Capítulo primero
en el que se cumple un deseo, no hay sitio para las ratas en el Arca de Noé, de los hombres no queda más que basura, un barco cambia de nombre varias veces, se extinguen los saurios, un viejo conocido entra en escena, llega una postal con una invitación para Polonia, se ensaya la posición erguida y unas enormes agujas de hacer punto castañetean.
Por Navidades me pedí una rata, confiando en encontrar rimas logradas para una poesía que tratase de la educación del género humano. En realidad hubiera querido escribir sobre el mar, mi charco báltico; pero ganó la rata. Mi deseo se vio satisfecho. Bajo el árbol de Navidad me encontré con la sorpresa de la rata.
No apartada a un lado, no; cubierta por las ramas del abeto, armonizando con los colgantes adornos del árbol, en lugar del Nacimiento con su personal de costumbre, había encontrado acomodo, más larga que ancha, una jaula de alambre, de barrotes pintados de blanco e interior amueblado con una casita de madera, su biberón y su cacharrito de la comida. El regalo ocupaba su puesto con desenvoltura, como si no hubiera objeción que hacer, como si aquella sorpresa fuera algo natural: una rata bajo el árbol de Navidad.
Sólo una curiosidad moderada en cuanto el papel crujía. Cuando, tras un corto salto, se ovilló sobre su casita, una bola áurea y brillante reflejó el juego de sus bigotes. Desde el principio resultó sorprendente lo pelada que era su larga cola y que tuviera cinco dedos, como las personas.
Un animal limpio. Aquí y allá: sólo alguna caquita como la uña del meñique. Ese olor de Nochebuena elaborado según viejas recetas, al que contribuían la cera de las velas, el aroma del abeto, un poco de desconcierto y las pastas de miel, dominaba las emanaciones del animalillo regalado, comprado a un vendedor de reptiles que, establecido en Giessen, criaba ratas para alimento de serpientes.
Por supuesto, me encontré también con otros obsequios: cosas útiles o superfluas, alineadas a izquierda y derecha. La verdad es que cada vez resulta más difícil hacer regalos. Y además, ¿dónde meterlos? Qué desgracia, no saber ya qué pedir. Todos los deseos se han cumplido. Lo que nos falta, decimos, es la escasez, como si quisiéramos pedírnosla. Y seguimos regalando sin compasión. Nadie sabe ya qué cuándo de quién con todo cariño recibió. Harto e insatisfecho era mi estado cuando, preguntado qué quería, me pedí una rata por Navidad.
Naturalmente, me tomaron el pelo. No faltaron las preguntas: ¿A tus años? ¿No hay más remedio? ¿Sólo porque están de moda? ¿Y por qué no una corneja? ¿O, como el año pasado: vasos de vidrio soplado?… Esta bién, lo pedido, pedido está.
Tenía que ser hembra. Pero, por favor, nada de ratas blancas de ojos colorados, nada de ratas de laboratorio, por favor, como esas que utilizan en la Schering o la Bayer-Leverkusen.
Sin embargo, ¿habrá en algún sitio y a la venta esas ratas migratorias de color pardo oscuro, vulgarmente llamadas ratas de alcantarilla?
En las tiendas de animales sólo tienen normalmente roedores que no gocen de mala reputación, que no sean proverbiales, sobre los que no se haya escrito nada malo.
Al parecer, hasta el cuarto domingo de Adviento no llegaron noticias de Giessen. El hijo de una vendedora de animales dedicada al género habitual, que de todas formas tenía que ir al norte a visitar a su novia, pasando por Itzehoe, tuvo la amabilidad de traer el ejemplar requerido; la jaula podía ser muy bien la de cualquier hámster dorado.
Con todo, yo había olvidado casi mi deseo cuando, en Nochebuena, me encontré con la rata hembra en su jaula. Le dirigí la palabra, insensatamente. Más tarde se pusieron los discos regalados. Todos se rieron de una brocha de afeitar. Profusión de libros, entre ellos uno sobre la isla de Usedom. Los niños, felices. Partirnueces, plegar papel de regalos. Las cintas rojo escarlata y verde cinc, de puntas debidamente rizadas, debían ser enrolladas guardadas —¡No hay que desperdiciar nada!— para su utilización futura.
Zapatillas acolchadas. Y esto y aquello además. Y un regalo que yo había envuelto en papel de seda para mi amada, la que me había regalado la rata: en un mapa coloreado a mano, ante la costa de Pomerania, Viñeta, la ciudad sumergida. A pesar de manchas de moho y de un desgarrón lateral: un hermoso grabado.
Velas que se consumen, el apelotonado clan familiar, el ambiente difícilmente soportable, el banquete. Al día siguiente, las primeras visitas dijeron que la rata era monísima.
Mi rata de Navidad. De qué otro modo podría llamarla. Con sus deditos rosa de atrás que, finamente articulados, sostienen la carne de la nuez, la almendra o el alimento especial prensado. Desde el principio, pensando temerosamente en las yemas de mis dedos, comienzo a mimarla: con pasas, miguitas de queso, yema de huevo.
Ella a mi lado. Sus bigotes me perciben. Juega con mis temores, que sabe manipular. De manera que le hablo para combatirlos. Al principio, sólo planes en los que no se menciona a las ratas, como si en el futuro pudiera ocurrir nada sin ellas, como si pudiera estar ausente la Ratesa en cuanto el mar arriesgue unas olitas, los bosques mueran por mano del hombre o tal vez un hombrecillo emprenda el viaje con su joroba.
Últimamente sueño con ella: historias del colegio, la insatisfacción de la carne, todo lo que el sueño me insinúa, los acontecimientos en que me mezclo totalmente despierto; mis sueños de día, mis sueños de noche son su territorio roturado. No hay embrollo al que no dé forma con su cola pelada. Por todas partes ha dejado marcado su olor. Lo que le pongo delante —mentiras como armarios y dobles fondos— lo atraviesa a mordiscos. Su roer sin respiro, su sabihondez. Ya no hablo yo, es ella quien me arenga.
¡Se acabó!, dice. Vosotros fuisteis. Habéis sido, se os recuerda como una ilusión. Nunca más señalaréis fechas históricas. Se han extinguido todas las perspectivas. La habéis cagado bien. Y realmente por completo. ¡La verdad es que ya era hora!
En el futuro, nada más que ratas. Al principio pocas, porque al fin y al cabo casi toda la vida encontró su fin, pero ya mientras habla se multiplica la Ratesa, informando sobre nuestra salida de escena. A veces habla en falsete doliéndose, como si quisiera enseñar a sus crías más recientes a llorarnos, a veces se mofa en su ratigonza, como si su odio siguiera recayendo sobre nosotros: ¡Estáis fuera de juego, fuera!
Sin embargo, yo me opongo: ¡No, Ratesa, no! Todavía somos numerosos. Las noticias informan puntualmente de nuestras hazañas. Estamos ideando planes que prometen éxito. Por lo menos a plazo medio seguimos estando aquí. Hasta ese jorobadito que quiere intervenir de nuevo decía hace poco, cuando me disponía a bajar al sótano para echar una ojeada a las manzanas de invierno: Es posible que los hombres estén en las últimas, pero en definitiva somos nosotros los que decidiremos cuándo echar el cierre.
¡Historias de ratas! Cuántas sabe. No sólo en las zonas relativamente cálidas; al parecer las hay hasta en los iglús de los esquimales. Con los deportados, las ratas lograron colonizar Siberia. En compañía de los exploradores polares, las ratas de los barcos descubrieron el Ártico y el Antártico. Ningún yermo les resultó demasiado inhospitalario. Detrás de las caravanas, atravesaron el desierto de Gobi. Siguiendo a píos peregrinos, se dirigieron a la Meca y Jerusalén. Con las migraciones de los pueblos del género humano pudo verse, en filas apretadas, la migración de las ratas. Fueron con los godos hasta el Mar Negro, con Alejandro a la India, con Aníbal a través de los Alpes y, pegadas a los vándalos, entraron en Roma. Tras los ejércitos napoleónicos hasta Moscú, ida y vuelta. También con Moisés y el pueblo de Israel atravesaron las ratas el Mar Rojo, a pata enjuta, para saborear en el desierto del Sinaí el maná celestial; desde el principio hubo desperdicios suficientes.
Todo eso sabe mi Ratesa. Grita de una forma retumbante: ¡En el principio fue la prohibición! Porque cuando el Dios de los hombres tronó: Enviaré un diluvio sobre la tierra, para que perezca toda carne en que aliente un soplo de vida, se nos prohibió expresamente subir a bordo. No hubo paso para nosotras cuando Noé convirtió en zoo su arca, aunque su Dios siempre severo, a cuyos ojos había encontrado gracia, había sido muy claro desde allá arriba: De cada especie de animales puros tomarás siete y siete, el macho con la hembra. Mas de los impuros sólo una pareja, macho y hembra, pues haré llover sobre la Tierra cuarenta días con cuarenta noches y exterminaré de la faz del suelo todo lo que tiene la naturaleza que he creado. Me arrepiento de haberlo hecho.
E hizo Noé lo que su Dios le había ordenado, y tomó de las aves según su especie, de las bestias según su especie y de toda clase de gusanos sobre la tierra según su especie; sólo de nuestra naturaleza no quiso tomar en su cajón una pareja, rato y ratita. Puros o impuros, no le parecíamos ni una cosa ni la otra. Tan pronto estuvo ya arraigado el prejuicio. Desde el principio, el odio y el deseo de ver exterminado lo que se atraganta y da náuseas. El asco innato del hombre hacia nuestra especie impidió a Noé actuar según la palabra de su Dios severo. Nos rechazó, nos borró de su lista, que incluía a todo lo que alentaba.
Aceptó cucarachas de cocina y arañas cruceras, al gusano retorcido, al piojo incluso y al sapo verrugoso, tornasoladas moscardas, una pareja de cada, a bordo de su arca, pero no a nosotras. Debíamos palmar como el numeroso resto de la corrompida Humanidad, de la que el Todopoderoso, ese Dios siempre vengativo que maldice sus propias chapuzas, había dicho tajantemente: La maldad del hombre era grande sobre la Tierra, y sus pensamientos y acciones, incesantemente malvados.
Y entonces hizo lluvia que cayó cuarenta días y noches, hasta que todo estuvo cubierto por las aguas, que sólo soportaban al arca y su contenido. Sin embargo, cuando las aguas descendieron y empezaron a surgir de la inundación las primeras cumbres, volvió, después del cuervo que habían botado, la paloma, de la cual se dijo: Volvió a él a la hora de las ánimas y vio que había quebrado una hoja de olivo y la llevaba en el pico. Pero la paloma no voló sólo hacia Noé con un poco de verdura, sino también con un mensaje asombroso: donde nada se arrastraba ni reptaba ya, había visto caquitas de rata, caquitas de rata frescas.
Entonces Dios, harto de sus propias chapuzas, se rió, porque la desobediencia de Noé se había visto frustrada por nuestra heptavitalidad. Como siempre, dijo desde las alturas: En adelante rato y ratita serán compañeros del hombre sobre la Tierra y portadores de todas las plagas prometidas…
Predijo más cosas aún, que no han quedado escritas, nos encomendó la peste y, al estilo de los todopoderosos, se atribuyó otras omnipotencias. Él, personalmente, nos había librado del Diluvio. En su mano de Dios había encontrado seguridad una pareja de nuestra impura especie. En su divina mano había visto caquitas frescas de rata la paloma botada por Noé. A su garra se debía nuestra copiosa supervivencia, porque en la palma de Dios habíamos parido hijos, nueve ejemplares, y las crías, mientras las aguas estuvieron ciento cincuenta días sobre la Tierra, se habían convertido en una poblacioncilla de ratas; así de espaciosa era la mano de Dios omnipotente.
Tras ese discurso Noé guardó un silencio obstinado, pensando, como estaba acostumbrado a hacer desde pequeño, cosas feas para sus adentros. Sin embargo, cuando el arca, ancha y plana, encalló en el monte Ararat, el desierto terreno circundante había sido ya tomado por nosotras; porque nosotras, la heptavital estirpe de las ratas, no nos habíamos salvado del Diluvio en la mano de Dios, sino en galerías subterráneas, que habíamos taponado con animales viejos, y en nidos convertidos en burbujas de aire salvadoras. ¡Nosotras, las del rabo largo! ¡Nosotras, las de los bigotes adivinos! ¡Nosotras, las de los dientes que crecen! Nosotras, las apretadas notas de pie de página del hombre, su comentario desbordante. ¡Nosotras, las indestructibles!
Pronto habitamos en el arca de Noé. De nada servían las precautelas: su comida era también la nuestra. Más aprisa de lo que las personas que rodeaban a Noé y su fauna escogida pudieran multiplicarse fuimos nosotras numerosas. El género humano no se libraría ya de nosotras.
Entonces dijo Noé, fingiendo humildad ante su Dios pero usurpado, sin embargo, su puesto: Obstinado fue mi corazón al no atender a la palabra del Señor. Pero, por voluntad del Todopoderoso, la rata sobrevivió en la Tierra con nosotros. Que su maldición sea escarbar siempre a nuestra sombra, allí donde haya residuos.
Así se cumplió, dijo la Ratesa con que sueño. Donde estuvo el hombre, en cada lugar que dejó, quedó basura. Hasta en la búsqueda de las últimas verdades y pisando los talones de su Dios produjo basura. Por su basura, acumulada capa a capa, se le podía reconocer siempre en cuanto se excavaba para buscarlo; porque más longevos que el hombre son sus residuos. ¡Sólo la basura ha durado más que él!
Qué pelada está su cola, unas veces así y otras asá. Ay, cómo ha crecido mi bonita rata de Navidad. Inquieta de un lado a otro y luego otra vez inmóvil, salvo sus bigotes temblorosos, tiene ocupados todos mis sueños. A veces parlotea ligeramente, como si debiera charlarse sobre el mundo y sus menudencias en ratigonza, cuchicheando toda clase de chismes, y luego vuelve a hablarme didácticamente en falsete, encargándose de enseñarme e impartiéndome ratescamente enceladas lecciones de Historia; y, finalmente, habla en forma definitiva, como si se hubiera comido la Biblia de Lutero, los profetas mayores y menores, los Proverbios de Salomón, las Lamentaciones de Jeremías, y de paso los Apócrifos, el canturreo de los jóvenes en el horno, los salmos y, sello tras sello, el Apocalipsis de San Juan.
¡En verdad os digo que ya no existís!, la oigo proclamar. Como en otro tiempo Cristo muerto desde lo alto del edificio del mundo, la Ratesa habla, ampliamente retumbante, desde su montón de basura: Nadie hablaría de vosotros si nosotras no existiéramos. Contamos para memoria lo que queda del género humano. Invadidas por la basura se extienden las llanuras, basura a lo largo de las playas, valles en los que la basura se acumula. Masas sintéticas emigran en copos, tubos que han olvidado su quéchup y no se oxidan. Los zapatos, ni de cuero ni de esparto, andan solos con la arena, y se amontonan en hondonadas llenas de basura en donde los esperan ya los guantes del regatista y la cómica fauna hinchable del bañista. Todo ello habla de vosotros sin tregua. Vosotros y vuestras historias, soldados en celofán, sellados en bolsas al vacío, moldeados en resina sintética, vosotros en chips y clips: el género humano que fue.
Qué más ha quedado: por vuestras pistas rueda, traquetea la chatarra. No hay papel que podamos comernos, pero sí cubiertas y pilares gastados, en torno a soportes de acero. Espuma coagulada. Como si estuviera viva, la gelatina tiembla en grandes tortas. Por todas partes se pudren hordas de bidones vacíos. Liberados de sus casetes, los vídeos se han puesto en camino: El motín del Caine, Doctor Zivago, el Pato Donald, Solo ante el peligro o La quimera del oro… Todo lo que, en forma divertida o haciéndoos llorar, fue para vosotros la vida en imágenes en movimiento.
Ay, vuestros cementerios de automóviles, en los que en otro tiempo se podía vivir. Contenedores y otros artículos de consumo. Las cajas, que llamabais de seguridad y de caudales, han sido palanquetadas: vomitando todos sus secretos. ¡Lo sabemos todo, todo! Y lo que habéis almacenado en bidones goteantes, olvidado o dado de baja con nombre falso, nosotras lo encontramos, vuestros miles y miles de depósitos tóxicos: lugares que acotamos, poniendo como advertencia —como advertencia para nosotras, porque sólo nosotras existimos ya— marcas de olor.
De acuerdo: ¡hasta vuestra basura es impresionante! Y a menudo criaturas como nosotras nos asombramos cuando las tormentas de polvo refulgente traen desde muy lejos a la llanura, por encima de las colinas, voluminosos elementos de construcción. ¡Mirad, ahí planea un techo de fibra de vidrio! Así recordamos a los encumbrados hombres: pensando en subir cada vez más alto, cada vez más arriba… ¡Mirad qué arrugado cae al suelo su progreso!
Y vi lo que soñaba, vi temblar a la gelatina y ponerse en camino los vídeos, vi chatarra rodante y planchas agitadas por las tormentas, vi las sustancias tóxicas rezumar de los bidones; y la vi a ella, proclamando desde su montón de basura que el hombre había dejado de existir. ¡Eso, exclamó, es vuestro legado!
¡No, Ratesa, no!, grité yo. Todavía estamos en activo. Para el futuro hay citas concertadas, con la inspección de Hacienda, con el dentista, por ejemplo. Están comprados los vuelos chárter de las vacaciones. Mañana es miércoles y pasado mañana… Y además me corta el paso un jorobadito que dice: Aún hay que escribir esto y aquello, para que nuestro fin, si se produce, ocurra como estaba previsto.
Mi mar, que se extiende hacia el Este
y también hacia el Norte, donde está Haparanda.
El charco báltico.
Lo que surgió además de la ventosa Gotland.
Cómo quitaron las algas el aire al arenque
y la caballa, y también al pez espada.
Lo que yo quiero contar,
porque quisiera aplazar el fin con palabras,
podría empezar con aguamalas que se hicieran más,
cada vez más, infinitamente más,
hasta que el mar, ese mar mío,
fuera una sola aguamala.
O puedo dejar a los héroes de cuento,
el almirante ruso, el sueco, Dönitz, quien sea,
barloventear a gusto hasta que haya
despojos suficientes —tablas y libros de a bordo,
listas de provisiones—
y se hayan celebrado todos los naufragios.
Pero cuando el Domingo de Ramos llovió fuego del cielo
sobre la ciudad de Lübeck y sus iglesias,
ardió el revoque interior de sus muros de ladrillo;
a lo alto del andamio subirá otra vez
el pintor Malskat, para que el gótico
no se nos acabe.
O bien se hablará, porque no puedo evitarlo,
de la bella, la organista de Greifswald,
con sus erres rodadas como guijarros.
Enterró, bien contados,
a once párrocos, sin dejar
de sostener su cantus firmus.
Ahora se llama como se llamaba la hija de Witzlao.
Ahora no dice Damroka
lo que el rodaballo le dijo.
Ahora, desde el banquillo del órgano
se ríe de sus once párrocos: el primero, todo un tipo,
que venía de Sajonia…
Os invito: sus ciento siete años
cumplirá Anna Koljaiczek de Bissau junto a Viereck,
que está cerca de Matarnia.
A celebrar su cumpleaños con gelatinas, setas y pasteles
vienen todos de muy lejos, porque mucho se ha extendido
la hierba cachuba.
Los de ultramar: vendrán desde Chicago.
Los australianos el recorrido más largo.
Los que lo pasan mejor en Occidente vienen
para enseñarles a esos
que se quedaron en Ramkau, Kartuzy y Kokoschken
cuánto mejor se vive en marcos federales.
Cinco de los astilleros Lenin son una delegación.
Las sotanas traen la bendición de la Iglesia.
No sólo los Correos estatales,
el Estado de Polonia está representado.
Con chófer y con regalos
llega también nuestro Sr. Matzerath.
¡Y el final! ¿Cuándo llegará el final?
¡Viñeta! ¿Dónde está Viñeta?
Barloventean marineramente; porque entretanto
se han movilizado las mujeres.
En el mejor de los casos, un mensaje en una botella
que deja adivinar su rumbo.
Ya no hay esperanza.
Porque, al mismo tiempo que los bosques,
aquí debe quedar escrito,
se extinguirán los cuentos de hadas.
Corbatas cortadas a ras de nudo.
Finalmente, con la nada atrás, se retiran los hombres.
Sin embargo, cuando el mar mostró Viñeta a las mujeres
era ya muy tarde. Damroka desapareció
y Anna Koljaiczek dijo: Sacabao.
¡Ay, qué pasará cuando no pase ya nada!
Entonces soñé con la Ratesa y escribí:
La nueva Ilsebill, en figura de rata, bajará a tierra.
Cuando en octubre del noventa y nueve la «Dora», una gabarra de acero con fondo de madera, fue encargada al constructor de barcos Gustav Junge, y botada en marzo del año 1900 en el astillero de Wewelsfleth, no sospechaba Richard Nickels, su propietario, todo lo que le ocurriría a aquella gabarra suya de fondo plano, diseñada para las esclusas de agua dulce de Hamburgo, tanto más cuanto que el nuevo siglo, anunciado a grandes voces y patoso, venía a la luz con los bolsillos llenos, como si quisiera comprarse el mundo.
Apenas dieciocho metros tenía el barco de eslora y cuatro setenta de manga. El tonelaje de la «Dora» ascendía a treinta y ocho coma cinco toneladas brutas de arqueo, y su desplazamiento útil era de setenta toneladas, pero estaba registrada en sesenta y cinco. Un barco de carga, para cereales y reses de matanza, para madera de construcción y ladrillos.
Su patrón Nickels no sólo llevaba carga por el Elba, el Stör y el Oste, sino que recorría también los puertos alemanes y daneses, hasta Jutlandia por arriba y Pomerania al otro lado. Con buen viento, su gabarra de carga hacía cuatro nudos.
En 1912, la «Dora» fue vendida al patrón Johann Heinrich Jungclaus, que pilotó la gabarra incólume a través de la Primera Guerra Mundial y, en el año veintiocho, en la época del marco renta, hizo instalar en ella un motor de culata caliente de 18 CV. Krautsand y no Wewelsfleth era lo que estaba escrito ahora en la popa como puerto de matrícula: con letras blancas sobre una capa de pintura negra. Eso cambió cuando Jungclaus vendió su gabarra de carga al patrón Paul Zenz, de Cammin del Dievenow, una pequeña ciudad de Pomerania hoy llamada Kamien.
Allí la «Dora» llamaba la atención. Despectivamente, los patronos de cabotaje pomeranios llamaron «metomentodo» a aquel barco de fondo plano, cuando lo remolcaron por la rada de Greifswal. Siempre cargamentos de cereales, berza de invierno, reses de matanza como carga, pero también madera de construcción, ladrillos, tejas, cemento; hasta la época de la Segunda Guerra Mundial se construyó mucho: cuarteles, campamentos de barracas. Sin embargo, ahora se llamaba Otto Stöhwase el propietario de la «Dora», y en la popa estaba escrito como puerto de matrícula Wollin; así se llaman una ciudad e isla que, con la isla de Usedom, se encuentran frente a las costas de Pomerania.
Cuando entre enero y mayo del cuarenta y cinco, barcos grandes y pequeños, sobrecargados de civiles y soldados, atravesaron el Báltico, aunque no todos llegaron a los puertos de las ciudades de Lübeck, Kiel, Copenhague, al Occidente salvador, la «Dora» recogió también, poco antes de que el Segundo Ejército soviético llegase hasta el Báltico, fugitivos de Danzig-Prusia occidental para llevarlos hasta Straslund. Eso fue cuando se hundió el «Gustloff». Eso fue cuando en la bahía de Neustadt ardió el «Cap Arconna». Eso fue cuando a todas partes y hasta a las neutrales costas de Suecia llegaban flotando innumerables cadáveres; todos los que aún vivían creyeron haber escapado y por eso llamaron a ese final, como si antes no hubiera ocurrido nada, la Hora Cero.
Diez años más tarde, cuando imperaba por todas partes una paz armada, la barcaza de manga y eslora aún inalteradas fue dotada de un motor diesel Brons, de 36 CV, y llamada por su nuevo propietario, la empresa Koldewitz de Rügen, no «Dora» ya, sino «Ilsebill»; sin duda como alusión a un cuento de hadas en bajo alemán, cuyo texto fue recogido cuando, por toda Alemania, y por consiguiente también en la isla de Rügen, se recopilaban cuentos de hadas.
Bautizada con el nombre de la mujer del pescador que pidió al rodaballo parlante más, cada vez más y finalmente ser como Dios, la «Ilsebill» sirvió aún largo tiempo como barco de carga en la rada, en el estuario del Peene y en el Achterwasser, hasta que, hacia el final de los años sesenta, cuando seguía imperando una paz armada, se la quiso desguazar y hundir en el puerto de Warthe, en Usedom, para que sirviera de cimiento al malecón. Su casco de acero, cuya popa anunciaba últimamente el nombre de la ciudad de Wolgast como puerto de registro, iba a ser sumergido.
Eso no ocurrió, porque en el rico Occidente, al que la guerra perdida había traído fortuna, encontró una compradora, que procedía de Greifswald y se trasladó a Lübeck dando rodeos, pero a la que seguían gustando los cachivaches prepomeranios, que podían proceder de Rügen, de Usedom o, como aquella barcaza de mesana de acero y fondo de madera, haber sido arrastrados hasta allí; en realidad, había estado buscando uno de aquellos barcos de pesca de arrastre que se habían convertido en una rareza.
Al cabo de largas negociaciones, la compradora, que, haciendo honor a su origen, se mantuvo firme, obtuvo la adjudicación, porque la República Democrática Alemana, última propietaria del barco, estaba hambrienta de fuertes divisas occidentales; el traslado de la barcaza de carga resultó más caro que su compra.
Durante mucho tiempo, la «Dora» permaneció anclada, como «Ilsebill», en Travemünde. Negros el casco y el palo mayor, blanca y azul la cabina del piloto y el resto de la superestructura. En los puentes de fin de semana y durante las semanas de vacaciones, la nueva propietaria, a la que, porque le tengo cariño, llamaré Damroka, limpiaba, reparaba y pintaba su barco, hasta que, aunque organista de profesión y dedicada desde su juventud en cuerpo y alma a Dios y a Bach, a finales de los años setenta sacó, además de su licencia de patrón de yate, su patente de cabotaje. Dejó atrás el órgano, junto con la iglesia y los párrocos, se liberó de la servidumbre musical y, en adelante, será llamada capitana Damroka, aunque más bien habitaba que navegaba en su barco, y andaba pensativa por cubierta, como adherida a su jarro de café eternamente.
Hasta principios de los años ochenta no elaboró Damroka un plan que, tras algunos viajes de ensayo por la bahía de Lübeck y hasta Dinamarca, debía ser ejecutado a partir de mayo de ese año, que según el calendario chino es el Año de la Rata.
La barcaza de mesana, construida en el año 1900, que había cambiado varias veces de propietario y puerto de registro, perdido su palo, pero, tras la última reforma, adquirido un potente motor diesel, un barco que en adelante, como si tuviera que materializar un programa, responderá al nombre de «La Nueva Ilsebill» y tendrá por dotación a bien dotadas mujeres, se convirtió en el puerto de Travemünde de barcaza de carga en barco de investigación. En su proa se construye, con un tabique, el estrecho dormitorio de la tripulación femenina. Convertida en armario, la punta del bauprés ofrece sitio para sacos de marinero, libros, agujas de hacer punto y chismes de primeros auxilios. En el centro del barco, la bodega, con una larga mesa de trabajo, servirá en adelante a la investigación. Sobre el cuarto de máquinas, con su nuevo motor de 180 CV, la cabina del piloto, un pabellón de madera con ventanas en todas direcciones, ha sido ampliado hacia popa con una cocinita: más cobertizo que cocina de a bordo.
Sobretripulado por cinco mujeres: a bordo se vive estrechamente y de forma sólo moderadamente cómoda. Todo funcional: la mesa de investigación sirve también de mesa de comedor. «La Nueva Ilsebill» navegará por aguas territoriales de la Alemania federal, danesas, suecas y —si se recibe la autorización— de la RDA. Su cometido está previsto: medir en distintos puntos la densidad de aguamalas del Báltico occidental, porque la aguamalización del mar Báltico aumenta y no sólo estadísticamente. El turismo de balneario sufre. Y por añadidura las medusas, que viven de plancton y larvas de arenque, perjudican la pesca. Por ello, el Instituto de Oceanografía, con sede en Kiel, ha asignado misiones a la investigación. Naturalmente, como siempre, los recursos son escasos. Naturalmente, no hay que investigar las causas de la aguamalización, sino sólo la fluctuación de los contingentes. Naturalmente, desde ahora se sabe ya que los datos recogidos serán alarmantes.
Eso dicen las mujeres a bordo del barco, que pueden ser todas alegres, irónicas, agudas y, en caso necesario, venenosamente cáusticas; con canas, no son ya jovencitas. Ya a la partida —queda a babor el malecón, poblado de turistas que saludan— el mar se divide a proa en un contingente sobreabundante de aguamalas, que vuelve a cerrarse arremolinadamente tras la popa.
Para este viaje, las cinco mujeres, tal como yo lo quiero, se han adiestrado. Saben hacer nudos y echar la sonda. Amarrar una escota o adujar un cabo les resulta un juego de niños. Saben leer más o menos la balización de las rutas. Fijan el rumbo marineramente. La capitana Damroka ha hecho enmarcar su patente y la ha colgado en la cabina del piloto. Ningún otro cuadrito que pudiera tomarse por adorno, en cambio un Atlas sonar nuevo, con la vieja brújula y un receptor meteorológico.
Desde luego, se sabe que el Báltico está invadido por las algas, envejecido por barbas de sargazos, sobresaturado de aguamalas, y por añadidura mercurializado, plomificado y no sé qué más, pero hay que investigar dónde lo está más o menos, dónde no está aún y dónde está especialmente invadido, envejecido y sobresaturado, sin hacer caso de todas las sustancias nocivas, cuya estadística se lleva en otra parte. Por eso el barco de investigación ha sido equipado con instrumentos de medición, uno de los cuales se llama «tiburón medidor» y es denominado en broma «cuentaaguamalas». Además, deben medirse, pesarse y determinarse las existencias de plancton y larvas de arenque, y de todo lo demás que comen las aguamalas. Una de las mujeres ha estudiado oceanografía. Conoce todas las cifras de mediciones pasadas y la biomasa del Báltico occidental, hasta con decimales. En el presente escrito se la llamará en adelante la Oceanógrafa.
Con un noroeste débil, la barcaza de investigación fija su rumbo. Tranquilas como el mar y seguras de sus conocimientos, las mujeres se ponen marineramente al trabajo. Lentamente, porque yo lo quiero así, se acostumbran a llamarse unas a otras por la función que desempeñan y a gritar: «¡Eh, Maquinista!» o «¿Dónde se ha metido la Oceanógrafa?». Sólo a la mayor de las mujeres la llamaré, aunque se ocupa de la cocina, la Anciana y no la Marmitona.
Todavía no hay que largar el tiburón medidor. Queda tiempo para historias. A una distancia de tres millas de los balnearios de las costas de Holstein, la Capitana le habla a la Timonela de épocas pasadas, en que fue fiel durante diecisiete años a sus feligreses y sobrevivió, uno tras otro, a once párrocos. Por ejemplo, al primero —«era todo un tipo, que venía de Sajonia»—, que predicaba siempre demasiado tiempo, lo cortaba con el coral «Señor, ya basta». Sin embargo, como la Timonela sólo sonríe para sus adentros y, de acuerdo con su carácter, sigue agriada, Damroka acorta esa historia y deja que fallezca el primero de sus once párrocos, tras el súbito derrumbamiento del coro: «Ya no quedan más que diez, diez, diez…»
No, dice la Ratesa con que sueño, estamos hartas de esas consejas. De tanto Había una vez. De todo lo escrito en letras de molde. De las pedanterías y el latín eclesiástico. Nuestra especie ha engordado con eso; devorando, se ha abierto camino hasta la erudición. Esos pergaminos con manchas de humedad, mamotretos encuadernados en cuero, obras completas repletas de fichas y enciclopedias superladinas. De d’Alembert a Diderot, lo conocemos todo: la santa Ilustración y el asco del conocimiento que siguió. Todas las secreciones de la razón humana.
Mucho antes aún, ya en tiempos de San Agustín, nos habíamos atiborrado. De Sankt Gallen a Uppsala: no hubo biblioteca de monasterio que no nos hiciera más sabias. Haya significado lo que haya significado la expresión ratón de biblioteca, somos muy leídas, en las épocas de hambre nos hemos cebado con citas, conocemos de corrido la literatura de creación y de pensamiento, y nos han hartado presocráticos y sofistas. ¡Saciado los escolásticos! Vuestras frases intrincadas, que nosotras no hacíamos más que abreviar, nos sentaban siempre bien. Notas de pie de página, ¡qué guarnición más sabrosa! Ilustradas desde el principio, ensayos y tratados, digresiones y tesis nos resultaban sabihondamente entretenidas.
¡Ay, vuestros sudores mentales y ríos de tinta! ¡Cuánto papel se emborronó para fomentar la educación del género humano! Panfletos y manifiestos. Palabras incubadas y sílabas medidas. Versos contados y sentidos expuestos. Cuánta pretensión. Nada era indudable para los hombres. A cada palabra se oponían siete. Vuestra disputa sobre si la Tierra era redonda y el pan realmente el cuerpo del Señor, desde todos los púlpitos. Nos gustaban especialmente vuestras disputas teológicas. Realmente, la Biblia podía leerse de esta manera o de aquella.
Y contó la Ratesa, que nada quería saber de Damroka ni de sus párrocos, lo que recordaba de épocas fervorosas, antes y después de Lutero: peleas de frailes y querellas de teólogos. Y siempre se trataba de la Palabra verdadera. Naturalmente, pronto habló, otra vez, de Noé; me metió en el sueño el arca con sus tres pisos, tal como Dios la había exigido.
¡Sí!, exclamó, hubiera debido aceptarnos en su cajón de pino. En el primer libro del Génesis no se decía nada de: ¡fuera ratas! Hasta la serpiente, de la que se podía leer en letras de molde que era maldita sobre todas las bestias y sobre todos los animales del campo, pudo entrar en pareja —serpentón y serpentina— en aquel cajón de madera. ¿Por qué no nosotras? ¡Vaya una mierda! Protestamos, una y otra vez.
Después de lo cual tuve que presenciar, en fugaces imágenes propias del sueño, cómo hacía entrar Noé a siete parejas de animales puros y a una pareja de cada uno de los impuros, por una rampa, en su arca de múltiples pisos. Disfrutaba de su colección de fieras como un director de circo. No faltaba ninguna especie. Todos entraban pataleando, trotando, saltando, a pasitos, deslizándose, arrastrándose, revoloteando, reptando, serpenteando, sin olvidar a la lombriz y su lombriza. Se refugiaban en parejas: camello y elefante, tigre y gacela, la cigüeña y la lechuza, la hormiga y el caracol. Y en parejas perros y gatos, zorros y osos, el sinnúmero de roedores: lirones y ratones, síseñor, ratones de bosque, campo y desierto, y gerbos. Sin embargo, siempre que el rato y la ratita querían entrar en fila para buscar también refugio, les decían: ¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Se prohíbe la entrada!
No era Noé quien lo gritaba. Noé comprobaba silencioso y malhumorado, bajo la puerta del arca, su lista de comprobación: tablillas de arcilla en las que hacía incisiones. Lo gritaban sus hijos Sem, Cam y Jafet, tres tipos enormes, a los que luego, siguiendo instrucciones de arriba, se les encargó: Creced y multiplicaos y poblad la Tierra. Gritaban: ¡Largaos de una vez! O bien: ¡Se prohíbe la entrada a las ratas! Cumplían órdenes de su padre. Era lastimoso ver cómo desalojaban a palos a la pareja de ratas bíblica de la lana enmarañada de las ovejas de pelo largo o de la barriga caída del hipopótamo, y la echaban a estacazos de la rampa. Escarnecidas por monos y cerdos, finalmente renunciaron.
Y si, mientras el Arca se llenaba a ojos vistas, dijo la Ratesa, Dios no nos hubiera guardado en su mano, no, más seguro aún: si no nos hubiéramos enterrado, taponado nuestras galerías subterráneas y convertido los nidos en burbujas de aire salvadoras… no estaríamos hoy aquí. No habría nadie digno de mención en condiciones de sobrevivir al género humano.
Siempre hemos estado aquí. En cualquier caso, existíamos hacia finales del Cretáceo, cuando no había ni idea del hombre. Era cuando, aquí y en otras partes, dinosaurios y otros monstruos parecidos arrasaban los bosques de equisetos y helechos. Estúpidos seres de sangre fría que ponían huevos ridiculamente grandes, de los que salían desgarbadamente nuevos monstruos que crecían gigantescamente, hasta que nos hartamos de aquellas exageraciones de la Naturaleza y —más pequeñas que hoy, comparables, por ejemplo, a la rata de las Galápagos— cascamos sus huevos gigantescos. Estúpidos y congelados por el frío de la noche, los saurios se quedaban desvalidos, incapaces de defenderse. Ellos, caprichos de una Naturaleza a menudo caprichosa, tuvieron que ver, desde lo alto de sus cabezas relativamente diminutas, semiolvidadas en el acto de la Creación, cómo nosotras, seres de sangre caliente desde el principio, nosotras, los primeros mamíferos vivíparos, nosotras, con nuestros dientes en constante crecimiento, nosotras, las ágiles ratas, roíamos agujeros en sus gigantescos huevos, por muy tenazmente que quisieran resistir sus cáscaras duras y tenaces. Recién puestos, todavía no incubados, sus huevos tuvieron que soportar agujero tras agujero, por los que se salía todo, dejándonos contentas y hartas.
¡Pobres dinosaurios!, se burló la Ratesa, mostrando sus incisivos que crecían sin cesar. Los enumeró: el braquiosaurio y el diplodocus, dos monstruos que llegaban a pesar ochenta toneladas, escamosos saurópodos y acorazados terópodos, entre los que se contaba el tiranosaurio, un voraz monstruo de quince metros de largo, saurios de patas de ave y el cornudo torosaurio; monstruos que se me aparecían todos con realidad onírica. Y además anfibios y reptiles voladores.
¡Dios santo, exclamé, a cual más espantajo!
La Ratesa dijo: no duraron mucho. Después de perder sus huevos gigantescos, privados de sus futuros bebés monstruos, los dinosaurios se arrastraron hasta los pantanos, para hundirse sin quejas y exteriormente ilesos. Por eso el hombre más tarde, con su curiosidad incesantemente excavatoria, encontró sus esqueletos tan ordenados, construyendo entonces espaciosos museos. Encajados huesos con huesos, se exhibieron esos saurios, llenando cada ejemplar toda una sala. Desde luego encontraron también interesantes huevos gigantescos, cuyas cáscaras mostraban la señal de nuestros dientes, pero nadie, ningún investigador del Cretáceo tardío, ningún pontífice de las teorías evolucionistas quiso certificar nuestra hazaña. Por razones hasta ahora ignoradas, se dijo, los dinosaurios se extinguieron. Se supuso como causas de la extinción de los monstruos la formación de cáscaras estratificadas en los huevos, un cambio brusco de clima y tormentas torrenciales; a nosotras, la especie de las ratas, nadie quiso reconocernos el mérito.
Así se lamentaba la Ratesa con que sueño, después de demostrar varias veces y con ferocidad la forma de cascar aquellos huevos gigantescos. ¡Sin nosotras seguirían existiendo esas monstruosidades!, exclamó. Nosotras hicimos sitio para una vida nueva y ya no monstruosa. Gracias a nuestra diligencia roedora pudieron desarrollarse otros mamíferos de sangre caliente, entre ellos las formas primitivas de animales domésticos futuros. No sólo se remontan hasta nosotras los primeros mamíferos, perros, caballos y cerdos, sino también el hombre; que nos lo ha pagado muy mal, desde los tiempos de Noé, cuando no se permitió la entrada en su cajón al rato y la ratita…
Hay que saludar a alguien. Un hombre, que se presenta como viejo conocido, pretende existir aún. Quiere estar otra vez aquí. Está bien, que lo haga.
Nuestro señor Matzerath tiene a sus espaldas muchas cosas y pronto tendrá también sus sesenta años. Aun prescindiendo de su proceso y de su custodia en cierto establecimiento, y también de la cuestión imponderable de su culpa, desde su salida se han acumulado sobre la joroba de Oskar muchas fatigas: altibajos en medio de un bienestar que aumenta lentamente. Después de toda la atención que merecieron sus primeros años, su envejecimiento se ha producido inadvertidamente y le ha enseñado a contabilizar sus pérdidas como pequeñas ganancias. En medio de las mismas peleas familiares —siempre se ha tratado de Maria, pero especialmente de su hijo Kurt— el balance de los años pasados lo ha convertido en contribuyente vulgar y empresario independiente: visiblemente envejecido.
Así cayó en el olvido, aunque sospechábamos que debía de existir aún: vivirá retirado en algún lado. Sólo habría que llamarlo —«¡Eh, Oskar!»—, y se presentaría: locuaz; porque nada indica que haya muerto.
En cualquier caso, yo no hice que nuestro señor Matzerath falleciera, aunque no se me ocurría ya nada especial sobre él. Desde que cumplió los treinta años no hubo más noticias suyas. Se mantenía apartado. ¿O era yo el que lo había excluido?
Sólo recientemente, cuando, sin otra intención, bajaba yo al sótano a ver las arrugadas manzanas de invierno y, con el pensamiento al menos, me dedicaba a mi rata de Navidad, nos encontramos en un plano más alto: él estaba y no estaba allí, pretendía existir y, de pronto, arrojaba su sombra. Quería que le prestase atención, que le preguntara. Y ya le estoy prestando atención: ¿qué es lo que lo hace otra vez interesante? ¿Habrá llegado otra vez su momento?
Desde que en el calendario está marcado el centésimo séptimo aniversario de su abuela Anna Koljaiczek, están preguntando, al principio a media voz, por nuestro señor Matzerath. Le ha llegado una postal de invitación. Debe ser uno de los invitados cuando empiece la fiesta al estilo cachubo. No lo han convocado ya a Bissau, cuyos campos han sido hormigonados, convirtiéndolos en pistas de aviación, sino a Matern, una aldea cercana. ¿Tendrá ganas de viajar? ¿Debe pedirle a Maria, y al pequeño Kurt, que lo acompañen? ¿Podría ser que la idea de volver diera miedo a nuestro Oskar?
¿Y qué pasa con su salud? ¿Cómo se viste hoy ese jorobadito? ¿Se le debe, se le puede reanimar?
Cuando me cercioré cautelosamente, la Ratesa con que sueño no tuvo nada que objetar a la resurrección de nuestro señor Matzerath. Mientras seguía hablando de toda la basura que dará testimonio de nosotros, dijo de pasada: Aparecerá menos desmesurado que antes, más modesto. Sospecha lo que tan tristemente se ha confirmado…
De manera que lo llamo —«¡Eh, Oskar!»—, y aquí está. Con su chalé en las afueras y su gordo Mercedes. Con su empresa y sus sucursales, superávit y reservas, cobros pendientes y pérdidas amortizadas, con sus ingeniosos planes de prefinanciación. Con él están el descontento resto de su familia y la productora cinematográfica que, gracias a su oportuna entrada en el negocio del vídeo, aumenta continuamente su participación en el mercado. Después de una censurable serie pornográfica, entretanto suspendida, hay que mencionar sobre todo su programa didáctico, que ha merecido la calificación de interés especial y cuya opulenta oferta de casetes alimenta cada vez a más estudiantes, como comida escolar. Con su obsesión congénita por los medios de difusión y su gusto por las anticipaciones y los saltos atrás. Sólo tengo que engatusarlo, arrojarle miguitas de pan, y volverá a ser nuestro señor Matzerath.
«Por cierto, Oskar, ¿qué opina de la muerte de los bosques? ¿Cómo valora el peligro de la saturación de aguamalas que amenaza el Báltico occidental? ¿Dónde supone que está exactamente la ciudad sumergida de Viñeta? ¿Ha estado alguna vez en Hamelín? ¿Acaso cree usted también que el fin está próximo?»
No lo animan el bosque agonizante ni el exceso de aguamalas; mi pregunta sobre qué opina del proceso de Malskat —«Lo recuerda, Oskar, fue en los años cincuenta»— es la que lo inquieta y la que, es de esperar, lo tornará elocuente.
Colecciona muebles de esa época. No sólo las mesitas arriñonadas que eran entonces modernas.