Días de lectura (Serie Great Ideas 5)

Marcel Proust

Fragmento

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John Ruskin

Como las «Musas abandonando a su padre Apolo para ir a iluminar el mundo»[1], una a una las ideas de Ruskin habían ido abandonando la cabeza divina que les había dado cobijo y, encarnadas en libros vivos, habían marchado a enseñar a los pueblos. Ruskin se había retirado a la soledad en la que suelen acabar las existencias proféticas, hasta que Dios se digna llamar a su vera al cenobita o al asceta cuya tarea sobrehumana ha concluido. Y sólo pudimos adivinar, a través del velo tendido por piadosas manos, el misterio que estaba teniendo lugar, la lenta destrucción de un cerebro perecedero que había albergado una posteridad inmortal.

Hoy la muerte ha hecho entrar a la humanidad en posesión de la herencia inmensa que Ruskin le había legado. Porque el hombre de genio sólo puede engendrar obras que no morirán si las crea, no a la imagen del ser mortal que es, sino del ejemplar de humanidad que lleva en su sino. Sus pensamientos son en cierta forma un préstamo que recibe durante su vida, a la que van escoltando. Tras su muerte, retornan a la humanidad y la muestran, como aquella morada augusta y familiar de la calle de La Rochefoucauld que se llamó casa de Gustave Moreau mientras él vivió y que, tras su muerte, se llama museo Gustave Moreau.

Hace tiempo que existe un museo John Ruskin[2]. Su catálogo parece un compendio de todas las artes y todas las ciencias. Fotografías de obras maestras de la pintura conviven con colecciones de minerales, como en la casa de Goethe. Como el museo Ruskin, la obra de Ruskin es universal. Buscó la verdad, encontró la belleza hasta en las tablas cronológicas y las leyes sociales, pero como los maestros de la lógica han dado a las «Bellas Artes» una definición que excluye tanto la mineralogía como la economía política, sólo hablaré aquí de la parte de la obra de Ruskin que toca a las «Bellas Artes», en el sentido que se les suele dar: del Ruskin esteta y crítico de arte.

Primero se dijo que era realista. Efectivamente, repitió a menudo que el artista debía consagrarse a la pura imitación de la naturaleza, «sin rechazar nada, sin menospreciar nada, sin elegir nada».

También se dijo que era intelectualista porque escribió que el mejor cuadro era el que incluía los pensamientos más elevados. Hablando del grupo de niños que, en el primer plano de la Construcción de Cartago, de Turner, se entretienen haciendo navegar unos barquitos, concluyó: «La exquisita elección de este episodio como medio para indicar el genio marítimo del que saldría la grandeza futura de la nueva ciudad es un pensamiento que no hubiera perdido nada por escrito, que no tiene nada que ver con los tecnicismos del arte. Unas palabras lo hubieran podido transmitir de forma tan completa como la representación más elaborada del pincel. Un pensamiento como éste es algo muy superior a cualquier arte: es poesía del orden más elevado». «De la misma forma —añade Milsand[3] cuando cita este pasaje—, en su análisis de una Sagrada familia de Tintoretto, el rasgo en el que Ruskin reconoce al gran maestro es un muro en ruinas y un esbozo de construcción, que el artista utiliza para dar a entender simbólicamente que la natividad de Cristo era el final de la economía judía y el advenimiento de la nueva alianza. En una composición del mismo artista veneciano, una Crucifixión, Ruskin ve una obra maestra de la pintura porque el autor supo afirmar, mediante un incidente aparentemente anodino, la presencia de un asno comiendo palmeras en segundo plano detrás del Calvario, la idea profunda de que el materialismo judío, con su espera de un Mesías temporal y con la pérdida de sus esperanzas en el momento de la entrada en Jerusalén, había sido la causa del odio desatado contra el Salvador y, por lo tanto, de su muerte».

Se dijo también que suprimía lo que tiene de imaginación el arte, dejando un espacio demasiado grande a la ciencia. Decía: «Cada clase de rocas, cada variedad de suelo, cada tipo de nube debe ser estudiada y reproducida con exactitud geológica y meteorológica... Toda formación geológica tiene sus rasgos esenciales exclusivos, unas líneas determinadas de fractura que producen formas constantes en las tierras y las rocas, sus vegetales específicos, entre los que apuntan diferencias más concretas debidas a la elevación y la temperatura. El pintor observa en la planta todos sus caracteres de forma y color […], capta las líneas de la rigidez o el reposo […], observa sus hábitos locales, su inclinación o su repugnancia hacia una exposición determinada, las condiciones que le permiten vivir o la hacen perecer. La asocia […] a todos los rasgos de los lugares que habita […]. Debe trazar la fina fisura y la curva descendente y la sombra ondulada del suelo que se desintegra y hacerlo con una mano tan ligera como las pinceladas de la lluvia. Un cuadro es admirable en función del número y de la importancia de los datos que nos ofrece sobre las realidades»[4].

Sin embargo, también se dijo que socavaba las ciencias al dejar demasiado espacio para la imaginación. De hecho, no podemos dejar de pensar en el ingenuo finalismo de Bernardin de Saint-Pierre, cuando decía que Dios dividió los melones en rajas para que el hombre los pudiera comer más fácilmente, al leer páginas como ésta: «Dios empleó el color en su creación como un acompañamiento de todo lo que es puro y precioso, mientras que reservó a las cosas de utilidad meramente material o a las cosas perjudiciales los tonos anodinos. Contemplemos el buche de una paloma, comparado con el dorso gris de una víbora. El cocodrilo es gris, mientras que el lagarto inocente luce un verde espléndido».

Si bien se dijo que reducía el arte a una condición subordinada a la ciencia y que llevó la teoría de la obra de arte considerada como información sobre la naturaleza de las cosas hasta el punto de declarar que «un Turner nos descubre más cosas sobre la naturaleza de las rocas de las que sabrá nunca descubrir una academia» y que «un Tintoretto sólo tiene que dejarse llevar por su mano para revelar en el trabajo de los músculos más verdades de las que podrían descubrir todos los anatomistas de la tierra», también se dijo que humillaba a la ciencia ante el arte.

Finalmente, se dijo que era un esteticista puro y que su única religión era la de la Belleza, porque efectivamente la amó durante toda su vida.

En cambio, se dijo que ni siquiera era un artista, porque en su valoración de la belleza intervenían consideraciones quizá superiores, pero totalmente ajenas a la estética. El primer capítulo de The Seven Lamps of Architecture preconiza al arquitecto el uso de los materiales más preciosos y más duraderos y hace depender este deber de sacrificio de Jesús y de las condiciones permanentes del sacrificio agradable a los ojos de Dios, condiciones en las que no cabe modificación, ya que Dios no nos ha indicado expresamente que hayan existido. Y en Modern Painters, para dirimir el conflicto entre los partidarios del color y los adeptos del claroscuro, aquí tenemos uno de sus argumentos:

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