Días de navidad

Jeanette Winterson

Fragmento

cap-1

PASCUA DE NAVIDAD

Imageeyes Magos cruzando el desierto detrás de una estrella. Pastores en los campos de noche con los rebaños. Un ángel, rápido como el pensamiento y brillante como la esperanza, que convierte en tiempo la eternidad.

¡Deprisa! Va a nacer un niño.

Creyentes y no creyentes conocen esta historia.

¿Quién no conoce esta historia?

Una posada. Un establo. Un burro. María. José. Oro. Incienso. Mirra.

Y en el centro de la historia, la madre y el niño.

Hasta la Reforma protestante del siglo XVI en Europa, la Virgen con el Niño era la imagen cristiana que todo el mundo veía a diario: en vitrales, estatuas, pinturas al óleo, tallas y en los altares que se hacían en casa.

Imagina: la mayoría de la gente no sabe leer ni escribir, pero su imaginación rebosa de imágenes y relatos; las imágenes son más que las ilustraciones de la historia: son la historia.

Cuando tú o yo entramos en una iglesia antigua en Italia, o en Francia, o en España, no sabemos interpretar la miríada de escenas de los techos abovedados, o de los frescos, o de las colgaduras, pero nuestros antepasados sí sabían. Nosotros nos plantamos con nuestras guías en busca de pistas; ellos alzaban la vista y veían el misterio del mundo.

Amo la palabra escrita —ahora mismo estoy escribiendo, leyendo—; sin embargo, en las sociedades sin alfabetizar, pero vivas culturalmente, la imagen y la palabra cantada o recitada lo son todo. Es otro tipo de vida de la imaginación.

Después de la Reforma, a María, a quien se había tratado como el cuarto brazo de la divinidad, se la degradó. La Reforma no fue buena para las mujeres; enseguida llegamos a las quemas de brujas en toda Europa, y, por supuesto, los Padres Peregrinos que desembarcaron en Plymouth Rock en 1620 eran puritanos de los más intransigentes: véanse los juicios por brujería en Salem en la última década del siglo XVII.

En Nueva Inglaterra, los puritanos prohibieron la celebración de la Navidad en 1659 y esa ley no se revocó hasta 1681. En Inglaterra, con Cromwell, la Navidad llevaba prohibida desde 1647 y así se mantuvo hasta 1660.

¿Por qué? Demasiado pagana en sus orígenes, como veremos después, demasiado festiva, demasiado placentera (¿por qué ser feliz cuando se puede ser desdichado?) y demasiado peligroso permitir que María volviera a salir de la cocina en su papel estelar.

Lo que más añoraba la gente de a pie después de la ruptura con el catolicismo era el culto mariano.

En los países católicos de Europa, entonces y ahora, y en Hispanoamérica ahora, el culto mariano, el misterio del nacimiento virginal, la unión de la madre y el hijo siguen siendo poderosos y convincentes. Cada vez que una mujer da a luz es la imagen viviente del acontecimiento más sagrado. La vida diaria y devota se mantienen unidas en esta imagen.

Y es una imagen con raíces más profundas que el cristianismo.

Si repasamos la historia griega y romana, vemos que los dioses y los mortales fabulosos nacen a menudo de un progenitor divino y otro humano. El padre de Hércules era Zeus. Zeus también fue el padre de Helena de Troya. Era conflictiva, pero las mujeres hermosas con un toque divino siempre lo son.

Rómulo y Remo, fundadores de la ciudad de Roma, afirmaban ser hijos de Marte.

Jesús nació en el Imperio romano. El Nuevo Testamento se escribió en griego. Los evangelistas quisieron encajar a su Mesías en la nómina de superhéroes con un padre divino.

Pero ¿por qué tenía María que ser virgen?

Jesús era judío. El linaje judío se establece por vía materna, no paterna, de modo que la insistencia del judaísmo en la pureza y la abstinencia sexual de las mujeres es un modo predecible de intentar controlar quién es quién.

Si María es virgen, la ascendencia divina de Jesús es indudable.

Todo esto tiene sentido, pero también hay algo más. Detrás de este relato está la potencia de la mismísima Gran Diosa.

La adoración de las diosas en el mundo antiguo no consideraba la castidad una virtud. Hasta a las vestales se les permitía casarse cuando dejaban de estar al servicio de la diosa. La prostitución en el templo era habitual, y la diosa era un símbolo de fecundidad y procreación: resultaba crucial que no perteneciera a ningún hombre.

Por eso el mito de María combina con brillantez dos fuerzas magnéticamente opuestas: la nueva religión del cristianismo ofrece el relato del nacimiento divino de un dios con forma de hombre. María es especial y ha sido elegida, como en los cuentos de héroes. Su embarazo no es un arreglo doméstico normal: ha recibido la visita de un dios.

Al mismo tiempo, su pureza y su sumisión permiten que la nueva religión se aparte de los desenfrenados cultos paganos al sexo y a la fertilidad que odiaban los judíos.

Desde el primer instante, el cristianismo tuvo la habilidad de fusionar elementos centrales de otros cultos y religiones, expulsando cualquier elemento problemático y contando la historia de un modo nuevo. En eso ha consistido parte de su éxito global.

Y la más espectacular de sus exitosas historias es la de la Navidad.

Solo en los evangelios de Mateo y Lucas se habla del nacimiento de Jesús, y las versiones no coinciden. Marcos y Juan ni siquiera mencionan la historia del nacimiento. En la Biblia no se alude al 25 de diciembre en ninguna parte.

Así que ¿cómo ocurrió?

Parte de la explicación la hallamos en la festividad romana de las saturnales. Era una típica fiesta de inicio del invierno que celebraba el cambio del sol (el día más corto del año es el 21 de diciembre, el solsticio de invierno). El emperador pagano Aureliano declaró el 25 de diciembre Natalis Solis Invicti, el nacimiento del sol invencible. Ese día la gente se hacía regalos, iba a fiestas, se ponía sombreros absurdos, se emborrachaba, encendía velas y hogueras como símbolos solares y decoraba los sitios públicos con plantas de hoja perenne. A esta fiesta le seguían las calendas, de donde se deriva nuestra palabra «calendario». A los antiguos les gustaba ir de fiesta.

En la Britania celta, la festividad de Samhain empezaba en lo que es hoy nuestro Halloween —la víspera de Todos los Santos—, cuando se honraba a los muertos; al igual que en los países germánicos y escandinavos, los celtas celebraban el solsticio de diciembre con hogueras y diversiones. De esta época de Yule o Jól es de donde proceden palabras como jolly, «jovial» en inglés. Las plantas de hoja perenne, el acebo y la hiedra, símbolos de la vida que continúa, se utilizaban tanto como adornos como para el culto sagrado.

En las tribus germánicas, Odín, de barba blanca, merodeaba durante esos días y había que apaciguarlo con pequeños obsequios que se dejaban de noche.

La Iglesia adoptó la juiciosa actitud de «Si no puedes con ellos, únete a ellos», e incorporó a la Navidad todos los elementos a los que la gente se resistía a renunciar: los cánticos, las celebraciones, las plantas de hoja perenne, los regalos y, por supuesto, la época del año.

El 25 de diciembre es un gran día para el nacimiento de Cristo porque significa que María se quedó encinta de Dios el 25 de marzo —el día de Nuestra Señora (la festividad de la Anunciación) en el calendario litúrgico—, y esto permitía a la Iglesia celebrar el equinoccio de primavera el 21 de marzo de un modo no excesivamente pagano. Y también confería a la concepción y a la crucifixión de Cristo (en Semana Santa) una pulcra simetría.

El propio Santa Claus es uno de los muchos mensajes combinados de Navidad. Nicolás era un obispo turco de Esmirna nacido unos doscientos cincuenta años después de la muerte de Cristo. Era rico y daba dinero a la gente necesitada. La mejor historia que se cuenta de él asegura que una noche, al ir a meter una bolsa llena de oro por la ventana, vio que estaba cerrada y tuvo que trepar al tejado y colarla por la chimenea.

¿Quién sabe? Pero, como de costumbre, creció un culto en torno a él, sobre todo entre los marineros, que, como es natural, salían a navegar, y a medida que el culto se extendió hacia el norte, este turco barbudo y dadivoso se mezcló con el dios barbudo Odín, que tenía la ventaja de viajar en un caballo volador de ocho patas.

San Nicolás era Sinta Klaus para los holandeses, y fueron los holandeses quienes llevaron a Sinta Klaus a Norteamérica.

Nueva Amsterdam, la actual ciudad de Nueva York, era un asentamiento holandés. En 1809, a pesar de los esfuerzos de los descendientes de ese tronco puritano de Nueva Inglaterra, Santa sobrevuela con una carreta las copas de los árboles en Historia de Nueva York, de Washington Irving.

En 1822, otro norteamericano, Clement Moore, definió al Santa definitivo en su poema «Una visita de san Nicolás». Todo el mundo conoce los versos iniciales: «Era la noche antes de Navidad y nada se movía en ninguna habitación / ni siquiera un ratón».

Este es el momento en que san Nick adquiere el reno.

Pero todavía iba vestido de verde: su color de dios precristiano de la fertilidad.

Hace su entrada la Coca-Cola.

En 1931, la Coca-Cola Company encargó a Haddon Sundblom, un artista sueco, que le diese a Santa un cambio de imagen. Tenía que ser rojo y desde entonces, gracias al poder publicitario de la Coca-Cola, la vestimenta de Santa es roja.

El árbol de Navidad es un antiguo símbolo del poder de la vida para sobrevivir y prosperar en lo más crudo del invierno. ¿Qué pensaban nuestros antepasados, al atravesar en la oscuridad y con esfuerzo un bosque pelado y cruzarse con una planta de hoja perenne?

Es sabido que la reina Victoria y el príncipe Alberto protagonizaron la primera sesión fotográfica moderna de personajes famosos cuando posaron delante de su árbol de Navidad en el castillo de Windsor en 1848.

En realidad fue un dibujo en el Illustrated London News, pero a partir de entonces todo el mundo quiso tener un árbol de Navidad.

El príncipe Alberto era alemán, y la primera noticia que se tiene de un árbol instalado dentro de una casa para las fiestas de inicio del invierno lo sitúa en la Selva Negra, en Baviera.

Martín Lutero, responsable de la Reforma protestante, era alemán, y se cuenta que decoraba su propio árbol de Navidad con velas para emular los millones de estrellas del firmamento divino.

Los árboles en sí mismos son objetos sagrados. Piénsese en el manzano del Jardín del Edén; en el fresno del mundo, Yggdrasil, adorado en la mitología nórdica y germánica; en el roble de los druidas. En la película Avatar, de James Cameron, hay una diosa árbol; y en las sagas de Tolkien, Saruman y los orcos, enemigos del bosque sagrado, talan brutalmente los ents, los árboles andantes y parlantes.

Cristo, como otros dioses sacrificiales, muere en un árbol.

Así, el árbol es simbólico a través de los siglos y las culturas, y el árbol de hoja perenne es un símbolo de la persistencia de la vida.

Los puritanos de Massachusetts odiaban esas asociaciones paganas, pero no pudieron impedir el momento en que, en 1851, dos trineos cargados de árboles transportaron desde las Catskills hasta la ciudad de Nueva York los primeros árboles de Navidad vendidos al por menor en Estados Unidos.

El siglo XIX es el siglo en que la Navidad se convierte en la Navidad que celebramos hoy: el árbol, las postales, la época de la buena voluntad, de los regalos, los petirrojos, las comidas, la caridad con los pobres, la nieve, los poderes sobrenaturales de algún tipo, ya sean fantasmas, visiones o una estrella misteriosa.

Todos los grandes villancicos que tanto nos gusta cantar se compusieron en el siglo XIX.

La felicitación navideña la inventa el siglo XIX. Henry Cole trabajaba en Correos en Londres y reparó en que los sellos de un penique (1840) eran ideales para enviar tarjetas de felicitación, así que en 1843 pidió a un amigo que le dibujara unas cuantas, y antes de que le diese tiempo a decir «pudin de ciruelas» se había puesto en marcha la moda de las postales navideñas.

Tuvieron que pasar treinta años antes de que la postal se popularizara en Estados Unidos. El lector puede culpar a los puritanos. Yo lo hago.

Postales de felicitación, villancicos y, lo más victoriano de todo, relatos de fantasmas navideños.

Contar historias en torno al fuego es tan antiguo como el lenguaje. Y, dado que los fuegos se encienden de noche y en invierno, las festividades invernales eran ocasiones estupendas para contar historias.

Pero la historia de fantasmas como fenómeno es un fenómeno decimonónico. Una teoría sostiene que los espectros y las apariciones que tanta gente decía ver eran el resultado de una intoxicación por el monóxido de carbono, en niveles bajos, procedente de las farolas de gas (causa alucinaciones borrosas y soñolientas). Si se añaden la espesa niebla y mucha ginebra, empieza a tener sentido.

Pero también hay una parte psicológica. El siglo XIX estaba hechizado de por sí. La nueva industrialización parecía haber desatado las mismísimas fuerzas del averno. Los visitantes de Manchester lo llamaban el Infierno. La señora Gaskell, escritora inglesa, escribió de su primera visita a una fábrica de algodón: «He visto el infierno y es blanco…».

Y los nuevos pobres, los esclavos de las fábricas, los habitantes de los sótanos, los que trabajaban con el hierro, el calor, la mugre y la degradación parecían espectros, delgados, cetrinos, harapientos, semihumanos, medio muertos.

Que este sea también el siglo de la caridad organizada y de la filantropía no es una coincidencia. Y que sea el siglo de la Navidad en su forma más inspirada y más sentimental no debería sorprendernos. La Navidad se convierte en un círculo mágico, la época de la buena voluntad en la que quienes más se han beneficiado de la desolación mecanizada de sus congéneres pueden redimirse y consolar sus propias almas.

Por eso el Cuento de Navidad de Charles Dickens empieza con la negativa de Scrooge a dar dinero para ayudar a los pobres: «¿Es que no hay hospicios?».

Scrooge, el polo opuesto (lo siento por el chiste fácil) de Santa Claus, no puede y no quiere dar, y lo visitan tres espíritus, además del fantasma de su difunto socio, Jacob Marley.

Es un relato sobre corazones endurecidos y segundas oportunidades. Sobre el desbarajuste de la Navidad, cuando las leyes normales se ponen patas arriba, y el tiempo significativo se adelanta al tiempo cronológico (una vida sucede en una noche). Y sobre gansos, pudin, fuegos, velas, temibles cócteles calientes (el Obispo Humeante), una nieve tan espesa que la ciudad duerme y «Feliz Navidad para todos… ¡Que Dios nos bendiga a todos!».

Es una historia tan poderosa que puede sobrevivir a los Teleñecos.

En Estados Unidos, la Navidad no se declaró una festividad federal hasta 1870 (después de la guerra de Secesión, como un modo de volver a unir Norte y Sur en una tradición compartida).

Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de los puritanos, y a pesar de que con toda seguridad la Navidad no es una celebración judía, los norteamericanos y los judíos norteamericanos han contribuido tanto al folclore navideño como cualquier estrella, pastor, ángel o Santa.

Qué bello es vivir, De ilusión también se vive, Cita en San Luis, Polar Express, El Grinch, Entre pillos anda el juego, Los fantasmas atacan al jefe, Solo en casa 2, Blanca Navidad…; la lista de películas no para de crecer…

Y cada vez que el lector cante «Blanca Navidad», «Rudolph the Red-Nosed Reindeer», «Santa Baby», «Winter Wonderland» o «Let it Snow, Let it Snow, Let it Snow», o tararee «Chesnuts Roasting on an Open Fire», o alce su copa en agradecimiento a esos compositores judíos de canciones que vieron una buena ocasión de componer una melodía y nos brindaron los clásicos que tanto nos gustan.

Los puritanos prohibieron la Navidad en el Reino Unido y en Estados Unidos porque es una mezcolanza hortera de cosas tomadas de todas partes —paganas, romanas, nórdicas, celtas, turcas— y porque su espíritu libre y de celebración, sus regalos, su anárquico desbarajuste hacían que fuese contra la autoridad y el trabajo. Era una festividad —una fiesta— de las mejores, en la que la devoción es alegre.

La vida debería ser alegre.

Sé que la Navidad se ha convertido en una fiesta cínica y comercial, pero depende de nosotros, individual y colectivamente, oponernos a eso. La Navidad la celebran en el mundo entero personas de todas las religiones y de ninguna. Es una ocasión para reunirse, para dejar de lado las diferencias. En tiempos paganos y romanos era una celebración de la luz y de la cooperación de la naturaleza con la vida humana.

El dinero no era lo importante.

De hecho, la historia de la Navidad empieza con una petición de dinero: «Y aconteció en aquellos días que se promulgó un decreto de César Augusto que ordenaba a todo el mundo inscribirse en el censo» (Lucas 2, 1).

Y termina con un regalo: «Nos ha nacido un niño».

El regalo de la nueva vida va seguido de los presentes de los Reyes Magos: el oro, el incienso y la mirra.

En el más admirado de todos los villancicos, la poeta Christina Rossetti plantea la cuestión de qué podemos dar que no sea dinero, ni poder, ni éxito, ni talento:

Siendo tan pobre, ¿qué puedo darle yo?

Le daría un cordero si fuera pastor.

Y si Rey Mago fuese, le daría otro don.

Mas yo, ¿qué he de darle?

Le daré el corazón.

 

Nos damos. Nos damos a los demás. Nos damos a nosotros mismos. Damos.

Hagamos lo que hagamos con la Navidad, debería ser nuestra, no algo que compramos en un mostrador.

Para mí, cenar con amigos es una parte encantadora de la Pascua, así que he incluido en el libro algunas recetas que tienen asociadas historias personales. Soy un desastre con las cantidades y cocino con la vista, la textura y el gusto. Si la masa está demasiado seca, añado agua o huevo. Si está demasiado blanda, añado harina, ese tipo de apaños.

Mi editora y yo discutimos mucho sobre si las recetas deberían utilizar el sistema métrico o el imperial. «Hasta Nigella se ha pasado al sistema métrico», argumentó.

Pregunté a Nigella y me respondió: «Usa los dos».

Y cuando digo cosas como «col», volvió a plantearse la pregunta: «Una col ¿de qué tamaño?».

Hay muchas cosas que hacer todos los días…, y preguntarse de qué tamaño es una col no es una de ellas.

Estas recetas no son demasiado metódicas, como si las hiciésemos juntos y yo dijera: «Demonios, se me han olvidado los champiñones» y luego nos las arreglásemos sin ellos. Así que nada de preocuparse demasiado. Con la cocina ha ocurrido lo mismo que con ir en bicicleta. Quiero decir que antes la gente se subía sin más a la bicicleta; ahora todo el mundo tiene que llevar mallas de licra y gafas y superar su propio récord de distancia y velocidad. Cocinar en casa no es un deporte olímpico. Cocinar es un milagro normal y cotidiano.

Me gusta cocinar, pero prefiero escribir.

Yo vivo en los relatos; para mí son lugares físicos de tres dimensiones. Cuando era niña y me encerraban en la carbonera por diversos delitos, tenía una elección: contar carbón, una actividad limitada; o contarme una historia, un mundo ilimitado de la imaginación.

Escribo por placer. Me siento delante del teclado a jugar. La Navidad supone una alegría especial, como si fuese una época para animarse. Es una época para contar historias, presidida por el Señor del Desbarajuste, que debe ser el espíritu guardián de la creatividad, igual que lo es de los antiguos doce días de la Pascua de Navidad.

Y curiosamente, en una casa que por lo general era desdichada, la Navidad, cuando era niña, fue siempre una época feliz para mí. No perdemos esas asociaciones; el pasado viene con nosotros, y con suerte lo reinventamos, que es lo que propongo que hagamos con la Navidad. Todo es un relato.

Los cuentos en torno al fuego en Navidad, o contados con el aliento helado en un paseo invernal, tienen una magia y un misterio que forman parte de esta época del año.

Escribir es una epifanía particular, en el sentido de que se revela algo inesperado. La Navidad, que parece tan familiar, tal vez incluso tan gastada, es una celebración de lo inesperado.

Aquí están los relatos que he escrito hasta ahora. Doce, para los doce días que duran las fiestas. Hay historias de fantasmas, intervenciones mágicas, encuentros normales que resultan no ser nada normales, pequeños milagros y saludos a la llegada de la luz.

Y alegría.

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cap-2

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

Imagera la noche antes de Navidad y nada se movía en ninguna habitación, porque hasta el ratón estaba exhausto.

Había regalos por todas partes: cuadrangulares, con lazos; alargados, con cintas. Voluminosos, envueltos en papel de Santa Claus. Minúsculos, tentadores como una pulsera de diamantes, ¿o decepcionantes como una chuleta de cordero?

Había viandas almacenadas como si fuese a haber una guerra: pudines grandes como bombas explotaban en los estantes. Dátiles como balas se apilaban en salvas de cartón. Una ristra de faisanes, como aviones de juguete, colgaba detrás de la puerta trasera. Las castañas estaban listas para asarlas al fuego. El pavo orgánico campero —un buen veterinario habría podido resucitarlo— estaba acurrucado junto a toneladas de papel de aluminio.

—Menos mal que el cerdo de la noche de Reyes todavía está comiendo manzanas caídas en un huerto de Kent —dijiste mientras intentabas pasar por detrás de la mesa de la cocina.

Yo me tambaleaba bajo el peso del pastel de Navidad, que era como una de esas claves de bóveda que los canteros de la Edad Media colocaban en las catedrales. Me lo quitaste de las manos y fuiste a meterlo en el coche. Había que meterlo, porque esa noche íbamos a ir al campo. Cuantas más cosas metías, más probable parecía que acabase conduciendo el pavo. No había sitio para ti y yo compartía mi asiento con un reno de mimbre.

—Hackles… —dijiste.

¡Ay, Dios!, nos habíamos olvidado del gato.

—Hackles no celebra la Navidad —dije.

—Ponle esta cinta dorada alrededor de la cesta y sube.

—¿Prefieres que tengamos ahora la discusión navideña o esperamos a estar en la carretera y que hayas olvidado el vino?

—El vino está debajo de la caja de galletas saladas.

—Eso no es el vino, es el pavo. Es tan fresco que he tenido que ponerle cinta adhesiva para que dejara de intentar abrirse paso con las garras como una criatura de Poe.

—No seas desagradable. Ese pavo tuvo una buena vida.

—Tú también y no se me ocurre comerte.

Corrí a morderte en el cuello. Me encanta tu cuello. Me apartaste en broma…, pero ¿serán imaginaciones mías o últimamente me apartas en serio?

Esbozaste una sonrisita y volviste a meter las cosas en el coche.

Poco después de medianoche. El gato, la cinta dorada, el árbol con lucecitas, el reno, los regalos, la comida y mi brazo asomando por la ventanilla, porque no había otro sitio donde ponerlo, partimos hacia la cabaña en el campo que habíamos alquilado para celebrar la Navidad.

Pasamos entre los borrachos navideños que lanzaban serpentinas y cantaban a Rudolph en solidaridad con su nariz colorada. Dijiste que a esas horas de la noche sería más rápido ir por el centro, y cuando arrancaste despacio en el semáforo me pareció ver que se movía algo.

—¡Espera! —dije—. ¿Puedes dar marcha atrás?

La calle estaba totalmente vacía, y retrocediste, con el motor gimiendo por el esfuerzo, hasta que estuvimos delante de BUYBUYBABY, los grandes almacenes más grandes del mundo, cerrados por fin a regañadientes durante veinticuatro horas a partir de la medianoche de Nochebuena (la compra en línea seguía disponible).

Me apeé del coche. En el escaparate principal de BUYBUYBABY había un decorado con un nacimiento, con san José y María vestidos con ropa de esquí y varios animales de granja calentitos con abrigos de cuadros escoceses. No había ni oro, ni incienso, ni mirra: estos tres reyes habían comprado sus regalos en BBB. Le habían regalado a Jesús una Xbox, una bicicleta y una batería electrónica.

A su madre, María, le habían regalado una plancha de vapor.

Pululando delante del nacimiento, con la nariz apretada al otro lado del cristal, había una niña pequeña.

—¿Qué haces ahí? —pregunté.

—Estoy atrapada —respondió la niña.

Volví al coche y di unos golpecitos en tu ventanilla.

—Se han dejado a una niña en la tienda… Tenemos que sacarla.

Me acompañaste a echar un vistazo. La niña nos saludó con la mano. No mostraste demasiada convicción.

—Será la hija de un guardia de seguridad —dijiste.

—¡Dice que está atrapada! Llama a la policía.

La niña sonrió y negó con la cabeza cuando cogiste el teléfono. Había un no sé qué en su sonrisa que me hizo vacilar.

—¿Quién eres? —pregunté.

—El Espíritu de la Navidad.

La oí con claridad. Hablaba con claridad.

—No tengo cobertura —dijiste—. Prueba con el tuyo.

Lo intenté con el mío. Estaba apagado. Miramos a ambos lados en la calle extrañamente desierta. Empecé a dejarme llevar por el pánico. Tiré y empujé las puertas de la tienda. Cerradas. No había limpiadoras. Ni portero. Era Nochebuena.

Volvió a oírse la voz:

—Soy el Espíritu de la Navidad.

—¡Ah!, vamos anda —dijiste—. Es un truco publicitario.

Pero no te hice caso, estaba concentrada en el rostro del escaparate, que parecía cambiar a cada segundo, como si la luz jugase con él, enmascarando y luego revelando su expresión. No eran los ojos de una niña.

—Es nuestra responsabilidad —dije en voz baja, dirigiéndome no exactamente a ti.

—No lo es —respondiste—. Vamos, llamaré a la policía por el camino.

—¡Sacadme de aquí! —dijo la niña cuando te volviste hacia el coche.

—Te prometo que enviaremos a alguien. Vamos a encontrar un teléfono…

La niña me interrumpió:

—Tienes que sacarme de aquí. ¿Puedes dejar algunos de vuestros regalos y un poco de comida en la puerta, justo ahí?

Te diste la vuelta.

—Esto es de locos.

Pero era como si la niña me hubiese hipnotizado.

—Sí —dije y, sin saber muy bien lo que hacía, fui al coche, abrí el portón trasero y empecé a arrastrar bultos envueltos en papel de regalo y bolsas de comida hasta la puerta de los grandes almacenes. Cada vez que dejaba algo en el suelo, tú lo recogías y volvías a meterlo en el coche.

—Estás mal de la cabeza —dijiste—. Es un truco navideño…, seguro que nos están filmando. Es telerrealidad.

—No, no es telerrealidad, ¡es real! —dije, y mi voz sonó muy lejana—. No es lo que sabemos, es lo que no sabemos… pero es cierto. Hazme caso, es cierto.

—Muy bien —dijiste—, con tal de que volvamos a ponernos en camino… Aquí tienes las bolsas, ¿de acuerdo? Aquí y aquí. —Las soltaste en la puerta, con el rostro encendido de cansancio y exasperación. Conozco esa cara.

Y retrocediste con los puños cerrados, sin pensar siquiera en la niña.

De pronto se apagaron las luces del escaparate. Y la niña apareció en la calle entre tú y yo.

Te cambió el gesto. Pusiste la mano en el suave cristal, tan transparente y cerrado como en un sueño.

—¿Estamos soñando? —me dijiste—. ¿Cómo lo ha hecho?

—Os acompaño —dijo la niña—. ¿Adónde vais?

Y así, pasada la una de la madrugada, volvimos a ponernos en marcha, esta vez con mi brazo dentro del coche y la niña en el asiento de atrás al lado de Hackles, que había salido de su cesta y ronroneaba. Al marcharnos miré por el espejo retrovisor y vi unas figuras oscuras que, una por una, se llevaban las bolsas de comida y los regalos.

—Son la gente que vive en los portales —dijo la niña, como si me leyera el pensamiento—. No tienen nada.

—Acabarán deteniéndonos —dijiste tú—. Robo en el escaparate de una tienda. Vertido de basuras en la vía pública. Secuestro. Feliz Navidad a usted también, agente.

—Hemos hecho lo que tocaba —respondí yo.

—¿Qué, exactamente —preguntaste—, aparte de perder la mitad de las cosas que necesitamos y recoger a una niña perdida?

—Pasa todos los años —aseguró la niña—. De distintas maneras y en distintos sitios. Si nadie me libera antes de la mañana de Navidad, el mundo se vuelve más pesado. El mundo es más pesado de lo que creéis.

Seguimos en silencio un rato. El cielo estaba oscuro y tachonado de estrellas. Me imaginé muy por encima de la carretera, contemplando el planeta Tierra, azul en la negrura y con manchas blancas en los polos. Era la vida y mi hogar.

Una vez, cuando era pequeña, mi padre me regaló una bola de cristal con la Tierra y estrellas. Me quedaba en la cama dándole vueltas, me dejaba vencer por el sueño pensando en las estrellas, con una sensación de ligereza y calidez y seguridad.

El mundo es ingrávido, está suspendido en el espacio, sin apoyo, un misterio gravitacional, calentado por el sol, enfriado por gases. Nuestro regalo.

Solía esforzarme por no quedarme dormida mientras contemplaba con los ojos entornados mi mundo silencioso y giratorio.

Crecí. Mi padre murió. La bola de cristal permanecía en su casa, en mi antigua habitación. Cuando estábamos vaciándola, se me resbaló y el pequeño globo terráqueo cayó del denso líquido cuajado de estrellas. No sé por qué, pero fue entonces cuando rompí a llorar.

Debí de alargar la mano por encima del asiento para coger la tuya mientras avanzábamos de noche por la carretera.

—¿Qué pasa? —dijiste con dulzura.

—Pensaba en mi padre.

—Qué raro. Yo estaba pensando en mi madre.

—¿Qué pensabas?

Me apretaste la mano. Vi tu anillo, que brillaba a la luz verdosa del salpicadero. Me acuerdo de ese anillo y de cuando te lo regalé. Lo veo a diario pero hoy lo veo.

—Ojalá hubiese hecho más por ella, ojalá hubiésemos hablado más, pero ahora es demasiado tarde —dijiste.

—Nunca os llevasteis bien.

—¿Por qué? ¿Por qué tantísimos padres se llevan mal con los hijos?

—¿Por eso no quieres que tengamos hijo

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