Elizabeth y su jardín alemán

Elizabeth Von Arnim
Sara Morante

Fragmento

cap

7 de mayo

Adoro mi jardín. Ahora estoy en él, escribiendo en el encanto del atardecer, interrumpida continuamente por los mosquitos y por la tentación de pararme a contemplar la maravilla de las tiernas hojas verdes recién bañadas por una fría lluvia. Hay dos búhos posados cerca de mí y sostienen una larga conversación que disfruto tanto como el trinar de los ruiseñores. El caballero búho dice imagen, y ella le contesta desde su árbol un poco apartado: imagen, asintiendo bellamente y completando el comentario de su señor, como corresponde a una señora búho alemana hecha y derecha. Repiten lo mismo una y otra vez con tal énfasis que me da la impresión de que deben estar diciendo algo desagradable de mí; pero no voy a dejarme asustar por el sarcasmo de los búhos.

Esto no es tanto un jardín como una espesura. Nadie ha vivido en la casa, y menos en el jardín, en veinticinco años, y es un precioso lugar tan antiguo que la gente que pudo vivir aquí y no lo hizo —prefiriendo los horrores de un piso en la ciudad— debe de pertenecer a ese vasto número de personas sin ojos y sin oídos de las cuales se compone principalmente el mundo. Y también sin nariz, aunque no suene bien; pero la mayor parte de mi dicha de primavera se debe al olor de la tierra mojada y de los tiernos brotes.

Soy una mujer feliz (en el exterior, se entiende, ya que en el interior hay sirvientes y muebles), pero de maneras muy diferentes, y mi dicha de primavera no se parece nada a mi dicha de verano o de otoño, aunque no sea más intensa, y hubo días del pasado invierno en que bailé de pura alegría fuera, en mi jardín congelado, a pesar de mis años y mis hijos. Pero lo hice oculta tras un seto, guardando las debidas consideraciones a la decencia.

Hay tantos cerezos a mi alrededor, grandes árboles con ramas que acarician la hierba, y están tan tupidos ahora de flores blancas y brotes verdes, que el jardín parece una boda. Nunca los había visto en tales cantidades; parecen inundarlo todo. Incluso cruzando el pequeño riachuelo que limita el jardín hacia el este y en mitad del maizal que hay más allá, se encuentra uno inmenso, una imagen de gracia y de gloria contra el frío fondo azul del cielo de primavera.

Mi jardín está rodeado por maizales y praderas, y más allá hay enormes extensiones de arenosas tierras baldías y bosques de pinos, y cuando se acaba el bosque comienzan de nuevo las desnudas tierras baldías; pero los bosques tienen una belleza especial con esa vastedad elevada sostenida por troncos rosados, muy por encima de las copas de los arbustos más tiernos y a los pies de una brillante alfombra verde de arándanos, y por todas partes el intenso silencio; y las tierras baldías tienen también su belleza, pues a través de ellas casi se puede llegar a divisar la eternidad, y aventurarse en ellas con la cara levantada hacia el sol poniente es como encaminarse a la misma presencia de Dios.

En mitad de esta planicie se encuentra el oasis de cerezos y verdor en donde transcurren mis días más felices, y en mitad del oasis se encuentra la casa de piedra gris con muchos aguilones, donde, a mi pesar, paso las noches. La casa es muy antigua y ha sido ampliada en numerosas ocasiones. Era un convento antes de la guerra de los Treinta Años, y su capilla abovedada, con el suelo desgastado por las rodillas de devotos campesinos, es ahora utilizada como recibidor. Gustavo Adolfo y sus suecos pasaron por aquí en más de una ocasión, como queda consignado en los archivos que aún se conservan, pues nos encontramos en lo que era entonces el camino principal entre Suecia y Brandeburgo, la desafortunada. El León del Norte era sin duda una persona estimable y actuaba siguiendo sus convicciones, pero debió de trastornar tristemente la vida de las pacíficas monjas, que también tenían sus propias convicciones, dejándolas desamparadas en las amplias y desiertas llanuras buscando lastimosamente otra vida que reemplazara la vida silenciosa que disfrutaban aquí.

Desde casi todas las ventanas de la casa puedo contemplar la llanura, sin ningún obstáculo en forma de colina, hasta una línea azul de un bosque distante, y por el oeste sin interrupción hasta el sol poniente; nada sino una verde pradera que se despliega con un borde preciso contra la puesta de sol. Prefiero estas ventanas de poniente a cualquier otra, y he elegido mi dormitorio en esa ala de la casa de manera que hasta los momentos en que me cepillo el pelo no sean completamente perdidos; y la joven que se ocupa de tales menesteres ha sido instruida de modo que atienda a la señora recostada en un sillón frente a la ventana abierta, y a no profanar con la charla ese dulce y solemne instante. La chica parece consternada por mi hábito de pasarme la vida en el jardín, y todas sus ideas preconcebidas de cómo debiera ser la vida que debe llevar una respetable señora alemana han acabado en saco roto desde que está junto a mí. La gente que me rodea está convencida de que soy, para ponerlo de la manera más suave posible, extremadamente excéntrica, pues ya corre la voz de que me paso el día fuera con un libro y que no hay un mortal que me haya visto cosiendo o cocinando. Pero ¿para qué cocinar cuando se puede conseguir a alguien que te cocine? Y en lo que respecta a coser, las criadas pondrán el dobladillo a las sábanas mejor y con más presteza de como yo pudiera hacerlo; además, todos esos complicados trabajos de aguja no son más que inventos del diablo para impedir que las necias pongan sus sentidos en cosas más sabias.

Habíamos pasado cinco años casados antes de que se nos ocurriera utilizar este lugar, simplemente viniendo y viviendo aquí. Esos cinco años se pasaron en un piso de una ciudad, y durante todo ese interminable periodo fui perfectamente desgraciada y perfectamente sana, lo cual pone fin a la desagradable idea que a veces me perseguía de que mi felicidad aquí se debía menos al jardín que a la buena digestión. Y mientras malgastábamos nuestra vida allí, aquí se encontraba este adorable lugar con diente de león que llega hasta la misma puerta, con todos los caminos cubiertos de hierba y borrados por completo, tan solitario en invierno, sin nadie más que el viento del norte que pasa sin prestarle atención, y en mayo —en esos cinco deliciosos meses de mayo— sin nadie que contemplara los maravillosos cerezos y los todavía más maravillosos arbustos de lilas, todo resplandeciente y restallante, con el tinte de la enredadera de Virginia, año tras año hasta que por fin, en octubre, el propio tejado se cubría coronado de trenzas de un rojo sangriento, los búhos y las ardillas y todos los benditos pajarillos acababan reinando en el lugar, sin que ninguna criatura viviente llegara a entrar en la casa vacía excepto las serpientes, que tomaron por costumbre deslizarse por la pared sur hasta meterse en las habitaciones de esa ala de la casa siempre que la casera abría las ventanas. Todo eso se encontraba aquí: paz y felicidad y una vida razonable, y, sin embargo, nunca se me ocurrió venir y disfrutarlo. Si vuelvo atrás la mirada me sorprendo y no encuentro la manera de explicar la tardanza en descubrir que aquí, en este rincón apartado, se encontraba mi reino celestial. Hasta tal punto no me cabía en la cabeza utilizar este lugar, ni siquiera en el verano, que todos los años me somet

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