Los días que cosemos juntas (Siete agujas de coser 2)

Fragmento

Capítulo 1

1

Madrid, septiembre de 1999

Como cada 1 de septiembre de los últimos ocho años levanté la pesada persiana metálica de El Cuarto de Costura y, al empujar la puerta, encontré un montón de correo acumulado en el suelo. Desde hacía un tiempo, el primer día laborable tras las vacaciones de verano suponía para mí el inicio de una rutina que ansiaba retomar casi desde el momento en que Ramón, Daniel y yo nos subíamos al coche a principios de agosto camino de Torremolinos.

Era muy poca la distancia que separaba la estación de Cercanías de Recoletos del número 5 de la calle Lagasca, pero en los escasos minutos que tardaba en llegar a la academia, podía sentir cómo se me aceleraba el corazón. Una vez que cruzaba la puerta, me invadía de nuevo la sensación de estar en casa y reencontrarme con una de las pocas cosas que en los últimos años le daban sentido a mi vida.

Recogí el correo del suelo, encendí las luces y eché un rápido vistazo a mi alrededor para comprobar que todo seguía en orden: las mesas de corte perfectamente alineadas, las máquinas de coser tapadas con su funda para protegerlas del polvo, las sillas dispuestas alrededor de la mesa de centro, la pizarra limpia y la Negrita al fondo, junto a Manoli, el maniquí que había heredado de mi madre y que ahora se me antojaba un vigilante de aquel espacio en mi ausencia. El único lugar donde me sentía yo me daba la bienvenida a su manera.

Me gustaba echar la vista atrás y recordar cómo surgió aquella loca aventura gracias a la generosidad de Amelia; revivir esos días en que les dimos mil vueltas a las ideas que se nos iban ocurriendo hasta dar con el diseño perfecto para el local. Rememorar lo mucho que había trabajado por hacer realidad mi sueño y sentirme merecedora de aquello era un ejercicio que necesitaba hacer cada año al comenzar el nuevo curso. Era mi ritual para empezar cada septiembre con la misma ilusión de aquel mayo de 1991, cuando abrí la puerta por primera vez y todo cobró vida.

Entré en la trastienda, solté el bolso sobre una silla y puse en marcha la cafetera. Mientras el aroma a café recién hecho invadía el cuartito de atrás, volví a la sala y clasifiqué el correo. En un montón apilé las cartas del banco, las facturas y la publicidad, y en otro, las postales de las alumnas. Habíamos acordado hacía ya tiempo enviar una a la academia desde nuestro lugar de vacaciones. Así, cada año, durante los primeros días de septiembre desfilaban ante mis ojos imágenes increíbles de lugares fascinantes que iba sumando a mi lista de los destinos de ensueño que confiaba visitar alguna vez.

Amelia también mandaba postales de sus veranos en San Sebastián y, como se había convertido en una asidua del lugar, había llegado un punto en que, sin haberla pisado aún, estaba segura de que conocía la ciudad y sus playas como la palma de mi mano. En realidad, lo que más me alegraba era leer sus palabras, tan llenas de vida y de optimismo. Si ya me parecía una mujer increíble años atrás, los cambios que había experimentado en los últimos tiempos me parecían dignos de admiración.

Nada la paraba, al contrario; estaba decidida a exprimir los años que le quedaran y a recuperar a toda costa el tiempo perdido. Era un ejemplo a seguir y no podía estarle más agradecida por haberse mantenido a mi lado, codo con codo, hasta ahora. Podía haberse limitado a seguir con su vida tras la muerte de su marido y, sin embargo, había arriesgado su herencia por una ilusión que pronto hizo suya. Por el camino habíamos pasado varios tragos amargos, pero supimos apoyarnos la una en la otra y eso nos dio fuerzas para superarlos.

Café en mano, me dispuse a leer su postal. Por lo que contaba, ese verano había concluido por fin la reforma de Villa Teresa, la casa familiar que su queridísimo amigo Pablo había retirado de la inmobiliaria convencido por Amelia de que juntos podrían devolverle el esplendor de tiempos pasados. Él, que la conocía bien, sabía que aquella batalla la tenía perdida, así que se dejó arrastrar por su entusiasmo y se embarcó en una reforma cuyo resultado yo estaba deseando conocer. Estaba segura de que en cuanto entrara por la puerta tendría un montón de fotos que enseñarme. Daba por hecho que no tardaría en llegar y contarme sus vacaciones con todo detalle.

Calculé que habría unas quince postales. Aún era pronto para que llegara la de Laura; siempre nos decía lo milagroso que le resultaba que nos llegaran sus tarjetas desde Senegal. Lo que sí me extrañó fue no encontrar la de Sara. Desde que se instaló en Londres no había fallado ningún año. Solía enviarlas desde lugares exóticos a donde le gustaba viajar llevada por su alma de periodista. Qué poco se parecía ya a la joven apagada que conocí años atrás, que había renunciado a sus sueños y se había resignado a aceptar una vida que no le hacía feliz. Me alegraba tanto por ella... Es curioso que, aunque estuvo viniendo a clase solo unos meses, ambas nos afanamos por mantener el contacto después de que se marchara de Madrid, y creo que deseábamos con las mismas fuerzas vernos cada Navidad, aunque fuese brevemente, cuando volvía para pasar las fiestas con la familia.

Desde que nos conocimos sentí una conexión muy especial con ella y, con el tiempo y a pesar de la distancia, acabamos siendo grandes amigas. Tanto es así que, cuando nació mi hijo Daniel, Ramón y yo no dudamos en pedirle que fuese su madrina y ella aceptó encantada.

Que faltara su postal no me cuadraba. Revisé el otro montón de correo y entre las facturas encontré un aviso de entrega. ¿Cómo no había caído? ¡Qué cabeza la mía! Ya había pasado antes, sabía que aquel papel cumplimentado con una letra ilegible escrita a toda velocidad estaba relacionado con ella. Apuré el café, le dejé una nota a Amelia por si llegaba en mi ausencia y salí disparada a la oficina de Correos.

Al volver a la academia encontré a Amelia olisqueando todo el local.

—¿Buscas alguna pista? Pareces un sabueso.

—¡Julia! ¿Cómo dices? Ah, no, me pareció que olía a humedad —contestó plantándome dos besos—. ¿A ti no te huele raro?

A punto de cumplir los setenta años, mi socia tenía una energía y un buen humor envidiables. Al contrario de lo que me sucedía a mí, ella cada día parecía más joven, se ilusionaba con cualquier cosa y estaba dispuesta a apostar por cualquier idea por muy descabellada que fuera. Desde luego, apuntarse a una autoescuela a su edad había sido uno de esos planes locos en los que yo no había puesto ninguna esperanza, y fue precisamente sacarse el carné de conducir lo que le había proporcionado una libertad que no pensaba desperdiciar. No se atrevía con viajes largos, el trayecto hasta San Sebastián lo hacía en tren, pero aprovechaba bien los fines de semana. Engatusaba a alguna amiga también viuda y se hacía sus «escapaditas», como ella las llamaba, que, en sus propias palabras, le daban la vida.

—Pues ahora que lo dices... no sé. ¡Mírate! Estás estupenda, parece que las vacaciones te han sentado fenomenal. Vaya color más bonito que has cogido. ¿Y ese corte de pelo? ¡Te sienta de escándalo! —exclamé.

—Tenía ganas de cambiar de look. Ya sabes que últimamente me ha dado por probar cosas nuevas —rio moviendo la cabeza a derecha e izquierda para que pudiera apreciar su nuevo corte—. Mi peluquero se quedó de piedra cuando le dije que quería un cambio radical.

—Pues ha sido todo un acierto, te has quitado diez años de encima.

—Muchas gracias —contestó con una amplia sonrisa llena de satisfacción—. ¿Y tú? Me vas a perdonar, pero con esas ojeras y ese tono de piel no parece que hayas estado de vacaciones, más bien todo lo contrario.

Era más que evidente que mis días de descanso no habían sido tales. No me molestó que Amelia lo mencionara, porque saltaba a la vista; lo que me fastidiaba era reconocer que tenía razón. Mis vacaciones dejaron de serlo tras la muerte de la madre de Ramón. A él le pareció una buena idea que mi suegro veraneara con nosotros. El primer año acepté por Daniel; me parecía importante que pasara tiempo con su abuelo, que además era el único que conseguía mantenerlo sentado más de diez minutos. Pero luego se convirtió en una costumbre que nos restaba intimidad y me daba mucha tarea. Era distinto cuando vivía mi suegra. Pasaban una semana con nosotros en el apartamento de Torremolinos y aprovechábamos ese tiempo para salir a cenar solos, cosa que extrañaba desde hacía un tiempo. Pero ahora era todo lo contrario, más trabajo y menos ratos con Ramón, algo muy diferente de lo que yo entendía por vacaciones.

—Así es, a ti no te puedo engañar. Supongo que se me nota mucho. Mis veranos no son nada envidiables, vamos a dejarlo ahí. Pero cuéntame tú, acabo de leer tu postal y quiero saberlo todo acerca de Villa Teresa.

—Ay, Julia, ¡qué verano! He disfrutado como una niña decorando la casa, no te haces una idea. Además, Pablo se fía tanto de mí que me deja hacer y deshacer a mi antojo. Apenas la recordaba porque de joven no estuve más que un par de veces en ella, pero te aseguro que le hemos dado un aire tan bonito que no la reconocería ni su madre si levantara la cabeza. Ha quedado preciosa, me encantaría que la vieras. Mandamos restaurar los suelos y pudimos recuperar algunos de los muebles, la barandilla de madera y los azulejos de la cocina. Alfonso y Felipe fueron desde Barcelona a pasar unos días con nosotros y me dieron algunas ideas, sobre todo Felipe, que tiene un gusto exquisito para mezclar piezas de distintos estilos. Le adoro, tiene una capacidad extraordinaria para crear ambientes especiales llenos de elegancia sin rozar lo extravagante ni lo ostentoso. Hasta me ha propuesto llevar la reforma de mi piso, así que, quién sabe, igual me animo, llevo años queriendo renovarlo.

—¡Qué bien! ¿Y qué tal está tu hijo?

—Alfonso está feliz y da gusto verlos juntos. Me han invitado a pasar la Navidad con ellos. Se han comprado un piso nuevo, se lo entregan en octubre y les apetece mucho que vaya a verlo. Me han enseñado los planos, es una maravilla. Está en pleno Paseo de Gracia, cerca de la casa Batlló; la zona es de lo mejor de la ciudad, muy céntrica y llena de vida.

Ver a Amelia tan radiante me subía el ánimo. Parecía haber borrado de su memoria los años que pasó lejos de su hijo por las desavenencias de este con su padre y toda la tristeza que le produjo su marcha. Fueron años difíciles, sufrió mucho entonces, yo misma fui testigo, pero tras la muerte de don Javier lo vio claro: era el momento de tomar las riendas de su destino. ¡Y vaya si lo hizo! Siempre la he admirado por ello. La vida parecía recompensarla ahora y estaba dispuesta a aprovecharlo.

—No conozco Barcelona, pero cuando Ramón va por trabajo siempre me cuenta que desde las Olimpiadas la ciudad está más bonita que nunca. A ver si tengo ocasión de visitarla.

—Pues tienes que ir, seguro que Alfonso estaría encantado de hacerte de guía, no hace falta que te diga lo mucho que te aprecia. Precisamente durante su estancia en San Sebastián estuvimos recordando viejos tiempos, cuando él era un crío y tú trabajabas en casa, y me confesó que en muchos de los malos momentos fuiste su refugio. Oye, ¿y eso? —preguntó señalando el paquete que había dejado sobre la mesa al volver de Correos.

—Uy, casi se me olvidaba. Lo manda Sara y ya me puedo imaginar de qué se trata. ¡Qué detallista es esta chica!

—¿Y a qué esperas para abrirlo? Cuenta, ¿han llegado muchas postales?

—Sí, las chicas han cumplido con su palabra, como todos los años. Ahí las tienes todas, por si quieres echarles un vistazo —contesté señalando el montoncito que había formado con ellas mientras cogía el paquete de Sara.

Adivinando su contenido, tomé unas tijeras y lo abrí con cuidado. Encontré una carta que me moría de ganas por leer, unos cortes de telas muy exóticas, de cuyo origen estaba segura de que Sara me hablaría en su carta, y algunas revistas en inglés. Ya sabía ella que, aunque no hablara el idioma, me encantaba ver las fotos y sacar ideas de aquellas publicaciones. Cada vez que nos veíamos me hablaba con entusiasmo de lo inspirador que era vivir en Londres, de la cantidad de eventos culturales originales e interesantes a los que acudía y de lo enriquecedor que era sentir que allí se encontraba a la vanguardia de todo lo que acabaría llegando a Madrid. Aquellas revistas eran como un anticipo y yo las agradecía muchísimo.

—¡Buenos días! Ya estoy de vuelta. ¿Cómo han ido esas vacaciones? —Se oyó preguntar a Carmen desde la puerta—. Qué poquitas ganas de volver, y menos con este calor, vengo sudando como un pollo.

Amelia y yo nos miramos y nos echamos a reír mientras nos acercamos a ella para saludarla.

Carmen se convirtió en mi mano derecha cuando estuve de baja durante el embarazo de Daniel. Nos conocimos en la academia donde me saqué el título de corte y confección, y, cuando llegó el momento de buscar ayuda, pensé en ella sin dudarlo. Se encargó de las clases de costura y también de los arreglos. El negocio nos iba bien y decidimos que siguiera con nosotras después de que yo me reincorporara. Eso me permitía dedicar más horas a la confección a medida. Las amigas de Amelia se habían vuelto clientas asiduas y confiaban en mí para vestirse en las ocasiones más especiales.

Era un soplo de aire fresco, tenía muy buen carácter, siempre estaba de buen humor, le encantaba bromear y las alumnas la adoraban. Nuestra historia era similar. Carmen también había aprendido a coser con su madre, que se quedó viuda muy joven. La costura fue lo que sacó a su familia adelante en tiempos difíciles. Luego decidió formarse y así fue como nos conocimos. Después de eso, consiguió trabajo en una franquicia de arreglos, donde se ganaba la vida.

Tenía una cara muy expresiva y siempre iba maquillada. Era una mujer llamativa y le encantaba llevar ropa ceñida y bisutería exagerada y colorida. Ella misma decía que quizá estaba como un tonel, pero que un tonel de colores era mucho más interesante que uno soso y aburrido. Compartía piso con una amiga de juventud y no tenía más objetivo que ser feliz haciendo lo que le gustaba y vivir sin ataduras, por eso había renunciado a casarse y a tener hijos hacía ya mucho, y, según comentaba, hasta el momento nunca se había arrepentido. «¿Solterona yo? Libre como un pájaro, eso es lo que soy». Así solía explicarlo.

Contar con ella me daba mucha tranquilidad y me permitía compaginar el trabajo con mi vida familiar. Gracias a que Ramón había ascendido en la empresa, nuestra economía nos permitía tener ayuda en casa. Marina era la chica que se ocupaba de Daniel mientras yo trabajaba. El niño la adoraba y yo estaba segura de que no podría haber encontrado a nadie mejor para confiarle el cuidado de mi hijo. Pero, aun así, siempre tenía la sensación de que no le dedicaba el tiempo suficiente y de que su infancia se me estaba pasando demasiado deprisa.

—¡Qué morenita vienes! —exclamó Amelia.

—¡Morenita y acalorada! Estas carnes que me envuelven solo me vienen bien en invierno —contestó a carcajada limpia.

—¡Mira que eres exagerada! ¿Te sirvo un café? —le ofrecí.

—¿Un café, Julia? ¿Tú me quieres matar? Me voy a poner un vaso de agua bien fría. Y porque una cerveza a estas horas estaría mal vista, que si no... —respondió mientras pasaba a la trastienda.

Con el agua en una mano y un abanico en la otra, nos interrogó de nuevo.

—Amelia, te veo guapísima, ese corte te da un puntito muy glamuroso. ¡Menudo cambio! Ahora, te digo una cosa: me parece que has acertado del todo. Bueno, ¿qué?, ¿me vais a contar cómo lo habéis pasado? Ya podéis ir largando por esas boquitas, que me muero por saber qué habéis hecho estas vacaciones.

Mientras Amelia le relataba sus semanas en San Sebastián, las visitas a los anticuarios del sur de Francia y lo mucho que había disfrutado renovando la casa familiar de su amigo Pablo, yo iba hojeando las revistas que Sara había incluido en el paquete. La carta me la guardaba para cuando tuviera un rato a solas. Estaba segura de que tenía muchas cosas que contarme, siempre era así. Aunque se hubiese establecido en Londres hacía ya unos años, ella aprovechaba cualquier ocasión para viajar; la envidiaba por ello. Tenía una habitación alquilada en casa de una familia hindú que la había acogido casi como a una hija. Incluso había viajado con ellos a la India en más de una ocasión. Le entusiasmaba conocer otras culturas y descubrir costumbres distintas a las nuestras. Las telas que me enviaba en el paquete eran una maravilla, tan coloridas e inspiradoras que al momento se me ocurrieron un montón de ideas para convertirlas en prendas especiales. Gracias a sus cartas me resultaba muy fácil transportarme a aquellos lugares e imaginar las manos de las mujeres que las habían tejido.

—Y tú, Julia, ¿qué tal por la playa? —La pregunta de Carmen me devolvió a la realidad.

—Bien, como siempre —respondí sin mucho entusiasmo—, aunque cada verano hay más gente y aquello está ya muy saturado. Daniel lo ha pasado genial, allí se reencuentra con los niños de otros años y hacen pandilla. Tenías que ver cómo nada ya, está hecho un pececito. Aunque ha disfrutado un montón, estaba deseando volver porque tiene muchas ganas de empezar a ir al cole «de mayores», como él dice.

—Pues a ti morena, lo que se dice morena, no se te ve —comentó Carmen.

—Ya, es que he pisado poco la playa.

—Chica, pues irte a Torremolinos y volver blanca como la leche ya tiene delito. Tú sabrás qué has hecho en estos días —añadió guiñándome un ojo.

—Te aseguro que nada de lo que te estás imaginando en este momento. —Preferí zanjar la conversación.

—Vale, vale, no pregunto más. Bueno, por aquí todo bien, por lo que veo. A ver esas postales, vamos a cotillear dónde han estado nuestras «agujitas» —dijo alargando la mano para coger el montón.

Fue pasándolas de una en una y leyéndolas por encima hasta que se detuvo ante la fotografía de una preciosa isla caribeña que parecía sacada de un anuncio.

—¡Mi madre, qué playa! Desde luego, Margarita se lleva la palma un verano más. Esta sí que sabe. Mirad, ¿no es una pasada? —preguntó mientras nos enseñaba una postal en la que se veía una arena finísima y un mar de aguas verdes flanqueado por cocoteros—. Pero ya os digo, y no es por poneros los dientes largos, que este año yo me lo he pasado teta.

—Para variar —añadí.

Amelia no pudo contener la risa. Ya estábamos más que acostumbradas a ese espíritu desenfadado y nada contenido de Carmen, pero aun así era capaz de sacarnos una sonrisa casi con cada frase que soltaba.

—Soy una disfrutona, qué le vamos a hacer. Ya sabéis cómo pienso: estamos aquí para pasarlo bien y a estas alturas no tengo intención de perder el tiempo —añadió.

Se nos fue media mañana escuchando las aventuras de Carmen, que describió con todo detalle; era tan exagerada que conseguía hacernos reír a carcajadas. Mientras la escuchaba y observaba las caras que iba poniendo Amelia a medida que el relato avanzaba, miraba a mi alrededor y sentía que aquella academia me acogía y me daba la bienvenida un septiembre más. «Al fin en casa», me decía a mí misma, segura de que, aunque no me encontrara en mi mejor momento, este nuevo curso traería consigo muchas cosas buenas.

2

La vuelta del verano nunca era fácil. Las clases en la academia no empezaban hasta mediados de mes y eso me daba un par de semanas para organizar la casa tras las vacaciones. Aprovechaba para deshacer maletas, organizar el cambio de armarios y conseguir los libros y el material escolar antes de que empezara el curso. Mientras, mi hijo disfrutaba de los últimos días de piscina y se reencontraba con sus compañeros de juego de la urbanización.

Nuestra casa en Las Rozas nos aportaba más espacio y nos permitía relacionarnos con familias muy parecidas a la nuestra, con las que no tardamos en establecer una buena relación. Daniel hizo amigos enseguida y, de vez en cuando, disfrutaba de algún cumpleaños o de alguna merienda improvisada. Yo tenía la sensación de que las madres formábamos una pequeña tribu en la que unas cuidábamos de otras. Vivir en ese ambiente me reforzaba en la idea de que habíamos hecho bien al vender la casa de mi madre para trasladarnos allí. Y no es que fuera algo premeditado. Después de casarnos, Ramón se mudó a mi casa; sin embargo, cuando nació Daniel, el piso se nos quedó pequeño. Por entonces, las urbanizaciones a pocos kilómetros de Madrid empezaban a brotar como setas y nos pareció una buena idea abandonar el centro de la ciudad y tener una vida algo más tranquila y un entorno más próximo a la naturaleza. Dicho y hecho. Además, el dinero que sacamos por la venta del piso en Embajadores nos llegó para dar una buena entrada y conseguir una hipoteca bastante cómoda que nos permitía darnos algún capricho de vez en cuando.

No negaré que me costó despedirme del lugar donde crecí, un barrio bullicioso donde los vecinos nos conocíamos de toda la vida. A pesar de los cambios en la decoración que hice al casarme y, de nuevo, al nacer Daniel, aquella casa conservaba todos mis recuerdos. En ocasiones, cuando estaba sola, me parecía escuchar a mi madre dándole al pedal de la Singer hasta altas horas de la noche; o a mi padre enfermo llamándome desde su cama. Aquellos tiempos, aunque fueron difíciles, me convirtieron en la mujer que soy. Mi madre no se permitió venirse abajo cuando mi padre murió; al contrario, era de esas personas que se crecen ante las desgracias. Su ejemplo fue el que me sostuvo al quedarme sola. Y aunque no heredé de ella su fuerza ni su determinación, por suerte, para entonces ya tenía a Amelia en mi vida y un sueño por el que estaba convencida de que merecía la pena luchar. Echando la vista atrás me parecía muy injusto no tenerla conmigo ahora. Una cosa era que no hubiera conocido El Cuarto de Costura, que albergaba ahora su antigua máquina de coser, sus revistas de figurines y sus reglas de madera; pero otra muy distinta era que no hubiese conocido a su nieto. Eso sí que me dolía en el alma.

El embarazo de Daniel no fue fácil. Mi ginecólogo me había asegurado que era bastante improbable que fuese madre a mi edad y que, si lo conseguía, conllevaría un alto riesgo. Ramón, debido a su juventud, a su desconocimiento o a sus ganas de ser padre, estaba convencido de que lo conseguiríamos y nunca tuvo ninguna duda de que nuestro hijo nacería sano. No hacía ni un año de nuestra boda cuando llegó la gran noticia. Fue la mayor sorpresa que me había llevado jamás.

Tal como predijo el médico, a las veinte semanas me diagnosticaron una diabetes gestacional que enseguida derivó en preeclampsia. La idea de someterme a una cesárea o de tener un bebé prematuro me atormentó hasta el final del embarazo.

Amelia fue mi gran apoyo durante esos meses. Muy a disgusto, tuve que aceptar que mi estado me obligaba a cuidar de mi salud y de la de mi bebé, y que eso implicaba bajar el ritmo de trabajo. Aprendí a delegar por primera vez en mi vida. Ya tenía previsto contar con Carmen, mi compañera de corte, durante mis meses de baja. Sabía que no le costaría hacerse con las clases, así que adelantamos su incorporación y las alumnas se adaptaron sin problema a su nueva profesora. Además, Amelia y ella se organizaron estupendamente.

Mientras tanto, Ramón pasaba cada vez más tiempo viajando de una delegación a otra. Desde que lo habían puesto al frente de la central de Madrid, ese era su día a día. Justo en esos momentos, que era cuando más falta me hacía. Amelia lo sabía bien y por eso me ofrecía quedarme en su casa cuando mi marido pasaba más de una noche fuera. Quizá ella también se sintió así durante su embarazo. Cuando llegó el momento, vivió el nacimiento de mi bebé como si se tratara el del nieto que nunca tendría.

Daniel pesó cuatro kilos y trescientos gramos al nacer. Recuerdo que mi primer instinto fue contarle los dedos de las manos y de los pies. Tenía el pelo muy negro, una naricita respingona y unos ojos que me derretían cuando me miraba. De nuevo un sueño cumplido, esta vez, entre mis brazos. Aun así, me costó hacerme a mi nueva condición de madre. Asistí a clases de preparación al parto y leí mucho sobre el embarazo y el posparto, pero creo que tenía la maternidad muy idealizada. Cuando estás embarazada nadie te advierte sobre las noches sin dormir, la preocupación constante o la soledad que puedes llegar a sentir. Sin embargo, una vez que nace tu niño, cualquiera te da consejos sin que los pidas y te dice lo que tienes que hacer.

Mudarnos un año después fue, sin duda, un acierto. La mayoría de las mujeres de la urbanización eran más jóvenes que yo, trabajaban fuera de casa y además se encargaban de sus hijos. Se desvivían por cumplir con todas sus obligaciones y me recordaban a la Laura de hacía unos años, una profesional impecable, madre abnegada y una mujer que era siempre la última de la lista. Ahora que ya conocía el secreto para llegar a todo me identificaba mucho con ellas. Supongo que eso hacía que tuviéramos un vínculo especial y me sintiera más acompañada en los primeros años de vida de Daniel.

Desde muy pequeño fue un niño inquieto, no paraba ni un minuto, y yo me esforzaba por proponerle todo tipo de juegos que captaran su atención. Correr detrás de él con cuarenta años se me hacía más cuesta arriba de lo que había imaginado. Sin embargo, el cansancio desaparecía y todo el esfuerzo merecía la pena cuando cerraba los ojos y yo permanecía unos minutos a su lado mirando cómo se dormía. Ese momento era como un bálsamo para mí.

Tuve la inmensa suerte de encontrar plaza en una guardería cerca de El Cuarto de Costura y eso me facilitó las cosas los primeros años. Cogíamos el tren en Las Rozas sobre las ocho de la mañana y nos bajábamos en Recoletos. Lo dejaba poco antes de las nueve y lo recogía a las cinco. Como yo seguía dando clases los lunes y los viernes, esos días Amelia se encargaba de recogerlo y le daba un paseo en el carrito hasta que daban las seis. Una vez que echó a andar, Carmen era la que se ocupaba de acercarlo a los columpios del Retiro o lo llevaba a merendar a alguna cafetería cercana. Contar con ellas durante esa etapa fue una bendición.

A los tres años decidimos matricularlo en un colegio cerca de casa, aunque aquello nos obligó a buscar alguien que se ocupara de Daniel las tardes que yo trabajaba. El centro acababa de abrir y la visita a las instalaciones nos convenció enseguida. El profesorado era joven, se los veía con muchas ganas y con ideas innovadoras.

Cuando empezó a ir a clase me costó adaptarme mucho más a mí que a mi hijo. Confiárselo a otra persona para que lo atendiera mientras yo trabajaba no era de mi agrado, pero no tardé en descubrir que ser madre implicaba hacer malabares para cuadrarlo todo. Pronto comprendí que esa nueva circunstancia solo era otra pieza más del puzle en que se habían convertido nuestras vidas. Tan solo tuve que asimilarlo.

Andaba repasando la lista de materiales y libros que iba a necesitar para este nuevo curso mientras mi hijo jugaba en el jardín de atrás cuando Carmen me llamó desde la academia.

—Hola, Julia, ¿te acuerdas del olor a humedad que detectó tu socia? Pues adivina. He visto que asomaba una mancha por detrás del armario de la sala y he pegado la nariz a la pared. He vaciado el armario y he llamado al portero del bloque para que me ayudara a moverlo. ¡Pesa como un condenado el puñetero armario! El caso es que detrás ha aparecido una humedad que pilla media pared.

—¡No me digas! ¿Es que no puede haber un curso que empiece sin sobresaltos? El año pasado, la plaga de cucarachas del edificio y este año, humedades. ¿Qué ha dicho el portero? ¿Sabes si es algo del edificio o es nuestro? —pregunté cruzando los dedos.

—Dice el portero que un vecino del primero ha estado de obras este verano. Por los escombros que sacaban cree que ha cambiado los baños. Quizá hayan tocado alguna tubería. Mira, no sé. Voy a esperar a que llegue Amelia y a ver qué hacemos.

—A un par de semanas de que empiecen las clases esto es un problemón. —Deseé que fuese cosa del vecino y que se resolviera rápido.

—Bueno, tú tranquila, que solo te he avisado para que no te encuentres con la tostada mañana por la mañana. Seguro que no es nada y podemos solucionarlo antes de que empiece el curso. No te pongas en lo peor, mujer. Cuando llegue Amelia, que hable con el portero y, si acaso, que suban a ver al vecino. Venga, Julia, mañana nos vemos.

—Espera, Carmen, ¿sabes algo de Malena? ¿Ha llamado o se ha pasado por allí?

—Sí, perdona, casi se me olvida. Ha venido esta tarde y ya hemos quedado para organizar los horarios de este año. Enviaré un mensaje de texto a las chicas del año pasado para ver quién sigue y qué plazas quedan libres. Me ha dicho que tiene un montón de ideas nuevas en la cabeza y que está deseando empezar. Traía un bolso monísimo, ya lo verás.

—Estupendo. Bueno, gracias por avisar. Hasta mañana —contesté.

—Nada, mujer, hasta mañana.

Colgué el teléfono preocupada. Esas eran las cosas que llevaba mal. No poder estar al cien por cien pendiente del negocio no me hacía ninguna gracia, pero no podíamos hacer nada hasta saber más. Tenía que asumirlo, era imposible estar en todas partes, eso no me llevaba más que a la frustración y a arrastrar la sensación de no acertar tomara la decisión que tomara. Me alegró saber que Malena estaba ya de vuelta. Según nos contó en julio, se iba a marchar todo el mes con su nuevo novio, un chico que ella describió como «muy de su estilo». No habíamos recibido su postal, lo que por otro lado no era nada raro dado su despiste habitual. Estaba deseando que me contara cómo le había ido.

Su incorporación a la academia había sido un gran acierto. Cuando apareció por El Cuarto de Costura el primer año, me pareció una persona peculiar. Su modo de vestir y de expresarse eran de todo menos corrientes. Nos ganó enseguida, tenía talento y era muy creativa, tanto que, al año siguiente, le propuse que diera unas clases. A ella le fascinaba reciclar viejas prendas, darles una segunda vida, como ella decía. Convertir unos pantalones en un bolso o remozar un antiguo vestido era lo que más le podía gustar. Lo había hecho toda la vida, primero con los vestidos que heredaba de su madre y luego con su propia ropa. Eso distaba mucho de lo que hacíamos en la academia y pensé que podía ser una forma de captar a un público nuevo con el que ella conectaría de inmediato.

Sus ideas originales atrajeron a chicas muy jóvenes, entre ellas algunas de sus compañeras de Bellas Artes, a las que no le costó convencer de que se apuntaran a sus clases. Ahora que ya había acabado la carrera y mientras encontraba un trabajo fijo, Amelia la introdujo entre sus amistades, que comenzaron a encargarle retratos de sus nietos o la decoración de cuartos infantiles. Le encantaba pintar murales.

Decía en broma que la contratamos porque nos sentíamos en deuda con su madre. Es cierto que Patty nos echó una mano cuando el asunto del contrato del local se torció, pero la verdad es que sus clases eran un éxito y las alumnas estaban encantadas. Algunas de ellas vendían luego sus creaciones en el rastro y se sacaban un dinero. Malena lo explicaba con mucha gracia. Decía que te podías gastar veinte euros en unos pantalones vaqueros y, después de usarlos cuatro años, conseguir que te dieran treinta por ellos.

Las revistas que nos enviaba Sara desde Londres le servían de inspiración y sacaba muchas ideas de ellas. También le gustaba recorrer mercadillos, sobre todo cuando viajaba a Italia a ver a su madre, que ya llevaba unos años afincada allí. Había comprado una casa que, según Malena, se caía con solo mirarla y los últimos años estaba dedicándose a restaurarla. Se encontraba en medio de un pequeño viñedo que había vuelto a poner en producción. A ninguna de las dos, madre o hija, les asustaba emprender nuevas aventuras. Me fascinaba el empuje que tenían ambas.

Amelia, que había entablado con ella una buena amistad, había ido a verla hacía un par de años y había vuelto enamorada del lugar. Contaba que parecía que Patty vivía sujeta a un ritmo de vida que ella misma dictaba. Estaba decidida a vivir rodeada de belleza, ya que había descubierto que le hacía muy feliz y le proporcionaba mucha paz. Al margen de eso, solo le interesaba lo que concernía a su hija y poco más.

Cuando Patty hablaba con Amelia por cualquier asunto relacionado con el local insistía en que fuéramos a verla. Malena me invitó a acompañarla en uno de sus viajes, aunque nunca llegué a ir. Se lo comenté a Ramón un año, pero justo entonces falleció su madre y los veranos empezaron a complicarse.

Salí a echarle un ojo a Daniel. Andaba pegándole patadas a un balón y había arrasado las flores que plantamos a principios de verano. A veces me desesperaba su energía. El colegio estaba a punto de empezar y, con un poco de suerte, recuperaríamos la normalidad. Al menos, esa era mi esperanza.

3

Reunirse con Carmen y con Malena a principios de cada curso era llamar a la puerta del entusiasmo y la creatividad. No dejaba de sorprenderme cómo dos mujeres tan diferentes entre sí compartían la misma energía y se involucraban en el negocio casi como si fuese suyo. Siempre tenían propuestas interesantes e ideas nuevas que deseaban poner en práctica. Debo reconocer que la mayoría de las veces lograban convencerme sin mucho esfuerzo.

Carmen coincidía conmigo en que el mejor método para enseñar a coser a las alumnas era conseguir que, al terminar el curso, salieran de la academia con su primera prenda lista para estrenar. Tener un proyecto de costura concreto las motivaba a continuar con las clases y a echarle muchas ganas. Por muchos años que pasaran, me seguía fascinando ver sus caras de satisfacción al acabar de darle el último toque de plancha a sus faldas y salir del probador con una sonrisa difícil de olvidar.

De un tiempo a esta parte, también se apuntaban muchas madres que, más que para ellas mismas, disfrutaban cosiendo para sus hijos, incluso

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