1
No me esperará dentro de la estación sino en la calle, apoyada en la puerta de un Fiat 131 Mirafiori con un Ducados en la boca para encenderlo con una cerilla en cuanto me vea, como si su director le hubiese dicho «¡acción!». Todo parecerá casual, pero en su cabeza habrá transcurrido una y otra vez. Se habrá despertado pronto para probarse un montón de ropa, alguna aún con la etiqueta colgada para devolverla después, y terminar eligiendo, como siempre, el vestido corto negro y las botas altas negras que tanto me gustaron cuando la acompañé al festival de Sitges. Habrá estado delante del espejo una hora —lo sé porque la cronometraba—, y al final decidirá no maquillarse apenas, solo una sombra en los ojos, pero no porque ella se vea mejor sino porque sé que su rostro lavado es el mejor de todos los que usa en la vida y en las películas, incluido el rostro que me vio al límite de la muerte en nuestro piso en Madrid, la misma mirada de Faye Dunaway a Warren Beatty cuando comprende en Bonnie & Clyde que los van a matar en segundos; esa belleza absoluta que solo aparece al fondo del terror, cuando ya todo da igual y lo que os pase os va a pasar a los dos al mismo tiempo, y nunca más se quedará ninguno solo, es decir, sin el otro.
Meteré el cargador del móvil en la bolsa cuando la megafonía del tren avise de que estamos entrando en la estación María Zambrano. Me despediré del chico al que le he pagado la cerveza en la cafetería, para entonces un viejo amigo, un adolescente amable, tímido y fuerte, con la esperanza de que no me acompañe por el andén, pues a veces basta que te despidas de alguien para no quitártelo nunca de encima. Aún en el tren beberé un sorbo de agua para dejar la botella vacía en el asiento, como siempre, cogeré la bolsa de viaje y saldré del vagón prediciendo el tiempo que hará esta noche, si seguirá el calor sofocante del mediodía o refrescará lo suficiente. No me pondré la chaqueta, que llevaré colgada del brazo, y la bolsa pequeña hará que ella piense —pero no diga— que siempre viajo con lo justo, ya sea ropa o enseres personales. No encenderé un pitillo hasta que salga de la estación, no miraré el móvil mientras dejo atrás el tren (por si ella me ha escrito un mensaje para decirme que no viene y no me queda más remedio que leerlo). Tampoco caminaré rápido por si me pongo a sudar, ni miraré a los lados como un fugitivo. Tendré ganas de verla, muchas, pero no tantas de estar con ella, y eso lo sabré porque en los cinco últimos años le he dado muchas vueltas a nuestra relación y al efecto que produce en mí.
Lo dejamos hace un tiempo, pero no el suficiente para que yo no recuerde ciertas cosas. Por ejemplo, que sonreirá al verme, una sonrisa desganada que va entre un «me has hecho perderme el rodaje de hoy» y un «más te vale que merezca la pena». Nos daremos dos besos —ella en los pómulos, como cuando me castigaba; yo con retardo, apoyando los labios en su cara y haciendo el ruido del beso al separarlos, para hacerla reír, y se reirá— y me preguntará qué tal el viaje. Le diré que odio los trenes y volverá a contarme —no es pesada, solo tiene mala memoria— que en un vagón se aprendió el papel de Reyerta, la película que la hizo famosa; le diré que, más que famosa, conocida, y que para las líneas de guion que tenía lo mismo hubiera servido que viajase en avión. Volverá a reír y le diré que en el cine habrá conocido a hombres más guapos, más altos y más fuertes, pero a ninguno que la haga reír como yo, y me contestará que, a su edad, a los hombres los quiere para pasearlos, como los vestidos, porque para reírse le bastan sus amigas. Recordaré que en los últimos tiempos me aburrían sus frases ingeniosas, que se notaba muchísimo que sus guionistas desechaban por artificiales.
Nos subiremos a su coche, iremos al Pimpi a tomar manzanillas, y en algún momento de la tarde ella querrá pillar y yo le diré que lo dejé hace cinco años, el día que nos separamos, y me dirá que no quiero pillar porque nunca se me levanta cuando me meto, y le diré que ya no me hace falta pillar para que no se me levante, y se reirá porque, «de todos modos, no íbamos a acostarnos». Yo no le diré por qué prefiero no pillar; ella no preguntará porque preferirá no saberlo, y hablaremos de nuestros amigos (los despellejaremos poniendo énfasis en que los queremos mucho) y de nuestros trabajos, tratando sutilmente de quedar uno por encima del otro utilizando perversas tácticas pasivo-agresivas. No me besará, nunca me besará. No me preguntará por mis padres. Tampoco por el accidente ni por mi último trabajo, que creerá abandonado, y creerá mal. Me habrá echado de menos y yo la habré echado de menos a ella, aunque yo piense, como siempre, que no lo suficiente.
Habrá un momento, cuando salgamos del bar, en que me dé cuenta de que su coche ya no es un 131 Mirafiori, y qué pinta en este siglo un 131 en general. Pensaré, y no será cómodo, en que yo había imaginado nuestra cita con tanto detalle, y tan seguro estaba de mis aciertos, que ni siquiera me paré a pensar por qué razón iba a estar ella apoyada en un 131. Pero estoy seguro de que estará apoyada en él cuando yo salga de la estación, y de pronto comprenderé que eso ya no es una suposición, sino una certeza.
Me detendré en la calle y dudaré de si estoy soñando o no, daré un paso detrás de otro muy despacio, como si el suelo fuese a desaparecer, tal y como deseo en mis sueños para despertarme: que el suelo desaparezca y yo caiga al vacío que me devuelva a la vida. Pero no lo hace: el suelo no desaparece. Le preguntaré si no me estaba esperando apoyada en un 131 Mirafiori y me dirá que ni idea del modelo del coche, pero que el suyo desde luego no era un Mirafiori, ya no era un Mirafiori («¿me vacilas?», preguntará con una sonrisa). Y descubriré poco a poco, a cámara lenta, que lo que había imaginado que pasaría al bajarme del tren no era una recreación, sino algo real. Por tanto, no lo estaba imaginando, sino viviendo. Podía sospechar lo que iba a pasar con Valentina Barreiro, al fin y al cabo mi pareja durante veintidós años y fácilmente predecible, tanto que yo ya no era su exnovio sino su algoritmo, pero nunca, de ningún modo, detalles tan absurdos como que la encontraría apoyada en un coche concreto, ni el modelo de ese coche.
Descubriré entonces que el paso previo al terror siempre es creer que no existe, el siguiente es asumirlo y aún hay otro más, el definitivo: encontrarle la ternura. Y solo entonces sabré por qué me extrañaba que no me hubiese preguntado por el accidente, y qué accidente era el que podía preocuparme sino el mío.
2
Las últimas palabras de la madre de Valentina Barreiro antes de morir fueron: «todos los que dicen que el dinero no da la felicidad son unos hijos de puta». Las oyeron su padre, su hermano y ella en la habitación del hospital. Cuando empezó a agonizar, su hermano estaba de guardia en el cuarto mientras Valen y su padre dormían en una sala contigua. Valen siempre recordaría lo horroroso que le pareció que su hermano los despertase con un «¡venid, venid, que ya va!», como si estuviese a punto de actuar el representante español de Eurovisión. Y su madre, que apenas había podido hablar en las últimas semanas, abrió un poco los ojos y dijo esa frase.
La noche siguiente Valen me contó que le dio algo de pena que se muriese tan lúcida. No quería decir que en el caso de morir tonta perdida no le fuese a dar pena, pero habría algo de consuelo si sus últimas palabras hubiesen sido una estupidez de calibre importante. «Siento mucho lo de tu madre». «Bueno, qué se le va a hacer, al menos no volveremos a escuchar sus estupideces». Pero no fue así. «Todos los que dicen que el dinero no da la felicidad son unos hijos de puta», sentenció. Valentina Barreiro nunca olvidaría la vergüenza que pasó en ese momento, tanta que no sabía ni para dónde mirar, porque «el dinero no da la felicidad» era la frase preferida de su padre. El hombre, clavado como una estatua junto a la cama, miraba a su mujer con los ojos llorosos, sin dar crédito. Fue como si al final de todo, sin posibilidad de réplica, ella hubiese querido aclarar un histórico malentendido familiar. Nadie dijo una palabra más en aquel cuarto. Incluso se dejó de llorar por la muerta como señal de respeto al vivo. «Eso estuvo fuera de lugar» fue lo único que dijo él al respecto muchos años después.
Valen y yo llevábamos saliendo unos días. Nuestra primera cita había sido el sábado anterior; luego la había visto otro día entre semana, durante el recreo. O sea, que me había encontrado de golpe un percal de narices. De repente tuve que conocer a su familia en el entierro —la primera vez en mi vida que me ponía una corbata—; allí todos llorando y moqueando y yo con los pañuelos de un lado para otro saludando como buenamente podía («encantado, mucho gusto, ¡oh, qué lastimosas circunstancias!») mientras dejaba un cuchicheo a mis espaldas («pero ¿este quién es?»). Muchos años después me acordaría todo el rato del ministro de Defensa calvo que se puso un implante capilar para estrenarlo el día de la Constitución, con tan mala suerte que tres días antes ETA mató a un concejal y él se presentó con un flequillo frondoso a dar el pésame a la familia y presidir el funeral de Estado; nadie sabía dónde meterse, claro.
Yo era el pelo nuevo de Valen, a la que se la sudaba todo, porque al menos el ministro ni se peinaba de la vergüenza que le estaba dando, pero ella me llevaba de un lado a otro presentándome hasta al de las Coca-Colas.
—¿Pero tu madre estaba tan mal? —le pregunté cuando salimos a fumar.
—Muchísimo.
—¿Y no podías esperar una semana a salir conmigo? —pregunté bajando la voz—. Es que estoy flipando.
Valen me miró muy resuelta y dijo:
—Ahora iremos a verla. Está bien, detrás de un cristal, muy guapa, porque algo bueno ha de tener morir joven. Estaremos solos en la sala, la conocerás y nos quedaremos allí un ratito, que hace calor y se está bien, y luego nos vamos a casa, ¿vale? Y no sé si esto saldrá bien o mal, pero mira, ya no nos olvidaremos el uno del otro en la vida.
La verdad es que era mi primera novia y yo su primer novio, así que no estaba el listón tan alto como para meter a una madre muerta en medio, pero si ella creía que así no nos olvidaríamos nunca, me parecía bien. Igual por nosotros mismos no éramos capaces; igual, digo, teníamos que enterrar a su madre en la primera cita y descuartizar a su padre en la segunda para, de ese modo, encontrarnos al cabo de veinte años y sonarnos de algo.
Creo que ahí me empezó a gustar, en esa inconsciencia que no tenía nada de pose, sino de indefensión. No era más que una niña asustada que empezaba a quedarse sola antes de tiempo, y en lugar de defenderse alquilando traumas a la carta y mandando la factura a los demás prefería escandalizar inofensivamente.
Entramos de la mano en la sala donde estaba el cuerpo. Se anunció entre susurros —al oído de un ejército de ancianas que parecía contratado para la ocasión— que Valentina quería despedirse de su madre. Las viejas fueron saliendo en procesión sin dejar de rezar mientras apretaban las cuentas del rosario, una a una, mirándonos entre el rencor y el desdén. «A rezar a vuestra puta casa», dijo Valen cuando nos quedamos solos.
Su madre era una mujer simétrica, hermosa para el canon, a diferencia de Valen, que tenía una belleza salvaje para quienes se la encontraban, como uno de esos ambigramas en los que todo el mundo ve una imagen y solo unos pocos elegidos la otra. Creo que era uno de esos elegidos, porque a ninguno de mis amigos le gustaba Valentina Barreiro.
—¿Qué es lo que más te gusta de ella? —interrumpió mis pensamientos.
—No sé —balbuceé sorprendido—, nunca... nunca había visto una muerta.
—¿Eso es lo que más te gusta, que esté muerta?
—No, eso no me gusta. Mejor que esté viva.
—Bueno, pero si estuviera viva ahora daría un poco de miedo, ¿no?
—Claro, mejor muerta.
—Tampoco te pases.
—¿Por qué hablamos bajito? ¿Se habla bajito delante de los muertos?
—No lo sé, no me sale hablar alto. ¿Tienes mucha experiencia con ellos?
—No, caray. Te he dicho que nunca había visto uno. No sé qué es lo que más me gusta de ella, no soy capaz de concentrarme en otra cosa que no sea su..., su estado. Su estado de «muerta».
—Buf, vámonos. Me estás agobiando muchísimo.
Se giró hacia mí mientras salíamos y me dio un beso en la boca. Nuestro primer beso. Sin lengua, un beso rápido, tanto que no sé si quería sacarme algo de los labios. Al salir del tanatorio se produjo una discusión —una de esas corteses que pueden tener más consecuencias que las hostiles— para ver en qué coches baj