¿Qué haré cuando todo arde?

António Lobo Antunes

Fragmento

capítulo

Estaba seguro de que había soñado aquel sueño anoche o anteanoche

anoche

y por eso mismo, sin despertarme, pensaba

–No merece la pena preocuparme, ya sé de qué va

sin interés por episodios que sabía falsos

–Estoy durmiendo

me asustaron ayer, ya no volverían a asustarme

–Para qué afligirme, es todo mentira

consciente de la posición del cuerpo en la cama, de una arruga de la sábana que me lastimaba bajo la pierna, de la almohada

como siempre

que se deslizaba entre el colchón y la pared, los dedos

independientes, por su cuenta

la buscaban, la agarraban, la atraían de nuevo, la plegaban bajo la mejilla que a su vez se plegaba en ella, qué parte de mí la almohada y qué parte la mejilla, los brazos aferraban la funda y yo observaba los brazos

–Son míos

sorprendido de que me perteneciesen, consciente de que uno de los plátanos de la cerca, por la noche un borrón en el cristal y ahora nítido, entraba en el sueño y me hacía alzar la cabeza

sólo la cabeza dado que la arruga de la sábana seguía lastimándome

hacia la ventana después del despacho donde el médico escribía un diagnóstico o un informe

el escritorio, la silla y el armario viejos, la puerta siempre abierta por la que acechaban los enfermos pidiendo cigarrillos, sucios de barba, con los ojos muertos

nunca he sido capaz de comer ojos de pescado en el restaurante, mi tío clavaba el tenedor y yo ciego, gritando

no reparan en mí, nadie repara nunca en mí, los enfermeros se limitaban a empujarme hacia fuera

–Vamos, vamos

y los peces sentados en bancos, con la mano extendida, pidiendo cigarrillos, mi tío inmovilizando el tenedor

–¿No te gustan los ojos, Paulo?

el escritorio, la silla, el armario, el médico que firma cualquier cosa, que me mira, que coge el tenedor deprisa, lo acerca al pagro o a la dorada, me gustan los ojos, tío

–Mañana puedes irte a casa

y a medida que me despertaba y una paloma se balanceaba hacia abajo y hacia arriba en una rama de plátano la arruga de la sábana dejaba de lastimarme, el pez que soy separado de la almohada que al final no soy, el tío retrocedía divertido al sueño de anoche en el que unos congrios enormes, transformados por los comprimidos en muñecos a cuerda, me pedían cigarrillos

–¿No te gustan los ojos, Paulo?

por ejemplo el ahogado a mi izquierda que subía a la superficie de la colcha con una lentitud de marea, la mujer lo visitaba los domingos con un cartuchito con melocotones y él despreciaba los melocotones con un esfuerzo de cuerda, sin completar el gesto

–¿Traes cigarrillos, Ivone?

mi madre Judite, mi padre Carlos, el médico, no éste, uno más gordo,

me acordaba de su corbata roja cuando me internaron, de una gitana que gritaba

¿o era yo el que gritaba?

el médico

–¿Cómo se llama tu madre?

así como me acordaba de los enfermeros que llamó doña Helena y me sujetaron por las muñecas

–Quieto, muchacho

tantos platos sin romper en la cocina, el búcaro intacto, las manecillas del reloj que controlaban el cocido

–Destrúyenos

si los enfermeros me ayudasen en lugar del médico más gordo, con corbata roja, no en este despacho, en una sala sin ventana ni armario donde la gitana o yo gritábamos o si no ninguno de nosotros, el ruido de la vajilla

–¿Cómo se llama tu madre?

mi madre Judite mi padre Carlos

la mano que despreciaba los melocotones sin completar el gesto

–¿Traes cigarrillos, Ivone?

cinco cigarrillos los sábados pero los cigarrillos se apagan, una seña hacia un vaso de leche en el bar pero la leche, incapaz de sostenerse, se derrama en la barra en cuanto uno la toca, el enfermero limpia la barra, nos limpia la chaqueta y el mentón con un trapo apolillado que es un fósil de toalla, el televisor vocifera en un estante alto

–Tan guarros

croquetas que se desmigajan al comerlas, bocadillos cuyo fiambre se resiste, el cigarrillo encendido a la décima cerilla por el lado del filtro y una llamita que devora el algodón

–No se dan ni cuenta, infelices

la cerilla apagada demasiado pronto o que se niega a apagarse y nos quema la piel, seguro de que había soñado estos días anoche o anteanoche y por tanto por qué preocuparme si más allá de anteanoche sólo me acuerdo de una gitana a gritos y de que me ataban a la cama con vendas anudadas, de los enfermeros tal vez

–Quieto, quieto

el jarro que robé en el fregadero se estrelló en el suelo, doña Helena a lágrima viva, necesito romper estos platos, el búcaro intacto, ofendido

lo que me gustó del búcaro

preguntando

–¿Y yo?

el médico con dos o tres psicólogos o estudiantes o clientes de la discoteca donde trabajaba mi padre y la rama del plátano finalmente quieta como siempre al mediodía, con el codo en el alféizar sujetando las mechas de gorriones de la frente, gatos en una mata de espinos o junto a las sobras del comedor donde una muchacha con cofia vaciaba cubos, el médico a los estudiantes

–Viven dentro de sí mismos, no sienten casi nada, es tan difícil ayudarlos a sentir de nuevo

ofreciéndome un cestito de melocotones, no, ofreciéndome un cigarrillo, la cerilla se encendió cuando debía encenderse, se apagó cuando debía apagarse, el cenicero con ceniza y siendo así dónde pongo mi ceniza, me pareció que el marido de doña Helena acompañaba a los enfermeros señalando la alfombra, el suelo

–Nos llena todo de ceniza

me pareció que el médico

–Viven dentro de sí mismos, ni a la familia conocen

y los psicólogos o estudiantes o clientes de la discoteca que se burlaban de mi padre repitiendo en cuadernos, obedientes, viven dentro de sí mismos, ni a la familia conocen, la alianza del médico avanzaba en el escritorio

–Ahora fíjense

la pluma golpeaba en el tablero y me despertaba, consciente de la posición del cuerpo en la cama, de una arruga de la sábana bajo la pierna

–Paulo

romper la pluma y los platos de la cocina, doña Helena me quitó el búcaro con la marca de la rotura en el sitio donde lo habían pegado, la pluma insistía en el tablero impidiéndome fumar

–Paulo

la segunda tumba y yo fingiendo no verla

–¿Cómo se llama tu madre?

y en esto, casi sin darme cuenta, me eché a reír, cuando mi padre murió me eché a reír también, personas en bancos largos, un viejo con la boca pintada con un caniche en brazos, la segunda tumba que fingí no ver, el cura avanzaba desde una cortina y yo apoyado en el ataúd riéndome

–¿Cómo se llama mi madre, dice? ¿Cómo se llama mi madre, dice?

impidiendo a los psicólogos o a los estudiantes o a los clientes de la discoteca que viesen el cadáver y se burlasen de él, mi padre es un payaso con plumas y lentejuelas y peluca, los rellenos en las nalgas, en el pecho, la boca pintada del viejo con el caniche que se encrespaba frente a mí y me ladraba, en una ocasión traje al mastín con l

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