De vuelta a casa

Kate Morton

Fragmento

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PRÓLOGO

Altos de Adelaida, Australia del Sur,

Día de Año Nuevo de 1959

Y, cómo no, iban a ofrecer una comida para celebrar el año nuevo. Una fiesta pequeña, solo para la familia, pero Thomas exigiría la guarnición completa. Sería impensable hacerlo de otro modo: los Turner creían en la tradición y, con la visita de Nora y Richard, que venían desde Sídney, no debían escatimar en pompas ni alardes.

Isabel había decidido situarse en otro lugar del jardín ese año. Solían sentarse debajo del nogal del patio oriental, pero hoy se había sentido atraída por el césped a la sombra del cedro del señor Wentworth. Caminaba por ahí cortando flores para la mesa, impresionada por las vistas a las montañas que quedaban al oeste. «Sí —se había dicho a sí misma—. Aquí estaremos de maravilla». La llegada de esa idea y su capacidad de decisión habían sido embriagadoras.

Se dijo que todo era parte de su propósito de Año Nuevo: llegar a 1959 con nuevas expectativas y formas de ver el mundo; pero una vocecita en su interior se preguntaba si no pretendía atormentar a su marido solo un poco con esa súbita ruptura del protocolo. Desde que descubrieron la fotografía en sepia del señor Wentworth y sus victorianos amigos, igual de barbudos que él, sentados en unas elegantes butacas reclinables de madera dispuestas en el patio oriental, Thomas se había mostrado inflexible en su convicción de que ese era el lugar idóneo para recibir invitados.

Isabel no tenía claro exactamente cuándo había empezado a sentir un placer culpable al provocar la aparición de aquella pequeña línea vertical en el ceño fruncido de su marido.

Una ráfaga de viento casi le arrebató el cordel de los banderines y se agarró con fuerza al tramo más alto de la escalera de madera. Había cargado con ella aquella mañana desde el cobertizo del jardín, disfrutando bastante del esfuerzo. Al subir por primera vez a lo alto, le había venido a la cabeza un recuerdo de infancia: una excursión de un día a Hampstead Heath con su madre y su padre en la que había trepado una de las secuoyas gigantescas y mirado al sur, hacia la ciudad de Londres.

—¡Veo la catedral de St. Paul! —dijo a sus padres cuando vislumbró la familiar cúpula entre la niebla.

—No te sueltes —le respondió su padre.

Justo cuando lo dijo, se despertó en Isabel la perversa tentación de llevarle la contraria. El deseo le cortaba la respiración.

Una bandada de cacatúas galah salió disparada de la copa del árbol de banksia, un frenesí de plumas rosadas y grises, e Isabel se paralizó. Alguien se encontraba ahí. Siempre había tenido un poderoso instinto que le avisaba del peligro. «Será que te sientes culpable», solía decir Thomas allá en Londres, cuando, aún fascinados, se estaban conociendo. «Qué tontería —había respondido ella—. Es solo que soy muy perceptiva». Isabel permaneció quieta en lo alto de la escalera y escuchó.

—¡Ahí, mira! —oyó un susurro teatral—. Date prisa y mátalo con el palo.

—¡No puedo!

—Sí puedes. Y debes. Lo prometiste.

¡Solo eran los niños, Matilda y John! Qué alivio, supuso Isabel. Aun así, permaneció inmóvil para no delatarse.

—Dóblale el cuello y acaba ya —era la voz de Evie, de nueve años, la más pequeña.

—No puedo.

—Oh, John —dijo Matilda—. Dámelo. Deja de ser un bebé.

Isabel reconoció el juego. Llevaban años jugando por temporadas a la caza de serpientes. Al principio, les había inspirado un libro, una antología de poesía folclórica australiana que les envió Nora, Isabel les leyó en voz alta y a los niños les entusiasmó. Como muchas de las historias del lugar, eran relatos llenos de advertencias. Al parecer, había muchísimas cosas que daban miedo en esas tierras: serpientes y puestas de sol, tormentas y sequías, embarazos y fiebres, incendios forestales e inundaciones, además de novillos locos, cuervos, águilas y desconocidos: peones de granja con cara de condenados al cadalso que emergían de entre los arbustos con un crimen en mente.

En ocasiones, a Isabel le resultaba abrumador tal número de amenazas letales, pero los niños eran pequeños australianos de pura cepa y disfrutaban de las historias, inmersos en su juego. Era una de las pocas actividades que entretenía a todos a pesar de las diferencias en edad y gustos.

—¡Ya está!

—Bien hecho.

Una risotada exultante.

—Vamos a otro sitio.

Le encantaba oírlos así, tan contentos y revoltosos; de todos modos, contuvo el aliento y esperó a que el juego los llevara a otra parte. A veces —aunque jamás lo habría admitido en voz alta— Isabel se sorprendía a sí misma imaginando cómo sería tener el poder de hacerlos desaparecer. Solo por un rato, por supuesto, o los echaría muchísimo de menos. Una hora, tal vez un día… Una semana a lo sumo. Lo suficiente para tener un poco de tiempo para pensar. Nunca tenía bastante y, sin duda, no le bastaba para seguir una idea hasta su conclusión lógica.

Thomas la miraba como si estuviera loca si alguna vez sugería algo parecido. Tenía ideas bastante inflexibles respecto a la maternidad. Y en cuanto al papel de las esposas. Al parecer, en Australia era común dejar que las mujeres se las apañasen solas con las serpientes, los incendios y los perros salvajes. A Thomas se le perdía la mirada en la lejanía cada vez que se explayaba sobre el tema, preso de la fascinación romántica y sentimental con el folclore de su país. Le gustaba imaginar una esposa de frontera, capaz de afrontar las adversidades y avivar el fuego del hogar mientras él vagaba por el mundo repartiendo felicidad.

Hubo un tiempo en que la idea la divertía. Había sido más gracioso cuando Isabel pensaba que él bromeaba. Pero Thomas tenía razón cuando le recordaba que ella había aceptado su grandioso plan… De hecho, se había lanzado de cabeza a la oportunidad de cambiar de vida. La guerra fue larga y lúgubre y, al acabar, Londres se había vuelto un lugar despreciable y hostil, descolorido. Isabel se había cansado. Además, Thomas estaba en lo cierto cuando señalaba que la vida en esa mansión no se parecía en nada a una vida en la frontera. Caramba, Isabel tenía teléfono, iluminación eléctrica y un candado en cada puerta.

Lo cual no significaba que no fuera solitario en ocasiones y hasta lúgubre cuando los niños se iban a la cama. Incluso la lectura, desde siempre una fuente de consuelo, había comenzado a parecer otra actividad aislante.

Sin dejar de agarrarse a la escalera, Isabel estiró el cuello para ver si la guirnalda iba a colgar lo bastante alta como para dejar espacio a la mesa que iría debajo. Calcular la altura correcta era una tarea más peliaguda de lo que esperaba. Henrik siempre lograba que pareciera sencillo. Le podía (y debería) haber pedido que lo hiciera antes de terminar su jornada el día anterior. No iba a llover y no les habría ocurrido nada a los banderines por pasar una noche al aire libre. Pero no fue capaz. Las cosas habían cambiado entre ellos en los últimos tiempos, desde que ella se topó con él en la oficina aquella tarde en la que él se había quedado a trabajar mientras Thomas estaba en Sídney. Ahora le daba vergüenza encargarle pequeñas tareas. Se sentía insegura y expuesta.

Lo tendría que hacer ella misma. En realidad, el viento era una amenaza. La decisión acerca del patio occidental la había tomado antes de comenzar; había olvidado que esa era la parte menos resguardada del jardín. Pero Isabel era obstinada, lo había sido toda la vida. Un amigo sabio le dijo en cierta ocasión que las personas no cambiaban con la edad, solo se volvían más viejas y tristes. En cuanto a lo primero, pensó Isabel, no podía hacer gran cosa, pero estaba decidida a no permitir lo segundo. Por fortuna, siempre había sido una persona muy optimista.

Lo único que pasaba era que los días de viento traían consigo cierta zozobra. Al menos, así era últimamente. Estaba convencida de que no siempre había sentido esa turbulencia en el interior del vientre. Hace tiempo, en otra vida, la conocían por sus nervios de acero. Ahora no era extraño que se apoderara de ella una súbita sensación de alarma que surgía sin motivo aparente. Tenía la impresión de estar sola en la superficie de la vida y se sentía tan frágil como el cristal. Respirar ayudaba. Se preguntó si necesitaría un trago o un té, algo que le calmara la cabeza para al menos poder dormir. Había sopesado incluso llamar a un médico, pero no al marido de Maud McKendry, en la calle principal. Por nada del mundo.

No sabía cómo, pero Isabel iba a arreglar las cosas. Era su otro propósito de Año Nuevo, si bien no se lo había revelado a nadie. Se concedería otro año para recuperar el equilibrio. Había personas que la necesitaban y ya era hora.

Iba a cumplir treinta y ocho años. ¡Casi cuarenta! Ni su madre ni su padre habían alcanzado una edad tan avanzada. Tal vez ese fuera el motivo por el que la habían asaltado últimamente tantos recuerdos de infancia. Era como si ya hubiera pasado bastante tiempo y pudiera darse la vuelta y ver con claridad la otra orilla del vasto océano del tiempo. A duras penas recordaba la travesía.

Era ridículo sentirse sola. Llevaba catorce años viviendo en la casa. Estaba rodeaba de más familia de la que había tenido nunca… Bien sabía Dios que no podría escapar de los niños ni aunque lo intentara. Y, sin embargo, en ocasiones su desconsuelo le inspiraba terror, la sensación lacerante de haber perdido algo que no lograba nombrar y, por tanto, no podría encontrar jamás.

Algo se movió en la curva del camino de entrada. Se estiró para mirar. Sí, alguien venía, no eran imaginaciones suyas. ¿Un desconocido? ¿Un fugitivo que recorría el camino a caballo y parecía recién salido de un poema de Banjo Paterson?

Era el cartero, comprendió al reparar en el paquete envuelto en papel marrón que llevaba en los brazos. ¡En el Día de Año Nuevo! Una de las virtudes de vivir en un pequeño pueblo donde todo el mundo se conocía era que los servicios no se limitaban a los horarios habituales, aunque esto era excepcional. En el interior de Isabel renació el entusiasmo y se volvió torpe al intentar atar los banderines para bajar con tiempo de recibir el envío. Esperaba que fuera el pedido que había realizado por carta hacía unas semanas. ¡Su liberación! No esperaba que llegara tan pronto.

Pero perdía los nervios. El cordel estaba enredado y el viento lo agitaba entre las banderolas. Isabel se esforzó y maldijo entre dientes, sin dejar de mirar por encima del hombro para comprobar el avance del cartero.

No quería que entregara el paquete en la casa.

Cuando el cartero se acercó a la curva más próxima, Isabel supo que tendría que soltar el cordel si quería bajar de la escalera a tiempo. Vaciló un momento y gritó para llamar su atención: «¡Hola!». Lo saludó con la mano: «Estoy aquí».

El recién llegado alzó la vista, sorprendido. Mientras se agarraba con fuerza a la escalera para evitar otra ráfaga de viento, Isabel comprendió que se había equivocado. Aunque llevaba un paquete, el desconocido en el camino no era el cartero en absoluto.

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Víspera de Navidad, 1959

Más tarde, cuando le preguntaran al respecto, lo que ocurriría en numerosas ocasiones a lo largo de su larga, larga vida, Percy Summers respondería con sinceridad que le había parecido que estaban dormidos. Con ese sol no era extraño adormecerse así. Durante todo diciembre el calor había venido del oeste, cruzando el centro del desierto antes de dirigirse al sur; ahí se había acumulado y pendía invisible sobre todos ellos, y no estaba dispuesto a moverse. Todas las noches escuchaban la previsión del tiempo, a la espera de oír que estaba a punto de acabarse, pero el alivio no llegaba. En las largas tardes se inclinaban sobre las cercas del otro, mirando con los ojos entrecerrados la luz dorada mientras el sol abrasador se derretía en el horizonte más allá del límite del pueblo, y negaban con la cabeza y se lamentaban del calor, el maldito calor, al tiempo que se preguntaban unos a otros, sin esperar respuesta, cuándo acabaría por fin.

Mientras tanto, altos y esbeltos en las laderas de las colinas que rodeaban el valle por el que serpenteaba un río, se alzaban silenciosos los eucaliptos de goma azul, con su brillo metálico y veteado. Eran viejos y ya lo habían visto todo. Estaban allí desde mucho antes que las casas de piedra, madera o hierro; antes que las carreteras, los coches y las cercas; antes que las hileras de viñedos y manzanos y el ganado en el prado; los eucaliptos ya estaban ahí, soportando el calor sofocante y el frío húmedo del invierno. Era un lugar antiguo, una tierra de vastos extremos.

Sin embargo, incluso para lo que era habitual, el verano de 1959 fue caluroso. Allí donde se guardaban los registros se estaban batiendo las marcas, y los habitantes de Tambilla lo sentían con particular intensidad. La esposa de Percy, Meg, se había acostumbrado a levantarse al amanecer para meter en la tienda el envío de leche antes de que se pusiera mala; Jimmy Riley dijo que ni siquiera sus tíos y sus tías recordaban tanto calor; en la mente de todo el mundo, sobre todo con el recuerdo de 1955 aún tan reciente, estaba el riesgo de incendio.

La prensa solía llamarlo el Domingo Negro. Se habían desatado los peores incendios vistos desde la época colonial. Cuatro años atrás, el 2 de enero amaneció con la poderosa sensación de desastre inminente. Una tormenta de arena se había acercado por la noche desde las planicies secas del norte, con unos vientos racheados de cien kilómetros por hora. Los árboles se inclinaban y las hojas salían disparadas por los barrancos; de los tejados de las granjas se desprendían láminas enteras de hierro ondulado. Se soltaron los cables de alta tensión, que lanzaron llamaradas que se propagaron, crecieron y al fin se unieron para formar un ávido muro de fuego.

Hora tras hora, los lugareños habían presentado batalla con sacos mojados, palas y todo lo que encontraron a mano, hasta que al fin, al anochecer, como si de un milagro se tratase, había comenzado a llover y el viento cambió de dirección…, pero no antes de haber destruido unas cuarenta propiedades, además de llevarse la vida de dos pobres almas. Llevaban desde entonces exigiendo un servicio de emergencia de bomberos eficaz, pero los responsables de la ciudad se demoraban; ese año, ante condiciones semejantes, la administración local había decidido tomar las riendas.

Jimmy Riley, que trabajaba como rastreador para algunos granjeros de las colinas, llevaba un montón de tiempo hablando de limpiar las tierras. Durante miles de años, decía, sus ancestros habían llevado a cabo incendios periódicos y controlados para reducir la carga de combustible cuando aún hacía frío, de modo que no quedara bastante para iniciar un incendio cuando el sol los achicharrara y el viento del noroeste soplara y bastara una mera chispa para desatar el caos. A Percy le parecía que a hombres como Jimmy Riley, que conocían esa tierra como la palma de su mano, no se les escuchaba como merecían.

La última advertencia había sido la de Angus McNamara, cerca de los Meadows, la semana anterior. Los años templados y húmedos desde 1955 habían propiciado que el bosque de Kuitpo creciera hasta formar una masa de lo más frondosa. Un rayo suelto, una cerilla arrojada al suelo y todo ardería en llamas. Habían trabajado toda la semana y habían terminado de talar a tiempo para las Navidades. Menos mal: había previsión de tormentas para el fin de semana, pero era muy probable que la lluvia pasara de largo y los rayos cayeran sobre terreno seco. Meg no se había alegrado precisamente cuando Percy le dijo que iba a marcharse durante la época más ajetreada del año, pero sabía que tenía que hacerse y que Percy no era de los que se escaquean. Habían recurrido a los muchachos para ayudar en la tienda y Meg había aceptado a regañadientes que a los chavales no les vendría mal tener responsabilidades reales. Percy les había dejado la camioneta Ford y se llevó a Blaze para cabalgar hasta Meadows.

A decir verdad, Percy prefería ir a caballo. Le había mortificado amontonar los cupés en bloques durante la guerra, pero era imposible conseguir gasolina ni por todo el oro del mundo. Lo poco que quedaba lo habían confiscado el ejército y otros servicios esenciales y, para cuando pudieron volver a bajar los autos, Percy ya había perdido la costumbre de conducir. Habían conservado la camioneta para los pedidos más grandes, pero siempre que podía Percy ensillaba a Blaze y cabalgaba. Blaze ya tenía una edad, no era la jovencita temerosa que había ido a vivir con ellos allá por el año 1941, pero todavía le encantaba correr.

La finca de los McNamara era una gran estancia ganadera a este lado de los Meadows a la que la mayoría de la gente llamaba simplemente la Estación. La casa era amplia y plana, con un enorme porche que la rodeaba por completo y un amplio toldo de hierro que mantenía el calor a distancia. Le habían ofrecido un lugar en el cobertizo donde pasar la noche, pero Percy había preferido extender su saco de dormir bajo las estrellas. Últimamente no tenía muchas oportunidades para salir de acampada, entre el ajetreo constante de la tienda y los muchachos en pleno crecimiento. Ya tenían dieciséis y catorce años, eran más altos que él y calzaban botas del mismo número; ambos preferían pasar tiempo con sus amigos en lugar de ir de acampada con su viejo.

Percy no reprochaba su independencia a los muchachos, pero los echaba de menos. Entre sus mejores recuerdos figuraban algunos en los que estaban sentados alrededor de una hoguera, narraban cuentos y compartían risas, contaban las estrellas del cielo nocturno y les enseñaba habilidades útiles, como encontrar agua fresca o cazar su propia comida.

Les iba a regalar a cada uno una nueva caña de pescar para Navidades. Meg lo había acusado de manirroto cuando trajo los regalos a casa, pero lo había dicho con una sonrisa. Meg sabía que Percy había estado buscando la manera de sobrellevar el terrible golpe de haber perdido a su viejo perro Buddy en primavera. Percy justificó el precio recordándole a Meg que Marcus, en especial, se estaba convirtiendo en un buen pescador; no estaría mal que terminara dedicándose a ese oficio. Kurt, el mayor, iba a ir a la universidad cuando terminara el colegio. Iba a ser el primer universitario de la familia y, si bien Percy trataba de no armar demasiado alboroto con sus excelentes notas, sobre todo frente a Marcus, no podía estar más orgulloso; Meg también lo estaba. Incluso con la reciente distracción de Matilda Turner, Kurt había logrado que sus notas no se resintieran. Percy deseaba que su madre aún estuviera viva para leer los informes de los profesores de Kurt.

El calor chisporroteaba bajo la maleza y las ramas secas se partían bajo los cascos de Blaze. Habían salido de la Estación a primera hora y llevaban viajando todo el día. Percy guio a la vieja yegua por el sendero, despacio y con paso firme, a la sombra siempre que era posible. Tenían enfrente el límite de Hahndorf; no les quedaba mucho para estar en casa.

Con el calor del día a la espalda y el monótono zumbido de los insectos cerca de las orejas, la somnolencia se había apoderado de Percy. El aire seco del verano le trajo recuerdos de cuando era un muchacho. Estar tumbado en la cama, en el pequeño cuarto trasero de la casa que compartía con su madre y su padre, tratando de identificar los ruidos del exterior; cerraba los ojos para imaginarse a sí mismo inmerso en la vida que se extendía más allá de la ventana.

Cuando tenía doce, Percy pasó casi todo el año en aquella cama. El encierro no fue sencillo para un muchacho acostumbrado a deambular con libertad. Oía a sus amigos en la calle, que se llamaban unos a otros, entre risas y gritos mientras pateaban una pelota, y había deseado unirse a ellos, sentir la sangre fluir por las piernas, el corazón palpitar contra las costillas. Se sintió encoger, desaparecer en la nada.

Pero su madre venía de una familia de anglicanos de fuerte carácter y no estaba dispuesta a quedarse de brazos cruzados mientras la autocompasión devoraba a su hijo. «No importa si tu cuerpo está atrapado —le dijo en ese tono firme y sensato tan propio de ella—. Existen otras maneras de viajar».

Meg comenzó con un libro sobre un koala que llevaba bastón, y un marinero y un pingüino, y un pudin que milagrosamente recuperaba la forma cada vez que se lo comían. La experiencia fue una revelación: nunca, ni siquiera de pequeño, le habían leído a Percy en voz alta. Había visto libros en el escritorio de su profesora en la escuela, pero, tal vez influido por su padre, había dado por hecho que se trataba de objetos de castigo y trabajo. No se había enterado de que entre esas páginas había mundos enteros, llenos de gente y lugares, travesuras y humor, que lo estaban esperando.

Cuando hubo escuchado esos cuentos para niños tantas veces que era capaz de recitarlos en voz baja, Percy se atrevió a preguntar a su madre si había más. Meg se detuvo y Percy pensó que se había adentrado en territorio prohibido, que los cuentos iban a desaparecer y que se iba a quedar solo con la única compañía de su cuerpo maltrecho. Pero su madre murmuró: «Eso me pregunto yo», y desapareció en el interior de la cochera que había en un rincón del jardín, el lugar al que su padre nunca iba.

Era extraño pensar que, si no hubiera contraído la polio, tal vez nunca habría llegado a descubrir a Jane Austen. «Es mi favorita —dijo su madre en voz baja, como si le estuviera confesando un secreto—. De antes de conocer a tu padre». Le explicó que no tenía tiempo para leérselo en voz alta («¡Todos en el pueblo se van a morir de hambre si no estoy ahí para venderles leche y huevos!»), pero dejó el libro entre las manos de Percy y asintió con gesto serio y silencioso. Percy comprendió. Se habían convertido en cómplices.

Percy necesitó un tiempo para acostumbrarse al estilo, y algunas de las palabras eran nuevas para él, pero no tenía otro lugar al que ir y, una vez dentro, le resultó imposible salir. Orgullo y prejuicio, Sentido y sensibilidad, Emma; al principio le había parecido que describían un mundo muy diferente al suyo, pero cuanto más leía, más reconocía a los habitantes de su pueblo entre los personajes de Jane Austen, el engreimiento y las ambiciones, los malentendidos y las oportunidades perdidas, los secretos y los rencores soterrados. Se había reído con ellos y había llorado en silencio contra la almohada cuando sufrían, y los había animado cuando al fin veían la luz. Comprendió que se había encariñado con ellos; no sabía cómo, pero esas creaciones de la imaginación de una autora lejana habían llegado a importarle con la misma intensidad que sus padres o sus mejores amigos.

Una vez agotado el pequeño suministro de libros que su madre guardaba en secreto en una caja en el cobertizo, Percy la convenció para que sacara, de tres en tres, nuevos libros de la biblioteca ambulante. Los leía de espaldas a la puerta, listo para ocultar la novela ilícita bajo las sábanas en cuanto oía los pasos de su padre en la entrada. Su padre, un hombre corpulento reducido a la impotencia, con el ceño fruncido, desvalido y frustrado, subía todas las noches después del trabajo a pasar un rato junto a la cama de Percy, a preguntarle si se sentía mejor y rogar en silencio que las piernas de su hijo se recuperaran.

Y tal vez todos esos ruegos funcionaron, porque Percy fue uno de los pocos con suerte. Ya no valía gran cosa con una pelota de fútbol y era demasiado lento para jugar al críquet pero, con la ayuda de un par de férulas, poco a poco recuperó el uso de las piernas y, en los años siguientes, un observador habría tenido problemas para adivinar que el muchacho que se ofrecía para ser árbitro tenía menos capacidad física que los otros chicos.

Percy no renunció a leer, pero tampoco hizo gala de ello. Ficción, no ficción y, cuando se hizo mayor y sus emociones volubles lo convirtieron en un desconocido para sí mismo, también poesía. Devoró la obra de Emily Dickinson, se maravilló con Wordsworth y halló un amigo en Keats. Cómo era posible, se preguntó, que T. S. Eliot, un hombre nacido en Estados Unidos que se forjó una vida en Londres (ciudad llena de historia, esencia de lo inglés, ajena a Percy, misteriosa y de piedras grises) pudiera mirar en el interior del corazón de Percy y ver con tanta claridad sus reflexiones sobre el tiempo, la memoria y el significado de ser una persona en el mundo.

Esas ideas las guardaba para sí mismo. No era un secreto culpable, pero ya sabía que los otros muchachos de Tambilla no compartían sus intereses. Incluso Meg lo había mirado con incertidumbre durante el cortejo cuando él se había aventurado a preguntarle cuál era su libro favorito. Ella había dudado antes de responder: «La Biblia, por supuesto». En aquel momento, Percy había interpretado la respuesta como un acto de fe, inesperada y un tanto sorprendente si tenía en cuenta las cosas que se habían dicho. Más tarde, sin embargo, cuando ya llevaban uno o dos años casados, él había vuelto a mencionar el tema y ella se había mostrado confusa antes de estallar en una carcajada. «Pensé que estabas comprobando si era una mujer virtuosa —había respondido Meg—. No quería decepcionarte».

Blaze estaba cubierta de sudor, así que Percy se detuvo en el abrevadero de la calle principal de Hahndorf para dejarle beber y descansar. Él desmontó y ató las riendas de la yegua a un poste.

Ya eran más de las tres y la calle estaba en sombra, gracias a los cientos de enormes castaños, olmos y plátanos plantados hacía más de un siglo a cada lado de la vía. Algunos comercios aún estaban abiertos y a Percy le llamó la atención el escaparate del taller de un tornero, donde un par de estantes mostraban una selección de artículos artesanos: cuencos, cubiertos y algunas tallas decorativas.

Percy entró.

—He visto un pequeño chochín —dijo a la joven tras el mostrador. El sonido de su voz le sorprendió; era la primera vez que hablaba con alguien en todo el día—. ¿Podría mirarlo más de cerca?

La joven bajó la miniatura y se la entregó a Percy, que la miró maravillado mientras la giraba a un lado y otro. La alzó a la luz para admirar la frágil forma del cuello del ave, la vivaz inclinación de las plumas de la cola. El parecido era notable, igual que la calidad de la obra.

—¿Es para un regalo? —preguntó la joven.

Percy dejó la figura sobre el mostrador y asintió con la cabeza.

—Los colecciona.

La dependienta le ofreció envolver la figura. Le dijo que tenía un pequeño pedazo de papel de regalo con motivos navideños y una elegante cinta plateada en la trastienda, donde había estado preparando sus regalos, y que había que aprovechar el resto.

—Mañana no habrá gran cosa que hacer con ello, ¿verdad?

Tras pagar, Percy se guardó el pequeño regalo en el bolsillo y le deseó una feliz Navidad a la joven.

—Igualmente, señor Summers —respondió ella—. Y dele recuerdos a la señora Summers. —Percy debió de parecer sorprendido, pues ella se rio—. Servimos juntas en el voluntariado. A la señora Summers le va a encantar el pajarillo. Me contó una vez que le encantan los pájaros, que le gustan desde que era niña.

Percy se despidió tocándose el sombrero, deseó lo mejor a la joven y a su familia y se marchó tras prometer que le daría recuerdos a su mujer.

Percy no podía recordar la primera vez que se había fijado en Meg. A decir verdad, Meg siempre había estado ahí. Durante mucho tiempo, era solo una más de la pandilla que solía reunirse en el prado polvoriento o a orillas del río después de la lluvia en busca de algo con lo que entretenerse. Había sido una pequeñaja sucia, pero Percy no la había juzgado; todos ellos eran niños de campo y no prestaban mucha atención a su aspecto, a menos que fuera domingo y tuvieran que ir a la iglesia, e incluso entonces solo lo hacían bajo amenaza de una buena zurra por parte de sus madres.

Pero se había cruzado con ella un día en que caminaba solo junto a la mina de cobre abandonada, no lejos de donde pasaban los trenes que iban de Balhannah a Mount Pleasant. Percy iba allí cuando quería huir de los intentos bienintencionados de su padre de «convertirlo en un hombre». Meg estaba sentada en el alféizar de la vieja prensa de piedra y su rostro era un manchurrón de lágrimas, mocos y polvo. Percy se había preguntado cómo diablos había subido hasta ahí una chiquilla como ella. Solo más tarde, tras conocerla mejor, comprendió que esa carita angelical ocultaba el espíritu de una superviviente incapaz de rendirse.

Percy la llamó para preguntarle qué le pasaba y al principio ella se negó a contarle nada. Percy no insistió y se dedicó a sus cosas, a leer a la sombra de la gran chimenea circular antes de estirar las piernas, tras lo cual miró entre los altos tallos de maleza en busca de piedras planas para hacerlas rebotar contra la superficie del agua. Notaba que ella le estaba mirando, pero no le dirigió la palabra de nuevo. Lo que Percy estaba haciendo debía de parecer divertido, porque ella apareció a su lado sin decir palabra y comenzó a buscar piedras también.

Continuaron en un silencio amigable, interrumpido solo por los silbidos de admiración de Percy cuando ella lanzaba una piedra que botaba varias veces contra el agua. A la hora de comer, Percy compartió su bocadillo con ella. Comieron sin hablar, salvo cuando él la avisaba cada vez que veía un pájaro interesante.

—Un alción sagrado —explicaba Percy, señalando el pecho robusto y abultado en la rama más baja de un roble cercano.

—Pues no. Es una cucaburra.

Percy negó con la cabeza.

—Son de la misma familia, pero ¿ves cómo las plumas más oscuras son turquesas? Fíjate, va a salir volando cuando vea una lagartija o un escarabajo y ya verás cómo brillan a la luz del sol.

—¿Y ese qué es, entonces?

—Un mielero carunculado.

—¿Y ese otro de ahí?

Percy vio el pájaro, blanco y negro con un pico amarillo brillante.

—Un mielero chillón. ¿No lo ves? No deja de cantar.

—¿Y aquel de allá? —La muchacha señaló un pajarillo con el pecho de un azul intenso y cola de largas plumas, que apuntaba hacia arriba.

—Es un maluro… Un maluro soberbio, para ser exactos.

—Es mi favorita.

—Tu favorito. Es macho.

—¿Cómo lo sabes?

—Los machos son más bonitos. La hembra es parda, con un poquito de verde en la cola.

—¿Como esa de ahí?

Percy entrecerró los ojos para mirar donde ella señalaba.

—Sí, justo como esa.

—Ahí hay otra, mira. Y otra. Hay un montón de hembras.

—Puede que sean machos jóvenes. Los primeros años son todos iguales. Los machos solo se vuelven azules cuando tienen unos cuatro años.

Meg alzó las cejas, sopesando ese hecho, y dijo a continuación:

—Sabes un montón de cosas —observó ella.

—Unas cuantas —concedió él.

A la hora de marcharse, Percy le preguntó a Meg si quería acompañarlo. Dijo que podían ir juntos al pueblo. Estaba oscureciendo y el olor le hacía pensar que llovería pronto. Meg dudó un segundo antes de contarle que no iba a volver jamás: se había escapado de casa, por eso estaba ahí.

Percy se percató entonces de lo pequeña que era; tenía un gesto desafiante y los brazos apretados contra el cuerpo y, sin embargo, notó que una parte de ella esperaba que él la obligara a regresar con él. La vulnerabilidad de la niña colmó a Percy de una tristeza súbita y desgarradora. Y de furia, también. Todo el mundo sabía que su padre no escatimaba en golpes cuando perdía el control. La madre de Percy solía decir que el hombre había vivido una mala guerra. «Pero dime qué hombre vivió una buena».

Percy comprendía qué quería decir: aquella generación de hombres había aprendido que la única manera de olvidar todo lo que habían visto y hecho, los amigos que habían perdido en el lodo y bajo los disparos, era beber hasta caerse al suelo y desquitarse de las pesadillas con quienes encontraran al volver a casa. Percy tenía más suerte que la mayoría. Su padre era estricto, pero no violento. Para serlo habría necesitado estar presente, y era demasiado distante para eso.

Las primeras gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer.

—Vale —accedió Percy—. Pero va a hacer frío aquí esta noche.

—Tengo una manta.

—Chica lista. Y supongo que también tendrás algo para cenar.

—He traído algo de pan.

Percy guardó el libro en la mochila.

—Parece que has pensado en todo. —Comprobó las riendas de Prince y tiró de los estribos—. Pero… dijeron en la radio que iba a haber una tormenta esta noche. Y el pan no quita mucha hambre en una noche fría y húmeda.

Un atisbo de incertidumbre ensombreció el gesto de Meg.

—¿Sabes? —continuó Percy—, mi madre tenía un estofado al fuego cuando salí esta mañana. Lo cocina durante todo el día, como lo hacía mi abuela, y siempre prepara mucho.

—¿Qué tipo de estofado?

—De cordero.

La niña cambió el peso de un pie al otro. Ya tenía el pelo bastante mojado y sus coletas tenían la forma de dos sogas sueltas sobre los hombros.

—¿No te gustaría venir y tomar un tazón o dos? Luego te puedo traer de vuelta aquí.

No se había conformado con dos tazones; se había terminado tres frente a la madre de Percy, que la observada en silencio y satisfecha. Susan Summers se tomaba en serio los deberes de la caridad cristiana, y la llegada de una cría abandonada a su puerta en una desapacible noche de invierno era una oportunidad bienvenida. Había insistido en ofrecerle un baño a la niña y, tras servir el estofado y lavar los platos, la acostó en el sofá cama, cerca del fuego, donde enseguida Meg cayó en un sueño profundo.

—Pobrecita —murmuró la madre de Percy, observando a la niña por encima de las gafas de media montura—. Y pensar que pretendía pasar la noche ahí fuera ella sola.

—¿Vas a decirles a los padres dónde está?

—Tengo que hacerlo —dijo ella con un suspiro firme pero intranquilo—. Pero, antes de que se vaya, le dejaremos claro que aquí siempre es bienvenida.

A partir de ese momento, Percy había decidido echarle un ojo y no tuvo que buscar mucho para encontrarla. Meg empezó a pasar las tardes en la tienda, hablando con la madre de Percy, y antes de que el chico se diera cuenta, Meg estaba trabajando tras el mostrador los fines de semana.

—La hija que nunca tuve —solía decir la madre de Percy, sonriendo con cariño a Meg mientras hacía las cuentas y anotaba los nuevos pedidos—. Cariñosa, trabajadora y no hace daño a la vista. —Más adelante, cuando Meg dejó de ser una niña y se convirtió en mujer, comentaba—: Algún día se casará y hará a su marido muy feliz. —Más explícita, pero sin malicia, la mirada que se posó un momento en la pierna rígida de Percy—. Alguien con opciones tan limitadas tendría mucha suerte de casarse con una chica como ella.

Ya habían dejado atrás Hahndorf y se adentraban en el territorio familiar de colinas ondulantes que se acercaban a la elevación del monte Lofty. El último sol de la tarde bañaba las vides frondosas, y el aire cálido arrastraba el leve aroma a lavanda de la plantación de flores de Kretschmer.

Blaze aceleró el paso al acercarse a Onkaparinga Valley Road. Los huertos de manzanos cedieron el paso a los olivares y, cuando cruzaron el puente de Balhannah, comenzó a sacudir la crin y se acercó con paso lento al agua. Percy sujetó con fuerza las riendas y posó una mano contra el cuello de la yegua.

—Sé qué quieres, abuelita.

Meg le tendría preparada un buen montón de tareas cuando volviera. Siempre había pedidos de último minuto que llevar en Nochebuena, y la asistencia a la misa de las seis y media del reverendo Lawson no era negociable. Pero habían pasado diez horas desde que dejaran la Estación y solo habían hecho un par de breves descansos. Por muchas ganas que tuviera de volver a casa, no le parecía bien impedir que Blaze se diera un chapuzón.

Siguió al oeste bajo el sol de la tarde, pero en las cercanías de Tambilla animó a Blaze a apartarse de la calle y bajar por una hondonada cubierta de hierba. Ahí el arroyo era estrecho, un afluente del río Onkaparinga que nacía en las laderas del monte Lofty y serpenteaba por el valle. Blaze fue al encuentro del agua con alegría, olfateando los juncos mientras continuaba corriente abajo. Llegó a la rendija donde la cerca de alambre y madera se había soltado del poste y Percy dudó un momento antes de darle permiso con un leve toque de la espuela. Ya estaba en la finca de los Turner, pero la casa aún quedaba a cierta distancia.

La primera vez que vio la casa se había acercado desde esa misma dirección. Qué curioso: hacía años que no pensaba en aquel día. Tenía trece años y regresaba a la tienda después de haber entregado un pedido. La polio tal vez le había arrebatado la velocidad para jugar al críquet, pero a lomos de Prince, el caballo de su padre, era igual que el resto del mundo. Su padre había aceptado de buena gana (cualquier cosa era mejor que encontrarse a su hijo con un libro en las manos) y había ido más allá al ofrecer a Percy trabajo después de clase.

A caballo podía cubrir todo Hahndorf y llegar hasta Nairne, tras lo cual volvía hacia Balhannah y Verdun. El valle Piccadilly lo complicaba todo un poco, pero su padre no era de los que rechazaban un pedido, así que Percy tuvo que aprender a cabalgar más rápido. Debía tomar la ruta más directa, pero Percy siempre iba campo a través. Ese era su lugar, esas colinas eran su hogar, y le encantaba estar ahí.

Apenas había casas en Willner Road y nunca había pedidos que entregar, pero salió de su ruta para cabalgar por ahí porque le gustaba el olor de las acacias y a ambos lados de la calle había arbustos enormes de hojas verdes y plateadas que en agosto daban flores amarillas y grandes como pompones. Ya estaba a punto de acabarse el verano, pero aquel año, aquel día en concreto, aún abundaban. Percy había respirado hondo, saboreando la sensación del sol en la piel y el aroma terrenal y agradable de los eucaliptos y las flores cálidas bajo el sol, y se había recostado sobre el amplio lomo de Prince, dejando que el ritmo del caminar de su montura lo adormeciera igual que un bebé en brazos de su madre. Viajó así un tiempo, hasta que un sonido le llamó la atención.

Parpadeó al alzar la vista al cielo despejado y luminoso, donde un par de águilas audaces trazaban círculos despacio en las cálidas corrientes térmicas. Las siguió con la vista antes de animar a Prince a continuar por la orilla, a través del resquicio en la cerca, en pos de las rapaces. La vegetación era frondosa en lo alto de la colina sobre la que volaban las águilas. Percy empezó a preguntarse si iba a descubrir su nido. Había oído hablar de águilas avistadas cerca del arroyo Cudlee, pero no sabía que anidaran tan al sur.

Mientras Prince subía la pendiente con brío entre eucaliptos lacios y finos, Percy recorrió con la vista las ramas más altas. Estaba buscando una base hecha de ramitas y cubierta de hojas. Con la mirada puesta en el entramado de ramas y el cielo (decidido a no perder de vista a las águilas), al principio no se dio cuenta de que había cruzado una línea invisible a un terreno de otro tipo. Lo que le llamó la atención fue la diferencia en los sonidos, como si hubieran bajado una tapa semiesférica y las copas de los árboles de repente estuvieran más cerca.

También había habido un cambio notable en el follaje que lo rodeaba. Los eucaliptos y la hierba alta y amarillenta ahora compartían el espacio con otra vegetación, de modo que los troncos plateados se mezclaban con gruesos robles, olmos con muescas y cedros. Zarzas entrelazadas cubrían el suelo y las enredaderas trepaban a lo alto, estirándose entre los árboles, de modo que era difícil encontrar un resquicio a través del cual mirar el cielo.

La temperatura había bajado varios grados en el interior de ese mundo a la sombra. Los pájaros parloteaban unos con otros por encima de Percy, pájaros de anteojos y loris, golondrinas, mieleros y chochines. El lugar por completo rebosaba vida, pero comprendió que era muy improbable encontrar el nido de las águilas.

Estaba dando la vuelta a Prince para dirigirse al pueblo cuando una luz le llamó la atención. El sol de la tarde se había topado con algo más allá de los árboles, algo que brillaba igual que una linterna a través de una rendija. Curioso, Percy animó a Prince a seguir subiendo la tupida pendiente. Se sentía como un personaje de libro. Pensó en Mary Lennox al descubrir el jardín secreto.

Las zarzamoras se habían vuelto demasiado frondosas para cabalgar entre ellas. Percy desmontó y dejó a Prince a la sombra de un roble con un tronco enorme. Escogió un recio palo de madera y comenzó a abrirse paso entre las zarzas enmarañadas. Ya no era un muchacho de piernas desobedientes; era Sir Gawain en busca del Caballero Verde, Lord Byron de camino a luchar en un duelo, Beowulf dirigiendo un ejército contra Grendel. Estaba tan concentrado en sus espadazos que al principio no se dio cuenta de que había dejado atrás el bosque y se encontraba en lo que antaño debía de haber sido un camino de entrada de grava.

Más que una casa, lo que se alzaba frente a él era un castillo. Dos pisos enormes con ventanas descomunales en cada fachada y una esmerada balaustrada de piedra de columnas corintias que recorría los cuatro laterales del tejado plano. Percy pensó de inmediato en Pemberly y casi esperó ver al señor Darcy salir dando zancadas por la enorme puerta doble, la fusta bajo el brazo, y salvar a paso vivo la escalera de piedra del jardín que se ensanchaba hasta formar una elegante terraza al llegar a la elegante rotonda donde se encontraba Percy.

Supo entonces dónde estaba. Esa era la casa que había mandado construir el señor Wentworth. Era un disparate ridículo, decía casi todo el mundo, una mansión de piedra como esa en mitad de ninguna parte. Solo el amor o la locura, decían, o tal vez ambos al mismo tiempo, podían haber inspirado a un hombre la visión (por no hablar del plan de construir) semejante casa. No escaseaban impresionantes viviendas de piedra en los Altos; desde las primeras colonias en Australia del Sur, la alta clase adinerada había acumulado tierras en las que construir residencias de campo donde pasar el verano en un clima más moderado. Pero esa casa no se parecía a nada que Percy hubiera visto antes.

El señor Wentworth había encargado que los planos se dibujaran en Londres y que se enviaran trabajadores cualificados desde la lejana Inglaterra. El coste había sido astronómico: cuarenta veces el precio de la segunda mejor vivienda de Australia del Sur. Imaginad gastar todo ese dineral, murmuraba la gente con incredulidad, solo para acabar hablando sin parar y solo en esa monstruosidad colosal.

Percy estaba de acuerdo en que la casa era colosal (nadie con dos dedos de frente podría contradecir eso), pero no le parecía una monstruosidad. Todo lo contrario. Le recordaba la ilustración del frontispicio de su libro favorito.

Después de aquel primer día, regresó siempre que pudo. No les habló a sus amigos de la casa. No al principio. Lo dominaba una sensación extraña y posesiva cada vez que pensaba en ella. La casa había escogido mostrarse solo ante él. Sin embargo, ser el único guardián de un secreto tan impresionante pronto se convirtió en una carga, y se cansó de estar solo. Era irresistible compartir una noticia tan valiosa y cedió a la tentación. Lo lamentó tan pronto como lo dijo. Sus amigos quisieron hacer una carrera hasta la casa de inmediato. Querían verla por sí mismos, explorar el interior. Cuando reventaron una ventana para poder entrar, Percy sintió el destrozo como una herida.

Una o dos veces había seguido a sus amigos dentro. Casi todo el mobiliario que Wentworth había pedido que le enviaran desde Inglaterra aún seguía ahí, cubierto con sábanas polvorientas. Un retrato enorme del viejo colgaba en la pared sobre las escaleras. Percy había sentido que los ojos del retrato lo seguían (acusadores, traicionados) y se había sentido avergonzado. Más tarde, cuando descubrió la historia de Edward Wentworth, comprendió por qué. Había mandado construir la casa por amor, pero la mujer que la había inspirado había muerto de insolación durante el viaje por mar a Australia. El señor Wentworth, que la esperaba en el puerto cuando llegó la noticia, no se recuperó jamás. Echó el cerrojo a las puertas para aislarse con su dolor. La casa se convirtió en un santuario a su corazón roto.

Al cabo de un tiempo, los amigos de Percy se cansaron de la casa y pasaron a vivir nuevas aventuras. También Percy empezó a estar más ocupado: se casó con Meg, ambos pasaron a encargarse de la tienda y llegó la guerra. No volvió a oír hablar de la casa hasta que le dijeron que un tipo de Sídney la había comprado. Turner, se llamaba, y en cuanto acabó la guerra, corrió el rumor por el pueblo de que él y su esposa inglesa se iban a mudar aquella primavera.

Habían pasado catorce años desde entonces. El lugar había sufrido muchos cambios en ese tiempo. Se había despejado la tierra y restaurado los restos del jardín de Wentworth, descubiertos bajo la maleza. Habían contratado obreros especializados, del pueblo y de fuera, y habían invertido una buena cantidad de dinero (o eso decían los rumores) para que la casa recuperara su viejo esplendor.

Percy había subido a ella muchas veces con provisiones y nunca dejaba de asombrarle, mientras avanzaba por las elegantes curvas del restaurado camino de entrada, la transformación del edificio. A veces, cuando se detenía para que Blaze recuperara el aliento en la parte más occidental de la subida, miraba al otro lado de los elegantes jardines hacia la casa y admiraba la verde extensión del césped y las paredes de piedra, los manzanos silvestres y las camelias y, durante un breve instante, si desenfocaba la vista, era capaz de vislumbrar (como a través de un velo) el paisaje descuidado y primitivo, tal y como había sido mucho antes de la llegada de los Turner.

Sin embargo, hoy no iba a acercarse a la casa. Blaze no tenía ningún interés en subir la cuesta de Wentworth Hill y Percy no tenía tiempo. Soltó las riendas de la yegua y la siguió. Sabía adónde iba. La vieja yegua se dirigía al norte, hacia un lugar que le encantaba, donde se ensanchaban las orillas cubiertas de sauces y el cauce se volvía tan hondo que formaba una poza, perfecta para nadar.

Lo primero que vio fuera de lo normal fue la llamativa bandera que colgaba de una rama del sauce más alto.

Percy detuvo a Blaze y alzó la mano contra el sol. La escena adquirió nitidez. Había varias personas tumbadas bajo el árbol, comprendió, sobre manteles y con cestas cerca. Estaban de pícnic. En el árbol, junto a la bandera, alguien había colgado una cadena navideña de papel de una rama a otra.

Percy se sorprendió un poco. En pleno verano, en el momento más caluroso de la tarde, casi todas las personas sensatas estaban en casa; no esperaba encontrarse con nadie por los alrededores. Acarició el cuello cálido de Blaze, pensativo. Se encontraba en propiedad ajena y, si bien sabía que no les molestaría (la señora Turner en persona le había invitado a atajar por sus prados cada vez que pasara con un pedido), Percy no quería sobrepasarse y abusar de su amabilidad. Como a todos los hombres del pueblo, la señora Turner lo había puesto nervioso cuando llegó. Rara vez llegaban nuevos habitantes a Tambilla, menos aún para vivir en la casa Wentworth, y ella era una mujer refinada, digna, muy inglesa.

Debería dar la vuelta y marcharse. Pero si la señora Turner despertara y lo viera escabulléndose… Vaya, ¿no sería eso peor? ¿No le haría parecer más culpable sin ningún motivo?

Más tarde (y le preguntarían al respecto muchas veces a lo largo de los días, semanas y años venideros, incluidas las siguientes horas en los interrogatorios policiales) diría que un sexto sentido le había hecho saber que las cosas no eran lo que parecían a primera vista. En privado, se preguntaría si eso era cierto, si de verdad la escena le había resultado inquietante o si solo lo recordaba así por lo que sucedería a continuación.

Lo único que sabía con certeza era que, a la hora de elegir, le había dado a Blaze un leve tirón y se había acercado a la familia Turner bajo el sauce.

Los niños dormidos, recordó haber pensado, eran como los grabados de la preciosa Biblia familiar de su madre, que trajeron consigo sus abuelos cuando emigraron desde Liverpool. Eran niños hermosos, incluso el muchacho, John. Rizos rubios, como habría tenido el padre de pequeño, y unos llamativos ojos azules; todos salvo la mayor, Matilda, cuyo pelo oscuro y ojos verdes la convertían en la viva imagen de su madre. Conocía un poco a Matilda. Había ido a la clase de Kurt desde pequeña y últimamente habían empezado a andar juntos. Matilda era la que estaba tumbada más cerca del tronco del árbol, a la sombra, el sombrero de paja en el suelo junto a ella. El viento cálido ondulaba el dobladillo del vestido. Estaba descalza.

Los otros dos niños estaban en el mantel, junto a la madre, con los bañadores y las toallas en torno a la cintura, como si se estuvieran secando. John estaba de espaldas; la niña, Evie, acurrucada sobre un costado, el brazo derecho extendido. Percy se acordó de las muchas veces que había llevado a sus hijos a nadar en los arroyos y en los lagos de los Altos, pero también en la playa, en Puerto Wilunga, Goolwa y los otros lugares donde lo había llevado su padre cuando él era un muchacho, a pescar y cazar pipipís. Casi sintió esa somnolencia feliz tras nadar y secar la piel al sol.

Una tradicional cuna de mimbre colgaba de la rama más recta del sauce. Fue Meg quien le había dicho que la señora Turner al fin había dado a luz. Venían de la iglesia, hacía uno o dos meses, y Meg se había detenido ante el espejo de la entrada para quitarse el sombrero y alisarse el pelo.

—¿Has oído que la señora Turner ha tenido a su bebé? —había dicho en voz alta para que lo oyera Percy, que ya estaba en la cocina llenando la tetera—. Una pequeña de cara muy seria.

—¿Sí? —había respondido Percy.

—Ya son cuatro, y mejor ella que yo —había dicho Meg con una risa—. Nunca dejes que los pequeños te rodeen. Ese es mi lema.

Percy había vuelto a ver a la señora Turner en el pueblo. Un par de semanas atrás, iba con el bebé en brazos y Percy casi se había tropezado con ella al salir de la tienda. Se había puesto rojo de la vergüenza, pero ella le había sonreído como si no fuera ninguna molestia que la pisotearan. Percy iba cargado con un saco enorme de harina para un pedido, así que no pudo quitarse el sombrero para saludarla y se había conformado con un gesto de la cabeza.

—Señora Turner, ¿cómo está usted?

—Estoy bien, gracias… Las dos estamos muy bien.

Los ojos de Percy habían seguido la mirada de la señora Turner hasta la carita que asomaba bajo la manta que la cubría. Un par de ojos de un azul intenso lo miraron, el ceño fruncido en ese gesto de falsa sabiduría que comparten todos los recién nacidos y que abandonan al aprender a sonreír.

—Qué pequeñita —dijo Percy.

—Es cierto lo que dicen. A una se le olvida.

Meg se acercó a ellos en la acera y comenzó a hacerle carantoñas a la pequeña al mismo tiempo que se deshacía en disculpas ante la señora Turner.

—No suele ser muy despistado, mi Percy, pero cuando mete la pata, la mete de verdad. Espero que le gustara el paté de pescado que les envié.

—Estaba riquísimo, señora Summers, y es usted demasiado generosa. He venido a verla para que añada el cargo a mi cuenta. Quería telefonear, pero no tengo la cabeza sobre los hombros últimamente.

—Me pregunto por qué —dijo Meg, que acarició la mejilla de la bebé con la punta de un dedo—. Estos pequeñajos se convierten en el centro de todo, ¿verdad? Y qué hermosura de niña, qué preciosidad.

Niña. Percy no había caído en la cuenta de que Meg ya lo sabía. Había estudiado la cara de su mujer con una rápida mirada en busca de señales de pena, envidia o cualquier otra emoción. Pero solo sonreía a la pequeña, que se adormecía.

Al ver a la señora Turner tumbada ahí, sobre el mantel, las mejillas de Percy ardieron, como si se hubiera acercado a hurtadillas a propósito. Era evidente la intimidad en las posturas bajo el sauce, la vulnerabilidad: una familia que dormía junta, con rastros de la comida aún desperdigados sobre el mantel, entre ellos: platos y vasos, cortezas de pan y migas de tarta.

En ese momento, le llamó la atención la inmovilidad de la escena. Era casi antinatural.

Se quitó el sombrero. Más adelante se preguntaría por qué lo había hecho. Fue consciente del sonido de su respiración: dentro y fuera, dentro y fuera.

Notó que algo se movía en la muñeca de la niña pequeña. Dio un paso con precaución para acercarse. Y fue en ese momento cuando vio la hilera de hormigas que recorrían el cuerpo de la niña y subían por el brazo hacia lo que quedaba de la comida.

Todo lo demás permanecía inmóvil, en silencio. Nadie cambiaba de gesto durante el sueño. Nadie bostezaba o se acomodaba al sentir la brisa sobre la piel. Ni un solo pecho se alzaba o descendía.

Se acercó a la señora Turner y se arrodilló junto a la cabeza. Tras humedecerse el índice, lo sostuvo cerca de su nariz, deseando sentir el frescor de una exhalación. Notó que le estaba temblando el dedo. Apartó la vista y miró a media distancia, como si eso lo pudiera ayudar de algún modo, como si al concentrar sus sentidos pudiera obligarla a respirar.

Nada. No había nada.

Percy se apartó. Trastabilló con la cesta del almuerzo y le estremeció el ruido estridente de los cubiertos y la vajilla al entrechocar. Comprensión, conmoción y miedo… Trató de apartar la imagen de todos ellos de sus pensamientos para decidir qué debería ocurrir a continuación.

Blaze estaba cerca y, sin pensárselo dos veces, agarró las riendas, se montó en la silla y salió en busca de ayuda.

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PRIMERA PARTE

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CAPÍTULO UNO

Londres, 7 de diciembre de 2018

Cada vez que se sentía enfadada, triste o inexplicablemente inquieta, Jess visitaba el Museo Charles Dickens en Doughty Street. Había algo que le resultaba muy consolador en el acto de sentarse ante una taza de té English Breakfast tras vagar por las salas del museo. A veces utilizaba la audioguía, aunque la había escuchado tantas veces que había memorizado la información, porque le gustaba la voz del narrador.

Había descubierto el museo durante sus primeros meses en Londres. Tenía veintiún años y vivía en la buhardilla de una compañera de colegio de su tía, mientras trabajaba a tiempo parcial en un pub decadente cerca de la estación de King’s Cross. Un día que llegó demasiado temprano a su turno, decidió callejear por la zona. Era lo que más le gustaba, caminar y mirar, pellizcarse maravillada por estar ahí, en esa ciudad de adoquines, jarras de cerveza y antiguas caballerizas convertidas en viviendas, de poetas, pintores y dramaturgos, del formidable, furtivo y eterno Támesis.

Solo quería explorar y descubrir, así que Jess se había concedido la libertad de girar en cualquier dirección al azar cada vez que llegaba al final de una calle, y así fue como se encontró caminando por Doughty Street, entre una hilera de pulcras casas de ladrillo, donde vio un letrero apoyado en la acera frente al número cuarenta y ocho que anunciaba que allí estaba el Museo Charles Dickens. Había revivido en un instante miles de horas de infancia pasadas en el jardín de su abuela, en Sídney, tumbada con un libro en la mano, y se había apresurado escaleras arriba para abrir la puerta de un negro brillante. El tiempo se había disuelto; la novedad de estar en Inglaterra, de hallar nombres y lugares con los que ya se había encontrado en las novelas, era real, aún era reciente, y Jess se había sentido sobrecogida al pensar que Dickens en persona había caminado por esos pasillos, había comido en esa mesa, había guardado su vino en la bodega del piso de abajo.

Aquel día había llegado tarde al trabajo y recibió una advertencia, seguida poco después por otra, que a su vez dio paso al despido. En un golpe de buena suerte, el desempleo le había regalado una oportunidad, y la siguiente oferta de trabajo a la que respondió había sido de una pequeña agencia de viajes de Victoria que le pedía escribir, entre otras cosas, su boletín informativo. Y así, en un caso raro y perfecto de sincronicidad, siempre había sentido que debía agradecerle a Dickens su inicio profesional como periodista.

Su sala preferida del museo cambiaba con frecuencia, según su estado de ánimo y las circunstancias de su vida. Últimamente había dedicado mucho tiempo al estudio. Le gustaba situarse en la esquina, donde el borde del escritorio se topaba con la ventana, y mirar el retrato inacabado que Robert William Buss hizo de un Dickens adormilado en su vieja silla de madera, mientras los personajes a los que había dado vida llenaban el aire alrededor del novelista. Le gustaba identificarlos, todos ellos cubiertos de los recuerdos de la primera vez que se los había encontrado en un libro. Era una situación extraordinaria: las imaginaciones de un escritor inglés del siglo XIX se habían entretejido con las experiencias de una chiquilla que crecía en la lejana Sídney.

Hoy, sin embargo, al reflexionar sobre la pintura se le había ocurrido que había algo casi amenazante en la forma en que los personajes se aparecían ante el autor, rodeándolo, atrapándolo y negándose a concederle la paz, ni siquiera mientras dormía. Jess conocía ese estado mental. Así era como se había sentido desde que se le había ocurrido La Idea. De hecho, se había sentido así, con más o menos intensidad, toda su vida: una vez que se le presentaba una idea, le daba vueltas de un modo obsesivo, la analizaba desde varios puntos de vista y no paraba hasta que la daba por resuelta, hallada, acabada. Sabía de buena mano que ese rasgo de su personalidad irritaba a otras personas y le habían dicho en varias ocasiones que le faltaba disciplina, que no prestaba atención a su acompañante, que la curiosidad mató al gato. Nadie podía negar, sin embargo, que ese rasgo le había venido muy bien en su trabajo.

Esa idea en concreto se le había ocurrido hacía una semana. Jess había tomado el metro para volver a casa desde la biblioteca y, al salir en la estación de Hampstead, había notado que uno de los pasajeros que se bajaban era una señora muy anciana que forcejeaba bajo el peso de dos bolsas repletas del Sainsbury’s. Jess se había ofrecido a ayudarla y acabó acompañando a la mujer a una casa georgiana de ladrillo oscuro en Well Walk, entre el pub y el jardín Gainsborough. Durante el paseo y más tarde, mientras compartían el contenido de una tetera, Jess tuvo la oportunidad de escuchar la historia de la vida de su nueva amiga, incluyendo que esa casa perteneciera en el pasado a John Keats. Además, de recién casada había descubierto una carta que el poeta había escrito a Fanny Brawne oculta en una rendija entre los escalones de la escalera.

Ese hecho asombroso había hecho que Jess pensara en todas las casas con las que se cruzó aquel día. La historia, siempre presente, las capas tangibles de tiempo allá donde posara la mirada, era un aspecto de Londres que aún le resultaba de lo más estimulante, incluso después de veinte años. Sería maravilloso, había pensado, escoger una calle al azar y entrevistar a los residentes de cada casa, entrelazando las situaciones del presente y lo que pudiera averiguar acerca de los habitantes del pasado y, sin duda, la historia de las casas mismas. Sería una celebración de la omnipresencia de las historias y todos aquellos paralelismos ocultos que formaban juntos el armazón de nuestras vidas. Cuántos puntos de interés (algunos pequeños e íntimos, otros más excepcionales) ocultos en las escaleras polvorientas de la ciudad.

En el tiempo que tardó en salvar la corta distancia entre Well Walk y su pequeña casa a la sombra de New End School, Jess había bosquejado una serie entera en su mente. Abrió la puerta, se quitó los zapatos y subió directa las escaleras a su estudio. Mientras caía la oscuridad y la luz azulada del monitor iluminaba con su brillo el suelo que la rodeaba, el número de pestañas abiertas en la pantalla se multiplicaron. Para cuando volvió a levantarse, Jess había creado un esquema detallado, una atractiva propuesta de venta y una lista de editores que podrían estar interesados en publicar la serie de artículos.

Tras la euforia de la idea, sin embargo, había llegado una espera insoportable. Jess aún se estaba acostumbrando a esas demoras tras tantos años de trabajo a tiempo completo. El último editor con el que se había puesto en contacto le había dicho que la idea era prometedora, pero que tendría que hablarlo con «los de arriba» y la llamaría de nuevo antes del fin de semana. Ya era viernes, así que Jess estaba en ascuas. No iba a poder concentrarse en nada, de modo que había dado un paseo desde Hampstead, por Primrose Hill, a través de Regent’s Park, para llegar al museo a tiempo para la apertura. No había tardado en descubrirse a sí misma en el salón de té, donde estaba acabando su Darjeeling con un trozo de bizcocho de plátano. Comprendió que había cometido el pecado cardinal de la autónoma: sentir apego emocional por una idea antes de recibir el visto bueno de un editor dispuesto a pagar e imprimir el artículo; no podía permitirse escribir por gusto.

Las redacciones cada vez tenían menos presupuesto, los pequeños periódicos independientes estaban cerrando, las noticias se vendían a grandes grupos en vez de a publicaciones locales. Muchos periodistas habían perdido su empleo y ahora trataban de ganarse la vida como autónomos. «Nos va a venir bien esta flexibilidad», insistían unos a otros con un optimismo nervioso; pero eran demasiados y había poquísimas publicaciones. Los lectores, según les decían, se habían vuelto impacientes con los artículos extensos, así que el número de palabras y la tarifa por palabra cayeron al mismo tiempo. Era casi imposible ganarse la vida. Unos cuantos amigos de Jess habían vuelto a estudiar, otros se estaban «tomando un respiro», en tanto que otros vendían apartamentos o incluso minaban criptomonedas.

—¿Y qué tal un guion? —había sugerido su amiga Rachel, tratando de ser de ayuda—. He leído que todo el mundo hace series. Netflix, Amazon, es imposible conectarse a internet sin oír que buscan contenido. ¿Quién es ese periodista que escribió esa película? ¿La hoguera de no sé qué?

—¿Tom Wolfe? ¿La hoguera de las vanidades?

—¡Sí! ¡Ese! Escribe algo así.

—No escribió el guion; escribió el libro.

—Pues escribe un libro. Eres escritora, ¿no?

Rachel tenía buenas intenciones y casi con toda seguridad no había merecido esa mirada glacial de Jess. De hecho, conocía a varios experiodistas que estaban escribiendo libros, pero solo uno había firmado un contrato de publicación y, cuanto menos se hablara de él y de su nueva vida, mejor. No mencionó que La hoguera de las vanidades (¡la novela definitoria de los ochenta!) había sido una serialización en un principio, de veintisiete partes, aparecidas en la revista Rolling Stone. ¡Veintisiete!

En su mesa, en la parte trasera del salón de té del museo, Jess se sirvió lo que quedaba del Darjeeling. Estaba dejando la tetera cuando le llamó la atención un folleto que había en la mesa con un pequeño esbozo de Dickens. Él no habría permitido que una recesión global lo desalentara. La laboriosidad de este autor había sido legendaria: quince novelas, cinco novelas cortas, diez libros infantiles, un montón de relatos breves, poesía y obras de teatro, giras internacionales y una nada desdeñable obra filantrópica para cambiar la sociedad. Aunque también era cierto que había contado con las atenciones de una esposa abnegada y, al parecer, también con las de la hermana de su esposa.

Jess dobló la servilleta con fuerza y la puso debajo del cuchillo. Lo cierto era que echaba de menos sentirse inmersa en un proyecto a largo plazo, zambullirse en una investigación y abandonarse a una idea. Echaba de menos buscar respuestas y compartir historias. Sabía que sonaba ingenuo y bochornoso, pero en sus mejores momentos llegó a pensar que su trabajo era vital: afirmar la verdad ante el poder, exigir responsabilidades a los gobiernos y a los dirigentes en nombre de quienes no podían. Sin duda, en esta era de noticias falsas y conspiraciones en redes sociales, el periodismo de investigación era más importante que nunca. No esperaba cambiar el mundo, no literalmente, pero anhelaba hacer algo que tuviera significado.

—Pagar la hipoteca significa algo —dijo Rachel.

Y qué hipoteca. Rachel estaba en lo cierto. Era un enorme privilegio esperar que su trabajo le diera un propósito en la vida además de pagar facturas. Trabajar en busca de la plenitud espiritual era un lujo que no estaba al alcance de la mayoría de los habitantes del planeta. No obstante, era difícil pensar que el mundo necesitara otro artículo intrascendente sobre moda rápida o las tendencias urbanas del café. A veces, Jess sentía que estaba contaminando el planeta con basura igual que si estuviera fabricando pajitas de plástico.

Volvió a sacar el teléfono y frunció el ceño ante la pantalla. Todavía nada.

Existía la posibilidad de que le enviara un correo electrónico, pero le había dicho que llamaría.

Jess comprobó su correo electrónico.

Comprobó el volumen del teléfono.

Dejó el móvil y alzó la vista ante el alboroto de una familia que entraba en el salón de té. El efecto inmediato fue de ruido y movimiento y dedicó un momento a evaluar la situación: un bebé lloraba en un portabebés que cargaba un hombre al pecho, un niño de unos cinco años, empapado de lluvia, agarraba a su madre del brazo, y una pequeña de dos años con una clara lista de exigencias no dudaba en hacerse oír. Miraban a su alrededor en busca de una mesa vacía mientras las mochilas de colores brillantes se golpeaban contra las sillas y las paredes al maniobrar en ese espacio reducido.

Jess se encontró con la mirada de la madre y reconoció a un ser humano a punto de perder los estribos.

—Ya me iba —ofreció, indicando su taza vacía.

Jess decidió no volver a subir al museo. En su lugar, se dirigiría a la biblioteca; tal vez incluso podría investigar un poco los artículos de Well Walk. No para comenzar la serie, no iba a escribir nada, sino para estar preparada cuando llegara la llamada.

Aún estaba hurgando en el fondo del bolso cuando abrió la puerta principal del museo y salió a la calle. Junto a las primeras gotas de lluvia que le cayeron sobre la cabeza vino a su mente la imagen del paraguas que había dejado en la mesa de la cocina. Alzó la vista y el cielo gris y bajo le devolvió una mirada amenazante; iba a llegar al metro empapada. Estaba a punto de entrar de nuevo en el museo cuando vio un taxi que giraba la esquina de Guildford Street. Un taxi era un lujo que apenas se podía permitir en estos tiempos en que tenía que ahorrar hasta el último penique para la hipoteca, pero un trueno retumbó a lo lejos y Jess alzó el brazo para llamarlo. Tendría que conformarse con una sola copa de vino cuando quedara con Rachel el viernes por la noche. La culpa era suya, por haberse dejado engatusar por la idea de comprar una casa en un barrio de Londres donde una copa de vino rosado podía costar veinte libras.

Su teléfono sonó justo cuando entraba en la parte trasera del taxi. Lo encajó entre el mentón y la oreja.

—Hola. ¿Podría esperar un segundo? —preguntó mientras se dejaba caer sobre el asiento salpicado por la lluvia y soltaba el bolso—. A la Biblioteca Británica, por favor —le pidió al taxista. Estiró el brazo para cerrar la puerta con un golpe seco y, mientras el taxista daba la vuelta con precisión para dirigirse al oeste, Jess volvió a centrar su atención en la llamada—. Lo siento —dijo—. Ya puedo hablar.

—¿Jess? ¿Hablo con Jessica Turner-Bridges?

—Sí —respondió, y trató de contener los nervios y no hacerse demasiadas ilusiones.

Iba a recordar para siempre el cálido aroma de la calefacción del taxi y el eficiente movimiento del limpiaparabrisas. La conmoción de la llamada se agravó porque esperaba un tipo de llamada muy diferente. No era el editor de la revista, sino una voz que venía de muy lejos y de un pasado muy remoto, de otra vida, y con la peor noticia posible, una noticia que había temido recibir desde el mismo momento en que había salido de Sídney para vivir en Londres.

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CAPÍTULO DOS

Pero ¿cómo se cayó? —Rachel se había acomodado contra el cojín en su reservado habitual, poco iluminado, en la parte trasera del local de tapas de la esquina de Heath Street y Church Row—. ¿No había contratado un enfermero para cuidar de ella?

—Era su tarde libre —explicó Jess—. Debería haber estado en la biblioteca escribiendo cartas… Ahí es donde la dejó Patrick. No sé en qué estaría pensando. Ya había comido. Su cuarto está al otro lado del pasillo. No tenía por qué ir a ningún otro lugar.

Y, sin duda, menos aún a las escaleras de la buhardilla. Eso era lo que le costaba comprender a Jess. Durante todos los años que había vivido con su abuela en esa casa con vistas al puerto, no recordaba que Nora hubiera subido a la buhardilla ni una sola vez. Jess tampoco tenía permiso para entrar. Era uno de los pocos lugares donde su abuela le tenía prohibido jugar de niña porque la escalera, demasiado inclinada, era peligrosa. Como era natural, la advertencia solo había servido para tentar a Jess, que había pasado mucho tiempo a escondidas en esa habitación con forma de A, pero ni una sola vez Nora había abierto esa puerta ni había mostrado interés en subir las escaleras. Con una casa del tamaño de Darling House, no lo había necesitado. Para las cosas de valor, y para las que no lo tenían también, siempre había espacio en un armario, escritorio o cajón en las habitaciones de la planta principal.

Jess contempló la copa de vino que trataba de beber lo más despacio posible. No había escogido un buen día para ponerse límites, pero no le quedaba más remedio. En el taxi, le había conmocionado de tal manera la llamada y se había esforzado en averiguar todo lo posible del ama de llaves de su abuela (gracias a Dios, la señora Robinson había olvidado la bolsa de la compra y había regresado a Darling House en su busca) que le había pedido al taxista que hiciera el recorrido completo hasta su casa, en Hampstead. Como había obras en New End, el taxista había acabado dando un rodeo por West Heath Road y el trayecto le había costado a Jess casi veinticinco libras.

—Es que no entiendo por qué tendría que subir ahí. Ni siquiera es una escalera de verdad. Está muy inclinada y apenas hay luz.

—¿Cuántos años tiene ya? —preguntó Rachel con delicadeza.

—Casi noventa. Y ya sé qué estás pensando, pero tiene mejor cabeza que nosotras.

Rachel asintió, comprensiva, pero Jess notaba que en realidad no comprendía. Nora no era una viejecita decrépita que se olvidaba de adónde iba y subía la escalera a la buhardilla por casualidad cuando pretendía cruzar el pasillo para ir a la cama. Nora era formidable y de una lucidez apasionada; la edad no la había desgastado ni un ápice. Después de su divorcio, había fundado el Nora Turner-Bridges Group cuando

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