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Portadilla
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Infancias
Esteban Werfell
Exposición de la carta del canónigo Lizardi
Post tenebras spero lucem
Saldría a pasear todas las noches
Saldría a pasear todas las noches
Nueve palabras en honor del pueblo de Villamediana
En busca de la última palabra
Jóvenes y verdes
El criado del rico mercader
Acerca de los cuentos
Dayoub, el criado del rico mercader
Mister Smith
De soltera, Laura Sligo
Finis coronat opus
Por la mañana
Hans Menscher
Para escribir un cuento en cinco minutos
Klaus Hanhn
Margarete y Heinrich, gemelos
Yo, Jean Baptiste Hargous
Método para plagiar
Una grieta en la nieve helada
Un vino del Rhin
Samuel Tellería Uribe
Wei Lie Deshang
X e Y
La antorcha
A modo de autobiografía
Créditos
Infancias
Esteban Werfell
Encuadernados la mayoría en piel y severamente dispuestos en las estanterías, los libros de Esteban Werfell llenaban casi por entero las cuatro paredes de la sala; eran diez o doce mil volúmenes que resumían dos vidas, la suya y la de su padre, y que formaban, además, un recinto cálido, una muralla que lo separaba del mundo y que lo protegía siempre que, como aquel día de febrero, se sentaba a escribir. La mesa en que escribía —un viejo mueble de roble— era también, al igual que muchos de los libros, un recuerdo paterno; la había hecho trasladar, siendo aún muy joven, desde el domicilio familiar de Obaba.
Aquella muralla de papel, de páginas, de palabras, tenía sin embargo un resquicio; una ventana desde la que, mientras escribía, Esteban Werfell podía ver el cielo, y los sauces, y el estanque, y la caseta para los cisnes del parque principal de la ciudad. Sin romper su aislamiento, aquella ventana se abría paso entre la oscuridad de los libros, y mitigaba esa otra oscuridad que, muchas veces, crea fantasmas en el corazón de los hombres que no han aprendido a vivir solos.
Esteban Werfell contempló durante unos instantes el cielo nublado, entre blanco y gris, de aquel día de febrero. Después, apartando la vista, abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó de allí un cuaderno de tapas duras que tenía numerado como el duodécimo, y que era, en todos los detalles, exactamente igual a los otros once cuadernos, ya escritos, de su diario personal.
Eran bonitos los cuadernos de tapas duras. Le gustaban. A menudo solía pensar que los estropeaba, que las historias o las reflexiones que acostumbraba guardar en ellos frustraban el buen destino que a todo cuaderno —al cuaderno de tapas duras, sobre todo— le cabía tener.
Quizá fuera excesivo pensar así acerca de algo como los cuadernos. Probablemente. Pero no podía evitarlo, y menos cuando, como aquel día, se disponía a abrir uno nuevo. ¿Por qué pensaba siempre en lo que no deseaba pensar? Su padre le había dicho una vez: No me preocupa que tengas pájaros en la cabeza, lo que me preocupa es que siempre sean los mismos pájaros. Era verdad, pero nunca había sabido las razones que le impulsaban a ello.
El impulso que empujaba a sus pájaros de siempre era, de todos modos, muy fuerte, y Esteban Werfell no pudo resistirse a la tentación de levantar los ojos hacia la estantería donde guardaba los once cuadernos ya escritos. Allí estaban, medio escondidas entre los tratados de Geografía, las páginas que daban fe de su vida; las que retenían los momentos hermosos, los hechos más importantes. Pero no se trataba de un tesoro. Ya no había ningún brillo en ellas. Releerlas era como mirar papeles manchados de ceniza; era sentir vergüenza, era ver que crecían sus deseos de dormir y de olvidar.
—Cuadernos de letra muerta —susurró para sí. La expresión tampoco era nueva.
Pero no podía dejar que esa forma de pensar le apartara de la tarea para la que se había sentado ante la mesa, ni que, como tantas otras veces, lo llevara de un mal recuerdo a otro mal recuerdo, cada vez más abajo, hasta una tierra que, desde hacía mucho tiempo —desde su época de estudiante de Geografía—, él llamaba Cabo Desolación. Era ya un hombre maduro, sabía luchar contra sus propias fuerzas. Y lucharía, llenaría aquel nuevo cuaderno.
Esteban Werfell cogió su pluma —que era de madera, y que sólo utilizaba a la hora de redactar su diario— y la mojó en el tintero.
17 de febrero, de 1958, escribió. Su letra era bonita, era pulcra.
Al otro lado de la ventana el cielo se había vuelto completamente gris, y una lluvia fina, invisible, oscurecía la hiedra que cubría la caseta de los cisnes. Aquella visión le hizo suspirar. Hubiera preferido otra clase de tiempo. No le gustaba que el parque estuviera vacío.
Volvió a suspirar. Luego mojó la pluma y se inclinó ante el cuaderno.
He regresado de Hamburgo —comenzó— con el propósito de escribir un memorándum de mi vida. Pero no lo llevaré adelante de forma ordenada y exhaustiva, como podría hacerlo —quizá con toda la razón— aquel que a sí mismo se tiene por espejo de una época o una sociedad. Desde luego, no es ése mi caso, y no será así como lo haga. Yo me limitaré a contar lo que sucedió una tarde de hace mucho tiempo —de cuando yo tenía catorce años, para ser más exacto—, y las consecuencias que esa tarde trajo a mi vida, que fueron grandes. No es mucho, lo que cab