Teoría de la novela

György Lukács

Fragmento

cap-1

INTRODUCCIÓN

DEL ALMA A LAS FORMAS. LOS AÑOS DE APRENDIZAJE
DE GYÖRGY LUKÁCS[1]

Al cumplirse los cien años del nacimiento del pensador húngaro György Lukács, parece llegado el momento exigido por la costumbre de reconsiderar su legado intelectual. Sin embargo, afrontar en esta ocasión ese ingente testimonio de escritura no tanto al tenor de las determinaciones que acompañaron un desarrollo jamás lineal ni exento de tensiones objetivas, sino desde el aspecto explicativo que entendemos por historia de la modernidad puede resultar, en cierta medida, sorprendente. Una consideración actual, desde este ahora nuestro un punto desconcertante, de la figura enigmática de Lukács, confirma bien a las claras los niveles de ambigüedad que cabía esperar de su peculiar itinerario histórico. Su obra temprana, además, nos servirá aquí para mostrar, otra vez, que el severo crítico de Joyce y Kafka no carecía de gusto ni ignoraba tampoco los riesgos de una apuesta cerrada por un «mundo otro». La atención que la crítica cultural concede hoy a los inéditos depositados en el Archivo de Budapest —correspondencia juvenil, escritos húngaros, proyectos inacabados de promoción académica, diarios, etc.— y la revalorización progresiva de su obra de juventud, obstinada e incluso maliciosamente negada por el autor con una coquetterie de plurales lecturas psicológicas, apuntan unos rasgos quizá insólitos en un personaje que representaba por sí solo, tiempo atrás, toda una época de seguridades forzadas; del voluntarismo radical del período posbélico al probabilismo ético de resistencia de los años de Guerra Fría.

Cada día se perfila con mayor convicción esa fidelidad intencional que permea el proyecto ontológico de Lukács por encima de las conversiones, rectificaciones, correctivos tácticos o simples «astucias de la razón» que pudieran inducirnos al error metodológico de la fragmentación de su pensamiento. La realidad es, en opinión de Lukács, apenas un campo de posibilidad para el hombre, que debe optar resueltamente por la acción o resignarse bien al compromiso, más o menos mediado de nostalgias, bien a la indiferencia gregaria ante el todo administrado. La propuesta lukacsiana resulta, en efecto, sugestiva y abierta a desarrollos de consecuencias enriquecedoras. El hombre histórico como un complejo de potencialidades, a la zaga siempre de esa categoría inaprensible que denomina individuo genérico; a saber, el máximo posible de humanidad arrancado por el trabajo, la autoconciencia y la sensibilidad a la realidad específica. La genealogía ilustrada del proyecto a nadie ha de sorprender. El hombre concreto capaz de transformar su destino histórico, siempre determinado por el tiempo, en una metáfora trascendental de la evolución de todo el género humano. Tampoco sorprenderá, asimismo, la perseverante recurrencia fáustica: «En mi propio mundo interior quiero gozar de aquello que a la humanidad entera le ha sido otorgado […] agrandando mi yo hasta ser uno con ella, y con ella misma terminar por fin en el gran naufragio».

Lukács constata desde fecha bien temprana —no hay que olvidar su juvenil doctorado en derecho con Bódog Somló— que las antinomias del pensamiento no declaradamente reaccionario —ni prusiano, ni nacionalista, en suma—, del pensamiento burgués liberal, producen y reproducen las antinomias del criticismo kantiano. La filosofía ha de mediarse de historia apenas reconoce que las formas de pensamiento adquieren pleno sentido solo a través de su integración en el mundo que aspiran a interpretar, cuando constituyen objetivaciones analíticas del mismo. Frente a los sistemas racionalistas clásicos que pretendían un conocimiento omnicomprensivo del mundo, Kant sugería una prudente renuncia al todo, que tampoco por ello escorase hacia el escepticismo dogmático de corte empirista. Las formas del pensamiento, venía a decir, son conceptos teóricos que han asimilado ideas de totalidad fraguadas en el tiempo, pero sometidas también al juicio y a la razón práctica que discernirá analíticamente los elementos diferenciados que las constituyen.

El filósofo se erige, pues, en una especie singular de crítico cultural que ejerce una equívoca actividad mediadora entre el sistema, que adelanta ilusoriamente una coherencia ficticia, y las formas que se atribuyen a sí mismas un valor de verdad incompatible con su génesis instrumental. Los diferentes conceptos que objetivizan momentos analíticos concretos —subjetivismo, naturalismo…, marxismo vulgar— apenas son otra cosa que unidades heurísticas complejas que ordenan un caos de estímulos y percepciones, datos empíricos, que el crítico debe precisar a través de su historización específica.

Una lectura no idealista de las figuras del pensamiento las presenta, desde luego, como meros criterios ordenadores del sinsentido de lo inmediato, condenadas a su vez a dar expresión singular al carácter fragmentario de nuestra percepción de las cosas. Solo una perspectiva holística que presuponga cierta imagen de totalidad coherente, aunque quizá conscientemente artificial, permitirá al crítico dotar de sentido a cada uno de los elementos que constituyen la cultura, prestarle una dimensión comprensiva, además, y atribuirle una significación universal.

Tal es, en resumidas cuentas, la razón última de la terminología abstracta de la reflexión lukacsiana. Todo su complejo periplo intelectual constituye una dramática profundización en el carácter ambiguo de la cultura. El especialismo, la tecnificación del conocimiento no alcanzan a proporcionarnos una comprensión válida del mundo del hombre, pero tampoco una interpretación metafísica del mismo es capaz de justificar las cesuras que jalonan su brusco desarrollo histórico. La cultura, ha escrito Markus, fue el único pensamiento de Lukács. La cultura como el mundo de las objetivaciones, como la forma de una naturaleza civilizada —filosofía, ciencia, arte—, pero también como refinada síntesis de la personalidad total del individuo, síntoma transferible de la apropiación subjetiva de aquella cultura objetivada.

Sin embargo, ya Simmel había reparado en esa particular escisión que en el mundo contemporáneo se establece entre cultura objetiva y subjetiva. La división del trabajo, agudizada en el capitalismo, distancia al trabajador de sus productos, añade a estos significados ajenos al proceso natural de elaboración. Pero también es cierto que, además, esa escisión estipula una economía del tiempo que convertirá paulatinamente la cultura en prerrogativa lujosa de sociedades capaces de generar una producción material excedente, que posibilite también la emergencia de unas clases ociosas que administren en beneficio propio las plusvalías del intercambio social.

Solo la cultura nos alienta a concebir siquiera la posibilidad de una vida no enajenada, rica en matices y forjada sobre acciones asumidas; pero, asimismo, la gestión histórica contemporánea de esta misma cultura nos sitúa ante su crisis insoluble; nos permite entrever, por así decir, aquello que jamás nos será dado realizar. Las diferentes tentativas de conciliación que Lukács propondrá a lo largo de su dilatado testimonio escrito son, en síntesis, diversas formulaciones empeñadas en

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