Noches de lluvia y estrellas

Maeve Binchy

Fragmento

1

Andreas creyó ver el fuego en la bahía antes que nadie. Tras aguzar la vista sacudió la cabeza, incrédulo. Esas cosas no pasaban. Al menos no allí, en Aghia Anna, ni al Olga, la embarcación roja y blanca que paseaba a los visitantes por la bahía. Ni a Manos, el tonto y terco de Manos, a quien conocía desde pequeño. Seguramente era un sueño, una ilusión óptica. No era posible que brotara humo y llamas del Olga.

Quizá estaba enfermo. Algunos ancianos de la aldea imaginaban cosas si el día era muy caluroso o habían bebido demasiado raki la noche anterior. Pero él se había acostado temprano aquella noche, y en su taberna de la colina no había habido raki, ni baile ni canciones.

Andreas se hizo visera con la mano para ver mejor y en ese momento una nube ocultó el sol. No se veía con tanta claridad como antes. Sí, podía haberse equivocado: debía tranquilizarse. Tenía que dirigir su restaurante. A la gente que subiera hasta allí por el empinado sendero no le agradaría encontrar a un tipo trastornado que se imaginaba desastres en una apacible aldea griega.

Continuó fijando los manteles rojos y verdes, cubiertos de plástico, a las largas mesas de madera de la terraza con unos pequeños enganches. Iba a ser un día caluroso, con muchos turistas a la hora del almuerzo. Había escrito la carta en la pizarra trabajosamente. A menudo se preguntaba para qué lo hacía, si la comida era la misma todos los días. Pero a los clientes les gustaba, y él ponía «Bienvenidos» en seis idiomas porque también les gustaba.

La comida no era nada especial, nada que no se encontrara en otras veinte tabernas como la suya. Había souvlaki, brochetas de cordero —bueno, en realidad eran de cabra, pero los turistas preferían pensar que eran de cordero—. También había moussaka, caliente y compacta, en un molde alto de pastel. Y unos cuencos grandes de ensalada con queso feta, bien salado, y unos lozanos tomates rojos. También ofrecía parrillas enteras de barbouni, salmonetes para asar en el momento, y de filetes de pez espada. Y en el frigorífico guardaba unas grandes bandejas metálicas con postres: kataifi y baklava, miel con frutos secos y pasteles; y en unos compartimientos refrigerados, retsina y vinos de la zona. ¿Qué otra cosa buscaba la gente en Grecia? Acudían turistas de todo el mundo y les encantaba lo que Andreas y decenas de personas como él les servían.

Reconocía enseguida la nacionalidad de los visitantes de Aghia Anna y sabía saludarlos con unas palabras en el idioma de cada uno. Para él era ya como un juego, tras años de observar la manera de caminar de la gente e interpretar su lenguaje corporal. A los ingleses no les gustaba que les ofrecieran una speisekarte en vez del menú; los canadienses no querían que los confundiesen con estadounidenses. A los italianos les molestaba que los saludaran con un bonjour, y sus propios conciudadanos preferían que se les tomara por clientes adinerados de Atenas que por turistas extranjeros. Andreas había aprendido a observar con atención antes de hablar.

Y mientras miraba, camino abajo, vio llegar a los primeros visitantes del día. Su mente comenzó a funcionar como un piloto automático.

El primero en aparecer fue un hombre de apariencia tranquila, con aquellos pantalones cortos que solo usaban los estadounidenses, que no favorecían el trasero ni las piernas sino que acentuaban lo ridículo de la figura humana. Iba solo y se detuvo a observar el incendio con unos prismáticos.

Luego vio a una hermosa muchacha alemana, alta y bronceada, con el pelo veteado por el sol o por un peluquero muy caro. Como si no pudiera creerlo, miraba en silencio las llamas escarlatas y anaranjadas que lamían el barco, en la bahía de Aghia Anna.

La seguía un muchacho veinteañero, menudo y con aspecto ansioso, que no dejaba de quitarse las gafas para limpiarlas. Boquiabierto de horror, miraba el barco de la bahía.

A continuación iba una pareja también de veinteañeros, agotados por la caminata colina arriba; parecían escoceses o irlandeses, aunque Andreas no alcanzaba a percibir bien el acento. El muchacho avanzaba con cierto aire de suficiencia, como para dar la impresión de que el ascenso no había sido nada difícil.

Ellos, a su vez, vieron a un hombre alto, algo encorvado, de pelo muy entrecano y cejas pobladas.

—Es el barco en el que estuvimos ayer. —La muchacha se cubría la boca, espantada—. ¡Oh, Dios mío, podía habernos pasado a nosotros!

—Pero no nos ha pasado. ¿Qué sentido tiene que lo digas? —replicó su novio, mirando con desdén las botas de cordones de Andreas.

En ese momento se oyó una explosión en la bahía. Por primera vez, Andreas cobró conciencia de que era verdad: abajo había un incendio. No era un efecto óptico, ya que los otros también lo veían; así que no podía achacarlo a su mala vista de anciano. Comenzó a temblar y tuvo que aferrarse al respaldo de una silla.

—Voy a telefonear a mi hermano Yorghis, está en la comisaría. Quizá no lo sepan, quizá desde abajo no se vea el incendio.

El estadounidense alto habló con suavidad:
—Sí que se ve. Mire, ya hay lanchas de rescate yendo hacia allá.

Aun así, Andreas fue a telefonear. Naturalmente, en la pequeña comisaría que había frente al puerto, colina arriba, nadie respondió.

La muchacha observaba el mar azul, de aspecto tan inocente, donde las deshilachadas llamas escarlatas y el humo negro parecían una mancha grotesca en medio de un cuadro.

—No puedo creerlo —repetía con desconsuelo—. Ayer mismo nos enseñaba a bailar en ese barco. Se llamaba Olga, como su abuela.

—Manos… Es su barco, ¿verdad? —preguntó el muchacho de las gafas—. Yo también estuve allí.

—Es de Manos, sí —confirmó Andreas con gravedad. «Ese tonto de Manos, que ha embarcado demasiada gente, como de costumbre, y no tiene instalaciones adecuadas para preparar comidas, pero insiste en servir bebida y trata de hacer brochetas con una anticuada bombona de gas.»

Pero nadie de la aldea mencionaría nunca esas cosas. Manos tenía familia allí, y en ese momento estarían todos reunidos en el puerto, a la espera de noticias.

—¿Lo conoce usted? —preguntó el estadounidense alto de los prismáticos.

—Sí, claro, aquí nos conocemos todos —respondió Andreas enjugándose los ojos con una servilleta.

De pie, como paralizados, todos seguían observando desde la distancia la llegada de las lanchas de socorro, cómo intentaban sofocar las llamas, cómo se debatían los cuerpos en el agua, con la esperanza de que algún bote los recogiera.

El estadounidense prestaba los prismáticos a quien quisiera mirar. Todos se habían quedado sin palabras. Estaban demasiado lejos para prestar ayuda, no podían hacer nada, pero eran incapaces de dejar de contemplar la tragedia que se desarrollaba abajo, en aquel bello mar azul.

Andreas sabía que debía atenderlos, pero dadas las circunstancias no le parecía correcto. No quería desentenderse de lo que aún quedaba de Manos, de su barco y de los inocentes turistas que habían salido a hacer aquella feliz excursión de vacaciones. Mostraría una escasa sensibilidad si sentara a los clientes a las mesas que había preparado y les hablase de hojas de vid rellenas.

Sintió una mano en el brazo. Era la joven rubia, la alemana. —Para usted debe de ser terrible —le dijo—, esta es su aldea.

A Andreas se le humedecieron los ojos. La chica tenía razón: aquella era su aldea. Había nacido allí. En Aghia Anna conocía a todo el mundo; había conocido a Olga, la abuela de Manos; conocía a aquellos jóvene

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