León de ojos verdes

Manuel Vicent

Fragmento

Las tardes en la terraza del Voramar

Las tardes en la terraza del Voramar

Durante el verano de 1953, en la terraza del hotel Voramar se estaba rodando una película ambientada en la época de entreguerras y varios cables conectados al generador, que no cesaba de zumbar, cruzaban la amplia terraza hasta la escalinata guardada por un león de escayola. En la playa, al pie de la escalinata, se hallaban instalados los focos, las pantallas y las cámaras. Por allí se agitaban los técnicos del equipo rodeados de turistas curiosos en traje de baño y sobre la balaustrada se perfilaban algunos figurantes, señoras con pamelas, corpiños y abanicos, que iban del brazo de caballeros con cuellos de porcelana y sombreros de paja dura, representando a bañistas muy felices.

La acción de la película transcurría en el año 1918. Familias burguesas pasaban sus vacaciones en este balneario. Aquellos veraneantes sentados en sillones blancos de mimbre, entre refrescos de granadina, hablaban de novenas de baños, de cálculos de riñón, de aguas saludables para la vejiga y a la hora de discutir de política se dividían todavía en dos bandos: unos habían sido anglófilos y otros germanófilos respecto a la guerra europea recién terminada. Una madre estaba empeñada en casar a su hija adolescente con un estudiante de ingeniería de caminos, vástago de una familia muy rica, pero la niña se negaba a crecer y prefería seguir jugando con los chicos de su pandilla. La protagonista, una adolescente bellísima, me tenía obsesionado. Desde la terraza de mi habitación la veía entrar y salir de escena; seguía todos sus movimientos, trataba de encontrarme con su mirada en los pasillos y algunas noches soñaba con ella. En la película se enamoraba de un muchacho gordito de su misma edad, sin porvenir en la vida, al que ese año habían suspendido en todas las asignaturas. Había una escena en que la niña daba lengüetazos morbosos, demorados, llenos de inocente malicia a un cucurucho de helado de chocolate. Pero este delirio por aquella criatura se me esfumó muy pronto.

Fuera de la ficción, entre los huéspedes del hotel había un matrimonio francés con una hija que tenía la cara de perrita lulú, con la naricilla, la cola de caballo y unas greñas en la frente. Llevaba un pantalón corto muy ajustado y sus senos apenas cuajados parecían fluctuar sueltos y libres bajo la camisa de seda. Decía que era artista y que en Francia había trabajado en varias películas. Todos los días se acercaba al set para ofrecerse a salir gratis en alguna secuencia, pero el director había ordenado que se mantuviera a raya a aquella turista tan pesada para que dejara de molestar. El ayudante se lo hizo saber a ella y también a su madre, tan recalcitrante como su niña; en cambio, el padre parecía hacerse cargo de la situación y pedía excusas a unos y otros para hacerse perdonar.

—Mi hija está loca por el cine. Me da muchos problemas. No podemos hacer nada —decía.

Yo tenía entonces diecisiete años y me divertía asistir por primera vez al rodaje de una película, pero mi mayor aventura de aquel verano consistía en oír las historias que me contaba el doctor Luis Aymerich en la terraza del hotel Voramar, cuando los cineastas daban por terminada la sesión, apagaban el generador y al volver el silencio a la tarde sólo se oían los golpes del oleaje y el arrastre de la resaca sobre los cantos rodados, semejante al sonido que yo hacía al sorber con la paja los posos de hielo del granizado de limón.

Con su melena blanca aleonada, este doctor de medicina general se había erigido en la conciencia viva de las villas de Benicasim, que en esa época se hallaban habitadas con todo esplendor por una burguesía provinciana, en algunos casos acrecentada por los nuevos negocios propiciados por la dictadura de Franco. Uno de los peces gordos del régimen, que además era aristócrata con título papal, solía sentarse a pocos metros de la terraza del hotel, en una silla de lona bajo un sombrajo de brezo montado sólo para él en la playa. Llevaba chaqueta de pijama con trabillas de húsar y gafas negras de espejo. Permanecía inmóvil como un ídolo, al que unas doncellas con delantal y guantes blancos, cofia y puños almidonados, cruzando la arena trabajosamente con zapatos de tacón por la pasarela de madera, le traían desde su villa, cuando sonaban las campanadas del ángelus en un oratorio cercano, la ofrenda de un martini rojo con olivas sevillanas. A cierta distancia detrás de su cogote se paseaba una pareja de la Guardia Civil con todos sus arreos charolados, que soltaban destellos bajo la luz de agosto. El ídolo nunca se bañaba en el mar. Parecía ajeno al mundo, siempre con el rostro impávido hacia el horizonte, y en sus gafas negras de espejo se reflejaban los niños que levantaban castillos en la arena, algún balandro, parejas pedaleando en un patinete e incluso el vuelo de las gaviotas. Sólo movía la cabeza a derecha e izquierda para seguir con la mirada a aquella linda francesita, aspirante a artista de cine, que pasaba por delante una y otra vez en un bañador blanco sin tirantes. El primer día se había presentado en la playa con un biquini rojo, un atuendo que en España sólo se conocía de oídas como una prenda que lucían las artistas en Cannes. A su alrededor comenzó a adensarse un grupo de curiosos, cada vez más dilatado. Causó tanto escándalo que la Guardia Civil, que protegía al pez gordo, cubriéndola con una toalla tuvo que escoltarla hasta el hotel para que se cambiara.

El doctor Aymerich había sido represaliado después de la guerra por librepensador. A sus sesenta años tenía la mente lo más alejada posible del dinero, pero sabía la vida y milagros de los propietarios de las villas. Conocía con todo pormenor de dónde procedía cada fortuna, quién había emparentado con quién, la historia de aquel señorito que había embarazado a la criada, la cual ahora estaba de prostituta en el barrio chino de Barcelona, e incluso los detalles más truculentos de un crimen pasional cometido en la comarca que alteró el tedio de los veraneantes un par de años antes. Un marido celoso había matado a su mujer, una rica propietaria, sorprendida con su amante en la cama. El juicio y la sentencia habían levantado muchos comentarios. El asesino fue condenado sólo a un año de cárcel, que apenas había cumplido, y a seis de destierro. Al parecer esta parte de la pena la satisfacía hospedado ahora a cuerpo de rey en el hotel Voramar y desde allí dirigía sus negocios por teléfono.

Repantigado en un sillón de mimbre blanco frente al mar, el doctor Aymerich me decía:

—Conozco la historia de es

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