Vidas de santos

Rodrigo Fresán

Fragmento

Uno de los agentes de policía —un irlandés, un italiano, un portorriqueño; uno de esos policías que tienen su momento estelar en el mejor episodio de una mala serie cuando, pensando en sus hijos, pierde la paciencia y se abalanza sobre el criminal que sonríe satisfecho en la sala de interrogatorios y pide un abogado— es rápidamente contenido por sus compañeros. Todos piensan en sus hijos. Veinte hijos desprolijamente repartidos entre siete agentes de policía de diverso rango y un médico forense. Todos vomitan hacia abajo sobre el hule gastado del piso, vomitan hacia arriba y sobre las estatuas de los grifos, vomitan a medida que van llegando al lugar de los hechos. Se vomita con entusiasmo y se anotan voces de vecinos en pequeñas libretas.

—Una noche oí algo parecido al llanto de un niño —dice uno de los vecinos.

—Más de una vez me quejé por el ruido de un motor eléctrico. Toda la noche. Pensé que estaba construyendo algo —dice otro.

—Hablaba solo. Al menos me parecía que hablaba solo —dice una mujer que habla sola todas las mañanas. Habla con las plantas, con los frascos de detergente, con las puertas del ascensor, con esa mujer que no reconoce en el espejo y que le da un poco de miedo.

—Una vez me dijo que tenía problemas con su refrigerador. Yo le creí. Era un joven agradable. Muy parecido a mi sobrino —dice una mujer que no tiene nada ni a nadie, una mujer que está sola en un mundo que huele a podrido porque tiene problemas con el líquido refrigerante de su

—Siempre me pareció que el tipo escondía algo —dice la modelo que siempre soñó con ser actriz.

—Hace semanas que sentimos ese olor asqueroso, pero pensamos que se trataba de un animal muerto o algo por el estilo —dice el pintor del departamento de al lado que una vez intentó acostarse con la modelo mientras le enumeraba las ventajas de hacerle un desnudo. Gratis. No lo consiguió.

Según los cálculos del forense y la evidencia diseminada por el departamento, Sebastián Coriolis ha matado a unos seis adolescentes de ambos sexos, de entre doce y dieciséis años. Fueron diecisiete, corrige Sebastián Coriolis solícito. La voz de Sebastián Coriolis es suave y persuasiva, el arquetípico susurro de un insomne monstruo FM frente al micrófono entre las dos y las cuatro de la madrugada. Sebastián Coriolis afirma haber utilizado la bañera como lugar para desarmar a sus víctimas. Algunas partes fueron descartadas gracias al váter o gracias a los servicios de un tonel lleno de ácido, ese de ahí.

El médico forense no habla con los agentes de policía. El médico forense habla con su grabadora de bolsillo.

—… evidencias que obligan a pensar en la posibilidad cierta de canibalismo —dice y graba mientras desvía la mirada del frasco de mostaza.

Afuera amanece y más de una primera plana cambia de título en el último momento.

Y un aviso publicado en las páginas centrales de un periódico un par de días después: «Los drogaron y arrastraron por la habitación… Ataron sus brazos y piernas… Nadie oyó sus gritos, nadie se hizo eco de su llanto… Entonces fueron masacrados y decapitados… Sus partes fueron refrigeradas para ser ingeridas más tarde… El horror no ha terminado: si deja un mal gusto en su boca, conviértase en vegetariano». Y al pie de una foto con un cuchillo ensangrentado: «Asociación para el Tratamiento Ético de Animales Comestibles». «El crimen sigue siendo crimen más allá de las especies —declara la directora de la asociación—. Tal vez así la gente comience a preguntarse y convencerse de que lo que le ocurrió a esa gente no es muy diferente de lo que les ocurre a los animales todos los días.»

«¿Por qué lo hice?» «¿Por qué no hacerlo?»
Ésas eran tus dos preguntas favoritas ya en los días de nuestra infancia y, como toda respuesta, ejercías la acción inmediata, el gesto se adelantaba a la razón, y así corríamos calle abajo dispuestos a lo que fuera.

Ahora es el momento en que tomarán la palabra los especialistas que nada saben, que nada entienden. Asesinos en serie, dirán. Y esas cosas: problemas familiares, temprana crueldad hacia los animales domésticos, conflictos sexuales, predilección por el VW modelo Beetle a la hora de los automóviles. Escuchémoslos durante un par de minutos antes de cambiar de canal.

Un imposible exitoso show de televisión llamado tas para Sebastián Coriolis:

—¿Te vistió tu madre con ropa de mujer hasta los doce años? —¿Te pegaba tu padre?
—¿Le pegabas a tu padre?
—¿Tu padre le pegaba a tu madre después de que tu madre le pegara a tu padre después de que tu padre y tu madre te pegaran?
—¿Querías ser alguien?
—¿Querías que filmaran tu vida y que el celuloide de tu vida se llevara un puñado de premios de la Academia? —¿Por qué lo hiciste?
—¿Por qué no hacerlo?

Ahora, escúchenme a mí.

No es fácil saberse conocedor de la verdad de la historia. Sebastián Coriolis, fría miel de ectoplasma con que se viste un espectro, si estás ahí, hónranos con la infinita gentileza de dar tres golpes sobre una bien sintonizada mesa de cedro.

II

Él es un fantasma ahora. Él es apenas el humilde fantasma de un nombre, y las cosas están bien así. El eficaz ejercicio del olvido —paradoja interesante— permite la práctica profesional del deporte de la memoria. Flexiones con el pasado, vueltas de carnero en blanco y negro; porque la habilidad de recordar en colores —a diferencia de cuando Sebastián Coriolis soñaba esas cosas tan raras, cuando se soñaba como un respetado asesino en serie— le está ahora terminantemente

Los fantasmas no sueñan, los fantasmas son sueños. Volver a cero entonces, empezar con pupilas limpias. Recuerdo y olvido y vuelvo a recordar que las sotanas eran blancas y estaban construidas con un tosco material que emulaba la textura de ciertas plantas.

Recuerdo que los padres de Sebastián Coriolis habían llegado a una ciudad llamada Canciones Tristes huyendo de otra ciudad con nombre de prócer sobrevalorado. Nadie les preguntó demasiado sobre su pasado porque quién quiere arriesgarse a la inapelable contundencia de una respuesta acertada. En cualquier caso, los padres de Sebastián Coriolis estaban demasiado ocupados cuestionándose —preguntándose y respondiéndose al mismo tiempo— el porqué de sus vidas. Tal vez por eso Sebastián Coriolis fue inscrito como pupilo en un colegio de curas.

La piscina olímpica del colegio de curas, entonces. Sebastián Coriolis flota boca abajo, los brazos abiertos: su perfecta y eficaz imitación de ahogado en temporada baja. Llueve y Sebastián Coriolis flota bajo la lluvia. Siempre le gustó flotar bajo la lluvia. Zumo de nube tecleándole la espalda, confundiendo la leve percepción del mundo: agua arriba, agua abajo y la consoladora sensación de ser —después de todo, después de tanto tiempo— el centro mismo del universo.

Es entonces cuando aparece Jesucristo.

Hay un cambio casi imperceptible en la forma del aire, un resplandor de fuegos artificiales que rebota contra el fondo celeste de la piscina, un perfume de aeropuerto. Sebastián Coriolis intuye todo esto y se da vuelta con la precaución de una ballena tímida. Ahora flota panza arriba —«¿De dónde salió esa panza? El año pasado no existía»— y ahí está el tipo, parado en los bordes de la pileta, silbando con las manos en los bolsillos.

—Hey… Mi nombre es Jesucristo. Pero puedes llamarme
C. —dice el tipo.
C. está vestido con una de esas ridículas y esquiadoras chaquetas de duvet, lleva el pelo largo atado en una trenza que le cae como un látigo hasta la mitad de la espalda, anteojos oscuros modelo Wayfarer escon

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