1
SiempreTravancore, en el sur de la India, 1900
Ella tiene doce años y la van a casar por la mañana. Madre e hija yacen sobre la estera con las mejillas húmedas pegadas entre sí.
—El día más triste de la vida de una niña es el de su boda —dice la madre—. Después de eso, si Dios quiere, todo mejora.
Poco después, la niña oye los sollozos de su madre convertirse en respiración pausada y luego en suaves ronquidos que parecen imponer un orden en los sonidos dispersos de la noche, desde las paredes de madera que exhalan el calor del día hasta los rasguños del perro en la arena del patio.
Un cuco chikra canta «Kezhekketha? Kezhekketha?» («¿Hacia dónde está el este? ¿Hacia dónde está el este?»), y ella lo imagina contemplando, en medio del claro, el techo rectangular de paja que cubre su casa, y la laguna delante, y el arroyo y el arrozal detrás. El cuco puede cantar horas, impedirles dormir... pero justo en ese momento se interrumpe abruptamente, como si una cobra se hubiera abalanzado sobre él. En el silencio que surge a continuación, el arroyo, lejos de entonar una canción de cuna, gruñe sobre los guijarros pulidos.
Se despierta antes del alba mientras su madre todavía duerme. A través de la ventana, el agua del arrozal resplandece como plata esculpida. En la veranda yace, vacía y abandonada, la ornamentada charu kasera, la silla reclinable de su padre. La paleta para escribir se extiende como un puente entre los largos apoyabrazos de madera; la retira y se sienta. El tejido de caña guarda la impresión fantasmal de su padre.
En las orillas de la laguna hay cuatro cocoteros que crecen torcidos, rozando el agua como si contemplaran su propio reflejo antes de enderezarse hacia el cielo: «Adiós, laguna; adiós, arroyo.»
«Molay?», le había dicho el día anterior, para su sorpresa, el único hermano de su padre. Hacía tiempo que no utilizaba ese término cariñoso («molay»: «hija») para dirigirse a ella. «¡Te hemos encontrado una muy buena pareja!» Le hablaba en un tono empalagoso, como si tuviera cuatro años y no doce. «Tu prometido valora que vengas de buena familia, que seas la hija de un predicador.»
Ella sabía que su tío llevaba tiempo tratando de casarla, pero igualmente sentía que se había apresurado al concertar el matrimonio. No obstante ¿qué podía decir? Esos asuntos los decidían los adultos. La impotencia dibujada en el rostro de su madre la avergonzaba: sentía lástima por ella, cuando deseaba tanto sentir respeto. Más tarde, a solas, su madre le había dicho: «Molay, ésta ya no es nuestra casa; tu tío...» Suplicaba, como si su hija hubiera protestado; su voz se iba apagando, sus ojos miraban hacia todas partes, nerviosos: hasta las lagartijas de las paredes podían delatarla. «¿Cómo puede ser la vida allí? Celebrarás la Navidad, ayunarás en Anpathu noyambu... Irás a la iglesia los domingos... La misma eucaristía, los mismos cocoteros, las mismas plantas de café... Él es un buen partido... tiene recursos.»
¿Por qué iba a querer un hombre de recursos casarse con una niña de escasos recursos, una niña sin dote? ¿Qué le estaban ocultando? ¿Qué le faltaba a él? Juventud, para empezar: tiene cuarenta años. Ya tiene un hijo. Pocos días antes, tras la visita del casamentero, oyó que su tío regañaba a su madre diciéndole: «¿Y qué problema es que su tía se haya ahogado? ¿Eso equivale a decir que hay antecedentes de demencia en la familia? ¿Quién ha oído hablar nunca de una familia con “antecedentes de ahogamientos”? La gente siempre se llena de envidia cuando alguien encuentra un buen partido: lo exagera todo.»
Sentada en la silla, acaricia los lustrados apoyabrazos mientras piensa en los antebrazos de su padre: como la mayoría de los hombres malayalis, parecía un oso, con pelo en los brazos, el pecho y hasta en la espalda, de modo que era imposible tocarle la piel más que a través del suave pelaje. Ella había aprendido a leer sentada sobre sus piernas en esa misma silla. Cuando le iba bien en la escuela (un colegio religioso), él le decía: «Tienes buena cabeza, pero lo más importante es que eres curiosa. Irás a la secundaria y, ¿por qué no?, ¡hasta a la universidad! No permitiré que te cases joven como tu madre.»
El obispo había enviado a su padre cerca de Mundakayam, a una iglesia con problemas que no tenía un achen fijo por culpa de los malévolos comerciantes mahometanos. No era sitio para una familia; allí, la bruma matinal seguía mordisqueándote las rodillas al mediodía, y al anochecer te llegaba al mentón, y la humedad no te dejaba respirar, y provocaba reumatismo y fiebre. Menos de un año más tarde, regresó con unos escalofríos que le hacían castañetear los dientes, la frente ardiendo y orinando un líquido cada vez más negro. Antes de que pudieran conseguir ayuda, su pecho dejó de moverse y, cuando su madre le acercó un espejo a los labios, éste no se empañó: el aliento de su padre ya era sólo aire.
Ése había sido el día más triste de su vida, ¿cómo podría el matrimonio ser peor?
Se levanta de la silla de mimbre por última vez. La silla de su padre y la cama de teca de su padre son como las reliquias de un santo para ella: conservan su esencia. ¡Si sólo pudiera llevárselas a su nuevo hogar!
La casa se agita.
Ella se seca los ojos, cuadra los hombros, alza el mentón como para enfrentar lo que sea que le depare el día: la infelicidad de la partida, el abandono de un hogar que ya no es el suyo. Que haya caos y dolor en el mundo que Dios creó es un misterio insondable; sin embargo, la Biblia le ha enseñado que todo responde a un designio. Como diría su padre: «La fe consiste en saber que existe un orden, aunque no sea evidente.»
—Voy a estar bien, Appa —dice ella representándose la angustia de su padre. Si todavía estuviera vivo, ella no estaría a punto de casarse.
Imagina su respuesta: «Las preocupaciones de un padre terminan cuando aparece un buen marido. Rezo porque él lo sea pero, en todo caso, estoy seguro de que Dios, que te ha cuidado aquí, te acompañará también allí, molay. Nos lo promete en el Evangelio: “... y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo.”»
2
Tener y retenerTravancore, 1900
El trayecto hasta la iglesia del novio les lleva casi medio día. El barquero los conduce por un laberinto de canales desconocidos sobre los que cuelgan llameantes hibiscos rojos. Las casas están tan cerca de la orilla que, si quisiera, podría tocar a la vieja que, en cuclillas, aventa el arroz haciendo girar una cesta plana. Alcanza a oír a un muchacho que le lee el periódico Manorama a un anciano ciego que se frota la cabeza como si las noticias le dolieran. Casa tras casa, cada una un pequeño universo; niños de su edad que los miran pasar. «¿Adónde vais?», pregunta uno, con el torso desnudo y los dientes negros, mientras los apunta con el índice (su cepillo de dientes) cubierto de carbón en polvo. El barquero lo fulmina con la mirada.
Abandonan los canales y se adentran en una alfombra de lotos y lirios tan espesa que ella podría caminar por encima. Las flores están abiertas, como si le desearan buena suerte. Siguiendo un impulso coge una tirando del tallo anclado en lo profundo. Al arrancarla se salpica, pero es como una joya rosada: resulta un milagro que algo tan hermoso pueda surgir de un agua tan turbia. Su tío se vuelve para mirar a su madre, quien no dice nada, aunque le preocupa que su hija se manche la blusa y el mundu, que son blancos, o el kavani, con su ribete de un dorado tenue. Un aroma frutal inunda la embarcación. Ella cuenta veinticuatro pétalos. Abriéndose paso por la alfombra de lotos, salen a un lago tan ancho que resulta imposible otear la otra orilla; el agua está quieta y lisa. Se pregunta si el mar será así. Casi ha olvidado que está a punto de casarse. En un concurrido embarcadero, cambian a una canoa gigantesca cuyos extremos se curvan hacia arriba, como las vainas de alubias secas. Los remeros son flacos y musculosos. En el medio hay dos docenas de pasajeros de pie, defendiéndose del sol con sus paraguas. Ella se da cuenta de que está yéndose tan lejos que no le será fácil volver de visita a su casa.
El lago se estrecha imperceptiblemente hasta convertirse en un río ancho. La embarcación va cogiendo velocidad arrastrada por la corriente. Al fin, a lo lejos, sobre una cuesta, una enorme cruz de piedra que custodia una pequeña iglesia (el travesaño proyecta su sombra sobre el río), una de las siete iglesias y media que fundó el apóstol santo Tomás. Como alumna de una escuela religiosa, se sabe sus nombres: Kodungallur, Paravur, Niranam, Palayoor, Nilackal, Kokkamangalam, Kollam y la diminuta Thiruvithamcode (media iglesia), pero ver una por primera vez la deja sin aliento.
El casamentero llegado desde Ranni se pasea de un lado a otro del patio. Los cercos de sudor en las axilas de su juba se alargan y unen en el pecho. «El novio debería haber llegado hace mucho», dice. Los escasos cabellos que estira sobre su coronilla se le han desviado hacia una oreja como las plumas de un loro. Traga saliva nerviosamente y una protuberancia en su cuello sube y baja. Su aldea es célebre por tener los mejores arrozales... y por el bocio.
Por toda comitiva, el novio ha llevado a su hermana Thankamma. Robusta y sonriente, coge las diminutas manos de su futura cuñada entre las suyas y las aprieta con afecto.
—Ya viene —le dice.
El achen, de sotana, se pone la estola y abre las manos para preguntar sin palabras: «¿Y bien?» Nadie responde.
La novia está temblando, aunque hace un calor sofocante. No está acostumbrada a ponerse chatta y mundu. A partir de ese día, se acabaron faldas y las blusas de color; se vestirá como su madre y su tía, con el uniforme que los cristianos de Santo Tomás disponen para las casadas: el blanco. Su mundu es igual que el de los hombres, pero se ata de una manera mucho más elaborada, con el extremo libre plisado y doblado tres veces sobre sí mismo para hacer una cola en forma de abanico que oculte el trasero de quien lo usa. Ese ocultamiento es también el objetivo de la amorfa blusa de manga corta y cuello en «V», la chatta blanca.
La luz se cuela por los altos ventanales proyectando sombras oblicuas. El incienso le hace cosquillas en la garganta. Al igual que en su iglesia, no hay bancos, sólo, en el frente, una áspera alfombra de fibra de coco sobre el suelo del color del óxido. Su tío tose y el sonido resuena en el espacio vacío.
Esperaba que su prima hermana (también su mejor amiga) asistiera a la boda. Se había casado el año anterior, también con doce años, con un novio de su misma edad y de buena familia que se había aburrido como una ostra en la ceremonia y se había dedicado a hurgarse la nariz hasta que el achen había interrumpido la kurbana para susurrarle: «¡Deja de escarbar: allí no hay oro!» Su prima le había escrito que, en su nuevo hogar, dormía y jugaba con las otras chicas de la familia, y que estaba encantada de no tener que tratar con su fastidioso marido. Tras leer la carta, su madre había comentado con conocimiento de causa: «Bueno, un día todo eso cambiará.» En su propia boda, ella se pregunta qué habrá querido decir su madre, y si ya habrá ocurrido ese cambio.
Algo agita el aire. Su madre le da un empujoncito hacia delante y luego se aparta.
El novio se planta a su lado y el achen da comienzo a la ceremonia («¿Tiene el novio una vaca a punto de parir?»). Ella no se permite volver la cara en ningún momento.
En las lentes sucias de las gafas del achen vislumbra, reflejada, una imagen: dos siluetas recortadas contra la luz de la entrada; una de ellas alta y robusta, la otra, muy menuda; esta última es ella misma.
¿Qué se sentirá con cuarenta años? Él es mayor que su madre. Se le ocurre una cosa: ya que es viudo, ¿por qué no se casó con su madre, en vez de con ella? Pero sabe por qué: el estatus de una viuda es apenas superior al de un leproso.
De pronto, el achen titubea en su canto porque el futuro marido le ha dado la espalda (¡lo impensable!) para ponerse a examinar a su futura esposa. La mira a la cara respirando como quien ha recorrido a toda prisa una distancia larguísima. Ella no se atreve a levantar la vista, pero le llega su olor a tierra. No consigue dejar de temblar, cierra los ojos.
—¡Pero si es apenas una niña! —lo oye exclamar.
Cuando abre los ojos, ve a su tío abuelo extendiendo una mano para detener al novio, que se marcha, y a éste quitándose de encima esa mano como quien espanta una mosca.
Thankamma corre tras el novio fugitivo mientras su gran barriga, que parece un delantal de grasa, se balancea pese a sus intentos de sujetársela con las manos. Lo adelanta cerca de un apoyadero de piedra (una especie de dolmen, pero sin finalidad religiosa, que llega a la altura de los hombros y sirve para que quienes llevan una carga en la cabeza puedan dejarla ahí un momento y tomar un respiro). Thankamma posa las manos en el considerable pecho de su hermano tratando de hacerlo aminorar el paso, pero éste no se detiene y la obliga a caminar hacia atrás. «Monay», le dice, porque él es mucho más joven, más un hijo que un hermano. «Monay», repite jadeando.
Lo que ha sucedido es muy serio, pero la manera en que su hermano la empuja (como si él fuera el labrador y ella el arado) resulta cómica y ella no puede contener la risa.
—¡Mírame! —le ordena sin dejar de sonreír. ¿Cuántas veces no ha visto a su hermano fruncir el ceño, incluso cuando era un bebé? Apenas tenía cuatro años cuando la madre de ambos murió y ella ocupó su lugar. Que lo acunara y le cantara ayudaba a alisarle las arrugas del entrecejo. Mucho más tarde, cuando el hermano mayor le arrebató mediante engaños la casa y la propiedad que deberían haber sido suyas, sólo ella lo defendió.
Él aminora la velocidad. Ella conoce bien a ese avaro de las palabras. Si Dios obrara el milagro de destrabarle las mandíbulas, ¿qué diría? «Chechi, cuando me vi al lado de esa niña abandonada y temblorosa, pensé: “¿Ésta es la persona con la que me tengo que casar?” ¿Has visto cómo le temblaba el mentón? Yo ya tengo un hijo por el cual preocuparme, no necesito más.»
—Te entiendo, monay —le dice ella como si él hubiera abierto la boca—, sé cómo pinta esto, pero no te olvides de que tu madre y tu abuela se casaron cuando apenas tenían nueve años. Eran niñas, y se criaron como tales, sólo que en otra casa, hasta que dejaron de serlo. ¿Acaso este sistema no conduce a los matrimonios más compatibles, a los mejores? Pero, más allá de eso, piensa un momento en esa pobre niña. ¿Vas a abandonarla en el altar el día de su boda? ¡Ayo, qué vergüenza! ¿Quién querrá casarse con ella después de eso? —Él sigue caminando—. Es una buena chica —continúa Thankamma— ¡y de muy buena familia! Tu pequeño JoJo necesita de alguien que lo cuide: ella será para él lo que yo fui para ti cuando eras pequeño. Deja que se críe en tu casa; necesita a Parambil tanto como Parambil la necesita a ella. —Se tropieza y, cuando él la agarra, le vuelve a ganar la risa—. ¡Hasta a los elefantes les cuesta caminar hacia atrás! —Sólo ella sería capaz de reconocer una sonrisa en la ligera asimetría que aparece en el rostro de su hermano—. Yo misma he escogido a esa niña para ti, monay. El casamentero no tiene mayor mérito: fui yo quien se entrevistó con la madre y vio a la niña sin que se diera cuenta. ¿Acaso no escogí bien la primera vez? Tu bendita primera esposa, Dios la tenga en su gloria, lo aprueba, así que haz el favor de confiar en tu chechi una vez más.
El casamentero discute con el achen, quien murmura:
—¿Qué está pasando aquí?
«Jehová, roca mía y castillo mío, y mi libertador.» Su padre le había enseñado a la joven recién casada a decir esas palabras cuando estaba asustada. «Roca mía y castillo mío...» Entonces, una misteriosa energía emana del altar, la rodea como una sobrepelliz y le confiere una profunda paz. Uno de los doce consagró aquella iglesia, el único apóstol que hundió sus dedos en las heridas de Cristo pisó alguna vez el suelo que ella pisa. Oye una voz que le habla sin sonido: «Yo estoy contigo todos los días, hasta el fin del mundo», le dice.
Entonces, los pies descalzos del novio vuelven a aparecer a su lado. «¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!», pero los pies que ella mira son toscos, callosos e invulnerables a las espinas, capaces de aplastar un tocón podrido y de encontrar las hendiduras que permiten trepar a una palmera. Esos pies, que saben que se los juzga, se remueven, y entonces ella, sin poder evitarlo, levanta la cara y le echa una mirada a hurtadillas al novio. Tiene la nariz afilada como un hacha, labios carnosos y el mentón prominente. Su pelo es negro azabache, sin nada de gris, lo cual le sorprende. Tiene la piel mucho más oscura que la suya, pero es apuesto. Le asombra la intensidad de su mirada mientras contempla al sacerdote; es como la de una mangosta esperando a que la serpiente se abalance para poder esquivarla, girar en redondo y cogerla del cuello.
La ceremonia debe de haber pasado más rápido de lo que ella cree, porque su madre ya está ayudando al novio a descubrirle la cabeza. Él se mueve a sus espaldas. Le posa las manos sobre los hombros y le ata al cuello el diminuto minnu de oro. Sus dedos están calientes como carbones encendidos.
El novio pone su tosca marca en el acta de la iglesia y luego le pasa la pluma. Ella escribe su nombre, el día, el mes y el año: 1900. Cuando levanta la vista él ya está saliendo de la iglesia. El sacerdote observa la silueta que se aleja y dice:
—¿Y éste qué? ¿Se ha dejado el arroz en el fuego?
Su marido no está en el embarcadero donde un bote se balancea y tensa impaciente sus amarras.
—Desde que tu marido era un niño —dice su nueva cuñada—, siempre ha preferido que sean sus pies los que lo lleven. ¡Yo no! ¿Por qué voy a caminar si puedo flotar? —La risa de Thankamma es contagiosa, pero ahora, en la orilla del agua, madre e hija deben separarse. Se aferran la una a la otra: quién sabe cuándo volverán a verse. Ya tiene un nuevo apellido, una nueva casa que aún no ha visto, pero a la que pertenece a partir de ese instante: debe renunciar a la anterior.
Thankamma también tiene los ojos húmedos.
—Tú no te preocupes —le dice a la consternada madre—: cuidaré de ella como si fuera hija mía. Me quedaré dos o tres semanas en Parambil; para entonces, ella conocerá a su nueva familia mejor que a los salmos. No me lo agradezcas, mis hijos ya son todos adultos. ¡Me quedaré lo suficiente como para que mi marido me eche de menos!
A la joven recién casada se le aflojan las piernas cuando se despega de su madre: se caería si Thankamma no la cargara como a un bebé, sosteniéndola contra una de sus caderas, y la llevara a bordo de la embarcación que las aguarda. Ella, instintivamente, rodea con las piernas la maciza cintura de Thankamma y aprieta la mejilla contra el hombro rollizo. Desde esa posición le devuelve la mirada a la triste figura que la despide agitando las manos desde el embarcadero, empequeñecida por el gigantesco crucifijo de piedra que se eleva a sus espaldas.
El hogar de la joven recién casada y su novio viudo se encuentra en Travancore, en el extremo meridional de la India, un lugar encajado entre el mar Arábigo y los Ghats Occidentales (la extensa cadena montañosa que se extiende paralela a la costa oeste del subcontinente). El agua ha dado forma a la tierra, y su gente está unida por un idioma compartido: el malabar. Cuando el mar llega a la arena blanca, hunde sus dedos para entrelazarlos con los ríos que serpentean por las frondosas pendientes de los Ghats. Es un mundo que parece la fantasía de un niño, con sus arroyos y sus canales, una celosía de lagos y lagunas, un laberinto de remansos y estanques de lotos color verde botella, un amplio sistema circulatorio, puesto que, como decía su padre, toda el agua está conectada. Ese mundo engendró un pueblo, los malayalis, tan móvil como el medio líquido que los rodea, de gestos fluidos y pelo derramado sobre los hombros, siempre dispuestos a soltar carcajadas mientras van flotando de la casa de un pariente a la de otro, pulsando y deambulando como glóbulos sanguíneos en un sistema circulatorio propulsado por los latidos del gran corazón del monzón.
En esta tierra, los cocoteros y las palmas de Palmira son tan abundantes que de noche sus recargadas siluetas siguen balanceándose y resplandeciendo en el interior de los párpados cerrados. Los sueños de buen augurio deben tener hojas verdes y agua: su ausencia define las pesadillas. Cuando los malayalis dicen «tierra» incluyen el agua, porque separar ambas cosas no tiene más sentido que apartar la nariz de la boca. En esquifes, canoas, barcazas y ferris, los malayalis y sus mercancías se trasladan por todo Travancore, Cochín y Malabar con una agilidad inconcebible para los que no tienen salida al mar. A falta de caminos decentes, transportes regulares y puentes, el agua es la carretera principal.
En la época de nuestra joven recién casada, las familias reales de Travancore y Cochín, cuyas dinastías se remontan a la Edad Media, se encuentran bajo dominio británico como «Estados principescos». Hay más de quinientos Estados principescos bajo el yugo británico (la mitad de la superficie terrestre de la India), la mayoría pequeños e insignificantes. Los maharajás de los principados más grandes, o «Estados de saludo» (Hyderabad, Mysore y Travancore), tienen derecho a un saludo de nueve a veintiún cañonazos, número que refleja la importancia del maharajá para los británicos (y que con frecuencia equivale a la cantidad de RollsRoyce en la cochera real). A cambio de mantener sus palacios, automóviles y estatus, y de que se les permita gobernar de una manera semiautónoma, los maharajás pagan a los británicos un diezmo de los impuestos que aplican a sus súbditos.
En su aldea del Estado principesco de Travancore, nuestra recién casada jamás ha visto a un soldado ni a un funcionario civil británico, circunstancia totalmente distinta a la de cualquiera que viva en las «presidencias» de Madrás o Bombay, territorios administrados directamente por los británicos y que están infestados de ellos.
Con el tiempo, las regiones de lengua malabar de Travancore, Cochín y Malabar se unirán para formar, en la punta de la India, el estado de Kerala, un territorio costero con forma de pez cuya cabeza apunta a Ceilán (hoy Sri Lanka) y la cola a Goa, mientras que los ojos miran con añoranza el océano hacia Dubái, Abu Dabi, Kuwait y Riad.
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Hundid una pala en la tierra en cualquier sitio de Kerala y un agua teñida de óxido saldrá a la superficie como sangre bajo un bisturí: un elixir rico en laterita que nutre a todos los seres vivos. Se pueden descartar las afirmaciones de que un feto abortado, pero viable, arrojado sobre ese suelo crece y se convierte en un humano feral, pero no puede discutirse que en ese sitio las especias florecen con una abundancia sin igual en el mundo. Durante siglos antes de Cristo, los vientos del sudeste hinchaban el velamen triangular de los dhows conduciendo a sus tripulantes hasta la «Costa de las Especias», donde compraban pimienta, clavo y canela. Luego, cuando los vientos del comercio cambiaban, regresaban a Palestina, donde las vendían a compradores de Génova y Venecia a cambio de pequeñas fortunas.
La locura de las especias arrasó Europa como la sífilis o la peste, y por los mismos medios: los marineros y sus embarcaciones. Pero esa infección era saludable: las especias alargaban la vida de los alimentos y de quienes los consumían. Y había otros beneficios: en Birmingham, un sacerdote que masticaba canela para disimular su aliento a vino se volvió irresistible para sus feligresas y escribió bajo seudónimo el popular opúsculo Nuevas salsas dulces y picantes: una alegre colección de combinaciones bastas y placenteras para maridos y esposas. Los boticarios celebraban las milagrosas curas de la hidropesía, la gota y el lumbago que se lograban mediante pociones de cúrcuma, kokum y pimienta. Un doctor marsellés descubrió que, si se frotaba con jengibre un pene pequeño y flácido, ambos estados se invertían y le procuraba a su partenaire «tanto placer que protesta cuando él lo saca». Por extraño que pueda parecer, a los cocineros occidentales jamás se les ocurrió tostar en seco y moler conjuntamente granos de pimienta, semillas de hinojo, cardamomo, clavo y canela, y poner luego esa mezcla de especias en aceite con semillas de mostaza, ajo y cebolla para preparar un masala, la base de cualquier curry.
Como era natural, dado que los precios de las especias en Europa igualaban los de las piedras preciosas, los marineros árabes que las transportaban desde la India procuraron mantener su fuente en secreto durante siglos. A principios del siglo xv, los portugueses (y posteriormente los holandeses, franceses e ingleses) ya habían empezado a enviar expediciones para encontrar la tierra de donde provenían esas inapreciables especias. Aquellos exploradores eran como jóvenes lujuriosos que percibían el olor de una mujer disoluta, ¿y dónde estaba ella? En el este, siempre en el este.
Pero Vasco da Gama se dirigió al oeste, no al este, desde Portugal. Bordeó la costa occidental africana y la punta de África y salió por el otro lado. En algún lugar del océano Índico, capturó y torturó a un timonel árabe que lo condujo hasta la Costa de las Especias (actualmente Kerala). Él y sus hombres fondearon cerca de la ciudad de Calicut tras el viaje oceánico más largo que se había completado hasta entonces.
El zamorín de Calicut no se dejó impresionar por Da Gama ni por su monarca, que enviaba corales marinos y bronce como tributo cuando sus propios regalos eran rubíes, esmeraldas y seda. Le resultaba risible que Da Gama asegurara que su ambición consistía en llevar el mensaje de Cristo a los paganos; ¿acaso ese idiota ignoraba que mil cuatrocientos años antes de su llegada a la India, incluso antes de que san Pedro arribara a Roma, uno de los doce apóstoles (santo Tomás) había tocado tierra justo en esa costa en un dhow mercante árabe?
Según la leyenda, el apóstol santo Tomás llegó en el 52 d. C. y desembarcó cerca de la actual Cochín. Se encontró con un muchacho que volvía del templo y le preguntó: «¿Tu Dios oye tus plegarias?» El muchacho respondió que sí, sin ninguna duda. Entonces, Tomás +Dios puede hacer esto?» Mediante esa clase de demostraciones, ya fueran magia o milagros, convirtió al cristianismo a algunas familias brahmanes y posteriormente fue martirizado en Madrás. Aquellos primeros conversos (los cristianos de Santo Tomás) permanecieron fieles a la fe sin contraer matrimonio con nadie de fuera de la comunidad y, con el tiempo, unidos por sus costumbres y sus iglesias, fueron creciendo en número.
Casi dos mil años más tarde, dos descendientes de aquellos primeros conversos indios, una niña de doce años y un viudo de mediana edad, acababan de casarse.
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«Lo que pasó, pasó», le dirá nuestra joven recién casada, convertida ya en abuela, a su nieta (que lleva su mismo nombre) cuando ésta le ruegue que le hable de sus ancestros. La niñita ha oído rumores de que la suya es una genealogía repleta de secretos y que entre sus antepasados había traficantes de esclavos, asesinos y un obispo apartado del sacerdocio. «Niña, el pasado es el pasado y, además, cada vez que lo recuerdo es distinto. Te hablaré del futuro, que tú misma crearás.» Pero la niña insiste.
¿Dónde debería empezar la historia? ¿Con Tomás el incrédulo, quien insistió en tocar las heridas de Cristo antes de creer? ¿Con otros mártires de la fe? Lo que la niña pide es la historia de su propia familia, de la casa del viudo con el que su abuela se casó, una morada sin salida al agua en una tierra de agua, un hogar repleto de misterios. Pero esos recuerdos están tejidos con telarañas, el tiempo ha hecho agujeros en la tela y ella tiene que zurcirlos con mitos y fábulas.
Hay algunas cosas de las que la abuela está segura: un relato que deja huella en quienes lo escuchan cuenta la verdad sobre cómo vive el mundo, de modo que es inevitable que trate sobre familias, sus triunfos y heridas, sus muertos y fantasmas remisos, y que dé instrucciones para vivir en el reino de Dios, donde la alegría no lo libra a uno de los pesares. Una buena historia hace lo que no está dispuesto a hacer Dios con toda su indulgencia: reconcilia a las familias y las libra del peso de secretos que los vinculan con más fuerza incluso que la sangre. No obstante, tanto si se rebelan como si se guardan, los secretos pueden destrozar a una familia.
3
Cosas no dichasParambil, 1900
La recién casada sueña que está chapoteando en la laguna con sus primos, subiéndose con ellos a su estrecho esquife, haciéndolo volcar deliberadamente y luego volviendo a subirse mientras el eco de sus risas rebota en las orillas.
Se despierta confundida.
A su lado, un montículo ronca, se hincha y se deshincha. Es Thankamma, claro. Han pasado la primera noche en Parambil (cuyo nombre frota con la lengua como si fuera una muela astillada). Desde la puerta contigua, la de la habitación de su marido, no se oye nada. El cuerpo de Thankamma oculta a un niño pequeño; ella sólo alcanza a ver su pelo alborotado y lustroso, y una mano con la palma hacia arriba que se extiende justo al lado.
Escucha. Algo falta y su ausencia es inquietante. Se da cuenta: no oye agua. Le falta el murmullo tranquilizador de esa voz: por eso la ha fabricado en sus sueños.
El día anterior, el vallum (una piragua reforzada con tablones) las dejó a ella y a Thankamma en un pequeño embarcadero. Cruzaron un largo prado moteado de altos cocoteros cargados de frutos. Cuatro vacas pastaban, cada una atada a una larga cuerda. Atravesaron hileras de bananeros cuyas blandas hojas se acariciaban y golpeaban entre sí, cargados de pencas de plátanos rojos. El perfume de una magnolia champaca inundaba el aire. Tres gastadas y lustradas piedras servían para salvar un arroyo poco profundo. Más arriba, el arroyo se ensanchaba y se convertía en un estanque con las orillas cubiertas de matas de pandanos y de chenthengu, unas palmeras enanas cargadas de cocos anaranjados. Había una piedra de lavar en la orilla del estanque y Thankamma le dijo que ése era el sitio al que tenía que ir para bañarse. El borboteo del arroyo era un sonido de buen augurio. Ella había buscado la casa con la vista al desembarcar, pero no estaba allí, junto al río, así que seguramente debía de estar junto al arroyo... pero no vio nada. «Toda esta tierra, más de doscientas hectáreas, es Parambil», dijo Thankamma con orgullo señalando a izquierda y derecha. «La mayor parte es tierra agreste, llena de cuestas y sin desbrozar, y en las zonas que están más o menos limpias sólo hay una parte cultivada. Antes de que tu marido la domara, esto era una selva, molay.»
«Doscientas hectáreas.» El terreno de la morada que había conocido hasta el día anterior apenas ocupaba dos.
Siguieron por un sendero flanqueado de tapioca. Al fin, vio la casa, en lo alto de una cuesta, recortada contra la luz. Contempló el que sería su hogar por el resto de su vida. El tejado tenía la familiar inclinación en el medio y se curvaba hacia arriba en los extremos; los aleros, anchos y bajos, tapaban el sol y sombreaban la veranda... pero lo único que ella podía pensar era: «¿Por qué aquí? ¿Por qué no al lado del arroyo o al lado del río que trae visitantes, noticias y todas las cosas buenas?»
Ahora, tumbada boca arriba, examina la habitación: las paredes barnizadas y lustradas son de teca, no de madera de yaca sin trabajar, con aberturas en forma de crucifijo en la parte superior a través de las cuales sale el aire caliente; el falso techo también es de teca: una barrera contra el calor. Unas finas cintas de madera cierran las ventanas al tiempo que permiten que corra la brisa. Una puerta con dos hojas horizontales (desde luego) da acceso a la veranda. La hoja de arriba está abierta para dejar pasar la brisa y la de abajo cerrada para impedir que entren gallinas y otros bichos. Es una casa muy similar a la que abandonó, sólo que más grande. Todos los thachan («carpinteros») se ciñen a las mismas antiguas reglas Vastu, de las que ningún hindú ni cristiano se desvía. Para un buen thachan, la casa es el novio y la tierra es la novia, y él debe hacer que cuadren igual que un astrólogo cuadra horóscopos. Cuando una tragedia o una desgracia golpea a una familia, la gente dice que se debe a que la casa estaba situada de manera poco propicia, de modo que ella vuelve a preguntarse: «¿Por qué aquí, lejos del agua?»
Unas hojas que se agitan y un temblor transmitido a través del suelo le aceleran el corazón. Algo cerca de la puerta tapa la luz de las estrellas. ¿Será un fantasma de la casa que viene a presentarse? A continuación, parece como si un frondoso arbusto creciera y se extendiera hacia el interior de la habitación a través de la mitad superior de la puerta con una enorme serpiente enroscada en torno. Ella no puede moverse ni gritar, aunque sabe que está a punto de sucederle algo terrible en esa misteriosa casa apartada del agua... Pero, ¿acaso la muerte huele a jazmín?
Un ramo de jazmines sostenido por la trompa de un elefante flota sobre ella. Las florecillas se balancean sobre los otros durmientes y luego se detienen encima de su cara. Siente un aliento cálido, húmedo y antiguo. Unas minúsculas partículas de tierra le caen en el cuello.
El temor disminuye. Extiende la mano vacilante hacia la ofrenda. Le sorprende que los orificios nasales parezcan tan humanos, aunque rodeados de una piel más pálida y pecosa, tan delicados como labios y, al mismo tiempo, tan diestros y hábiles como dos dedos; le olfatean el pecho, le hacen cosquillas en el codo y luego ascienden hasta la cara. Ella reprime una risita. Unas exhalaciones calientes caen sobre ella como bendiciones; el aroma parece salido del Antiguo Testamento. La trompa se retira sin ruido.
Ella se vuelve y descubre a un testigo asombrado: JoJo, con sus dos años de edad, la mira fijamente, con los ojos muy abiertos, por encima de la barriga de Thankamma. Ella sonríe, se levanta y lo llama a su lado impulsivamente, lo carga, se lo coloca sobre una cadera y sale del cuarto siguiendo a la aparición.
Ella percibe espíritus por todo Parambil, al igual que en cualquier casa. Uno de ellos está fuera, paseando de un lado a otro del muttam. En la oscuridad centellean almas invisibles tan abundantes como las libélulas.
En un claro junto a un alto cocotero que se eleva sobre sus compañeros, el brillo de un ojo oscila como una lámpara en la brisa. Ella parpadea para acostumbrarse a la oscuridad y entonces ve una frente alta como una montaña y, a continuación, unas orejas que se sacuden de forma lánguida... una escultura tallada en la negra piedra de la noche. El elefante es de verdad, no un fantasma.
Cómodamente instalado en su cadera como si nunca hubiese conocido otra, JoJo le rodea el cuello con un brazo y le acaricia la oreja con actitud distraída. Ella siente ganas de reír: hace poco era ella la que se colgaba de Thankamma. Los dos semihuérfanos se quedan quietos. Siguiendo las órdenes del dador de jazmines, los espíritus se retiran con las sombras que dan paso al amanecer.
En su corta vida ha visto elefantes de templo, adorados y mimados con golosinas; ha visto elefantes que acarreaban troncos y atravesaban aldeas con sus pesados pasos de camino al bosque, pero no hay duda de que aquella bestia que tapa las estrellas es el elefante más grande del mundo. Verlo masticar despreocupadamente, contemplar la elegante danza de la trompa que dobla hojas y se las mete en la sonriente boca, la tranquiliza.
A sotavento del elefante, justo detrás de uno de los muros de barro que forman un foso en torno a cada cocotero para impedir que se filtren el agua y el estiércol, un hombre, su marido, duerme en un catre de tijera.
Sus codos y rodillas sobresalen por encima de la estructura de madera. En la postura del poderoso brazo izquierdo, en cuyo codo apoya una mejilla, ella ve ecos del visitante que le ha llevado jazmines.
4
La iniciación de la dueña de la casaParambil, 1900
En la cocina, el suelo de tierra apisonada se siente fresco bajo los pies, y las paredes, oscurecidas por el humo, resguardan aromas que hacen la boca agua. Ella se encuentra inmediatamente cómoda en ese santuario sombrío. Thankamma, inclinada hacia delante, sopla a través de un ancho tubo de metal, y sus mejillas se hinchan como globos mientras reaviva las brasas que el aduppu conserva de la noche anterior. De las seis ranuras abiertas entre los ladrillos, cuatro tienen ollas encima. Le asombra que Thankamma pueda moverse tan rápido siendo tan corpulenta; mira cómo mueve velozmente las manos, alimenta con cáscaras secas de coco el fuego bajo la sartén donde fríe cebollas, aplana las brasas bajo el arroz, que ha de hervir a fuego lento. Aquella mujerona le sirve un café que ha preparado diluyéndolo en leche y endulzándolo con panela.
—He hecho puttu —le dice antes de agitar el molde de madera para hacer aparecer un esponjoso cilindro de arroz blanco al vapor en el plato de hojas de plátano. Mezcla el de JoJo con plátano machacado y miel. Ha recalentado el bistec frito (erechi olarthiyathu) y el curry picante de pescado (meen vevichathu) de la noche anterior—. ¿Acaso no sabe mejor esta mañana? ¡Eso es lo bueno de esta olla de barro! Cuídala mucho y no la uses para nada que no sea el meen vevichathu, ¿de acuerdo? Así, cada año te saldrá mejor. Si un día se me incendia la casa y tengo que escoger entre mi marido y mi olla de barro... bueno, por fortuna mi marido ha tenido una buena vida, ¡y los currys que prepararía en mi olla me ayudarían a sobrellevar la viudez!
La risa de Thankamma retumba en el aire. Asombrada, la recién casada se sienta con las piernas cruzadas y contempla su primer desayuno en Parambil: es fastuoso, y equivale a lo que ella y su madre comían en una semana.
—Tu marido ha comido de pie, como de costumbre —explica Thankamma—. Ya se ha ido al campo.
Insiste en que una recién casada no debería hacer nada, sólo dejarse consentir. Ella lo intenta, pero va contra su naturaleza. Observa aquellos dedos intentando no perder detalle de los ingredientes que agregan a los currys, pero es difícil cuando se están preparando tantos platos a la vez. Se le ocurre que esas manos deben de tener memoria propia, porque su dueña no les presta la más mínima atención mientras parlotea de forma interminable. JoJo la arrastra fuera de allí, orgulloso de ser su guía, y la lleva a recorrer cada estancia sin reparar en que ya ha hecho lo mismo dos horas antes. La casa tiene forma de «L», siendo el asta la edificación original, más antigua, situada bien lejos del suelo, sobre un zócalo elevado, y construida en torno a la bóveda, o ara, donde se guarda la fortuna de la familia: el dinero, las joyas y el arroz. Debajo del ara hay un sótano, mientras que a los lados hay un dormitorio sin utilizar y una gran despensa junto a la cual se halla la cocina. Una estrecha veranda exterior lo conecta todo. El añadido más reciente de la casa está más cerca del suelo y cuenta con otras verandas amplias e invitantes en tres de sus lados. Aloja una sala que se usa poco y dos grandes dormitorios adyacentes, el de su marido y el que ocupan ella, JoJo y Thankamma, así como otro cuarto que hace las veces de trastero.
Los dos trazos de la L, el nuevo y el antiguo, rodean un muttam (o patio) rectangular cuyo suelo está cubierto de guijarros amarillos, dorados y blancos extraídos del lecho de un río. Cada mañana, Sara, una mujer pulayi, lo barre con una escoba de ramas dejando un dibujo en forma de abanico al retirar las hojas muertas y aplanar los guijarros. Allí se tienden las esteras para secar el arroz hervido y hay una cuerda para tender la ropa; allí, JoJo juega a la pelota.
Después de comer, ella, Thankamma y JoJo echan una larga siesta. (Su marido no duerme la siesta: se pasa el día fuera, trabajando la tierra, y, cuando ella lo divisa a lo lejos en el campo, lo ve acompañado de unos pocos pulayar entre los que destaca por su estatura y porque su piel es más clara en comparación.) Al anochecer, los tres descansan en el corredor cubierto fuera de la cocina mientras Thankamma, con los pies apoyados en un taburete, les cuenta historias interminables y los malcría dándoles golosinas que ha cogido del sótano. Ella tarda en darse cuenta de que las historias de Thankamma son una forma de enseñanza; intenta recordarlas por la noche, cuando se echa a dormir, pero ése también es el momento en que la nostalgia se le agarra a las entrañas y sus pensamientos se dirigen hacia su antigua casa. Thankamma la trata como una madre, lo que acentúa la tristeza. No obstante, sólo se permite llorar cuando está segura de que todos duermen.
La segunda mañana, cuando resuena a lo lejos el agudo pregón de la vendedora de pescado, Thankamma le pide que la llame y, cinco minutos más tarde, ya está en la entrada de la cocina, trayendo consigo la fragancia del río. Thankamma la ayuda a bajar la pesada cesta de la cabeza.
—¡Ah! ¡Así que ésta es la recién casada! —dice sacudiéndose escamas de los antebrazos y poniéndose en cuclillas—. Hoy traigo una mathi especial, sólo para ella. —Aparta el paño que cubre la cesta como si fuera a mostrar piedras preciosas.
Thankamma olfatea una sardina, la aprieta y golpea contra sus compañeras.
—¿Así que sólo para la recién casada? Pues guárdatela, si es tan especial. ¿Qué hay debajo de ese paño? ¡Ah! ¡Mira! ¿Esta otra mathi para quién es? ¿Ha habido otra boda y yo no me he enterado? ¡Dámela, y no rezongues!
Al día siguiente, la recién casada ve al pulayan Shamuel cruzando con esfuerzo el muttam bajo el peso de una amplia cesta llena de cocos que transporta sobre la cabeza. Thankamma le ha dicho que es el capataz de Parambil y la constante sombra de su marido; Sara, la mujer que barre el muttam, es su esposa. La familia de Shamuel lleva varias generaciones trabajando para ellos, le ha explicado Thankamma; quizá sus antepasados habían sido entregados como siervos a la familia en otra época, cuando esa práctica no era ilegal. Los pulayar son la casta más baja de Travancore; en muy pocos casos pueden tener propiedades, y hasta sus chozas pertenecen al hacendado del lugar; sólo verlos es un acto impuro para un brahmán y, si lo hace, luego debe tomar un baño ritual.
Bajo el peso de la cesta, las venas del cuello y de los brazos de Shamuel sobresalen como cables tensos en su cuerpo pequeño y compacto. Su pecho desnudo se hincha y se deshincha; las costillas parecen estar más fuera que dentro de la piel; es completamente lampiño, salvo por la pelusa en las mejillas y en la zona del bigote, y por el pelo corto que le cubre la cabeza y ha empezado a encanecer en las sienes. Parece de la edad de su marido, pese a que Thankamma le ha asegurado que es más joven.
Cuando Shamuel la ve, una inmensa sonrisa le transforma la cara; los pómulos le brillan como si fuesen de ébano lustroso y la blancura de sus dientes realza sus rasgos delicados. Hay algo infantil en su entusiasmo por dar la bienvenida a la recién casada.
—¡Aah! —dice, pero hay un asunto práctico del que debe ocuparse primero: —Molay, ¿podría pedirle a la chechi Thankamma que salga? Puede que esta cesta sea demasiado pesada para que usted me ayude a bajarla.
Una vez que Thankamma lo ayuda a bajar la cesta, él se quita el thorthu que lleva plegado sobre la cabeza, lo sacude para desdoblarlo y luego se limpia la cara sin apartar los ojos de la recién casada ni dejar de sonreír.
—Hay más cestas en camino: el thamb’ran y yo hemos pasado toda la mañana trepando palmeras. —Él señala y ella ve a su marido a lo lejos, con los brazos cruzados, sentado a horcajadas sobre el tronco de un cocotero que se dobla bajo su peso. Sus piernas cuelgan despreocupadamente a los lados, y parece absorto en sus pensamientos. La imagen la hace estremecer y le despierta el miedo a las alturas: no concibe que un terrateniente arriesgue la vida de esa manera cuando hay pulayar para hacer ese trabajo.
—El thamb’ran se acaba de casar, ¡cómo has permitido que esté encaramándose a las palmeras! —dice Thankamma enfadada—. Si él lo hace, tú te ahorras la mitad del trabajo, ¿verdad?
—¡Aah! ¡Trate usted de impedírselo! Es igual que este pequeño thamb’ran de aquí —dice tocando la barriguita de JoJo, a quien le encanta que lo llamen «pequeño amo»—: ¡le gusta mucho más estar allí subido que en tierra!
El pecho desnudo de Shamuel está moteado de pedacitos de corteza. Sin dejar de sonreírle a la esposa del thamb’ran, vuelve a plegar meticulosamente su thorthu a cuadros azules y blancos, y luego se lo coloca sobre el hombro izquierdo.
Ella se avergüenza, baja los ojos y nota que el hombre tiene el pulgar del pie derecho deformado, aplastado como una moneda y sin uña.
—Aah, Shamuel —dice Thankamma—, entonces pélanos tres cocos, por favor. Y luego ve a lavarte y vuelve: tu nueva ama te dará de comer.
El plato de arcilla de Shamuel cuelga de un gancho en el alero detrás de la cocina. Suele comer allí, en los escalones de la puerta trasera: los pulayar no pueden entrar en la casa. Su mujer, Sara, le prepara comida a diario, pero comer en la casa principal permite ahorrar arroz. Después de enjuagar su plato, lo llena de agua que se bebe casi de un trago y se acuclilla en un escalón. La recién casada le sirve kanji (arroz caldoso en agua de cocción) con un trozo de pescado y limas encurtidas.
—Entonces, ¿le gusta estar aquí? —le pregunta con una gran bola de arroz hinchándole la mejilla. Ella sigue de pie delante de él, avergonzada, y asiente con un movimiento de la cabeza. Sin darse cuenta, dibuja con el dedo la ആ: la primera letra de «ana» («elefante»), una letra que ella cree que, de alguna manera, se parece al paquidermo—. Yo era más pequeño que usted cuando llegué a Parambil; no era más que un niño, ¿sabe? —dice Shamuel—. Ni siquiera había casa y me daba miedo que un elefante nos pisoteara. Una casa lo protege a uno, y el secreto es el techo, ¿lo sabía? ¿Por qué cree que siempre las construimos así?
A sus ojos, todos los techos son iguales, con sus aleros de paja proyectándose hacia fuera como si el techo quisiera tragarse la vivienda; sólo el hastial (el frontón de madera, con sus grabados característicos) difiere de una casa a otra. Shamuel los señala.
—Cuando las vigas sobresalen de ese modo, los elefantes no tienen ninguna superficie plana donde apoyarse o empujar. —Cuando la instruye parece tan orgulloso como JoJo; empieza a sentir afecto por él.
—El elefante vino a saludarme la primera noche —le cuenta con timidez.
—¿Sí? ¡Ese Damodaran! —dice Shamuel, y se echa a reír mientras niega con la cabeza—. El tipo va y viene como se le antoja. Yo ya estaba a punto de dormirme cuando sentí que temblaba; sabía que era él. Salí y vi a Unni montado encima, refunfuñando porque a Damo se le ocurrió volver del campamento maderero cuando ya había oscurecido. Aah, tampoco protestó mucho: cuando Damo viene por aquí, él puede tomarse la noche libre y dormir con su esposa, y el thamb’ran duerme junto a Damo. Conversan.
Tener un elefante es caro, según ella ha oído: no sólo hay que pagarle a Unni, quien debe de ser el mahout, sino alimentar a ese animal enorme.
—¿Damodaran es nuestro?
—¿Nuestro? ¿Acaso el sol es nuestro? —Shamuel espera como un maestro a que ella niegue con la cabeza—. Aah Aah: igual que el sol, Damodaran sólo se obedece a sí mismo. Yo le tomo el pelo a Unni y le digo que el verdadero mahout es Damo, pese a que deja que él se le siente encima y simule que lo está llevando. ¿Nadie le ha hablado de Damo? Aah, deje que sea Shamuel quien lo haga. Mucho antes de que se construyera esta casa, cuando el thamb’ran y mi padre estaban durmiendo al raso, oyeron unos ruidos terribles, como de trompetas. ¡La tierra temblaba y los troncos de los árboles chasqueaban como truenos al quebrarse! Mi padre pensaba que había llegado el fin del mundo. Luego, cuando amaneció, encontraron al pequeño Damodaran; estaba echado de lado, le faltaba un ojo, sangraba y tenía un colmillo roto clavado entre las costillas. El elefante toro que lo atacó estaría en período de must. El thamb’ran le ató una cuerda alrededor del colmillo, luego se alejó unos pasos, tiró y se lo sacó. ¿No ha visto el colmillo? Está en la habitación del thamb’ran. Damodaran aullaba de dolor; de la herida brotaban burbujas y sangre. El thamb’ran, que es muy valiente, se subió al costado de Damo y le tapó el agujero con hojas y barro. Luego le echó agua en la boca poco a poco y se quedó allí sentado, hablándole, durante todo el día y toda la noche. Según mi padre, le habló más a Damo de lo que ha hablado en toda su vida. El caso es que tres días después Damodaran pudo levantarse y apenas una semana más tarde se marchó.
»A los pocos días, mientras el thamb’ran y mi padre intentaban llevar hasta el claro una gran teca que habían cortado, Damodaran salió del bosque y, sin más, empezó a empujarla. A los elefantes les gusta trabajar, y Damo se volvió muy hábil con los troncos. Ahora trabaja en el bosque de teca con los leñadores, pero, eso sí, sólo cuando le apetece y, cuando no, vuelve aquí. Seguro que ha querido venir a conocer a la nueva esposa del thamb’ran.
Bajo la orientación de Thankamma, va adaptándose lentamente a su nueva vida en Parambil. Cada día que pasa siente que el hogar que ha abandonado empieza a desvanecerse, lo que agudiza su nostalgia. No quiere olvidar. Después del desayuno, Thankamma le dice:
—Se me ha ocurrido que hoy podríamos hacer halva de yaca juntas, ¡JoJo y yo tenemos antojo! —JoJo aplaude—. Molay, la dulzura de la vida sólo existe con seguridad en dos cosas: el amor y el azúcar. Si no tienes bastante del primero, ¡come más de la segunda! —Thankamma ha hervido trozos de yaca y ahora los chafa con panela derretida—. Te contaré un secreto: si quieres que tu marido te conceda algo, simplemente pídelo mientras chafas la yaca. —Cierra los ojos con fuerza, sonriendo y enseñando los incisivos y el espacio entre ellos—. Ahora, una pizca de cardamomo, sal y una cucharadita de ghee ¡y listo! Se tiene que dejar enfriar, pero pruébalo, ¿no es maravilloso? Hablo en serio, molay —le susurra—: ésta es la clave de un matrimonio feliz. Prepara halva, pide un deseo y luego dásela a tu marido. ¡Lo que sea que hayas pedido se hará realidad!
Su orgullo por incorporarse a los ritmos de la casa y preparar algunos platos bajo el ojo atento de Thankamma se ve socavado porque sabe que ésta deberá marcharse pronto. Cuando Thankamma se deshace en elogios hacia su curry de pollo se llena de satisfacción, pero un momento más tarde se aferra a ella y hunde la cara en su mullido hombro para esconder las lágrimas. «¡Quédate, por favor! ¡No te vayas nunca!», piensa, pero quiere demasiado a Thankamma como para decirlo en voz alta: Thankamma tiene su propia casa, de la que debe ocuparse, y un marido que la espera.
—Nunca olvidaré tu amabilidad —balbucea—, ¿cómo podré agradecértela?
—Aah, cuando tengas una nuera, trátala como una joya, así puedes darme las gracias.
El día antes de marcharse, Thankamma sale de la cocina y levanta la vista al sol, que está cayendo a plomo.
—Molay, corta una hoja de plátano y prepárale la comida a tu marido —le dice—. Que pruebe tu thoren de alubias y el mathi que freímos. Sírvele una buena cantidad de arroz. Él está fuera, en algún sitio, seguro que con Shamuel, inspeccionando las tierras. ¿Ves aquel cocotero tan alto? Debe de andar por allí cerca. —La recién casada, obediente, coge un cucharón y sirve la comida en la hoja de plátano, que dobla y ata con un cordel; coge una pequeña vasija de latón con agua jeera (hervida con semillas de comino) y sale. La partida inminente de Thankamma la hace sentir inquieta. Esa mañana descubrió que no hay ni papel ni plumas en Parambil. Adiós a sus esperanzas de apuntar algunas de las recetas de Thankamma. ¿Y si se le olvidan?
El sendero está cubierto de hierbas tan altas que le llegan al hombro; una vez, Thankamma le contó que habían crecido tanto que ni Dios ni la luz podían penetrarlas, y debajo hay escorpiones, cobras, ratas gigantescas y ciempiés. «¿Qué hindú o cristiano puede estar tan loco como para instalarse en este sitio?», le había dicho Thankamma. «Tu marido llegó aquí después de que nuestro hermano mayor lo engañase: consiguió que dibujara un garabato en un trozo de papel y lo expulsó de la casa familiar.» El padre de Shamuel, el pulayan Yohannan, fue con él porque consideraba su deber servir al heredero legítimo, y más tarde llevó a su esposa y a su hijo. Los dos hombres construyeron un refugio rústico.«¿Puedes imaginar a mi hermano durmiendo bajo el mismo techo que sus pulayar? ¿Comiendo con ellos? Las barreras entre las castas desaparecen cuando entras en el infierno, ¿no es cierto? Sólo la piedad de los santos los mantuvo con vida. La primera semana, un tigre se llevó su única cabra. Sufrían fiebres día sí y día no, pero cavaron, drenaron el pantano, limpiaron interminablemente el terreno. Te lo cuento no sólo porque estoy orgullosa de mi hermano menor, sino para que sepas que él no es como los demás. Yohannan fue como un padre para él, y, del mismo modo, su hijo Shamuel estará toda la vida contigo y tu familia.» Thankamma le había contado que su marido convenció a un habilidoso thachan hindú y a un herrero para que se mudaran a la zona ofreciéndoles terrenos desbrozados junto al arroyo y asegurándose de que las cabañas de los pulayar estuvieran río abajo para que esos artesanos no pudieran quejarse de contaminación ritual. Un alfarero, un orfebre y un albañil llegaron después. Cuando terminaron de construir la casa, su marido les había dado terrenos de cuatro mil y ocho mil metros cuadrados a varios de sus parientes, con la promesa de venderles más, si querían, una vez que cultivaran las tierras y vendieran las cosechas.
—¿Entiendes lo que te digo, molay? ¡Directamente les regaló tierras que podrán heredar a sus hijos! Quería que esta zona prosperara y aún no ha terminado. Quién sabe, tal vez la próxima vez que venga de visita me encuentre con una carretera como Dios manda, un almacén de víveres, una escuela...
—¿Y una iglesia? —sugirió ella, pero Thankamma no respondió.
Encuentra a su marido contemplando un árbol con el pecho desnudo lleno de pedacitos de corteza y un temible vettuhathi colgando de la cintura (la hoja curvada apuntando hacia atrás). Él se sorprende al verla. Coge la comida. «¡Esa Thankamma!» La sonrisa está en su voz, no en su cara. Se sienta, apoyándose contra el árbol, pero no antes de extender su thorthu para que ella también se siente. Devora la comida. Ella no dice ni una palabra: está asombrada porque se ha dado cuenta de que la timidez de él iguala a la suya.
Cuando ha terminado de comer, su marido se incorpora y dice:
—Te acompaño.
Ella oye gritos y risas. A su izquierda, a lo lejos, un tronco atraviesa un arroyuelo que no había visto hasta entonces. En la otra orilla hay un gran apoyadero de piedra en medio de un claro. Esas construcciones toscas, como monumentos funerarios primitivos, están situadas en senderos muy transitados, y sirven para que quienes llevan una pesada carga en la cabeza puedan apoyarla en la losa horizontal y así descansar un rato. Ve a un joven que empuja la losa mientras dos amigos lo azuzan y animan. Los tres tienen rayas dibujadas con pasta de sándalo en la frente. El que empuja es de constitución robusta y tiene la cabeza afeitada, con excepción de un mechón anudado sobre la frente. La losa cede y cae al suelo levantando una nube de polvo rojo. La cara del malhechor se enciende de orgullo y excitación.
Ella imagina a Shamuel volviendo del molino con un pesado saco de harina de arroz en la cabeza, confiando en que pronto llegará al apoyadero y podrá deslizar el saco sobre la losa horizontal doblando apenas las rodillas. Al encontrarla en el suelo, se verá obligado a seguir, o a dejar caer el saco y esperar a que acuda alguien y lo ayude a volver a ponérselo sobre la cabeza. En una tierra en la que casi todo se transporta de ese modo, donde es habitual que el agua se lleve por delante los caminos o que éstos tengan demasiados baches para los carros de bueyes, donde sólo son fiables los senderos que se transitan a pie, un lugar de descanso como ése es una bendición.
Los jóvenes se callan al ver cómo se acercan. Parecen bien alimentados: la clase de gente que jamás tendrá que acarrear peso y, por tanto, nunca necesitará un apoyadero. Por su atuendo y aspecto, deben de ser nair, piensa ella. Sabe que una gran familia nair vive en los límites occidentales de Parambil. Los nair son una casta guerrera empleada por generaciones de maharajás de Travancore como defensa contra los invasores; sin embargo, bajo el dominio de los británicos ya no hace falta que nadie más proteja al maharajá... Recuerda que su padre tenía un amigo nair; se llamaba Govind, y tenía el aspecto típico de los de su casta, con un feroz bigote a juego con su fuerte contextura física. Govind Nair quedó resentido con el maharajá: «¿Cómo puede llamarse a sí mismo “soberano de Travancore”?», decía. «¡Es un títere de esos extranjeros a quienes les entrega nuestros impuestos! ¿De qué lo “protegen” los británicos? ¿Acaso no tenemos al enemigo dentro de nuestras murallas?»
Su marido se levanta un poco el mundu, dejando al descubierto las rodillas, y avanza a paso vivo hacia el tronco que sirve de puente, aunque una vez que lo alcanza lo cruza con cuidado. Los jóvenes se ríen de él, pero cuando ese elefante toro, de más edad que ellos, se les acerca, se ponen tensos. A ella se le revuelve el estómago. Para su asombro, su esposo no les hace nada, simplemente se pone de cuclillas junto a la losa caída.
—De modo que eres lo bastante fuerte para tirar al suelo esta piedra; ¿y si la vuelves a poner en su sitio? —reta al que ha tirado la losa.
—¿Y por qué no lo haces tú? —responde el otro con descaro, aunque con voz temblorosa.
Su marido mete los dedos bajo un extremo de la pesada piedra, la alza a la altura de la cintura y luego la empuja dando pasitos hasta ponerla en vertical. Después se coloca detrás y se la echa sobre el hombro. Sus muslos hinchados parecen troncos de árbol y los músculos de su cuello gruesas cuerdas cuando levanta un extremo y luego el otro, y vuelve a colocar la losa en su lugar. Se apoya en ella para recuperar el aliento y, de improviso, vuelve a empujarla y a hacerla caer de sus soportes. La piedra choca contra el suelo con un ruido sordo y los jóvenes se ven obligados a saltar hacia atrás. Él enarca las cejas en un gesto de desafío hacia el que la había derribado antes.
—Tu turno —le dice. Un silencio antinatural flota sobre el claro como agua suspendida en el aire. Finalmente, su marido se vuelve hacia ella—: No son hombres, aunque estén vestidos como tales —dice—. El padre de este chico, Kuttappan Nair, y yo construimos este apoyadero antes de que él naciera. Qué pena que ahora, en su vejez, Kuttappan tenga que ir tras su cría limpiando sus cagarrutas, cuando él podría levantar esta losa como si fuera un palillo de dientes.
Les da la espalda y regresa con ella.
El moño de la cabeza del joven se inclina hacia delante cuando él se agacha e intenta levantar la gran piedra alargada; hace una mueca, las sinuosas venas de la frente se le saltan; logra enderezarla, pero flaquea y sus amigos tienen que abalanzarse para evitar que la piedra lo aplaste. Intenta subírsela al hombro, pero la losa se balancea de modo incontrolado a un lado y otro. Por fin, logran colocarla entre los tres, pero acaban despeinados y magullados. Al retador le sangra el hombro. Su marido ni se entera: la mira a ella, que se estremece al ver su rostro lleno de furia, e inclina brevemente la cabeza para expresar que le agradece la comida y que debe volver al trabajo. Ella corre a casa.
A Thankamma le basta con mirarla a la cara para entender. La ayuda a sentarse.
—Esos muchachos tienen suerte de que haya podido controlarse —dice después de escuchar lo sucedido. Sus palabras no tranquilizan a la recién casada, quien extiende una mano temblorosa para coger agua—. No te preocupes, molay, él jamás se enfada sin motivo. No temas que se enoje contigo, y mucho menos que vaya a maltratarte: nunca lo haría. —La rodea con un brazo—. Ya sé que todo esto es nuevo para ti y que te da miedo. Yo misma me casé cuando mi marido y yo apenas teníamos diez años, y él era un chico de lo más malcriado. Para colmo, nos llevaron a vivir a una casa llena de niños, y todos los críos eran más o menos como él. El caso es que un día lo encontré mirando al arroyo sentado en un tronco, me acerqué a hurtadillas y lo empujé al agua. ¡Allí se acabó la tontería! —La risa de Thankamma es contagiosa, ella no puede evitar sonreír—. Eso sí: él me lo recuerda incluso hoy en día, pero nos llevamos muy bien pese a que al principio nos ignorábamos. No te preocupes, verás que las cosas cambian. —La mira a los ojos y añade en un tono serio—: Lo que intento decirte es que mi hermano es como un coco; tiene una corteza muy dura, pero por dentro... En fin, que tú eres su esposa y él te cuidará igual que te he cuidado yo, ¿lo entiendes? —Ella lo intenta, pero nota que Thankamma parece incómoda, como si quisiera decirle algo más que al final se calla, ella que no calla nunca. Por fin, agrega—: Sólo recuerda que, llegado el momento, tú no tendrás que hacer nada... Pero todo llegará a su debido tiempo.
5
CrianzaParambil, 1900
Tras la partida de Thankamma, el silencio inunda la casa. Da la sensación de que todo está bajo el agua, y la luz que se filtra desde la superficie es muy poca. JoJo está inquieto; no pierde de vista a su madrastra. Cuando se duerme, coge entre sus deditos un mechón de su pelo. Ella, por su parte, pasa la primera noche en vela, y no porque la molesten los ronquidos que llegan desde la habitación de su marido (puntuados por toses y gruñidos que hacen pensar en que alguien está molestando a un tigre que duerme), sino porque nunca ha dormido sin un adulto a su lado. Los ronquidos, de hecho, la tranquilizan; sin contar con que, en sueños, su marido pronuncia más palabras de las que ella le ha oído decir estando despierto.
Viéndolo juguetear con Damodaran, que suele aparecer inesperadamente por la casa y luego desaparecer de un modo también misterioso, ha descubierto que tiene un lado infantil, pese a lo cual ella sólo se atreve a hablarle para avisarlo de que la cena está lista.
En los días siguientes, Shamuel acude varias veces durante la jornada para preguntarle si necesita algo, y se desilusiona cuando la respuesta es que no.
Su preocupación termina por conmoverla.
—Shamuel, hay algo que necesito —le dice finalmente.
—¡Aah, lo que sea!
—Papel, sobres y una pluma para escribirle a mi madre.
La sonrisa de entusiasmo de él se desvanece: es evidente que no tiene experiencia con esos artículos. De todas maneras, cuando vuelve del mercado extrae del saco arrugado que llevaba sobre la cabeza sobres, papel y una pluma y se lo entrega orgulloso.
Querida Ammachi:
Espero que esta carta te encuentre bien de salud. Thankamma estuvo aquí hasta hace unos días. Se ha ido, pero me las arreglo bien: sé preparar varios platos.
Después de la muerte de su padre, su madre perdió el dominio de la cocina, y lamentaba no haber enseñado a su hija a cocinar antes de su boda.
Ahora estamos solos JoJo y yo. Él es mi sombra y, creo que, si no estuviera, te extrañaría todavía más. Es muy bueno; sólo me da problemas cuando intento bañarlo.
La primera vez que lo intentó, JoJo se resistió, pero ella igualmente le echó agua en la cabeza. Entonces, el niño palideció, sus párpados empezaron a agitarse como alas de polilla y los ojos se le pusieron en blanco. Ella pensó que estaba dándole un ataque y sintió terror. Desde entonces, no le echa agua en la cabeza, tan sólo moja una toallita para lavarle el pelo y la cara. Aun así, cada día es una batalla. En realidad, ha descubierto que los hombres de Parambil, en general, se llevan mal con el agua, pero ¿cómo va a contárselo a su pobre madre? ¿O será que ya lo sabe?
¿Cómo puedo ser una mejor ama de casa, una mejor señora de la casa?
Desearía poder borrar esa frase porque su madre ya no es dueña ni señora de la casa donde vive. Sus tribulaciones empezaron poco después de que enviudara, cuando su hermano y su cuñada cambiaron de actitud hacia ella. Es probable que duerma en la veranda, y que la molesten y la traten como a una sirvienta. Mientras tanto, en Parambil, a su hija no le falta de nada: el ara está tan llena que el grano amenaza con desbordarse y en la caja fuerte nunca faltan las monedas.
Por las noches, cuando rezo, pienso: «Mi Ammachi también estará rezando ahora mismo», así me siento cerca de ti. Te echo muchísimo de menos, pero sólo lloro de noche, cuando JoJo no me ve. Ojalá hubiera traído mi Biblia: aquí no hay ninguna. Sé que Parambil está lejos, pero por favor, Ammachi, ven a visitarme aunque sea unos pocos días. Sospecho que a mi marido no le gusta viajar en barcaza. Si no puedes venir, tendré que intentarlo yo, y llevar a JoJo...
Imagina a su madre leyendo la carta, humedeciendo con lágrimas el papel, igual que ella misma ahora. La imagina doblando cuidadosamente la carta y poniéndola bajo la almohada, conservándola junto a sus escasas pertenencias en la esterilla sobre la que duerme. Luego imagina una mano, la de su tía, hurgando en la esterilla mientras su madre toma un baño, por eso no le pregunta si le dan mejor de comer ahora que hay una boca menos, aunque le gustaría que su madre leyera esa frase y se diera cuenta de lo injusto de su situación. Pero eso sólo serviría para hacerle las cosas más difíciles.
La respuesta llega tres semanas más tarde por medio del achen que celebró la boda, y que viaja cada dos semanas a la oficina de la diócesis en Kottayam, donde deja y recoge cartas. Un chico se la lleva a casa. Su madre le manda cariños y besos, y le asegura que está orgullosa de que su hija haya asumido el papel de señora de la casa gracias a las enseñanzas de Thankamma. Al final, tan inesperada como enérgicamente, le pide que no vaya a visitarla sin explicarle por qué, y ni siquiera responde a su ruego de ir a verla a Parambil. El resultado es que se queda todavía más preocupada por la situación de su madre.
Las instrucciones de Thankamma le vienen a la cabeza como trenzas deshilachadas: «Recuerda que la hilera inferior de una penca de plátanos siempre es par y la superior impar, así, si alguien intenta robar uno, te darás cuenta porque, para mantener la forma de la penca, tendrían que quitar un plátano de arriba y otro de abajo, y sin duda se notará.» «Pero ¿quién iba a robar un plátano?», piensa ella. Seguro que Thankamma quería enseñarle, más bien, que hay que estar siempre atentos, algo que ella no hace esa mañana. Ignora el cacareo de una gallina moteada y sus reiteradas incursiones en la cocina. Se limita a espantarla.
—¡Ammachi! —le dice JoJo—. ¡Está a punto de poner un huevo!
¿JoJo acaba de llamarla «Ammachi»: «mamita»? Ella se llena de orgullo y lo abraza.
—¡Qué haría sin ti, hombrecito!
Agarra la gallina y la mete en la despensa, sobre un saco; luego le pone encima una cesta de mimbre vuelta del revés. La gallina se revuelve en la oscuridad, indignada.
—Perdóname, te prometo que estaré atenta a cuando acabes.
Llegan pocos visitantes y ella se siente muy sola. Sueña despierta con su madre llegando al embarcadero y sorprendiéndola; vuelve a esa imagen con tanta frecuencia que se sorprende mirando hacia el río varias veces al día.
Los únicos visitantes a los que ha conocido propiamente son Georgie y Dolly, que viven en la casita más próxima a Parambil por el sur. Habían ido a visitar a Thankamma, y sólo lo han hecho una vez. Georgie es sobrino de su marido, hijo del hermano que lo engañó para arrebatarle su herencia y que, al final, murió en la indigencia dejándoles nada más que deudas a Georgie y a su hermano gemelo. Probablemente por eso su marido le regaló un terreno de ocho mil metros cuadrados.
Dolly, a quien llama Kochamma (que quiere decir algo así como «segunda madre») porque tiene unos cinco años más que ella, le cayó bien de inmediato. Tiene piel clara, ojos de ciervo, es muy callada y tiene la paciencia de un santo. Georgie, por su parte, es muy alegre y sociable, hasta el punto de que, en un momento dado, se unió a las mujeres en la cocina, cosa que a ella le sorprendió muchísimo porque a su marido jamás se le habría ocurrido hacer algo semejante. Para ella, es un misterio que su esposo haya ayudado tan generosamente a un sobrino que no tiene casi nada que ver con él. Shamuel le ha comentado que tiene poco de agricultor comparado con el thamb’ran, pero eso quiere decir poco, puesto que, comparado con su marido, casi cualquier agricultor parecería un mediocre. En todo caso, le parece que Georgie se siente indigno del regalo de su tío.
JoJo jamás pierde de vista a su Ammachi, salvo cuando ella va a bañarse al arroyo o cuando se dirige al río cerca del embarcadero y se zambulle en él, algo que le encanta hacer. Entonces, JoJo espera con ansia su regreso en la casa. Para él, el baño en cualquiera de sus modos sigue representando una lucha cotidiana; a ella, en cambio, le encanta bañarse en el arroyo, más puntualmente en esa zona marcada por un rambután cuyos frutos rojos y peludos cuelgan como adornos sobre una piedra de lavar, allí donde el arroyo se ensancha formando un estanque de aguas lo bastante profundas como para que sus pies apenas alcancen a tocar el fondo, y tan claras como para que pueda ver a los pececillos nadando alrededor.
Parambil está lleno de mangos. El pulayan Shamuel y sus ayudantes acarrean cesta tras cesta formando una montaña fuera de la cocina, e incluso después de llevar sacos enteros a las cabañas de otros pulayar, a artesanos y parientes, quedan demasiados. Los carnosos frutos, con matices amarillos, anaranjados y rosas, inundan la cocina con su aroma. JoJo ha comido tantos que tiene el mentón irritado por culpa del zumo que rebosa. Ella utiliza todos los que puede para preparar siropes y mermeladas, y con la pulpa que queda hace thera: primero la mezcla con azúcar y harina de arroz tostado y la pone al fuego, luego extiende la pasta resultante sobre una esterilla trenzada, larga y ancha como una puerta, y la deja al sol ( JoJo tiene la tarea de espantar aves e insectos); una vez seca esa pasta, va añadiendo más capas, siempre esperando a que la anterior se seque antes de poner encima la siguiente. El resultado tiene unos dos centímetros y medio de espesor, y se puede cortar en tiras.
Se emociona al ver que su marido se lleva rollos de thera después del desayuno y la comida y los masca mientras trabaja.
Como golosina para JoJo, abre un mango sin madurar como si fuera una flor de loto (un truco que le enseñó su madre) y luego le espolvorea sal y guindilla en polvo. Tras cada bocado, JoJo se pone a girar sobre sí mismo frunciendo los labios y sorbiendo aire como si se hubiera quemado la lengua, pero luego regresa y pide más.
El ara, esa habitación sin ventanas en el centro de la parte antigua de la casa, hace pensar en una fortaleza, con su gran puerta, hecha de una sola pieza de madera y tres veces más gruesa de lo normal, y su enorme candado, cuya llave ella guarda. En la entrada hay una especie de murete, pensado para evitar que el arroz se desborde, tan alto que, si bien su marido puede pasar por encima, ella tiene que encaramarse y después dar un salto y quedar con el arroz hasta las rodillas.
Suele entrar al menos una vez a la semana para sacar dinero de la caja fuerte y, con menos frecuencia, para coger arroz o almacenar más.
Justo debajo hay una bodega oscura y húmeda a la que se accede por unos escalones desde el desaprovechado dormitorio adyacente. Allí guarda las conservas en grandes jarras de porcelana. Unos haces de luz finos como navajas de afeitar entran por una rejilla de ventilación abierta en la madera de la pared.
Cada casa tiene sus fantasmas de interior y de exterior, y ella aún no se ha familiarizado con los de Parambil. Un día decide hablar con el que habita el sótano porque tiene razones para sospechar que es terriblemente goloso. Lo presiente en un rincón, escondido detrás de las telarañas: un espíritu inofensivo, tristón y quizá asustado, más receloso de ella que ella de él. «Coge lo que quieras, por mí no hay problema, pero luego vuelve a poner la tapa», le dice irguiéndose con valentía ante él. Había planeado añadir: «Y, por favor, no trates de molestarme», pero justo en ese momento resuena la voz indignada de JoJo: «Ammachi, ¿dónde estás? ¡Si juegas al escondite, tienes que esconderte donde te pueda ver; si no, no es justo!» A ella se le escapa una risita y un cambio casi imperceptible en la densa atmósfera de la bodega la informa de que el fantasma ríe también. Sólo después de salir se pregunta si ese espíritu no podría ser la difunta madre de JoJo.
Cuando llega el monzón y se abren las compuertas de las nubes, se siente como extasiada. En casa de su padre, ella y su prima se ponían aceite en el pelo y salían al muttam con jabón y una esponja de fibras de coco para disfrutar del aguacero. Esperaban el monzón, que limpia el cuerpo y el alma, que barre las pieles muertas de los insectos dejando las hojas brillantes, tanto como la Navidad porque, sin el monzón, esa tierra cuya bandera es verde y cuya moneda es el agua dejaría de existir. Cuando la gente refunfuña ante las inundaciones o los dolores de huesos por culpa de la humedad, lo hace con una sonrisa.
En su experiencia, la lluvia no detiene a nadie. Shamuel, por ejemplo, improvisa una gorra con la corteza de una palma de Palmira que filtra el agua formando una especie de cortina de gotas alrededor de su cabeza; ella coge el paraguas (una especie de halo que la sigue a todas partes) y sale descalza a chapotear en los charcos. Pero su marido se encierra en casa, lo cual la deja perpleja, aunque no se anima a indagar. Poco a poco se acostumbra a verlo sentado en la veranda horas enteras, a veces todo el día, como un niño al que le han prohibido jugar; desanimado, mirando con furia las nubes, como si de esa forma pudiera convencerlas de volver por donde han llegado.
Le viene a la cabeza una ocasión en que un chubasco inesperado le sorprendió sin paraguas cerca de la casa y corrió a buscar refugio como si las gotas de lluvia le aflojaran las piernas y le hicieran trastabillar, como si estuvieran cayendo piedras del cielo, y no agua. Otra mañana lo vio sentado cerca del pozo, enjabonándose y enjuagándose parte a parte. Tuvo la tentación de irse enseguida, pero él no había notado su presencia, y ella estaba demasiado cautivada por la visión de su cuerpo como para moverse siquiera. Sentía un montón de emociones mezcladas: culpa por espiarlo, unas irrefrenables ganas de reír, vergüenza, como si fuera ella la que estaba desnuda, y fascinación ante aquella visión de su marido completamente expuesto. Jamás lo había visto así de poderoso y amenazador, pese a que aquella manera de lavarse, parte a parte, resultaba casi infantil. Había elegancia en su mezquina relación con el agua, incluso familiaridad; cualquier cosa menos placer.
Cada mañana, cuando reaviva las brasas del hogar, la cocina la recibe como a una hermana, lo que la hace feliz. Ha llegado a la conclusión de que aquello se debe a la benévola presencia espectral de la madre de JoJo. Tal vez la bodega sea su territorio favorito, el sitio donde está más cerca de cobrar forma física, pero sin duda sube a la planta superior atraída por el crepitar del fuego del hogar o por la voz de su hijo conversando con su nueva Ammachi. ¿Por qué, si no, los platos que le prepara a su esposo le salen mejor de lo que cabría esperar, teniendo en cuenta que las recetas de Thankamma se le han confundido totalmente en la cabeza? No puede adjudicarles todo el mérito a las ollas de barro, no: es su recompensa por cuidar con tanto cariño a ese niño. Sea como fuere, se siente acompasada con los ritmos de la casa y confía en estar haciendo las cosas bien.
6
ParejasParambil, 1903
En los tres años desde su llegada, ha transformado el pasillo techado fuera de la cocina en su espacio privado. Entre otras cosas, ha hecho poner un catre de tijera para que ella y JoJo puedan dormir la siesta después de comer, o mirar juntos un viejo ejemplar del Manorama, de modo que el niño de cinco años vaya aprendiendo las primeras letras, sin que ella pierda de vista las ollas y el arroz que se seca sobre esterillas en el muttam.
Lo único malo es que aquel periódico hecho trizas constituye el único material de lectura que hay en la casa: si lo tirara, no quedaría ni una sola palabra impresa donde posar la vista.
Mientras JoJo continúa durmiendo, ella repasa una vez más los mismos artículos; ¡cuántas veces se ha reprochado no haber llevado una Biblia a Parambil! Le parece imperdonable que en un hogar cristiano como ése no haya un ejemplar de las Sagradas Escrituras.
JoJo se remueve cuando ella se endereza para ver a Shamuel, que ha vuelto del mercado con la compra metida en un saco que transporta sobre la cabeza.
El pulayi se pone en cuclillas delante de ella y vacía el saco antes de doblarlo, luego se limpia la cara con el thorthu y sus ojos se posan en el periódico.
—¿Qué dice? —le pregunta señalando con el mentón al tiempo que alisa el thorthu y se lo coloca sobre el hombro.
—¡Shamuel! ¿Crees que ha aparecido algo nuevo desde la última vez que te lo leí?
—Aah, aah —responde él. Pese a las cejas encanecidas, sus ojos, como los de un niño, no pueden disimular su desilusión.
A la semana siguiente, tras volver de la tienda de víveres, se pone a vaciar el saco como de costumbre mientras murmura:
—Cerillas, aceite de coco, ajos, melón amargo... —pero entonces agrega—: Malayala Manorama —y deja el periódico en el suelo como si fuera otra fruta o verdura. Ella lo coge, eufórica, y él dice, decididamente feliz y orgulloso de haberla complacido—: Lo traeré cada semana.
Ella sabe que sólo su marido podría haber ordenado algo así.
Esa misma mañana, más tarde, lo ve, no lejos de la casa pero a tres metros del suelo, sentado en la horqueta de un plavu, o árbol de yaca, con la espalda apoyada en el tronco, las piernas extendidas en sendas ramas y un palillo de dientes en la comisura de los labios. Siente la tentación de agitar el periódico en el aire para transmitirle su gratitud, pero se contiene: tiene miedo de distraerlo y hacer que se caiga. Todavía le impresiona que él prefiera esos sitios elevados en vez de su enorme charu kasera, hecha a la medida de su cuerpo, que espera vacía en la veranda. Mira el perfil de su rostro y le parece magnífico. Entonces él bosteza y se despereza, acomodándose, y ella contiene la respiración: una caída, incluso desde esa modesta altura, podría ser mortal. Otras veces lo ha divisado a lo lejos subido a árboles altísimos, pero en esas ocasiones prefiere no mirar directamente. Shamuel dice que, desde esa posición estratégica, su thamb’ran descifra el terreno y planea la dirección de las zanjas de riego o nuevos arrozales.
Por las noches sirve la cena y, mientras él come, ella le lee en voz alta el Manorama, que él jamás lee por su cuenta. Está contenta de tener al menos aquel periódico, pero de todas formas se siente sola, aunque le cueste admitirlo. Thankamma le ha escrito diciendo que su marido está enfermo y debe guardar cama, por lo que su anhelada visita debe posponerse de manera indefinida. En cuanto a su madre, ya han pasado tres monzones y aún no ha ido a visitarla a Parambil, y para colmo le ha pedido explícitamente que no vaya a verla. De todos modos, una joven no puede hacer sola esa clase de viaje, y su marido no querría acompañarla, y JoJo, quien no se le despega ni un minuto, jamás se acercaría siquiera al embarcadero; ¡ni hablar de subirse a un barco!
Después de rezar formalmente las plegarias de la noche, habla con Dios: «Lo del periódico me ha hecho feliz: está claro que mi marido se interesa por lo que necesito. El caso es que nunca vamos a la iglesia. Sé que no es mi papel protestar, pero ¿tendría que decírselo? Siento preguntártelo de nuevo, pero ¿qué puedo hacer? Si mi madre viniera, no te molestaría más con este asunto, simplemente lo hablaría con ella.»
Tal vez como respuesta a sus incesantes plegarias, por fin le llega una carta de su madre, después de largos meses de silencio. Shamuel pasa por la iglesia de camino al molino y regresa emocionado, cogiendo la carta con ambas manos porque sabe que es muy valiosa.
Hija mía, mi tesoro:
No sabes cuánta alegría me ha dado recibir tu última carta. Pienso mucho en ti, y también en tu padre. Voy a la iglesia todos los días, pero también a su tumba. Mis recuerdos más preciosos son con él y contigo. Lo que quiero decirte es que debes agradecer y atesorar cada día de tu matrimonio: no existe nada más valioso que ser una esposa, cuidar a un marido, tener hijos. Pide a Dios por mí.
Tu madre, que no te olvida
P. D. ¡Tu prima Biji va a casarse también!
Ella lee y relee la carta en los días siguientes, besándola cada vez, como si fuese una reliquia, pero no se siente más tranquila, sino al contrario. Se resiste a la realidad de la vida: así como una mujer casada deja el hogar de su infancia para siempre, el destino de una viuda es permanecer en la casa donde vivía con su marido difunto.
• • •
El calendario de la pared (recortado del periódico) es a un tiempo una tabla matemática y un mapa astronómico: muestra las fases de la luna y las horas que son adversas para emprender un viaje. Ese día, la informa de que comienza Anpathu noyambu, «el gran ayuno»: cincuenta jornadas de purificación que concluyen el día antes de la Pascua y equivalen a la Cuaresma en el rito occidental. La tradición indica que en esas fechas no hay que comer carne, pescado ni leche, pero el primer día ella no prueba bocado.
Por la noche, cuando su marido se sienta a cenar, ella pone en la mesa la hoja de plátano recién cortada y el agua jeera mientras ensaya por última vez las palabras que ha preparado. Él alisa pacientemente la hoja y, justo cuando ella va a hablar, aplana el pecíolo con el puño, ¡crac!, lo que la sobresalta; luego esparce un poco de agua encima y barre la que sobra con la mano lanzándola hacia el muttam: el momento ha pasado. Ella le sirve en silencio el arroz, el encurtido, el yogur... luego le lleva la carne esperando que él la rechace, siendo como es el primer día de ayuno, pero no: la recibe casi con impaciencia. ¿Qué le había hecho pensar que ese año sería diferente de los anteriores?
En los días siguientes, ella se abstiene rigurosamente de comer carne y pescado. Por supuesto, echa de menos que su marido la acompañe en el ayuno, pero su soledad no hace más que fortalecer su determinación.
—Debería comer más —le dice Shamuel—, está poniéndose muy flaca. —Es atrevido por su parte hablar así—. El thamb’ran me ha dicho que está preocupado. —Ella se siente como uno de esos manifestantes en huelga de hambre delante del Secretariado a los que ha visto en el periódico: se reduce cada vez más para que la vean por fin.
—Si eso piensa el thamb’ran, debería decírmelo él mismo —responde.
Esa noche, posterga las plegarias y se entretiene con otros asuntos. Por fin, cuando le da sueño, se cubre la cabeza y se pone delante del crucifijo colgado en la pared oriental de su dormitorio (ésa es la tradición porque el Mesías llegó a Jerusalén desde el este), pero no reza. ¿Es que Dios no siente su decepción? Finalmente, murmura: «Señor, no volveré a pedírtelo: tú ves los obstáculos que hay en mi camino. Si quieres que vaya a la iglesia, ayúdame. Sólo digo eso. Amén.»
Thankamma le había enseñado que el secreto para lograr que su marido le concediera lo que quería era pedirlo mientras preparaba halva de yaca, pero en su caso el milagro tiene que obrarlo un erechi olarthiyathu: un guiso de carne frita.
Empieza a prepararlo por la mañana, tostando y luego moliendo cilantro, semillas de hinojo, pimienta, clavo, cardamomo, canela y anís estrellado en un mortero. Luego unta con la mezcla la carne de añojo cortada en cubos y la deja marinar. Ya por la tarde, saltea cebolla con tiras de coco fresco, semillas de mostaza, jengibre, ajo, pimiento verde, cúrcuma y hojas de curry para luego añadir un poco más de la mezcla de especias y al final la carne. Después aplaca el fuego dejando sólo las brasas y le quita la tapa a la olla para transformar la salsa en una gruesa cobertura de cada cubo de carne.
Finalmente, ya cerca de la hora de cenar (y tras mandar a JoJo a decirle a su padre «choru vilambi»: «el arroz está servido»), vuelve a freír la carne, esta vez en aceite de coco con nuevas hojas de curry y coco en trocitos, y sale de la cocina llevando la olla con el guiso todavía crepitando y burbujeando.
Su marido no consigue esperar ni siquiera a que acabe de servirle y se come un buen bocado. Ella se queda de pie, en silencio, más cerca de lo habitual (ya ha terminado de leerle el periódico, no queda más que esperar a una nueva entrega), y de pronto Dios le concede el valor necesario para hablar:
—¿Está bueno? —le pregunta, aunque está segura de que jamás le ha salido mejor.
Las palabras han brotado como agua del largo pico de una kindi, como si alguien más, y no ella, las hubiese pronunciado. Por un instante, piensa que él va a enfadarse, pero cuando lo ve mover la gran cabeza manifestando su aprobación por poco se pone a bailar de alegría. Luego, por primera vez desde que se casaron, él se queda sentado al terminar, en lugar de levantarse y enjuagarse las manos con la kindi.
«¿Podrá oír mi corazón? ¡Por poco se me está saliendo del pecho!», piensa.
JoJo, que estaba espiando desde detrás de una columna y se ha quedado asombrado al oírla hablarle a su padre, pretende susurrarle, pero le sale casi un grito:
—¡Ammachi, no se lo cuentes! Te prometo que mañana me daré un baño.
Ella se lleva una mano a la boca, pero se le escapa una risita.
Entonces, inesperadamente, su marido suelta una carcajada. JoJo, al darse cuenta de que se ríen de lo que ha dicho, sale muy enfadado de su escondite, se acerca y tras darle una palmada en el muslo, escapa llorando. Eso le arranca a su marido una nueva carcajada: la risa lo transforma, revelando un aspecto de él que ella no había visto jamás.
Entonces, mientras él se enjuga los ojos sin dejar de sonreír, ella suelta la tarabilla: le cuenta que esa tarde ha buscado por todas partes a JoJo para darle un baño y al final lo ha encontrado subido al árbol de yaca; que ha estado enseñándole a leer y a contar, pero que cada día tiene que sobornarlo con mango verde y guindilla en polvo; y ya encarrilada, le dice que no le gustan los plátanos que Shamuel les ha llevado ese día... Entonces se da cuenta de que ha estado parloteando sin parar y se calla (en el silencio, oye grillos y hasta una rana toro), pero su marido no ha dejado de sonreír en ningún momento, y entonces, por fin, le hace la pregunta que debería haberle hecho mucho tiempo atrás: «Sughamano?» («¿Todo bien para ti?»), y lo hace mirándola directamente a los ojos por primera vez en casi tres años, desde la boda.
Ella trata de devolverle la mirada, pero descubre en sus ojos una fuerza semejante a la del altar de la iglesia donde se casaron. Recuerda la frase del sacerdote que los casó: «Así como Cristo es el señor de la iglesia, el marido es el señor de la casa.»
De pronto, comprende por qué él ha guardado las distancias desde el primer momento: porque sabe que puede inducirle un gran temor. ¡Por eso ha estado pendiente de sus necesidades desde lejos, sin acercarse ni hablarle!
Ella baja la mirada, ya no se siente en condiciones de hablar, pero él le ha hecho una pregunta y espera respuesta. Se le aflojan las piernas y siente un extraño impulso de acercarse, de rozarle el nudoso antebrazo con los dedos: es un ansia de afecto, de contacto humano. En su casa, su madre la abrazaba y besaba todos los días, y por la noche dormía con ella; allí, de no ser por JoJo...
Oye cómo se mueve hacia atrás, raspando el suelo, la silla donde está sentado su esposo; se ha cansado de esperar. Entonces, ella sale por fin de sí misma:
—Echo de menos a mi madre.
Él enarca las cejas como si dudara de haberla oído bien.
—Y me gustaría ir a la iglesia —agrega ella con una voz anormalmente fuerte.
Él parece reflexionar, luego se enjuaga las manos con la kindi, baja al muttam y desaparece. A ella se le encoge el corazón: «¡Qué estupidez, qué estupidez pedir tanto!»
Más tarde esa noche, cuando JoJo ya está durmiendo, vuelve a la cocina a limpiar y a cubrir las brasas con una cáscara de coco para que sobrevivan hasta el día siguiente. Luego regresa a la habitación donde duerme con JoJo sintiendo un peso en el corazón.
Se sorprende cuando ve un baúl de metal abierto en el suelo. La pila de ropa blanca doblada en su interior debía de pertenecer a la madre de JoJo. Ella sólo se llevó a Parambil la chatta, el mundu de la boda y tres mudas, todo del mismo blanco brillante: el atuendo tradicional de las mujeres de los cristianos de Santo Tomás. En su antigua casa quedaron los coloridos saris y las faldas de la niñez. Sin embargo, a esas alturas los chattas le quedan muy ceñidos y dibujan vagamente el contorno de sus incipientes senos, pese a estar pensados para sugerir que allí no hay nada, así que ha optado por usar un chatta y un mundu que Thankamma dejó allí porque estaban viejos y deshilachados, y que le quedan enormes. En cambio, los chattas del baúl le sientan a la perfección. Se mira en el espejo. Su cuerpo está cambiando: es más alta y ha ganado peso. Un año atrás, sangró por primera vez. Se asustó, pese a que su madre la había advertido de que le ocurriría. Se preparó té de jengibre para los dolores e improvisó unas compresas como las que había visto de niña entre la ropa tendida. Prevenida, después de lavarlas las disimulaba entre toallas y manteles en la cuerda de tender.
Durante cuatro días se sintió incómoda y distraída, aunque procuró seguir adelante: no había nadie que la compadeciera ni, para el caso, con quien celebrar. Un año después, esos cuatro o cinco días de cada mes le parecen un suplicio.
En el fondo del baúl encuentra una Biblia. «¿Tenías una Biblia todo este tiempo y nunca me lo dijiste?», piensa, pero se siente demasiado emocionada como para entregarse al enfado.
De todas formas, decide mencionarlo la próxima vez que baje a la bodega.
Cuando llega el domingo, le sorprende ver a su marido ataviado con su juba y su mundu blancos: su traje de bodas. Se ha acostumbrado a verlo con el torso desnudo, el mundu medio levantado y un thorthu sobre el hombro izquierdo, indistinguible de los pulayar que trabajan para él salvo por su estatura y su constitución, señal de que se crió en una casa donde había comida abundante. Oye cómo grita a Shamuel:
—¡Pídele a Sara que venga a cuidar a JoJo hasta que volvamos de la iglesia!
Ella se viste deprisa.
«Dios mío, cuando esté en Tu casa podré darte gracias como corresponde.»
Emprenden el camino por tierra, en dirección contraria al embarcadero. Ella aferra la Biblia mientras corretea para seguirle el paso. Está tan excitada que sus pies por poco no tocan el suelo. Después de un rato llegan a ese arroyo cuyo puente es un solitario tronco resbaladizo a causa del musgo. «Tú primero», le indica él, y ella cruza a la carrera. Él la sigue plantando los pies con mucho cuidado y apretando la mandíbula. Una vez al otro lado, posa una mano en el apoyadero, recuperándose antes de continuar. El trayecto hasta la iglesia es mucho más largo que si hubieran ido en barco, pero finalmente cruzan el río por un puente ancho pensado para carros.
Ver a la gente entrando en tropel en la iglesia la emociona, aunque no conoce a nadie.
—Te espero allí —le dice él señalando un frondoso árbol pipal con raíces aéreas que cuelgan como gruesos pelos sobre el camposanto de la iglesia. Ella está demasiado emocionada para ponerle mucha atención. Se apresura a cubrirse la cabeza con el kavani y entra en la iglesia. Había olvidado lo que significa ver a tantas personas rindiendo culto, sentir cuerpos alrededor, ser parte del tejido, en vez de una hebra arrancada.
Los hombres están a la izquierda, las mujeres a la derecha, separados por una línea imaginaria. Ella se deleita con las frases familiares de la eucaristía y, cuando el achen levanta el velo y lo agita, siente la presencia del Espíritu Santo, que la baña como una oleada y la hace flotar. Las lágrimas le nublan los ojos. «¡Aquí estoy, Señor! ¡Aquí estoy!», grita en silencio.
Cuando el oficio ha acabado, sale y ve a su marido volviendo del camposanto con una expresión sombría. Del embarcadero y el ferri les llegan conversaciones animadas y risas, pero ellos vuelven en silencio.
—Ya han pasado cinco años desde que murió la madre de JoJo... —dice él de improviso con la voz cargada de emoción.
«La madre de JoJo.» Le resulta extraño oírlo hablar de ella con tanto sentimiento. ¿Es envidia lo que siente? ¿Querría que él hablara de ella algún día con la misma pasión? Se queda callada, temerosa de interrumpirlo.
—¿Cómo puedes perdonar a un Dios que deja a un niño sin su madre? —añade él.
Las frases se espacian como si entre cada una corriera un río ancho y caudaloso y, cuando llegan de nuevo al tronco solitario que hace las veces de puente, él pasa primero. Ella lleva la ropa de la esposa difunta y él la espera al otro lado, mirándola como si fuera la primera vez.
—Ojalá ella pudiera vernos —le dice—, ojalá pudiera ver lo bien que cuidas de JoJo y lo mucho que él te quiere: eso la haría feliz. Ojalá pudiera verlo.
Los elogios la abruman. Sujeta la Biblia de la difunta y procura ver a su marido cara a cara, pero está muy cerca y tiene que echar la cabeza hacia atrás hasta casi caerse de espaldas.
—Estoy segura de que puede vernos —responde con convicción. Podría explicarle por qué está tan segura, pero él no necesita explicaciones, sólo la verdad—. Cuida de nosotros: me avisa cuando hierve el arroz, me detiene si voy a poner sal de más...
Él enarca las cejas y luego relaja la expresión del rostro y suspira.
—JoJo no tiene recuerdos de su madre.
—Mejor —responde ella—. Su madre me lo ha encomendado y no hace falta que él la recuerde ni que sufra por su ausencia.
No se han movido. Él sigue mirándola intensamente desde lo alto, pero ella no pestañea, y entonces nota cómo algo en él cede: es como si el ara, la fortaleza que es el cuerpo de su marido, se hubiera abierto por completo. Parece tranquilo y esboza una sonrisa; se diría que un largo tormento ha llegado a su fin. Cuando vuelve a echar a andar, lo hace a un ritmo que le permite a ella caminar a su lado.
El domingo siguiente, él le sugiere que vaya a la iglesia sola. Y, como él no irá, no hace falta que tome el camino largo: puede ir en barco. La acompaña hasta el embarcadero, donde se reúnen otras mujeres y también parejas. Cuando los barqueros empujan la embarcación y la alejan de la orilla, ella mira hacia atrás y ve a su marido de pie en un bosquecillo de arecas cuyos troncos finos y pálidos contrastan con su piel oscura y su constitución robusta. Las raíces de su marido se hunden en tierra más firmemente que las de cualquier árbol: ni siquiera Damodaran podría arrancarlo.
Sus miradas se encuentran. Mientras la embarcación se aleja, ella toma buena nota de su expresión: tristeza y envidia. Siente pena por él: un hombre que se niega a viajar por el río, que tal vez nunca haya oído el sonido de la quilla partiendo las aguas, ni el de la pértiga al hundirse y salpicar, ni sentido la euforia de ser arrastrado por la corriente; que jamás conocerá la tonificante sensación de zambullirse de cabeza en el río, ni oirá cómo ruge el agua cuando el cuerpo l