La Ratesa

Günter Grass

Fragmento

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Capítulo primero

 

en el que se cumple un deseo, no hay sitio para las ratas en el Arca de Noé, de los hombres no queda más que basura, un barco cambia de nombre varias veces, se extinguen los saurios, un viejo conocido entra en escena, llega una postal con una invitación para Polonia, se ensaya la posición erguida y unas enormes agujas de hacer punto castañetean.

 

 

 

 

 

Por Navidades me pedí una rata, confiando en encontrar rimas logradas para una poesía que tratase de la educación del género humano. En realidad hubiera querido escribir sobre el mar, mi charco báltico; pero ganó la rata. Mi deseo se vio satisfecho. Bajo el árbol de Navidad me encontré con la sorpresa de la rata.

No apartada a un lado, no; cubierta por las ramas del abeto, armonizando con los colgantes adornos del árbol, en lugar del Nacimiento con su personal de costumbre, había encontrado acomodo, más larga que ancha, una jaula de alambre, de barrotes pintados de blanco e interior amueblado con una casita de madera, su biberón y su cacharrito de la comida. El regalo ocupaba su puesto con desenvoltura, como si no hubiera objeción que hacer, como si aquella sorpresa fuera algo natural: una rata bajo el árbol de Navidad.

Sólo una curiosidad moderada en cuanto el papel crujía. Cuando, tras un corto salto, se ovilló sobre su casita, una bola áurea y brillante reflejó el juego de sus bigotes. Desde el principio resultó sorprendente lo pelada que era su larga cola y que tuviera cinco dedos, como las personas.

Un animal limpio. Aquí y allá: sólo alguna caquita como la uña del meñique. Ese olor de Nochebuena elaborado según viejas recetas, al que contribuían la cera de las velas, el aroma del abeto, un poco de desconcierto y las pastas de miel, dominaba las emanaciones del animalillo regalado, comprado a un vendedor de reptiles que, establecido en Giessen, criaba ratas para alimento de serpientes.

Por supuesto, me encontré también con otros obsequios: cosas útiles o superfluas, alineadas a izquierda y derecha. La verdad es que cada vez resulta más difícil hacer regalos. Y además, ¿dónde meterlos? Qué desgracia, no saber ya qué pedir. Todos los deseos se han cumplido. Lo que nos falta, decimos, es la escasez, como si quisiéramos pedírnosla. Y seguimos regalando sin compasión. Nadie sabe ya qué cuándo de quién con todo cariño recibió. Harto e insatisfecho era mi estado cuando, preguntado qué quería, me pedí una rata por Navidad.

Naturalmente, me tomaron el pelo. No faltaron las preguntas: ¿A tus años? ¿No hay más remedio? ¿Sólo porque están de moda? ¿Y por qué no una corneja? ¿O, como el año pasado: vasos de vidrio soplado?… Esta bién, lo pedido, pedido está.

Tenía que ser hembra. Pero, por favor, nada de ratas blancas de ojos colorados, nada de ratas de laboratorio, por favor, como esas que utilizan en la Schering o la Bayer-Leverkusen.

Sin embargo, ¿habrá en algún sitio y a la venta esas ratas migratorias de color pardo oscuro, vulgarmente llamadas ratas de alcantarilla?

En las tiendas de animales sólo tienen normalmente roedores que no gocen de mala reputación, que no sean proverbiales, sobre los que no se haya escrito nada malo.

Al parecer, hasta el cuarto domingo de Adviento no llegaron noticias de Giessen. El hijo de una vendedora de animales dedicada al género habitual, que de todas formas tenía que ir al norte a visitar a su novia, pasando por Itzehoe, tuvo la amabilidad de traer el ejemplar requerido; la jaula podía ser muy bien la de cualquier hámster dorado.

Con todo, yo había olvidado casi mi deseo cuando, en Nochebuena, me encontré con la rata hembra en su jaula. Le dirigí la palabra, insensatamente. Más tarde se pusieron los discos regalados. Todos se rieron de una brocha de afeitar. Profusión de libros, entre ellos uno sobre la isla de Usedom. Los niños, felices. Partirnueces, plegar papel de regalos. Las cintas rojo escarlata y verde cinc, de puntas debidamente rizadas, debían ser enrolladas guardadas —¡No hay que desperdiciar nada!— para su utilización futura.

Zapatillas acolchadas. Y esto y aquello además. Y un regalo que yo había envuelto en papel de seda para mi amada, la que me había regalado la rata: en un mapa coloreado a mano, ante la costa de Pomerania, Viñeta, la ciudad sumergida. A pesar de manchas de moho y de un desgarrón lateral: un hermoso grabado.

Velas que se consumen, el apelotonado clan familiar, el ambiente difícilmente soportable, el banquete. Al día siguiente, las primeras visitas dijeron que la rata era monísima.

 

 

Mi rata de Navidad. De qué otro modo podría llamarla. Con sus deditos rosa de atrás que, finamente articulados, sostienen la carne de la nuez, la almendra o el alimento especial prensado. Desde el principio, pensando temerosamente en las yemas de mis dedos, comienzo a mimarla: con pasas, miguitas de queso, yema de huevo.

Ella a mi lado. Sus bigotes me perciben. Juega con mis temores, que sabe manipular. De manera que le hablo para combatirlos. Al principio, sólo planes en los que no se menciona a las ratas, como si en el futuro pudiera ocurrir nada sin ellas, como si pudiera estar ausente la Ratesa en cuanto el mar arriesgue unas olitas, los bosques mueran por mano del hombre o tal vez un hombrecillo emprenda el viaje con su joroba.

Últimamente sueño con ella: historias del colegio, la insatisfacción de la carne, todo lo que el sueño me insinúa, los acontecimientos en que me mezclo totalmente despierto; mis sueños de día, mis sueños de noche son su territorio roturado. No hay embrollo al que no dé forma con su cola pelada. Por todas partes ha dejado marcado su olor. Lo que le pongo delante —mentiras como armarios y dobles fondos— lo atraviesa a mordiscos. Su roer sin respiro, su sabihondez. Ya no hablo yo, es ella quien me arenga.

¡Se acabó!, dice. Vosotros fuisteis. Habéis sido, se os recuerda como una ilusión. Nunca más señalaréis fechas históricas. Se han extinguido todas las perspectivas. La habéis cagado bien. Y realmente por completo. ¡La verdad es que ya era hora!

En el futuro, nada más que ratas. Al principio pocas, porque al fin y al cabo casi toda la vida encontró su fin, pero ya mientras habla se multiplica la Ratesa, informando sobre nuestra salida de escena. A veces habla en falsete doliéndose, como si quisiera enseñar a sus crías más recientes a llorarnos, a veces se mofa en su ratigonza, como si su odio siguiera recayendo sobre nosotros: ¡Estáis fuera de juego, fuera!

Sin embargo, yo me

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