Leonora

Carmen Torres Ripa

Fragmento

Un secreto, Werner intuía que aquel cuadro escondía un secreto. Todos los que habían vivido con él parecían estar envueltos en una telaraña de sueño que venía del más allá. Ella les había robado el alma con el extraño foco que, como un espejo de alquimista, sostenía en la mano derecha. Su padre debía de estar dentro del cristal nublado: Werner lo había visto con los ojos perdidos. Hasta Maryla, la madre que acababa de dejarlos solos, se había quedado sin espíritu de tanto hablar con aquel ser que no pertenecía a este mundo. Y él… él no podía vivir sin Ella.

Al entrar en casa, Ella le miraba desde el salón. Parecía una diosa pagana rodeada de flores menudas y dorados brillantes. Con el pelo caído por los hombros mostraba en plenitud sus redondos pechos.

La música se introdujo en Werner a través de aquel mágico cuadro. Antes de aprender a leer con precisión a Mozart, Werner conoció la música pictórica de Klimt.

Dejó de ser niño observando cada rincón de aquel cuerpo blanco, perdiéndose en el misterio nebuloso de sus iris verdes. Así fue enamorándose de lo que había más allá de la imagen.

Nadie le dijo quién era la dama del cuadro; cuando lo supo, Ella, rebelde, erótica, extrañamente libre, ya se había grabado en su corazón.

Tenía siete años cuando oyó el nombre de Leonora por primera vez.

Hacía pocos días que acababa de llegar de Estados Unidos. Aún le parecía todo extraño. Su casa, como la había dejado su padre antes de marchar a Nueva York, le resultaba desconocida. Sólo el cuadro había vuelto a ocupar el lugar de honor, sobre el piano, que siempre tuvo. Empezaba otra etapa en Viena. Todo era nuevo y excitante y aquel día venía un profesor de piano, también su primer profesor en Austria. Se llamaba Hans Harmond y era amigo de su padre. Le había hablado a menudo de él. Se conocían desde estudiantes. La guerra —pensó Werner—, quizá la guerra, los había separado y, aquella mañana de 1946, se volvían a encontrar. Werner entró en el salón, pero, al ver al señor alto y elegante que se sentaba en la butaca y miraba extasiado el cuadro, se quedó quieto en el umbral.

A pesar de que hablaba como en un murmullo, Werner oyó que decía muy bajo:

—Leonora, ¿cómo estás aquí, Leonora?

El padre de Werner no pareció oírlo. Pero el niño sí captó que advertía la mirada de su amigo al cuadro. Se notaba —al menos él, Werner, lo notó— que los dos conocían a aquella mujer. Aunque su padre parecía demasiado triste y cansado para detenerse en recuerdos lejanos.

—Hans, éste es mi hijo.

El profesor se levantó sobresaltado y se quitó con precipitación el sombrero.

—¿Tú eres el pequeño dios de la música?

Werner sonrió sin concentrarse en lo que decía, porque en su cabeza resonó para siempre un nombre: Leonora.

Empezaron las clases ese mismo día. Las notas bailaban en el teclado bajo la mirada nublada de pasión de Leonora. Werner sentía que algo ajeno a su mundo musical se interponía. Era un niño, pero notaba que Hans Harmond se distraía, nervioso, como si la presencia del cuadro trascendiera y se hiciera vida entre ellos. La turbación duró tantas semanas que Werner pensó que su profesor, más que a darle clases, venía a visitar a Leonora.

Una mañana, mientras la doncella les servía una bandeja con café y pastel de chocolate, Werner miró serio a su profesor. Iba dejando de ser niño. En su cabeza empezaba a cuajar la idea de ser director de orquesta. El piano y el violín no eran suficientes para encerrar toda su fuerza. Las clases de su infancia habían dejado de ser fundamentales. Werner tocaba perfectamente, y sus calificaciones habían superado con creces las de todos sus compañeros del Conservatorio. Se aproximaba su partida a París.

Nevaba. La nieve en Viena ayuda a la confidencia como el café a la conversación. Werner quería a Hans Harmond, ocupaba un lugar especial en su vida. Con el tiempo había sido mucho más que un profesor genial. Su padre estaba demasiado entregado a su consulta y sus libros de psicoanálisis. Harmond, inteligente y sensible, se había convertido en su confidente y casi en su segundo padre. Werner, llevado por el cariño, le hizo la pregunta que durante años había estado flotando, impalpable, en la habitación.

—¿Quién es Leonora?

Hans Harmond se levantó, cruzó el salón y se sentó frente al piano. Sus dedos se posaron sobre el teclado y después de un leve titubeo comenzó. Werner se vio sumergido en una ráfaga de colores, luces, brillos, lienzos blancos y telas barrocas envueltas en oro. Respiraba con dificultad, inmerso en unos sonidos nuevos e inéditos para él. Con sensación de vértigo se acercó a la ventana y asió con fuerza una cortina de encaje.

Apoyado en el cristal, volvió los ojos para mirar a su profesor, que seguía tocando aquella música apasionada. Al terminar, Hans Harmond dio la vuelta al taburete y dijo:

—Ésta es Leonora.

—Lo sabía —musitó Werner.

—Su música era la más hermosa de Viena. Era capaz de transmitir su belleza a las notas. Y al finalizar una sonata, la sonata era ella. Su mundo, una misteriosa simbiosis con la pintura de Klimt, el entorno donde fue realmente feliz. Él la escuchaba, él la pintaba, él se sirvió de ella para llenar de música y belleza sus cuadros. Él la amaba y yo también.

Hans Harmond se quedó en silencio y en la habitación flotó como en un rumor el nombre de Leonora.

ALLEGRO MA NON TROPO

ALLEGRO MA NON TROPO

Leonora Mildenburg

Ella desciende lentamente por una escalinata de mármol blanco. Su cuerpo desnudo brilla bajo la túnica transparente, iluminada por las arañas de cristal del techo. Se acerca a él, y sus verdes ojos le sonríen. Hans siente que el deseo le sofoca: es Leonora, real, carnal, viva. Con un gesto lánguido se quita la guirnalda del pelo y se la coloca a Hans en la solapa del traje. Como un murmullo lejano, empieza a sonar un vals. Hans coge a Leonora por el talle y comienza a girar al compás. A girar y girar; cada vez más rápido, a la vez que la música se acelera, agitándose. Giran, giran y giran, sin tregua, sin aliento, arrastrados por un ritmo cada vez más frenético, disolviéndose en los espejos en fugaces reflejos de dos siluetas sin cara. Cautivos del enloquecido llanto de los violines y del calor de sus cuerpos, no pueden parar, giran y giran…

Hans Harmond se despertó bañado en sudor. No estaba pisando nubes, ni tenía a Leonora en sus brazos. Volvió a cerrar los ojos intentando retener el sueño.

Leonora, Leonora… Hans Harmond se sujetó la cabeza como si con este gesto pudiera parar tantos recuerdos que se amontonaban buscando un sitio en el presente. Tenía sed. Se levantó y, aún perturbado por el sueño, fue a la nevera para servirse algo fresco. Vio una botella de Dom Pérignon y la abrió decidido. Era un hombre alto, esbelto, que caminaba con seguridad. El tiempo no le había robado el candor de la adolescencia y, aunque su pelo blanqueaba, seguía con fuerza en los dedos y era capaz de interpretar brioso una sonata. Ahora necesitaba ordenar el pensamiento y, como las notas, meter cada momento de la vida dentro de un pulcro pentagrama para conseguir al final una sinfonía perfecta. Pero, aunque ensayase mil formas, no sabía por dónde empezar una historia que escapaba de sus manos y, aunque lo intentara, sus dedos no podían dirigir los propios acontecimientos que se derramaban como un río caudaloso hasta hacerse vida.

Hans se había rodeado de cosas bellas, quizá porque lo había aprendido desde su infancia. La belleza —pensaba— es necesaria para nuestro bienestar, los ojos brillan más cuando ven luz, colores y flores. Mahler —cuya obra conocía íntimamente— decía que «la creación se adorna continuamente para Dios. Por lo tanto, todo el mundo tiene sólo un deber: ser en todos los aspectos lo más hermoso posible a los ojos de Dios y del hombre. La fealdad es un insulto a Dios». Sin duda fue más creyente el músico que él, pero su filosofía vital le había servido. Antes, mucho antes que Werner le preguntara por Leonora, Hans había sido un estudiante de música que aprendía a caminar en la ciudad de los sueños: Viena. En aquel tiempo mágico, Dios estaba lejos y Hans aún no había cumplido veinte años. Sólo así, por su juventud, era capaz de entender un período de su vida demente, loco, dichoso y perturbado.

Pero ¿quiénes eran ellos?

Hans Harmond brindó por aquella insensatez, por Leonora, por él y por la belleza contenida en la fina copa de cristal que sostenía en la mano. Fueron tiempos de hedonismo y sofisticación en los que vivieron, sin darse cuenta, rodeados de lujo y placer. Lujos y placeres exquisitos sí —como los que disfrutaba en este momento—: sonaba en el salón la música de Mahler, sentía en sus labios el sabor seco del champán y le miraban los ojos de Leonora.

Noviembre, siempre era noviembre el mes de los recuerdos. Un mes en que los dioses se reían de él para emborracharle de melancolía. El día estaba nuboso, pronto nevaría. Leonora también se fue con la nieve de noviembre. Hacía ya tanto tiempo… Miró el calendario que descansaba sobre su mesa de trabajo. Era el 9 de noviembre de 1967.

El timbre de la puerta le robó aquel instante de dolorosa nostalgia. Un mensajero le entregó un paquete a su nombre. La dirección estaba escrita a máquina. El remite correspondía a un notario de Viena. Hans rasgó el papel y vio dos sobres.

Cogió el primero. Lo abrió despacio. Dentro había un cuaderno azul. Pasó la tapa y encontró una carta. La desdobló y el corazón —ya tan inconstante en el latir— le dio un vuelco sobresaltado. Le resultaba imposible pensar algo coherente. Sus manos empezaron a temblar. No había duda, era su letra. Una caligrafía perfecta. Rozó con las yemas de los dedos las palabras, casi temiendo que la tinta aún estuviese húmeda. ¿Qué quería contarle en esas hojas?

Viena, 7 de noviembre de 1917

Querido Hans:

Te sorprenderá abrir el cuaderno que tienes en las manos y encontrar una historia, más bien un conjunto de recuerdos de mi vida. No es un diario convencional. Lo he escrito para mí, en un intento de aprisionar el paso del tiempo. Sin embargo, ahora sé que tú eras su destinatario secreto.

De manera extraña me siento ya fuera del tiempo. La nostalgia ha invadido mi relato; parece que yo misma escribiera de otra persona o de una época lejana, aunque cuento cosas que casi acaban de suceder. Hans, intenta disculpar el desorden de este escrito y la incoherencia de mi sensibilidad.

Lo he empezado y terminado en los últimos meses. He sentido la necesidad de examinar mi conciencia y desnudar ese yo difuso que todos creíais conocer. Quizá es un instinto de conservación, como si temiera que mi rastro quedase olvidado como una mala sinfonía.

Hasta siempre.

Un beso

Leonora

Hans Harmond era un hombre de prestigio internacional. Sus criterios ponderados y su perfecta docencia, en la difícil disciplina del piano, le habían colocado en los primeros puestos del mundo de la música. Ser alumno del maestro Harmond era un privilegio que sólo conseguían los mejores pianistas. Pero, ahora, su aplomo habitual se había perdido. Temblaba. El tiempo no había borrado los instantes sublimes de su recuerdo y volvió a sentir una punzada de deseo. Hans dejó la carta a un lado de la butaca y abrió el cuaderno azul.

Viena, 17 de marzo de 1917

Por primera vez en mis años de vida, me pongo en esta mesa a escribir algo distinto a música. Nunca he sido amiga de diarios y confidencias, nunca he sentido la necesidad de desahogarme en un papel, pero algo me impulsa, como los hados que cada noche me empujan a sentarme al piano y a repetir las notas hasta que consigo unirlas con orden y componer lo que siento dentro.

Dicen que todas las historias hay que comenzarlas por el principio, pero mi principio —nunca lineal— carece de importancia para ser noticia. Empecé a vivir y a morir hace pocos días, con 21 años. Hasta ahora era una mujer más, cansada —sólo a ratos— de ser mujer y acostumbrada —a la fuerza— a esconder mi personalidad, un yo cuya existencia desconocí hasta que me he quedado sola con él.

He descubierto que me gusta la soledad, porque nunca supe plenamente lo que era. Ahora sé que puede ser un espacio personal que se llena de lo que yo quiero. He empezado a saborear la quietud de mi entorno. Un entorno querido que he creado para mí. Me gusta descansar sin sueño en mi gran cama con colcha azul. Mirar las paredes de madera con un mosaico de colores incrustado que me regaló Klimt. En el mosaico hay dos amantes besándose. Es un motivo que muchas veces ha repetido Gustav Klimt, pero en éste estamos los dos. Yo soy esa mujer lánguida que se queda atrapada en los fuertes brazos del hombre eterno; un hombre para recrear. Hay flores. En el estudio de Klimt también llevé flores en el pelo y túnicas transparentes. Pero mi historia es demasiado real para envolverla en dorados y flores, ya no soy la mujer que pintó la primera vez —ingenua y confiada— que me mira desde la pared frente a la mesa. Sin embargo, sí estoy dispersa en esta habitación. Cada pieza recoge una parte de mí. La mesa es recia, de roble pintado de azul y frotado con cal, uno de mis lujos predilectos, un capricho diseñado por Josef Hoffmann. Me gusta la belleza, el calor que me envuelve al encender la lámpara que me acompaña por la noche, su luz dorada que tiñe de niebla las cortinas livianas. Mi cuarto soy yo y cuando anochece mis ojos se llenan de mis cosas y, por unos minutos, me siento profundamente dichosa en la soledad de mí misma. Ese trozo de paz que puede ser mío sin pedir nada a nadie.

Temo no saber expresar lo que quiero más que juntando notas. Al hablar digo lo que no pienso y me muevo como no quiero. Soy una la que vive con la gente y otra la que describe su mundo en música. Dos misteriosos mundos en un yo distorsionado, un yo sin terminar, cuyas formas incompletas siento que nunca dibujarán la silueta perfecta de la mujer que quiero ser. Mirándome al espejo veo fragmentaria la imagen de una mujer insatisfecha y temerosa. Mi yo verdadero, no el otro imaginado. Nunca sé mentir cuando compongo música y tampoco quiero mentir al contar mi historia.

Me sorprende la capacidad de recordar cuando siento que el tiempo se escapa. Tengo que correr para encontrar lo que he buscado y si no escribir y componer lo que he soñado. Entiendo por qué Fausto vendió su alma al diablo. No creo que fuera un deseo de juventud eterna, sino una obsesión por atrapar la belleza que se aleja de tantas cosas que en nuestras vidas se resbalan por las laderas de las decepciones.

Mis padres han muerto.

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