Encuentro en Telgte

Günter Grass

Fragmento

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1

Ayer será lo que ha sido mañana. Nuestras historias de hoy no tienen que haber sucedido ahora. Ésta comenzó hace más de trescientos años. Otras historias también. Desde tan lejos viene cualquier historia que tenga lugar en Alemania. Anoto lo que sucedió en Telgte, porque un amigo, que en el año 47 de nuestro siglo reunió en torno suyo a sus pares, va a celebrar su setenta cumpleaños; pero es más viejo, mucho más viejo —y nosotros, sus amigos de hoy, somos todos con él vetustos desde entonces.

Lauremberg y Greflinger vinieron a pie desde arriba, de Jutlandia, y desde Regensburgo; los otros, a caballo o en carreta. Mientras unos navegaban río abajo, el viejo Weckherlin tomaba la vía marítima desde Londres a Bremen. Viajaron desde lejos y desde cerca, desde todas las comarcas. Un comerciante, tan acostumbrado al plazo y a la fecha como a la ganancia y a la pérdida, se hubiera asombrado ante el puntual empeño de los hombres del simple acontecer literario, sobre todo teniendo en cuenta que las ciudades y los campos estaban aún o de nuevo asolados, cubiertos de ortigas y cardos, despoblados por la peste, y que todos los caminos eran inseguros.

Por eso Moscherosch y Schneuber, que habían hecho el viaje desde Estrasburgo, llegaron a la meta convenida desvalijados (con excepción de sus bolsas de manuscritos, en nada útiles a los salteadores): Moscherosch, risueño y enriquecido con una sátira más; Schneuber, quejándose e imaginando ya los horrores del camino de vuelta. (Su trasero estaba dolorido de los golpes recibidos con espada plana.)

Czepko, Logau, Hoffmannswaldau y otros silesianos llegaron sin daño cerca de Osnabrück, porque asegurados con un salvoconducto de Wrangel se habían unido una y otra vez a unidades suecas, que buscaban forraje muy adentradas en Westfalia; pero sintieron como en carne propia los espantos de las requisiciones, en las que a ningún pobre diablo se le preguntaba por su confesión. Las objeciones no detenían a los jinetes de Wrangel. El estudiante Scheffler (un descubrimiento de Czepko) a punto estuvo de perder la vida en Lusacia, porque defendió a una campesina, que iba a ser empalada delante de sus hijos, como poco antes lo fuera el campesino.

Johann Rist vino del cercano Wedel, a orillas del Elba, por Hamburgo. Un coche de viajeros trajo de Lüneburg al editor Mülben de Estrasburgo. El camino más largo, desde el Kneiphof de Königsberg, y también el más seguro por ir en el séquito de su príncipe, lo tomó Simón Dach, cuyas invitaciones habían provocado toda esta conmoción. Ya el año anterior, cuando Friedrich Wilhelm de Brandemburgo se prometió con Luisa de Orange y se le permitió a Simón Dach recitar en Amsterdam su poema laudatorio, fueron redactadas las numerosas cartas de invitación con la descripción del lugar del encuentro, y se había procurado su envío con la ayuda del príncipe elector. (En numerosos casos los agentes que actuaban por todas partes se encargaron, como intermediarios, del correo.) Así le llegó a Gryphius su invitación, a pesar de que desde hacía un año viajaba por Italia y luego Francia con el comerciante de Stettin Wilhelm Schlegel; en el camino de regreso (en Speyer) le fue entregada la carta de Dach. Puntualmente se presentó, trayendo consigo a Schlegel.

Puntualmente llegó de Wittemberg el maestro en lenguas Augustus Buchner. Después de rechazar la invitación varias veces, acudió con puntualidad al lugar señalado Paul Gerhardt. Filip Zesen, al que el correo dio alcance en Hamburgo, se presentó con su editor, procedente de Amsterdam. Nadie quería faltar a la cita. Nada era capaz de retener a los poetas, ni siquiera el servicio en la enseñanza, el estado o la corte, al que casi todos se debían. Los que como Greflinger no hallaron protector llegaron a la meta impelidos por el tesón. Y al que su amor propio impedía ponerse en marcha a tiempo le movilizaba la noticia de que otros ya estaban de viaje. Incluso los que se miraban con hostilidad, como Zesen y Rist, deseaban encontrarse. Más inagotable que su burla sobre los poetas reunidos era la curiosidad de Logau ante el encuentro. Los círculos locales de los escritores eran demasiado estrechos. Ningún asunto fastidioso, ningún amorío entretenido podía atarles. Algo les impulsaba a reunirse. Además, por doquier crecía la inquietud y la búsqueda mientras se discutía la paz. Nadie quería quedarse aislado.

Pero tan hambrientos de intercambios literarios como estos señores habían seguido la invitación de Dach, tan rápidamente se sumieron en el desaliento, cuando en Oesede, una aldea cerca de Osnabrück, donde había de tener lugar el encuentro, no se halló hospedaje. La «Posada del Caballo Negro» prevista por Dach había sido ocupada —a pesar de la oportuna reserva— por el séquito del consejero de guerra sueco Erskein, que hacía poco había presentado al Congreso las exigencias de los ejércitos de Wrangel, imponiendo así nuevas cargas a la paz. Las habitaciones que no estaban ocupadas por secretarios de regimiento y oficiales del conde de Königsmarck estaban repletas de legajos. La gran sala, en la que los literatos iban a reunirse a celebrar la anhelada asamblea, a leer sus manuscritos, había sido convertida en almacén de provisiones. Por todas partes holgazaneaban jinetes y mosqueteros. Emisarios salían, entraban. Erskein no recibía. Un preboste al que Dach presentó la reserva escrita de la «Posada del Caballo Negro» sucumbió a las carcajadas contagiosas de los hombres que le rodeaban, cuando Dach pidió que la caja sueca le devolviera la cantidad adelantada. Dach volvió, bruscamente despedido. Los tontos fuertes. Su vaciedad acorazada. Su risa hueca. Ningún caballero sueco conocía los nombres de los poetas. Como mucho les permitieron descansar en el pequeño comedor. El posadero aconsejó a los poetas viajar hacia Oldemburgo, donde había de todo, incluso alojamiento.

Ya pensaban algunos en seguir adelante, los silesianos hasta Hamburgo, Gerhardt de vuelta a Berlín, Moscherosch y Schneuber, acompañados de Rist, hacia Holstein; Weckherlin ya quería tomar el primer barco a Londres, casi todos amenazaban, no sin hacerle reproches a Dach, con suspender el encuentro; Dach —que normalmente era la serenidad en persona— dudaba de su empeño, y los escritores esperaban con sus bultos en la calle sin saber a dónde ir, cuando llegaron —a tiempo, antes de que anocheciera— los de Nuremberg: Harsdórffer con su editor Endter y el joven Birken; les acompañaba un muchachote barbirrojo, llamado Christoffel Gelnhausen, cuya juventud desgarbada —tendría alrededor de veinticinco años— estaba en contradicción con su rostro marcado de viruela. Con su jubón verde bajo el sombrero de plumas, parecía salido de un cuento. Alguien dijo: a ése le engendraron los soldados de Mansfeld al pasar. Pero se demostró que Gelnhausen era más real que su apariencia. Mandaba un destacamento de jinetes y mosqueteros imperiales, que acampaban en las afueras del lugar porque la zona de las ciudades del Congreso de Paz habían sido declaradas neutrales y habían sido prohibidas todas las acciones de guerra entre los contrincantes.

Cuando Dach explicó a los nuremberguenses la desgracia de los poetas y Gelnhausen ofreció in

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