No entres tan deprisa en esa noche oscura

António Lobo Antunes

Fragmento

Capítulo primero

Mi padre nunca me dejó entrar aquí. Debía de sentarse en la mecedora y mirar desde el postigo el jardín allí abajo, el portón, la calle, mientras yo de niña jugaba a las hadas con mi hermana a orillas del lago. Los domingos abría el cajón de la cómoda, revolvía papeles hasta que oíamos el tintineo de la argolla, subía las escaleras del desván a buscar la llave en medio de las otras llaves

(tal como hoy, ahora que nadie me lo prohíbe, abrí el cajón, revolví papeles hasta oír el tintineo de la argolla y subí las escaleras a buscar la llave en medio de las otras llaves)

y se quedaba varias horas seguidas en la mecedora

(me doy cuenta en este momento de que era la mecedora por el ruido de los muelles)

mirando desde el postigo el jardín allí abajo, el portón, la calle, mientras yo jugaba a las hadas con mi hermana a orillas del lago

no, no creo que se interesase por la calle ni por nosotras, por la calle no se interesaba nunca y en cuanto a nosotras a lo sumo nos brindaba un aburrimiento mudo, mi madre le mostraba los boletines de notas y él los rechazaba con el dorso de la mano, le hacíamos preguntas y seguía masticando, nos cambiaban el peinado y ni siquiera se fijaba, una tarde, durante la lección de piano

la profesora volvía la página de la partitura

sentí algo detrás de mí, me volví en el taburete con un diccionario encima para llegar a las notas y al verlo en el umbral su cara se puso seria enseguida y desapareció con tanta prisa en el pasillo que tiró el jarrón del aparador

me acuerdo de sus dedos afligidos que levantaban el jarrón, del tapete fuera de sitio, de la carrerilla enfadado consigo mismo hacia el despacho, de sus reproches al abogado que lo esperaba, frotándose las manos entre reverencias respetuosas

–Con todo el dinero que le pago, no tiene nada que hacer, ¿no?

durante días me pareció que se avergonzaba de mí como se avergonzaba de las visitas en el hospital, acostado con aquellos aparatos y todos aquellos tubos sin poder dar órdenes a nadie, mi madre pedía disculpas a las visitas junto al ascensor aceptando los ramos de claveles, las cajas de bombones, los libros de pintura que él rechazaba con el dorso de la mano

no eran los boletines de notas, papá

–Está muy nervioso por el tratamiento, pobre, no le hagáis caso

mi madre que seguía disculpándose ante el ascensor cerrado en el que los pisos disminuían cuatro tres dos uno al mismo tiempo que el botón de llamada se encendía y apagaba en silencio

–Estoy segura de que se va a poner muy contento con los bombones, es tan goloso

los ramos y los libros se le escurrían de los brazos, levantaba la rodilla para evitar que una caja de bombones se cayese al suelo

–¿Qué hago con esto?

de repente tan vieja, cuarenta y dos o cuarenta y tres años me parece, multiplicándose para sujetar aquellos paquetes con vida propia que no paraban de bajar

–Dios mío, Maria Clara, Ana Maria

y se nos escapaban también, idiotas y flojos, la asistenta de la enfermería los metía en una bolsa de plástico

–Ahí tiene

el paciente con bata y muletas que fumaba a escondidas en el aseo y salía tosiendo, sofocado, rojo, ocultando la pipa en medio de una niebla azul, se detenía para observarnos, si yo fuese hada le daría un toque con mi varita y listo, mi padre no ocupaba aquella habitación, corría la cortina que tapaba las escaleras del desván y se instalaba en la mecedora en medio del polvo, los armarios y los arcones, a veces una hora, a veces dos, a veces toda la tarde, uniformes, fotos de militares a caballo, sombreros de mi abuela en cajas cilíndricas con etiquetas francesas

señoras elegantes de perfil sobre fondo malva

mi abuela que salía todos los días a hurtadillas, después de almorzar, con una gorrita ridícula sobre la coronilla, el bolso de torzal y sus joyas falsas, para jugar a la ruleta en el Casino, vendió los pendientes y los collares auténticos al hombre del montepío

una especie de congrio detrás de un mostrador con rejas, sus dedos torcidos por el reuma esperaban una eternidad mientras su boca hablaba, mi abuela

–¿Tan poco?

y después avanzaban de repente y cogían las perlas

había un montón de relojes en la tienda que prometían horas más felices, alianzas baratas y anaqueles con objetos despintados, dorados o de cobre como les gustan a las criadas, a través de los cuales una gata clandestina deslizaba con desdén la meticulosidad de sus patas

la gorrita ridícula llegaba al Casino antes de que abriesen y se apoyaba en la palmera para sacar del bolso de torzal un par de billetes arrugados, las gaviotas, no muchas, las mismas desde el principio del mundo, iban y venían entre Tamariz y los barcos, el portero la llamaba con el gancho de su dedo, mofándose

–Por favor, condesa

mi abuela se acomodaba en la esquina de una mesa con media docena de fichas avarientas bajo las lámparas inmensas, apuntaba los números en la palma de la mano, intentaba una apuesta, desistía, se decidía, desistía otra vez

puede ser que mi padre llegase a divisarla desde el postigo del desván, no a ésa, a la de al lado, la mujer que en cuanto se le acababa el dinero intentaba vender las joyas falsas en la taquilla luchando con sus falanges

–Amatistas, rubíes

por qué un vestido raído si no éramos pobres, por qué el broche en el cuello de zorro ya sin zorro alguno, el broche despojado de brillantes, al recibir visitas la mandaban a cenar a la cocina de la casa que había heredado de su padre y donde dormía ahora en el cuarto de la costura, detrás de la despensa, con una máquina averiada y cestos rotos que olían a lejía, un sábado, en el mes aquel en que le dio la embolia, ganó en el Casino, sustituyó la gorrita por una pamela roja desvaída por los años que debía de conservar bajo la cama con la esperanza de un triunfo así, al llegar al comedor la encontramos a la cabecera en el lugar de mi padre

en el lugar de su padre

sin joyas de pacotilla, sin broche, sin zorro, repartiendo los asientos desde el vértice de su autoridad restaurada

–Tú ahí, tú a mi izquierda, tú después de mi yerno, tú frente a Maria Clara

moderando los diálogos, desaprobando modales, obligando a pasar más la carne y a aliñar la ensalada, dirigiendo al personal con el ceño sin réplica, mi madre viajaba de cara en cara intentando comprender y encontraba narices obedientes sepultadas en los platos, mi padre domesticado sin protestar por nada

–Mamá

la fotografía del señor general colgaba de nuevo de la pared, la campanilla para llamar a las criadas, insistente

una campesina con cofia con el badajo en la falda

vibraba impaciencias, mi abuela sin volver hacia mi madre la pamela imperiosa

–Esos hombros hacia atrás, qué modales son ésos, Amélia <

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