años. Siento que me arrastro, que pierdo la poca esencia que queda de mí.

Dejo vagar mi mirada por el cielo oscuro en el que apenas brillan un par de estrellas y me pregunto cuánto tiempo me queda hasta consumirme, hasta transformarme en una enana blanca. Una de esas estrellas moribundas que pesan tanto como el sol, pero son tan pequeñas como un planeta. Y ¿cuánto tiempo pasará hasta que me convierta en un agujero negro?

3. Gratitud

3

Gratitud

Lara

El café Los Ángeles es un sitio extraño, repleto de toques de demasiadas décadas condensados en un solo espacio: papel de la pared de los setenta, sillas de los ochenta, mesas de los noventa y decoración de principios de los dos mil. Un lugar que comenzó sus andanzas como tasca, luego como bar y ahora es una cafetería que trata de luchar contra las grandes franquicias del café. Es también mi lugar de trabajo. Se encuentra lo bastante cerca de casa como para ahorrarme el trayecto en transporte público, pero en una zona muy transitada y cuidada donde los clientes, incluidos aquellos que solo atraviesan el barrio de pura casualidad, no temen pasar un par de horas dentro. Confieso que se ha convertido en mi segundo hogar y todo gracias a mi jefa, Nadima. La misma que en estos instantes me dice, una vez más, que deje de preocuparme.

—Lara, te lo he repetido mil veces: no pasa nada. Ayer no tuvimos tanto movimiento y pude manejarme con la clientela. Además, cuando alguno de los niños se pone malo, ¿no te quedas tú sola con la cafetería las horas que haga falta? —me recuerda.

La contemplo con un agradecimiento infinito. No sé cómo tuve la suerte de que Nadima me contratase sin ningún tipo de experiencia previa, pero confió en mí y llevo aquí desde los diecisiete, ya que me permite compaginar las horas de trabajo con el cuidado de mi abuela y los estudios.

—Y me quedaré todos los días que necesites, ya lo sabes.

Mi jefa niega un par de veces con la cabeza, aunque sonríe. Nadima siempre sonríe. Es una de las cosas que más me gustan de ella, ese positivismo casi infantil que radica en su pura inocencia.

—Eres una cabezona.

—Solo me gusta cumplir con mis horas —la contradigo con fingido tono serio.

—Ahora a lo importante, ¿cómo está tu abuela?

—Bien, hoy mucho mejor que ayer. Tuvo dos episodios —le explico—. Pero esta mañana se ha levantado y sabía quién era yo y quién era ella, lo cual ha sido un alivio.

—¿Con quién la has dejado?

—Con Matilde. Irene me ha asegurado que podría pasar la tarde con ella e incluso darle de cenar y acostarla.

Me pregunto cómo podré agradecerle a la familia de mi amiga que me eche siempre una mano y más ahora con el problema del centro de día.

—¿Qué te ha dicho la trabajadora social? —sigue con la conversación mientras prepara un par de cafés para la mesa siete.

—Después de llevarme una pequeña bronca por no haberle hecho caso, me ha dicho que va a intentar acelerar el proceso todo lo que pueda.

—De eso también quería hablarte —interviene con una mueca seria—. ¿Por qué no me pediste un adelanto para poder pagar las mensualidades? Sabes que…

—Nadima, la cafetería sobrevive a duras penas. No pienso hacer que me adelantes nada de dinero.

Deja las tazas sobre una bandeja y me lanza una mirada herida.

—Lara, hay prioridades en esta vida y mi empleada lo es para mí.

—Lo sé, por eso no he querido decirte nada —replico muy segura.

Sus ojos negros, enmarcados por dos finas y cuidadas cejas, se clavan en los míos. Apenas me saca cinco años y, sin embargo, la madurez que derrocha Nadima se incrementa en momentos como este, en los que saca su parte de cuidadora.

—Eres una de las mujeres más cabezonas que he conocido en mi vida y te lo dice alguien que ha batallado con su propia madre desde que tiene uso de razón. Ojalá aprendas a dejarte ayudar sin tener esos pensamientos de carga. [1]

Quiero contestar, pero antes de poder hacerlo un torbellino aparece por la puerta. Con su melena plateada y cardada, doña Ángela no se lo piensa dos veces antes de cruzar la cafetería y meterse detrás del mostrador. Saca una de las napolitanas y le da un pequeño bocado tras el cual se limpia con cuidado los labios para no estropear su pintalabios rosa.

—Nadima, querida, hay que ver lo bueno que haces siempre todo. ¿Cómo va el negocio hoy? Veo a menos gente.

El cuerpo me pide decirle un par de cosas a doña Ángela, pero Nadima es rápida e interviene.

—Bueno, el miércoles suele ser una de nuestras tardes de menos ajetreo —explica ella—. Lara, ¿por qué no le haces uno de tus cafés a doña Ángela?

La mujer me dirige al fin una mirada, no más de tres segundos, y continúa su charla con Nadima. Obedezco la orden de mi jefa, pese a tener unas ganas horribles de ponerle los puntos sobre las íes al torbellino. Vale que sea la dueña del local, pero esa actitud de creerse por encima de los demás me repatea.

Lo peor de todo es que doña Ángela tiene este y otros lugares alquilados a comercios bajo cuerda; es decir, de forma ilegal. La realidad es que no puede arrendarlos porque pertenecen a la Agencia de Vivienda Social de Madrid. Sin embargo, en un barrio en el que la mitad de las familias están relacionadas de alguna manera con asuntos de drogas, robos o estafas, esto es lo más legal que puede encontrarse.

Y tampoco es que le importemos a las administraciones… La última vez que un político pisó este barrio fue para inaugurar la estación de metro y terminó cuando la policía tuvo que escoltarlo hasta el coche tras una lluvia de huevos. La visita más breve hasta la fecha.

Estoy en el proceso de emulsionar la leche cuando el característico ruido de fondo de las conversaciones se apaga. Me giro para ver qué ocurre. Azul. Es lo primero que me llama la atención al dirigir mi mirada hacia la puerta. Un azul intenso tras unas gafas apoyadas en una nariz torcida. Luego siento una presión extraña en el estómago al verlo avanzar hacia una de las mesas libres, la más cercana a la barra, justo donde yo estoy trabajando. La espuma de la leche se sale y me quema la mano.

—Mierda, mierda, mierda —murmuro apretando la mandíbula y corro a poner la piel quemada bajo el agua.

—Lara, ve a tomarle nota —me ordena mi jefa.

—¿Qué?

—Que vayas a tomarle nota. Que le preguntes qué desea —aclara por si aún no me he enterado—. Todo el mundo lo mira como si fuese un perro verde y yo tengo que controlar que doña Ángela no se me meta en la cocina —me indica mientras le echa una mirada a la mujer que no pierde de vista al desconocido.

—Pero el café de…

—El café de doña Ángela ya lo termino de preparar yo.

Así que me da un empujón con la cadera y me aparta a un lado. Tomo aire y me recoloco un par de mechones de pelo que han escapado de mi semirrecogido antes de plantarme delante del chico. Él lee con calma la carta sin darse cuenta, no sé si a propósito o con una habilidad actoral de diez, de la atención inquisitiva que ha despertado en el resto de la clientela. Lo cual entiendo. Y no, no es porque sea guapo, como dijo mi abuela, más bien se trata del aura que lo acompaña. Ropa de marca, reloj inteligente último modelo, colonia cara; no, colonia no puede ser, eso es perfume —sin duda— con toques amaderados, graves, que conforme más me acerco más me envuelven. Luego está el corte de pelo, a la francesa, con la raya a un lado, pero con un estilo despeinado, como si juguetease de manera continua con él. Sonrío al ver que tengo razón cuando al llegar a su lado carraspeo para que alce la vista y, de forma automática, desliza los dedos por su cabello.

—Hola.

—Hola, ¿qué desea tomar?

—Yo… querría un té verde con miel, por favor. —Lo anoto con rapidez, pero, al darme la vuelta para marcharme, él me habla de nuevo—: Espera, eres la chica del otro día, ¿Lara? —Me sorprende que se acuerde y no oculto la expresión—. Me preguntaba…, me preguntaba cómo se encuentra tu abuela. ¿Está bien?

Abro los ojos un poco más. Vale, desde luego mi nombre no me lo esperaba, pero que preguntase por la abuela menos.

—Está bien, sí.

—Me alegro —responde con sinceridad y una sonrisa de lado.

Dudo si decir algo más, pero me siento incómoda por su escrutinio y doy por terminada nuestra interacción. Vuelvo detrás de la barra. Doña Ángela está en una esquina, desde donde analiza al nuevo visitante y se bebe su café.

—¿Conoces al forastero? —curiosea mi jefa.

—Fue él quien encontró a mi abuela ayer.

Nadima ahoga un grito. Yo me centro en la tarea y preparo la taza con su cucharilla.

—No, ¿en serio? —Se pone de puntillas para verlo mejor por encima del estante en el que tenemos expuestos alguno

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