Índice
Maldita
1 de noviembre, 12.01 hora del Pacífico
21 de diciembre, 6.03 hora central
21 de diciembre, 6.05 hora central
21 de diciembre, 8.00 hora este
21 de diciembre, 8.06 hora este
21 de diciembre, 8.09 hora este
21 de diciembre, 8.12 hora este
21 de diciembre, 8.16 hora este
21 de diciembre, 8.16 hora este
21 de diciembre, 8.23 hora este
21 de diciembre, 8.25 hora este
21 de diciembre, 8.28 hora este
21 de diciembre, 8.30 hora este
21 de diciembre, 8.33 hora este
21 de diciembre, 8.35 hora este
21 de diciembre, 8.38 hora este
21 de diciembre, 8.40 hora este
21 de diciembre, 8.40 hora este
21 de diciembre, 8.43 hora este
21 de diciembre, 8.44 hora este
21 de diciembre, 8.47 hora este
21 de diciembre, 8.51 hora este
21 de diciembre, 8.53 hora este
21 de diciembre, 8.55 hora este
21 de diciembre, 8.57 hora este
21 de diciembre, 9.00 hora este
21 de diciembre, 9.02 hora este
21 de diciembre, 9.05 hora este
21 de diciembre, 9.07 hora este
21 de diciembre, 9.00 hora central
21 de diciembre, 9.07 hora central
21 de diciembre, 9.13 hora central
21 de diciembre, 9.17 hora central
21 de diciembre, 9.20 hora central
21 de diciembre, 9.25 hora central
21 de diciembre, 9.29 hora central
21 de diciembre, 9.33 hora central
21 de diciembre, 9.35 hora central
21 de diciembre, 9.40 hora de la montaña
21 de diciembre, 9.41 hora de la montaña
21 de diciembre, 10.09 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.15 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.22 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.29 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.30 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.31 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.34 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.37 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.40 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.44 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.46 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.49 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.55 hora del Pacífico
21 de diciembre, 10.58 hora del Pacífico
21 de diciembre, 11.59 hora del Pacífico
21 de diciembre, mediodía, hora de Hawái
21 de diciembre, 12.15 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.18 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.25 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.31 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.35 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.41 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.47 hora de Hawái
21 de diciembre, 12.56 hora de Hawái
21 de diciembre, 13.01 hora de Hawái
21 de diciembre, 13.16 hora de Hawái
21 de diciembre, 13.28 hora de Hawái
21 de diciembre, 13.30 hora de Hawái
21 de diciembre, 13.45 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.05 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.22 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.31 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.38 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.41 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.45 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.48 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.53 hora de Hawái
21 de diciembre, 14.54 hora de Hawái
21 de diciembre, 15.00 hora de Hawái
Biografía
Créditos
Chuck Palahniuk nació en 1962 en el estado de Washington. Escribió su primera novela, El club de la lucha (Literatura Random House, 2010), en tres meses; no tardó en convertirse en best seller y ser adaptada al cine. Actualmente, Palahniuk es un autor de gran éxito y su nombre aparece muy a menudo en la lista de los más vendidos en Estados Unidos. Otros títulos suyos son: Monstruos invisibles (Debolsillo, 2003), Asfixia (Literatura Random House, 2001), Nana (Literatura Random House, 2003), Diario. Una novela (Literatura Random House, 2004), Error humano (Literatura Random House, 2005), Fantasmas (Literatura Random House, 2006), Rant. La vida de un asesino (Literatura Random House, 2007), Snuff (Literatura Random House, 2010), Pigmeo (Literatura Random House, 2011) y Al desnudo (Literatura Random House, 2012). Su última novela ha sido Condenada (Literatura Random House, 2013), de la cual Maldita es continuación.
Título original: Doomed (a sequel to Damned)
Edición en formato digital: abril de 2015
© 2013, Chuck Palahniuk
© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2015, Javier Calvo Perales, por la traducción
Diseño e ilustración de portada: Rodrigo Corral
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ISBN: 978-84-3973-043-9
Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.
www.megustaleer.com

Maldita
CHUCK PALAHNIUK
Traducción de
Javier Calvo
www.megustaleerebooks.com
1 DE NOVIEMBRE, 12.01 HORA DEL PACÍFICO
La vida empieza antes de la concepción
Colgado por Leonard.empollon.del.Hades@masalla.inf
El bien y el mal han existido siempre. Y siempre existirán. Lo único que va cambiando son las historias que contamos de ellos.
En el siglo VI a.C., el legislador griego Solón viajó a la ciudad egipcia de Sais y se trajo la siguiente crónica del fin del mundo. De acuerdo con los sacerdotes del templo de Neit, habrá un cataclismo y las llamas y el humo venenoso arrasarán el mundo. En un solo día con su noche, un continente entero zozobrará y se hundirá bajo las aguas, y un mesías falso conducirá a la humanidad entera a su condenación.
Los videntes egipcios predijeron que el Apocalipsis empezará en una noche tranquila, en una colina elevada que dominará desde las alturas el reino de Los Ángeles. Allí, según dicen los antiguos oráculos, se abrirá una cerradura. Entre las casas de muros enormes de Beverly Crest se descorrerá un recio cerrojo. Tal como lo registra Solón, un par de cancelas de seguridad se abrirán de par en par. Por debajo de estas aguardan los reinos de Westwood, Brentwood y Santa Mónica, durmiendo, desplegados a lo largo de una telaraña de luces de farolas. Y cuando se apaguen los ecos del último tictac de la medianoche, en el interior de esas cancelas abiertas de par en par solamente quedarán oscuridad y silencio, hasta que despierte el bramido de un motor y un par de luces parezcan tirar de ese ruido hacia delante. Y de las cancelas saldrá finalmente un Lincoln Town Car que avanzará perezosamente para iniciar su lento descenso por las curvas muy cerradas de la parte alta del Hollywood Boulevard.
Hará una noche tranquila, según cuentan las antiguas profecías, sin una pizca de viento; y sin embargo, a medida que el Lincoln avance lentamente, en su estela se empezará a formar una tormenta.
En su descenso desde Beverly Crest hasta las colinas de Hollywood, el Lincoln se despliega tan largo y negro como la lengua de un ahorcado. Con las manchas rosadas de las farolas deslizándose por su bruñida carrocería negra, el Town Car reluce igual que un escarabajo escapado de una tumba. Y en North Kings Road, las luces de Beverly Hills y de Hancock Park se apagan de repente, no casa a casa, sino que se van quedando a oscuras manzanas enteras. Y a la altura de North Crescent Heights Boulevard, el vecindario de Laurel Canyon desaparece por completo del mapa; no solo las luces, sino también el ruido y la música de madrugada se esfuman. Toda evidencia reverberante de la ciudad es borrada mientras el coche discurre colina abajo, de North Fairfax a North Gardner pasando por Ogden Drive. Y así es como la oscuridad inunda la ciudad, siguiendo la sombra del esbelto coche.
Y también lo sigue un viento brutal. Tal como ya vaticinaron los sacerdotes de otras épocas, la galerna convierte las altas palmeras que flanquean Hollywood Boulevard en fregonas brutalmente zarandeadas, que restriegan el cielo. De su tumulto de frondas caen unas formas blandas y horribles que aterrizan en el pavimento entre gritos. Con sus ojillos negros de caviar y sus colas escamosas de serpientes, esas figuras blandas y feroces aporrean el Town Car en marcha. Caen entre chillidos. Arañan el aire con las garras frenéticas. Sus estrepitosos impactos no rompen el parabrisas porque es de cristal antibalas. Y los neumáticos del Lincoln les pasan bramando por encima, convirtiendo su carne caída en pulpa. Y esas formas que se desploman entre chillidos y zarpazos no son otra cosa que ratas. Cuerpos convulsos de zarigüeyas precipitándose a su muerte. Los limpiaparabrisas limpian de sangre todavía caliente el cristal a través del cual está mirando el conductor, y las esquirlas de hueso no pinchan los neumáticos porque el caucho con que están hechos también es antibalas.
Y qué implacable es ese viento que barre las calles, arrastrando un cargamento de roedores mutilados, empujando la oleada de sufrimiento tras la estela del Town Car mientras este llega a Spaulding Square. Las fisuras de los relámpagos fracturan el cielo y la lluvia forma enormes cortinas que bombardean los tejados de tejas. Los truenos componen una estruendosa fanfarria mientras la lluvia saquea los cubos de basura del Ayuntamiento, liberando bolsas de plástico y vasos de poliestireno.
Y ya en las inmediaciones de la imponente torre del hotel Roosevelt, el bulevar está desierto y el ejército de basura se cierne sobre la ciudad sin resistencia alguna por parte de los semáforos ni del resto de los automóviles. Hasta la última calle y cruce se encuentran despoblados. Las aceras están vacías, tal como vaticinaron los adivinos de la Antigüedad, y las ventanas a oscuras.
Por el cielo en ebullición no se ve ni una sola luz de avión, y el desborde de las alcantarillas deja las calles inundadas de agua y cosas peludas. Calles cubiertas de viscosos despojos de animales. Para cuando el Lincoln llega al Teatro Chino de Grauman, este caos y esta carnicería ya se han adueñado de todo Los Ángeles.
Y, sin embargo, no muy por delante del coche, en la manzana de los números 6700 y siguientes, todavía brillan unas luces de neón. En esa manzana solitaria de Hollywood Boulevard, la noche es cálida y tranquila. La lluvia no ha mojado el pavimento y los toldos verdes del Musso y del Frank Grill cuelgan inmóviles. Encima de esa manzana las nubes se abren como un túnel para dejar ver la luna, y los árboles que flanquean las aceras no se mueven para nada. Los faros del Lincoln están tan velados de rojo que proyectan un sendero escarlata para que el coche lo siga. Y de pronto los haces rojos resplandecientes revelan a una joven doncella, plantada en la acera de enfrente del Museo de Cera de Hollywood. Y allí, en el centro mismo de la espantosa tormenta, la joven baja la vista para contemplar una estrella que hay moldeada en cemento e incrustada en la acera. De los lóbulos le cuelgan unos centelleantes cristales cúbicos de zirconio, del tamaño de monedas de diez centavos. Y tiene los pies enfundados en unos zapatos Manolo Blahnik falsos. Los suaves pliegues de su falda recta y su jersey de cachemir están secos. Sobre los hombros le cae una cascada de rizos pelirrojos.
El nombre que hay labrado en su estrella de color rosa es «Camille Spencer», pero esta doncella no es Camille Spencer.
Un pegote rosa de chicle masticado y seco, varios pegotes, de colores rosa, gris y verde, desfiguran la acera como si fueran cicatrices. Son chicles que llevan grabadas marcas de dientes humanos y también de los pasos zigzagueantes de los pies que caminan por la acera. La joven doncella se dedica a hurgar en los escabrosos chicles con la puntera de su falso Blahnik, a apartarlos a puntapiés. Hasta que la estrella queda, si no del todo limpia, al menos un poco más despejada.
En esta burbuja de noche inmóvil y plácida, la doncella se agarra el dobladillo de la falda y se lo acerca a la boca. Se escupe en la tela y se arrodilla para sacarle brillo a la estrella, bruñendo bien las letras del nombre, forjadas en metal e incrustadas en el cemento rosa. Cuando el Town Car se detiene junto a la acera, a su lado, la chica se pone de pie y da un rodeo a la estrella para no pisarla, con el mismo respeto con que uno evita pisar una tumba. En una mano lleva una funda de almohada. Con una mano de uñas pintadas de blanco descascarillado sostiene esa bolsa de tela blanca atiborrada de piruletas Tootsie Rolls, chocolatinas Charlestown Chews y trencillas de regaliz. En la otra mano tiene una chocolatina Baby Ruth a medio comer.
Mastica ociosamente con los dientes enchapados en porcelana. Un reborde de chocolate derretido le delinea los labios, inflados y con un mohín permanente. Los profetas de Sais avisan de que la belleza de esta joven es tal que cualquiera que la vea se olvidará de todo placer que no sea la comida y el sexo. Tan físicamente apetecible resulta su forma terrenal que quienes la vean quedarán reducidos a puro estómago y piel. Y los oráculos cantan que no está ni viva ni muerta. Que no es ni mortal ni espíritu.
Y aparcado allí en la acera, al ralentí, el Lincoln derrama luz roja. La ventanilla trasera del lado de la acera se abre un poco, emitiendo un zumbido, y una voz se manifiesta desde el mullido interior. En pleno ojo del huracán, una voz masculina pregunta:
—¿Truco o trato?
A un tiro de piedra en cualquier dirección, la noche bulle al otro lado de una muralla invisible.
La doncella contrae los labios en una sonrisa, unos labios lustrados con un pintalabios más rojo que rojo: de un tono llamado «Cacería de hombre». El aire permanece suspendido tan en calma que permite captar el aroma del perfume de ella, un aroma como de flores abandonadas en una tumba, prensadas y puestas a secar durante un millar de años. A continuación la joven se inclina para acercarse a la ventanilla abierta y dice:
—Llegas tarde. Ya es mañana… —Hace una pausa para dedicarle al hombre un guiño largo y lascivo, envuelto en sombra de ojos de color turquesa, y por fin le pregunta—: ¿Qué hora es?
Y resulta evidente que el hombre está bebiendo champán, porque en ese momento de silencio hasta las burbujas de su champán hacen mucho ruido. Igual que el tictac del reloj de pulsera del hombre. Y desde dentro del coche, la voz masculina dice:
—Hora de que las niñas malas se vayan a la cama.
La joven suspira, repentinamente melancólica. Se relame los labios y su sonrisa flaquea. Medio tímida y medio resignada, dice:
—Supongo que he violado mi toque de queda.
—Que te violen —dice el hombre— puede ser una sensación maravillosa.
Y en ese momento la portezuela trasera del Lincoln se abre para dejarla entrar, y la doncella entra en el coche sin dudarlo. Y cantan los profetas que esa portezuela constituye un portal. Y que el coche en sí es una boca que engulle golosinas. Y ahora el Town Car la encierra en su estómago: un interior tan profusamente tapizado de terciopelo como un ataúd. Las ventanillas tintadas se cierran con un zumbido. El coche permanece con el motor al ralentí, con vapor saliendo de la capota y la bruñida carrocería reverberando, bordeada ahora por un halo de color rojo, una barba creciente de sangre coagulada. Unas huellas escarlata de neumáticos van desde el sitio de donde el coche ha venido hasta donde ahora está aparcado. Más atrás la tormenta ruge, pero aquí no se oye nada más que las exclamaciones amortiguadas de un hombre que gime. Los antiguos describen este sonido como un maullido, como de ratas y ratones muriendo aplastados.
A continuación se hace el silencio y se vuelve a abrir la ventanilla trasera. De ella asoman las uñas pintadas de blanco descascarillado. De ellas cuelga un pellejo de látex, una versión más pequeña de la funda de almohada blanca de la chica, una bolsita en miniatura dentro de la cual cuelga algo pesado. Su contenido: un fluido blanco y turbio. La vaina de látex está manchada del pintalabios más rojo que rojo. Está manchada de caramelo y de chocolate con leche. En lugar de tirarla a la alcantarilla, la chica, que sigue sentada en el asiento trasero del coche, acerca la cara a la ventanilla abierta. Se lleva la bolsita de látex a los labios y sopla en ella para inflarla. La infla y le hace un nudo con destreza. Igual que una comadrona ataría el cordón umbilical de un recién nacido. Igual que un payaso de circo ata sus globos. Le hace un nudo al pellejo inflado, sellando en el interior su lechoso contenido, y se pone a retorcerlo con los dedos. Dobla y retuerce el tubo resultante hasta que este adopta la forma de un ser humano con dos brazos, dos piernas y una cabeza. Un muñeco de vudú. Del tamaño de un recién nacido. Y por fin arroja la repulsiva creación, todavía sucia de caramelo de los labios de ella, enturbiada por su misterioso contenido viscoso y procedente del hombre, al centro mismo de la expectante estrella de color rosa.
De acuerdo con las profecías escritas por Solón, la pequeña efigie es un sacrificio de sangre, simiente y azúcar, todo dejado sobre la forma sagrada del pentagrama, una ofrenda hecha al lado de Hollywood Boulevard.
Esa misma noche, y con ese ritual, arranca la cuenta atrás hacia el Día del Juicio.
Y una vez más la ventanilla reflectante del automóvil se encaja en su marco. Y en ese mismo momento la tormenta, la lluvia y la oscuridad se tragan el coche. Mientras el Lincoln se aleja de la acera, llevándose consigo a la joven doncella, los vientos se adueñan de su bebé-cosa abandonado. De esa vejiga anudada. De esa imagen esculpida. El viento y las lluvias pastorean su pletórica cosecha de alimañas aniquiladas y de basura de plástico y de chicles secos, empujándolo todo y arrojándolo en la dirección de la gravedad.
21 DE DICIEMBRE, 6.03 HORA CENTRAL
Como, luego existo
Colgado por Madisonspencer@masalla.inf
Amable tuitera:
Vale la pena aclarar por adelantado que siempre me he imaginado que mi mente era un órgano digestivo. Un estómago para procesar conocimiento, si quieres llamarlo así. En tanto que masa arrugada y serpenteante, el cerebro humano se parece sin duda alguna a unos intestinos grises, y es en el seno de esas tripas pensantes donde mis experiencias se descomponen y son consumidas para convertirse en la historia de mi vida. Los pensamientos me vienen igual que si fueran eructos sabrosos o vómito acre. Los huesos y tendones de mis recuerdos que no se pueden digerir son expulsados igual que estas palabras.
Escribir un blog sincero es la forma perfecta de des-vivir tu vida. Es como des-comerte una tarta entera de queso y manteca de cacahuete, e igual de sucio.
Las entrañas laberínticas y llenas de pliegues y arrugas de mi mente constituyen una especie de vientre del intelecto. Las tragedias causan úlceras. Los episodios cómicos nutren. Al final podéis estar tranquilos: vuestros recuerdos sobrevivirán a vuestra carne; yo soy testigo. Me llamo Madison Desert Flower Rosa Parks Coyote Trickster Spencer, y soy un fantasma. En otras palabras: ¡Bu! Tengo trece años y un poco de sobrepeso. En otras palabras: estoy muerta y encima gorda. En otras palabras: soy una cerdita, una cochinita rechoncha, oink-oink.
Preguntadle a mi madre.
Tengo trece años, estoy gorda y me voy a quedar así para siempre.
Y sí, conozco la palabra «úlceras». Soy una muerta, no una cateta. ¿Habéis oído el término «crisis de la mediana edad»? Pues, dicho en términos simples, ahora mismo estoy sufriendo una «crisis de la mediana muerte». Después de alojarme unos ocho meses en ese llameante submundo que es el Infierno, ahora me encuentro atrapada en forma de espíritu en el mundo físico de los vivos vivientes, un estado que se conoce más comúnmente como Purgatorio. Que produce una sensación idéntica a ir volando a velocidad Mach 1 de Brasilia a Riad a bordo del Saab Draken de mi padre, solo para verme atrapada volando en círculos sobre el aeropuerto, esperando que nos den el permiso para aterrizar. Dicho en términos simples y llanos, el Purgatorio es el sitio donde des-escribes el libro de la historia de tu vida.
En lo que respecta al Infierno, no hace falta que me tengáis lástima. Todos le ocultamos secretos a Dios, y resulta agotador. Si alguien se merece morir en el insaciable lago de las llamas eternas, soy yo. Soy maldad en estado puro. No hay castigo lo bastante severo para mí.
Para mí, mi carne es mi currículum. Mi grasa es mi banco de memoria. Los momentos de mi vida pasada se archivan y se transportan en todas y cada una de las células obesas de mi grasa fantasma, de manera que para Madison Spencer perder peso equivaldría a desaparecer. Es mejor tener malos recuerdos que no tener ninguno. Y quedaos tranquilos: da igual que sea por vuestra grasa, por vuestra cuenta bancaria o por vuestra amada familia, un día lucharéis contra esta reticencia de abandonar el mundo de los vivos vivientes.
Cuando uno se muere, confiad en mí, la persona a la que más cuesta dejar atrás es uno mismo. Sí, amable tuitera, tengo trece años y soy una chica y conozco el término «currículum». Y te diré más: también sé que ni siquiera los muertos quieren desaparecer del todo.
21 DE DICIEMBRE, 6.05 HORA CENTRAL
Cómo fui expulsada del sitio donde yo ya estaba expulsada de la Gracia de Dios
Colgado por Madisonspencer@masalla.inf
Amable tuitera:
No estaría atrapada aquí, en estas islas Galápagos de piedra que son la Tierra, bebiendo esa cálida orina de tortuga marina que es la compañía humana, si no fuera por las joviales gracietas de Halloween de ciertas tres Zorrupias O’Zorring. En la noche de Halloween en cuestión, yo debía de llevar como mucho unos ocho meses muerta por estrangulamiento y con la sangre drenada del cuerpo. Había sido condenada, sí, por cometer un horrible asesinato que enseguida revelaré en estas páginas. Uno de los principales tormentos del Infierno es que todos sabemos, secretamente, por qué merecemos estar en él. Y si conseguí escaparme es porque, como es tradicional en la vigilia de Halloween, la población entera del Hades regresa a la Tierra para recolectar bolitas de frutos secos con caramelo y pasas recubiertas de chocolate, entre el anochecer y la medianoche. De manera que yo estaba enfrascada en plena operación lucrativa, peinar barrios residenciales en busca de chocolatinas Twix y barritas Almond Joy de coco con almendra y chocolate, a fin de enriquecer los tesoros del Infierno, cuando una brisa me trajo mi nombre desde la lejanía nocturna. Un coro de voces de chicas, voces aflautadas de adolescentes, estaba entonando mi nombre en cánticos:
—… Madison Spencer… Madison Spencer, ven a nosotras, Te ordenamos que cumplas con nuestro mandato.
Os lo digo a la gente premuerta: os guste o no, la gente posviva no somos vuestras putas. Los muertos tienen mejores cosas que hacer que contestar vuestras preguntas imbéciles vía ouija sobre números de lotería y quién se va a casar con vosotros. Siempre con vuestros jueguecitos de espiritismo y vuestros truquitos de inclinar la mesa y acosar a los fantasmas… Yo tenía, como mucho, cuatro horas de oscuridad para reunir barritas de Kit-Kat, y de pronto va y me invoca entre risitas una cofradía de señoritas Cochinas Cochinóvich. Se habían sentado en mi antigua cama, en la habitación del internado al que yo iba en Locarno, Suiza, y estaban recitando al unísono:
—Aparécete ante nosotras, Madison Spencer. A ver si aquel culo gordo que tenías se ve un poco más flaco después de muerta.
Y se rieron tapándose la boca con sus delgadas manos.
A continuación las muy Putis Vanderputas se chistaron las unas a las otras y se pusieron a declamar:
—Enséñanos tu dieta fantasma secreta.
Aquella provocación de patio de escuela las redujo a risitas y las hizo caerse de lado, con los hombros chocando entre ellos. Estaban sentadas con las piernas cruzadas, ensuciándome las sábanas con los zapatos, dando algún que otro golpe con el pie en el antiguo cabezal de mi cama y comiendo palomitas mientras en un platillo ardían unas velas.
—Tenemos patatas fritas —dijeron para provocarme, y agitaron una bolsa de dicho producto—. Tenemos salsa de cebolla.
—Ven, Madison… —canturreó otra voz—. Ven, cerdita, cerdita, cerdita…
Y todas las voces se combinaron para cantar:
—¡Cuchicuchiiiiiiii…! —Y levantaron la voz para hacer sus llamadas de porquerizos en la gélida noche de Halloween—. Veeen, cerdita, cerdita, cerdita…
Gruñeron. Rezongaron. Exclamaron «Oink, oink, oink». Masticando ruidosamente, con las bocas llenas de aperitivos altos en calorías, se rieron a voz en grito.
No, amable tuitera, no las asesiné en pleno ataque de furia. En el momento de escribir estas líneas, siguen vivas, aunque les han bajado los humos. Baste con decir que llegué en un Lincoln Town Car negro y contesté a sus cantos tiroleses de palurdas. En la noche de Halloween de autos, hice que el infame trío antagonista de señoritas Pelanduscas Pelandúsquez vaciara el exiguo contenido de sus anoréxicas tripas. O sea que sí, soy pérfida. En mi descargo hay que decir que estaba un poco nerviosa y distraída por mi inminente toque de queda.
Demorarme ni que fuera un solo tictac del reloj más allá de la medianoche comportaría quedarme desterrada en la tediosa Tierra, de manera que me mantuve extremadamente alerta mientras la manecilla grande de mi reloj de pulsera ascendía minuto a minuto en dirección al doce. En cuanto las tres señoritas Cochinas O’Cochinick estuvieron bien rebozadas de varias capas de olorosa regurgitación y de caca pringosa, me largué de vuelta al Town Car.
Mi fiel medio de huida seguía en el mismo sitio donde yo lo había dejado: aparcado junto al bordillo congelado que flanqueaba los jardines nevados de la residencia universitaria. Las llaves colgaban del contacto. El reloj del salpicadero marcaba las once y treinta y cinco, lo cual me dejaba un lapso de tiempo razonable para mi viaje de vuelta al Infierno. Me senté al volante y me abroché el cinturón de seguridad. «Ah, la Tierra», pensé de forma un poco indulgente, hasta con nostalgia, mientras le echaba un vistazo al antiguo edificio en el que antaño yo me había arrastrado, mordisqueando galletas Fig Newton y leyendo Los parásitos. Esta noche todas las ventanas estaban intensamente iluminadas, y muchas permanecían abiertas de par en par en medio de aquel clima suizo invernal, con las cortinas ondeando bajo el viento gélido que bajaba de las laderas glaciales de los tediosos Alpes. En todas aquellas ventanas abiertas de par en par se veían caras de colegialas ricas, asomándose para vomitar largas banderolas de mejunje por la fachada de ladrillo rojo del edificio. La imagen era demasiado placentera para abandonarla, pero el reloj del salpicadero marcaba las once y cuarenta y cinco.
Despidiéndome con calidez de todo aquello, giré la llave dentro del contacto del coche.
La volví a girar.
Pisé el acelerador con mi mocasín Bass Weejun, dándole un pequeño pisotón. El reloj del salpicadero marcaba las once y cincuenta. Volví a comprobar que la palanca de cambios estaba bien colocada en la posición de estacionamiento y volví a probar a girar la llave.
¡Por los dioses! No pasó nada. Debajo de la capota no reverberó ningún ruido de esos que hacen los coches. Y por si os lo estáis preguntando, metomentodos de la blogosfera que os creéis que lo sabéis todo, sobre todo en materia de coches, no, no me había dejado los faros encendidos ni se había agotado la batería. Y no otra vez: al coche no le faltaba jugo de dinosaurio. Desesperada, probé el contacto una y otra vez, mientras veía avanzar implacablemente el reloj hacia las once y cincuenta y cinco. A las once y cincuenta y seis empezó a sonarme el teléfono del coche, emitiendo un riiiing clásico detrás de otro, pero yo no le hice caso porque estaba intentando frenéticamente abrir la guantera, encontrar el manual de conducción y dar con la solución a mi crisis mecánica. El teléfono seguía sonando cuatro minutos más tarde cuando por fin, casi llorando, levanté el auricular de su soporte y contesté con un escueto:
—Alors!
Una voz dijo por la línea:
—«… Madison estaba casi llorando de frustración. —Una voz masculina y jadeante dijo—: Su dulce triunfo sobre las abusonas de sus compañeras se había convertido en pánico amargo nada más descubrir que su vehículo de huida no arrancaba…».
Era Satanás, el Príncipe de las Tinieblas, leyendo sin duda de su puñetero manuscrito, La historia de Madison Spencer, una supuesta biografía mía que él afirma que escribió antes incluso de que yo fuera concebida. Desde esas páginas él va dictando supuestamente hasta el último momento de mi pasado y mi futuro.
—«… La pequeña Madison —siguió leyendo Satanás— retrocedió horrorizada al oír la voz de su amo supremo por el teléfono del Town Car…»
Yo lo interrumpí para preguntarle:
—¿Me has mangoneado el coche?
—«… Ella sabía —dijo la voz por el teléfono— que su Gran Destino Maligno la esperaba en la Tierra…»
—¡No es justo! —grité yo.
—«… Pronto a Maddy ya no le quedaría más remedio que aventurarse en el mundo y desencadenar el final de los tiempos…»
—¡No pienso desencadenar nada! —le grité—. ¡Yo no soy tu Jane Eyre!
Ahora el reloj del salpicadero marcó la medianoche. La campana del campanario de eine kirche alpina se puso a repicar a lo lejos. Antes del sexto redoble, el auricular que yo tenía en la mano empezó a evaporarse. El Town Car entero estaba desapareciendo a mi alrededor, pero la voz de Satanás continuaba hablando en tono monótono:
—«… Madison Spencer oyó la campana lejana de la iglesia y comprendió que ella no existía. Que jamás había existido más que como marioneta creada para servir al supremamente sexy y desquiciadamente atractivo Diablo…».
A medida que el asiento del conductor se disolvía, mi trasero de chica rechoncha se fue desplazando lentamente hasta el pavimento. La última campanada de la medianoche retumbó en los cañones y barrancos de la tediosa Suiza. Las ventanas de la residencia de estudiantes se empezaron a cerrar. Las luces empezaron a apagarse. Con las cortinas cerradas. El cinturón de seguridad, que únicamente un momento antes se me estaba clavando en la generosa panza, ahora se volvió tan insustancial como un jirón de niebla. Cerca, como si alguien lo hubiera tirado en medio de la calle, estaba el bolso de Coach falso que una amiga, Babette, se había dejado en el asiento de atrás del coche.
Con el repicar de la medianoche, el Lincoln había quedado reducido a un simple banco caliginoso de niebla, una nubecilla gris en forma de Town Car. Yo había quedado allí abandonada, sentada en la alcantarilla con el bolso sucio de cuero falso de Babette, a solas en la tempestuosa noche suiza.
En lugar de campanadas, ahora el viento únicamente traía un tema de baile sintetizado y enlatado. Era la canción «Barbie Girl», de la banda de europop Aqua. Un tono de llamada. Venía de una agenda electrónica de bolsillo que ahora me encontré sepultada entre los condones y chocolatinas del bolso. En la pantalla aparecía el código de zona de Missoula, Montana. Un mensaje de texto decía: «URGENTE: cuélate de polizón en el vuelo 2903 de Darwin Airlines de Lugano a Zurich; luego coge el vuelo 6792 de Swissair que va a Heathrow y de allí coge el vuelo 139 de American Airlines que va a JFK. Mueve el culo y ve al hotel Rhinelander. ¡Ahora mismo!». El remitente del mensaje era cierto rockero punk posvivo y de pelo azul que en la actualidad cumplía una dura condena en el Infierno: mi amigo y mentor Archer.
21 DE DICIEMBRE, 8.00 HORA ESTE
Mi vuelta a casa
Colgado por Madisonspencer@masalla.inf
Amable tuitera:
Si le preguntaras a mi madre, ella te contestaría: «Las religiones existen porque la gente prefiere recibir la respuesta equivocada a no recibir ninguna». En otras palabras: mis padres no creían en Dios. En otras palabras: mi familia no celebraba la Navidad.
Si mis padres se imaginaran a Dios, se lo imaginarían como un Harvey Milk enorme como una montaña, curando el agujero de ozono y rodeado de delfines alados en lugar de querubines. Y arcoíris, montones de arcoíris.
En vez de Navidad, celebrábamos el Día de la Tie