Índice
Portadilla
Índice
Dedicatorias
Parte I
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Parte II
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Parte III
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Parte IV
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Parte V
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Parte VI
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Parte VII
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Parte VIII
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Parte IX
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Parte X
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Parte XI
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Notas de la conversión
Sobre el autor
Créditos
Para Tano Díaz Yanes,
tras cuarenta y cinco años de amistad, por echarme siempre un capote cuando el toro se me viene encima
Y para Carme López Mercader,
que inverosímilmente no se ha cansado de escucharme. Aún no
I
No hace demasiado tiempo que ocurrió aquella historia —menos de lo que suele durar una vida, y qué poco es una vida, una vez terminada y cuando ya se puede contar en unas frases y sólo deja en la memoria cenizas que se desprenden a la menor sacudida y vuelan a la menor ráfaga—, y sin embargo hoy sería imposible. Me refiero sobre todo a lo que les pasó a ellos, a Eduardo Muriel y a su mujer, Beatriz Noguera, cuando eran jóvenes, y no tanto a lo que me pasó a mí con ellos cuando yo era el joven y su matrimonio una larga e indisoluble desdicha. Esto último sí seguiría siendo posible: lo que me pasó a mí, puesto que también ahora me pasa, o quizá es lo mismo que no se acaba. E igualmente podría darse, supongo, lo que sucedió con Van Vechten y otros hechos de aquella época. Debe de haber habido Van Vechtens en todos los tiempos y no cesarán y continuará habiéndolos, la índole de los personajes no cambia nunca o eso parece, los de la realidad y los de la ficción su gemela, se repiten a lo largo de los siglos como si carecieran de imaginación las dos esferas o no tuvieran escapatoria (las dos obra de los vivos, a fin de cuentas, quizá haya más inventiva entre los muertos), a veces da la sensación de que disfrutáramos con un solo espectáculo y un solo relato, como los niños muy pequeños. Con sus infinitas variantes que los disfrazan de anticuados o novedosos, pero siempre en esencia los mismos. También debe de haber habido Eduardos Muriel y Beatrices Noguera por tanto, en todos los tiempos, y no digamos los comparsas; y Juanes de Vere a patadas, así me llamaba y así me llamo, Juan Vere o Juan de Vere, según quién diga o piense mi nombre. Nada tiene de original mi figura.
Entonces no había todavía divorcio, y aún menos podía esperarse que lo volviera a haber algún día cuando Muriel y su mujer se casaron unos veinte años antes de que yo me inmiscuyera en sus vidas, o más bien fueron ellos los que atravesaron la mía, apenas la de un principiante, como quien dice. Pero desde el momento en que está uno en el mundo empiezan a pasarle cosas, su débil rueda lo incorpora con escepticismo y tedio y lo arrastra desganadamente, pues es vieja y ha triturado muchas vidas sin prisa a la luz de su holgazana vigía,