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La alfombra roja
En la vida de un agente secreto existen momentos de lujo desmesurado. Hay misiones en que debe representar el papel de hombre acaudalado; ocasiones en que se refugia en la buena vida para borrar el recuerdo del peligro y la sombra de la muerte, y momentos en que —como era el caso— ejerce de visitante en el territorio de un servicio secreto aliado.
Desde el preciso instante en que el Stratocruiser de BOAC llegó a la terminal internacional de Idlewild, a James Bond lo trataron como a un miembro de la realeza.
Al bajar de la nave junto a los demás pasajeros, ya se había resignado al purgatorio que era el control de aduanas, inmigración y sanidad estadounidense, de merecida mala fama. Al menos una hora, pensó, de estancias recalentadas de color verde parduzco que olerían al aire del año anterior, a sudor rancio y a la culpa y el miedo que flotan en todas las fronteras: miedo a las puertas cerradas en las que se leía «privado» y que ocultaban a hombres meticulosos, expedientes y teletipos que parloteaban insistentemente con Washington, el Departamento de Estupefacientes, Contraespionaje, Hacienda y el FBI.
Mientras atravesaba la pista de aterrizaje, plantándole cara al gélido viento de enero, visualizó el paso de su nombre por todo el sistema: «Bond, James. Pasaporte diplomático británico 0094567». Tras una breve espera, en las distintas máquinas se mostrarían las respuestas: «Negativo», «Negativo», «Negativo». Y luego la del FBI: «Positivo esperando comprobación». El circuito del FBI se comunicaría velozmente con la Agencia Central de Inteligencia, hasta que pudiera leerse: «FBI a Idlewild: Bond OK OK». Entonces el insulso funcionario que tendría enfrente le devolvería el pasaporte con las siguientes palabras:
—Disfrute de su estancia, señor Bond.
Bond se encogió de hombros y siguió a los demás pasajeros a través de la alambrada y hacia la puerta en que se leía «Servicio de Sanidad de EE. UU.».
En su caso apenas se trataba de una aburrida rutina, desde luego, pero le desagradaba la idea de que su expediente estuviese en manos de una autoridad extranjera. El anonimato era el instrumento principal de su oficio. Todo rastro de su verdadera identidad registrado en un archivo cualquiera degradaba su valor y, a la larga, suponía una amenaza para su vida. En Estados Unidos, donde lo sabían todo de él, se sentía como un negro cuya sombra había robado el chamán. Había empeñado una parte vital de sí mismo; la había dejado en manos ajenas. Manos amigas en aquel caso, era cierto, pero, aun así…
—¿Señor Bond?
Un hombre anodino y de aspecto amigable, vestido de paisano, había emergido de entre las sombras del edificio del Servicio de Salud.
—Me llamo Halloran. Encantado de conocerlo.
Se estrecharon la mano.
—Espero que haya tenido un buen viaje. ¿Le importaría acompañarme?
Se volvió hacia el agente de la policía aeroportuaria que guardaba la puerta.
—Todo bien, sargento.
—Todo bien, señor Halloran. Hasta luego.
Los demás viajeros habían pasado al interior. Halloran giró a la izquierda para alejarse del edificio y un segundo policía les abrió una pequeña puerta en la prominente valla.
—Adiós, señor Halloran.
—Adiós, agente. Gracias.
Al otro lado los esperaba un Buick negro, de cuyo motor brotaban suspiros casi imperceptibles. Se subieron al coche y Bond vio sus dos ligeras maletas en el asiento del copiloto. Era incapaz de imaginarse cómo las habían sacado con tanta rapidez del montón de valijas que había ojeado pocos minutos antes de verse arrastrado hacia la aduana.
—De acuerdo, Grady. En marcha.
Bond se arrellanó con complacencia cuando el chófer de la limusina arrancó bruscamente el vehículo y cambió enseguida a la marcha superior de la caja de velocidades Dynaflow.
El agente se volvió hacia Halloran.
—Pocas veces he visto una alfombra roja como esta. Esperaba tardar como poco una hora en salir de Inmigración. ¿Quién la ha desplegado? No estoy acostumbrado a que me traten como a un personaje importante. En fin, muchas gracias por lo que le toca.
—No hay de qué, señor Bond. —Halloran sonrió y le ofreció un cigarrillo de un paquete de Luckies recién abierto—. Queremos que su estancia sea de lo más cómoda. Si desea algo, solo tiene que decirlo y será suyo. En Washington tiene buenas amistades. Ni siquiera yo sé por qué ha venido, pero al parecer las autoridades están muy interesadas en que sea usted un invitado privilegiado del Gobierno. Mi misión es asegurarme de que llegue al hotel lo más rápida y cómodamente posible y luego cederé el testigo y me marcharé. ¿Le importaría dejarme su pasaporte un momento?
Bond se lo entregó. Halloran abrió un maletín situado en el asiento contiguo y sacó un pesado sello metálico. Entonces pasó las páginas del pasaporte de Bond hasta llegar al visado estadounidense, lo selló, garabateó su firma sobre el círculo azul oscuro del monograma del Departamento de Justicia y se lo devolvió. Luego sacó una libreta y extrajo un grueso sobre blanco, que entregó al agente.
—Ahí tiene mil dólares, señor Bond. —Acalló la réplica alzando la mano—. Es dinero comunista que obtuvimos en la redada Schmidt-Kinaski. Vamos a usarlo en su contra y le solicitamos que colabore y se lo gaste del modo que desee en su actual misión. Me han advertido de que el rechazo se considerará una acción hostil. Así que no le demos más vueltas, y —añadió, puesto que Bond seguía sosteniendo el sobre con recelo en la mano— también debo decir que la entrega de este dinero cuenta con el conocimiento y la aprobación de su jefe.
Bond lo observó detenidamente y luego esbozó una sonrisa burlona antes de guardarse el sobre en la cartera.
—De acuerdo —respondió—. Y gracias. Trataré de gastármelo en donde más daño haga. Me alegro de contar con un fondo de maniobra facilitado por la oposición.
—Bien —dijo Halloran—, si me disculpa, pasaré a limpio los apuntes del informe que tengo que entregar. Tengo que acordarme de pedir que envíen una carta de agradecimiento a Inmigración, Aduanas y demás por su cooperación. Mera rutina.
—Adelante —aceptó Bond. Se alegró de poder contemplar por la ventana, en silencio, los Estados Unidos por primera vez desde que terminase la guerra. No consideraba que fuese una pérdida de tiempo el intentar aprender de nuevo el lenguaje estadounidense: la publicidad, los nuevos modelos de coche y los precios de los automóviles de segunda mano en los solares de vehículos usados, la exótica mordacidad de las señales de tráfico —«arcén no transitable», «curvas pronunciadas», «estrechamiento de la calzada», «suelo resbaladizo los días de lluvia»—, las normas de circulación, el número de mujeres al volante y los hombres dóciles a su lado, la ropa masculina, los peinados femeninos, las ad