El territorio de la memoria y otras novelas autobiográficas

Juan Cruz Ruiz

Fragmento

cap

Prólogo

El mapa de la memoria

 

 

Por mi amistad con Juan Cruz he tenido la suerte de conocer La Asomada, el barrio del tinerfeño Puerto de la Cruz en el que nació y creció frente al inmenso azul del Atlántico y entre las plataneras y los desmontes llenos de plantas subtropicales del que el botánico Alexander Humboldt llamó «dulce valle de La Orotava». Allí, por aquellas callejuelas en pendiente hasta hace poco sin asfaltar, entre vecinos y casas más que pobres, humildísimas, en la vivienda que aún ocupa su familia, Juan Cruz empezó a soñar con el ancho mundo y a trazar sobre ese sueño el universo de su memoria. Como si fuera un mapa en palabras, la novelística de Juan Cruz y me atrevería a decir que también su obra periodística, la otra dedicación de su vida, levantan un territorio de ensoñación que se ancla en lo real pero que tiene sus coordenadas en los recuerdos, que, como todos sabemos ya, están más cerca de lo fantástico que de lo racional. Juan Cruz, como todos los verdaderos escritores, y él lo es pese a que se oculte siempre tras su careta de periodista, lo que ha hecho a lo largo de sus libros, y lo que continúa haciendo, no es otra cosa que levantar el mapa de su memoria, que es lo mismo que decir el mapa de sus sucesivas pérdidas. Porque la vida es eso: perder paisajes, personas, ilusiones, sentimientos…

A Juan Cruz algunos le achacan falta de imaginación a la hora de escribir, y lo hacen por causa de su fidelidad a su biografía. Y es verdad que sus libros, que son novelas y no, que son relatos y no, que son autobiografía y no, depende de cómo uno los lea, se nutren de ésta de modo unánime, incluso se repiten (no ellos, sino las anécdotas). Esto no significa que no haya imaginación en sus textos, entendiendo la imaginación como ese fermento del que habla el escritor portugués Lobo Antunes y cuya base está en la memoria. Para Cruz, como para el novelista portugués y como para el autor de este prólogo, cuya opinión aquí es meramente testimonial, memoria e imaginación son la misma cosa a la hora de escribir porque fantasía y vida se superponen.

En el presente volumen, los editores recogen cuatro novelas que participan de esa manera de entender la literatura que tiene Juan Cruz, si bien podrían haber sido bastantes más. En realidad, salvo sus libros más periodísticos (que curiosamente, a mi entender, son los que resultan menos «reales»), el resto podrían haber tenido acogida todos en esta recopilación, pues participan de esa idea de relato-río autobiográfico, de continuo narrativo a modo de dietario o de inventario de emociones, sólo que transformado en novela por el deseo del escritor de fantasear con su propia vida. El territorio de la memoria, La foto de los suecos, Ojalá octubre y El niño descalzo son ciertamente representativas de esa concepción poética, pero no lo son menos Naranja y Crónica de la nada hecha pedazos —las primeras novelas de Juan Cruz, influidas por el experimentalismo y la voluntad de estilo del tiempo en el que se escribieron— ni por supuesto El sueño de Oslo, La playa del horizonte o Retrato de un hombre desnudo, por poner solo algunos ejemplos de una obra tan larga y extensa ya como la propia vida de su autor y como su inmensa vocación de literato, por más que muchos lo consideren sólo un periodista.

El territorio de la memoria (1995), el primero de los libros que se recogen en esta edición conjunta, también fue el primero en ser publicado. En él aparecen los cuatro elementos que protagonizan toda la obra de Juan Cruz, por encima de géneros y de propósitos literarios: la enfermedad, el mar, la familia y la melancolía. En un libro anterior de poesía y de título no muy diferente, Edad de la memoria, ya estaban presentes esos elementos, pero es en El territorio de la memoria donde el propio escritor los establece conscientemente como las coordenadas de su literatura. Y reflexiona sobre ellos en una melopea musical en la que el ritmo arrastra a la meditación, que se confunde así con la narración del texto hasta el punto de que ambas forman conjuntamente un relato en el que el lector no sabe qué es lo que más le conmueve: si el ritmo, la narración o la reflexión.

En apariencia, La foto de los suecos (tengo la impresión de que es el libro preferido entre los suyos de Juan Cruz) es más novela que El territorio de la memoria, pero, si uno la lee con atención, verá que los mimbres de que está hecha son los mismos, al igual que la historia que en ella se cuenta. Vasos comunicantes, pues, que continúan en los libros sucesivos, sobre todo en la novela de «los suecos», aquellos compañeros de aventuras infantiles que permanecerán para siempre en una foto familiar, la que aparece en la portada del libro en su primera edición de 1998, y que para Juan Cruz fueron las primeras personas que le hicieron ver que el mundo era mucho más que la humilde barriada del Puerto de La Cruz de la que nunca había salido. Lo haría pasado el tiempo, para ir a estudiar a la Universidad de La Laguna, en su propia isla, primero, y para trabajar como periodista en Santa Cruz de Tenerife, Madrid y Londres al terminar la carrera. Y ya jamás dejaría de recorrer el mundo (pocas personas conozco, aparte de ciertos viajeros y de aquellos —diplomáticos, deportistas de élite, políticos internacionales— en cuya profesión va intrínseco el desplazarse continuamente de un sitio a otro, que hayan hecho más kilómetros, por tierra y aire, que Juan Cruz), como se ve en los sucesivos relatos de sus sucesivos libros, aunque, a la vez, tampoco dejaría nunca de rebobinar su vida, regresando como un Ulises moderno a su isla y a aquel lugar entre plataneras en el que se hizo esa foto que para él ha sido siempre el principio y el fin de una trayectoria que, contada, se convierte en ilusión.

Ojalá octubre (2007), escrita bastantes años después, participa de esa misma obstinación, si bien ya más depurada después de libros intermedios como Una historia pendiente, La playa del horizonte o Retrato de un hombre desnudo (no cito aquí sus libros de ensayo, aunque también valdrían de ejemplo) y de experiencias acumuladas dentro y fuera de la literatura. La historia arranca en una isla, la de Ibiza, un día de octubre, como el título transparenta («Me gusta tanto este mes que ojalá fuera siempre octubre», dice la cita de Truman Capote de la que arranca la narración), pero recorre el mismo periplo que todas, en un vaivén geográfico que lleva a los personajes y al narrador (el propio escritor) a regresar una y otra vez a la isla canaria en la que comenzó todo. Entre medias, el viaje de ida y vuelta de la vida conforma una narración homérica que se asienta en un lenguaje muy poético, tanto que en ocasiones el lector puede dudar de si está ante un poema o ante el relato de una estructura novelesca que se disfraza de crónica autobiográfica para parecer más «cierto». Ya está claro que Juan Cruz, a estas alturas de su obra, ha hecho de su vida un sueño y de su memoria un mapa de territorios imaginarios, por más que se correspondan con los de su propia historia.

Por último, El niño descalzo (2015), cuarto libro de esta recopilación y el publicado más recientemente, cierra el bucle de ese viaje que seguirá mientras el escritor escriba. La elección es afortunada, pues se trata de un libro en el que el destinatario ha cambiado respecto a los anteriores, lo que supone una modificación notable, no tanto por el cambio en sí como por la naturaleza de la persona a la que se dirige idealmente. La elección por Juan Cruz de su nieto Oliver como interlocutor pasivo de su relato, junto con la intención por la que lo ha hecho (convertir al niño en depositario de su memoria, una memoria que corre hacia su final), supone el reconocimiento de que la literatura por ella misma no basta para sujetar el paso del tiempo y para que la memoria no se deshaga en la nada como las olas en el mar, en aquel inmenso océano Atlántico que continúa batiendo los ojos del escritor aunque viva a miles de kilómetros. El niño descalzo de la novela, aunque lo parezca, no es el niño, nieto del escritor y espejo mudo de su existencia, sino el que él fue y sigue siendo por más que vista de hombre y se comporte en público como si de verdad lo fuera. El niño descalzo, el hombre desnudo, el viajero inagotable por playas y por países, el periodista que todo quiere saberlo pero que, cuando escribe, lo olvida todo, es Juan Cruz, el narrador de una novela que es su memoria y su imaginación a un tiempo, de una historia que es la suya y la de todos a la vez.

Al final, después de haber leído las cuatro novelas (que, se ha dicho, son la misma en el fondo y en la forma pero a la vez distintas en cada paso), la sensación que le queda al lector es la de haber realizado un viaje, el de Juan Cruz hacia sus sentimientos, y de haberlo hecho siguiendo el mapa de su memoria. Porque, como Odiseo, lo que el autor tinerfeño hace es regresar una y otra vez hacia su perdida isla —la de verdad y la de su imaginación— usando para ello una cartografía sentimental, una geografía poética, al modo de la de don Quijote o de la de García Márquez o Rulfo, pero también a la manera de los marinos que, surcando los océanos, arribaron a su isla y se quedaron para siempre en ella. Juan Cruz, aunque nunca ha cesado de ir de un lugar a otro, aunque a lo largo de su vida físicamente ha estado más fuera de ella que en ella, nunca la dejó realmente y la prueba son estos cuatro relatos que son el diario de un navegante perdido más que de un escritor nostálgico, atacado por esa magua canaria que dicen invade a sus compatriotas cuando tardan en volver al archipiélago. Para realizar ese viaje de retorno, aquel muchacho de La Asomada que imaginaba el mundo oyendo la radio o leyendo novelas de adolescencia entre las plataneras de los alrededores o en los lagos de Martiánez mientras miraba a las chicas bañarse, ha venido dibujando un mapa, que es el de su memoria, el único que le permite regresar a su patria siempre que quiere, como aquellos piratas de la isla del tesoro. Aquí el tesoro son las palabras.

JULIO LLAMAZARES

cap-1

EL TERRITORIO DE LA MEMORIA

 

 

 

 

 

El libro entero está dedicado a mis padres y a mis hermanos, que dieron sentido a todos los años

 

 

 

 

 

José Luis Sampedro me enseñó a ver la propia vida como una aventura íntima

 

Sin Ruth este libro no hubiera sido sino un montón de hojas recién escritas

 

Se publica por la generosidad de Olga Álvarez, que quizá vio lo único bueno que el libro tiene: todo en él es verdad o, por lo menos, memoria de lo que es verdad

 

El principio de todas las cosas

 

 

 

 

Anudo mi corbata a la silla y miro a través de la ventana del pasillo: las horas pasan por la calle del domingo y nadie anda por ahí. La soledad del verano es la única música que se escucha en el aire implacable de esta ciudad prestada. Acaricio los objetos, los viejos juguetes de mi infancia y me concentro en un cuadro en el que mi madre y otra mujer juegan a bañarse juntas con una regadera en medio de un jardín verde. Mi madre sonríe bajo el agua; ríe abiertamente, mejor, reconfortada acaso en medio de la terrible humedad del semi-trópico en el que vivía, rodeada de huertas, plataneras y palmeras salvajes que crecen en aquella geografía infantil en la que yo aún no existo. La otra mujer —mi tía, posteriormente— esboza una sonrisa más tímida, como si ella no fuera de aquel entorno y estuviera siendo recibida en un ámbito al que debía acostumbrarse. Las dos componen un retrato feliz y verde de una vida que me contaron.

AGUA. Mi madre estrena unas gafas de sol cuyo origen no recuerdo. Me lleva de la mano, literalmente, al médico. Entonces todas las distancias eran el otro mundo, el lugar al que había que desplazarse trabajosamente, en guaguas ruidosas en las que viajaban obreros, oficinistas, perros, gallinas y conejos que los pobres llevaban de regalo a los ricos de la capital o de las ciudades donde había médicos, abogados y prestamistas. Eran siempre trayectos muy largos, que se alargaban aún más porque en la infancia se desconoce la densidad de los lugares distantes. Al término de aquel viaje en el que mi madre estrenó unas gafas de sol recuerdo que entró con toda naturalidad en un bar del camino y pidió un vaso de agua.

MÚSICA. La mejor hora de la casa era la de las cuatro de la tarde. Entonces sólo estábamos ella y yo; mi madre limpiando las tazas del café sobre el poyo de la cocina negro y en ese momento especialmente abrillantado. En esas ocasiones solía tararear canciones inexistentes. Yo la escuchaba desde mi cama y creía que ese era un signo de su felicidad natural, aquella que veía en las fotos y en sus carcajadas. Un día me levanté a ver cómo tarareaba y descubrí que mientras lo hacía lloraba levemente, como si hablara por sus ojos una misteriosa tristeza interior, la melancolía que acaso yo mismo terminé heredando.

RlSAS. Se reúnen por la tarde todas las mujeres del barrio, a reírse. Vienen de todas partes y es mi madre la que las recibe. El pretexto es coser en torno a la cama enorme y vieja de mis padres. En realidad están tan distraídas que luego han de revisar todo lo que han cosido porque mientras las veo lo único que hacen es reírse, reírse de ellas y de la gente, contarse chistes que entonces yo no comprendí. Un día apunté lo que hablaban y, cuando se fueron, lo relaté a mi madre. Ahí, quizá, quise ser un escritor. Ella me lo dijo, pero añadió que mejor rompía aquel papel.

EL PUENTE. Mi padre y mi madre están separados en ese instante por una lengua de agua en el barranco: el temporal ha incomunicado un lado y otro del barrio y ellos han quedado justamente en uno y otro extremo. No recuerdo dónde estaba yo, pero los veo mirarse hasta que a mi padre se le ocurre una idea: coloca una madera y le pide a mi madre que atraviese la levísima laguna. Cuando se abrazan veo cómo ríen y guardo especialmente en el recuerdo el brillo reciente de la nueva dentadura de mi padre. Ese reencuentro natural fue tan feliz que no me olvido.

LA RADIO. Hubo una vez en que llegó a casa la radio. Una radio reluciente, perfecta, envuelta en una caja de cartón desde la que salió como un regalo. Mi padre la envió por delante, con un hombre que fue expulsado de casa por mi madre como si hubiera visto enfrente al mismo demonio. Poco después el hombre regresó con la radio porque ya mi madre había cambiado su relación tradicional con el pasado: vio aquello, por fin, como una amenaza más leve. La radio fue desde entonces el centro de la casa y yo la escuchaba como si hubiera allí un nuevo hermano, o un tío que te contara cuentos al mediodía cuando todos ya se habían ido.

EL BAÑO. Había un baño de zinc que se turnaba toda la familia; no sé si por un privilegio o por una casualidad a nosotros nos tocaba los domingos, que eran días enormes, felices o tristes, según el sol del cielo. Lo traían a hombros desde el otro lado del barranco, y lo llevaban al cuarto de baño o al dormitorio, según se bañaran antes los niños o los mayores. A mí me bañaban a veces con mi hermano, hasta que mi hermano creció y ya nos bañábamos por separado. No sé cómo siguió la tradición del baño, pero sé que entonces aquellas abluciones dominicales eran el símbolo de que cambiaba la semana, de que se iniciaba una vida nueva.

COMER. Comer era un rito muy simple acaso porque la comida no ofrecía complicación alguna: carne o pescado en cantidades especialmente racionadas; la lentitud del almuerzo dependía más de la propia lentitud de las horas provincianas que de la abundancia de lo que había en la mesa. Y, sin embargo, todo parecía abundante, inacabable, porque mi madre lo colocaba todo al mismo tiempo: las sopas, las garbanzas, las papas, las manzanas verdes, los plátanos amarillos, las ciruelas rojas, el pescado salado, las carnes picadas. Eso ocurría, sobre todo, los domingos y los días de fiesta, después del baño; los otros días la comida era mucho más simple y más rápida, pero el rito era similar y la apariencia de abundancia, idéntica. Entonces no entendía por qué situaba todos los alimentos al mismo tiempo sobre la mesa. Ahora sé que lo hacía porque había poco que ofrecer entonces.

GENOVEVA DE BRABANTE. La casa era en penumbras y entonces no había televisores. Así que las madres contaban cuentos. Mi madre los inventaba constantemente, pero había uno real, porque siempre lo contaba de la misma forma. Mientras lo narraba yo iba reproduciendo, cada vez de forma distinta, las imágenes que sugería la historia, que era la de Genoveva de Brabante, que sobrevive gracias a la leche de una cabra benefactora. En sus palabras el cuento debió ser siempre idéntico a sí mismo, pero en mi imaginación variaba, de modo que siempre se lo requería. Yo escuchaba de lado, cerca de la radio, echado sobre mi cama. No sé si dormía mientras hablaba, pero hoy tengo en mi memoria aquel cuento como si ella también se lo hubiera inventado.

CUIDADO. Todo era un peligro fuera de su ámbito: el frío, el calor, la lluvia, la playa, la mirada de los otros. El mal de ojo, ese hechizo que perseguía a los niños por la calle, era una de sus obsesiones, y lo curaba bostezando. Pero aquel conjunto de miedos al mundo exterior le hacían retenerme en casa para evitar cualquier contingencia. A veces me podía escapar de esa vigilancia del todo que ejercía sobre mi seguridad, para prevenir todas las enfermedades, para evitar que el mundo me tocara. Ella misma decía que acaso yo debía vivir dentro de una redoma, pues a veces llegaba a la exageración de las metáforas del cuidado. Como el clima de mi pueblo era muy cambiante, un día me dijo sucesivamente:

—«Juanillo, quítate del sol», porque el sol podía afectarme, y

—«Juanillo, quítate de la sombra», porque en esta otra ocasión el frío podría perjudicarme.

Entonces fue cuando le dije que me explicara dónde demonios me metía y ella tuvo la ocurrencia:

—Pues en una redoma.

PALABRAS. Era muy lectora e incluso creo que me enseñó a leer. La veo leyendo un periódico, junto a la cama, en una banqueta que duró mil años. En el periódico hay un hombre muerto por unas inundaciones que hubo en la isla de La Palma, de modo que entonces yo debía tener seis años. Ella lee en aquel momento sin gafas, que aún no utiliza, pero creo que me lee algo de lo que viene en el diario. De esa afición suya a leer creo que yo heredé algo, pero ella, sobre todo, aprendió palabras, que decía pertinentemente en cualquier caso. Redoma, que era para mi ámbito una palabra culta, debía de ser uno de esos vocablos que le venían de la lectura del periódico. Lo que nunca pudo aprender era a leer palabras extranjeras, pero carecía de pudor y cuando leía en voz alta, que era casi siempre, las sustituía sin vergüenza alguna por onomatopeyas indescriptibles que convertían a Kissinger o a Vietnam o a MacNamara, entonces usuales en la prensa, en onomatopeyas maravillosas que parecían versos de mudo.

ROPAS. Compraba ropa a plazos y todos los lunes venía un hombre corpulento y silencioso que apuntaba con un lápiz amarillo la peseta y media que debía dar cada semana. No recuerdo qué cantidad, pero sé que ella llevaba muy bien esas cuentas, que a veces sufragaba con el dinero que nos daban las llamadas de teléfono que desde casa hacían los vecinos. Guardaba las monedas recolectadas en una lata de sardinas sin tapa que tenía a la vista en la cocina y que allí estuvo siempre: ella sabía que yo, a mi vez, le robaba ese salario casual, pero nunca dijo nada. La ropa que compraba era la estrictamente necesaria para cada uno de nosotros, porque era austera en casi todo, pero sobre todo en lo que aparentaba. A mí me tenía especialmente abrigado porque consideraba que así me protegía del asma y de los catarros que me traía la humedad del barranco. Hay una fotografía en la que yo aparezco con un aro de goma y un palo con el que lo conducía, sentado delante de la casa de los tíos ricos, o al menos más pudientes que nosotros entonces: cuento en esa foto, prenda sobre prenda, hasta siete ropajes de abrigo. La sombra del flequillo protege mis ojos del sol.

HABLAR. Le encantaba hablar a mi madre. Hablaba y hablaba y hablaba con un gusto similar al que mostraba cuando probaba la comida y decía que el sabor era el adecuado para su gusto. Cuando, en medio de sus conversaciones, descubría un invento verbal suyo o una novedad en el ejercicio de su imaginación, chasqueaba la lengua y se mostraba orgullosa de sí misma. Después, por supuesto, se reía de su propia ocurrencia y seguía por cualquier otra pendiente que le condujera a una nueva risa. Se diría que saboreaba todo lo que hacía y que los sinsabores, que fueron abundantes y muchos de los cuales le di yo mismo con mis enfermedades sorprendentes y cotidianas, le afectaban menos gracias a ese carácter en el que la conversación parecía atenuar la desgracia. Hablaba con todo el mundo. Un día vino a casa una extranjera que desconocía por completo el castellano y le habló con la misma fluidez con que podía haber hablado con nosotros. Hasta que se dio cuenta de que aquélla no se estaba enterando de nada. Se quedó reflexiva y apesadumbrada, hasta que dio con una solución milagrosa:

—A lo mejor se entera por el movimiento de los labios.

LOS MÉDICOS. Fue abundante nuestra experiencia con los médicos, la suya y la mía, especialmente. Nunca podré saber cuántas horas pasamos en las consultas o cuántas veces vinieron los médicos a casa, urgidos primero por la espectacularidad de los padecimientos del asmático, que parecía morirse cada vez que sufría un ataque, y después por su propia enfermedad, mucho más ruin que la mía, más implacable e invasora. Más terrible. Los médicos eran buena gente, o al menos así nos lo hacía parecer. Había algunos hoscos, o maleducados, que le hablaban sobre mí sin pudor alguno acerca de las formas de mi crecimiento. Ella era diplomática y no se dejaba amedrentar por esas autoridades a las que acudíamos para que nos curaran. Nosotros no teníamos contactos ni con alcaldes ni con abogados ni con notarios, así que las autoridades que nos correspondían eran las autoridades médicas. Lo que me sorprendía de los médicos, que fueron los primeros adultos a los que vi de cerca, eran sus manos blancas y limpias, sus uñas bien cortadas, su perfume levísimo, como de gente que se baña a cada instante con agua de colonia para niños. Mi padre tenía las manos grandes y gruesas, ennegrecidas por el sol y por el trabajo, de modo que aquellas otras manos con las que los médicos palpaban mi pecho o mi estómago se me antojaban manos extrañas, hechas para curar: manos que los médicos luego se cambiaban por otras cuando acababan las sucesivas consultas. Mi madre tenía una gran fe en los médicos: no le quedaba más remedio que tenerla, porque era lo único que nos podía aliviar. Y a mí de hecho me aliviaban mucho aquellas visitas, primero porque me permitían viajar y en segundo lugar porque, en efecto, esa sensación de que el médico te cura nada más verte me producía un gran confort, como si se hubieran detenido a un tiempo la enfermedad y la vida y en aquel recinto profiláctico únicamente hubiera el olor envolvente, curativo y tranquilo de la medicina.

RECUENTO. Había muchos problemas, económicos sobre todo, que siempre contaminan cualquier relación y enrarecen amistades, amores y tiempos. Pero mi casa era una casa feliz, o al menos así la queríamos, y en ese deseo mi madre era una columna vertebral exquisita, diplomática —como ya he dicho— y bienhumorada, capaz de borrar una crisis con una palabra, una broma o una risa. Yo me contagié desde muy niño de esa necesidad verdadera de la felicidad que animaba secretamente el clima de aquella casa, pero ese ánimo no evita siempre la perentoriedad de los problemas. En estos caso en que era inevitable que hubiera crisis yo me inventé una manera de rezar: recontaba a los componentes de la familia —mis padres, mis hermanos— antes de dormir; comprobaba así que todos estaban a mi lado y ya dormía como si en efecto mañana fuera a ser otro día.

LA RELIGIÓN. Recuerdo a mi madre con un velo enorme y negro besando las palmas de las manos de un sacerdote que acaba de ser ordenado. Rezaba, se persignaba, emitía jaculatorias, pero no hablaba de los elementos religiosos habituales ni impulsó a ninguno de nosotros a hacerlo. Al contrario. Con las palabras de hoy se diría que era una agnóstica pública y una creyente privada. De otro modo no se explica que un día la amenazara con irme de cura si me impedía salir unos días fuera de casa para asistir a unos ejercicios espirituales y ella respondiera espontáneamente:

—¡No, eso nunca!

LOS CURAS. Hacia los curas lo que tenía era escepticismo. Demasiado dolor vio de cerca para tener otra cosa que resignación, y esa le vino más de su alma que de lo que escuchara. Por eso eran tan intensos sus suspiros cuando estaba sola. Los acababa recordando a sus padres, como si el mundo fuera un círculo enorme e incomprensible en el que el abismo se fabrica quitándonos de nuestro lado a aquellos que de veras nos pueden reconfortar cuando todo falla. Quizá por eso, a pesar de los tiempos en que discurrió su vida, nunca creyó en los curas.

LOS RICOS. Se decía que en casa hubo en un tiempo tanto dinero que había una gaveta llena de billetes en la cómoda de caoba del cuarto en el que dormíamos mis padres y yo. Eso no debía ser verdad pero se dijo tanto que yo llegué a creer en ello como en una leyenda. Así que mis padres habían sido ricos. Eso, como es lógico, podía llegar a desatar las más variadas fantasías, que eran desmentidas por la precisa y abrupta realidad de la vida. Ricos o no, yo sé que a mi padre no le gustaban los poderosos. Los trataba incluso con cierto desdén, como si ellos mismos fueran la metáfora de la inutilidad fatua de las apariencias. Durante mucho tiempo nuestro modo de relacionamos con la gratitud ante los favores de los ricos —empleos, préstamos, favores ocasionales— era regalándoles productos de la tierra o animales, como gallinas y conejos. Ya éramos todos mayores, pero seguía la costumbre. Hasta que un día, con aquella rebeldía interior que le permitía mirar con desdén la presencia y los hábitos de los ricos, mi madre me reconvino, cuando iba a llevar un conejo vivo a un vecino poderoso:

—Déjalo en la conejera que a nosotros nos hará más falta.

LOS ANIMALES. Los animales eran amigos suyos: la vaca, los cerdos, los pollos, los conejos. La cabra. La cabra, especialmente, o la cabrita, como decía ella. La ordeñaba cada día, junto a un árbol que presidía la platanera. Estaban enfrente de la casa y sus ruidos fueron habituales durante mi infancia. Para ordeñar la cabra utilizaba un viejo cazo sin asa sobre el que caía como un hilo blanquísimo la leche. Era un ruido monótono con el que ella se divertía, como si estuviera haciendo sonar un despertador en el barrio. Yo lo escuchaba como una levísima reconciliación con la vida que recomenzaba. Luego mi padre y ella se reunían en la cocina para beber esa leche recién ordeñada. Mi padre la bebía con sal y los dos con gofio. Desde mi cama yo asistía a todos los ruidos: mis hermanas que salían y entraban, mi hermano que recogía el almuerzo para ir a trabajar. Poco a poco ella y yo nos íbamos quedando solos. Por eso hablamos tanto.

LOS ANIMALES (2). Los primeros ruidos —y los primeros olores— fueron los de los animales. Los conejos, vivarachos y bien educados, eran sus favoritos, pero no desdeñaba a los pollos, por los que sentía una ternura especial, un gran cariño, acaso porque parecían frágiles y eran aparentemente solidarios con sus madres y con el resto de los visitantes de aquella granja abigarrada que ella alimentaba cantando. Tenía nombres para cada uno de los animales y les canturreaba para hacerles acercarse a sus manos, en las que llevaba granos, lechugas, alimentos adecuados para cada uno de los sonidos con los que ella los convocaba. No eran simplemente animales de granja destinados a producir carne o huevos: eran sus amigos, y lo eran verdaderamente. Yo no sé si era cierto, pero eso se advertía, francamente, cuando se la veía hablar con ellos.

LA PERRUCHA. Hay una fotografía en la que la Perrucha mueve el rabo como si fuera eterna. No lo era, claro, y de hecho murió un poco más tarde. La recuerdo ladrando mientras mi madre lloraba a gritos porque mi hermano había tenido un accidente muy grave, terrible, del que un milagro le salvó la vida. La Perrucha advirtió en ese instante el sufrimiento de mi madre, y lloraba con ella como un ser humano. Yo era muy niño, pero no me olvido de eso. Era blanca, muy blanca, y acaso la llamaron la Perrucha porque en definitiva no era más que eso: no era una gran perra, ni una perra mediana, era una perrucha, pero muy linda. Mi padre llegó a quererla mucho por una anécdota tremenda que yo viví en todos sus detalles: habían decidido deshacerse de ella, por razones que hoy no sé. La llevaron a las faldas del Teide y la dejaron allí para que se buscara la vida. Y se la buscó: al cabo de dos días regresó a la casa moviendo la cola que aparece también agitando en las fotos. Desde entonces mi padre no se separó de ella. Hasta que un día, retrocediendo con su camión, la atropelló irremediablemente. Nunca más tuvimos perro de nuevo y nunca nos hemos podido olvidar de la Perrucha.

LOS SUECOS. La Perrucha quedó inmortalizada en la foto de los suecos. Los suecos eran los vecinos de mi más perdida infancia: un pintor y una escritora, ambos de Malmoe, que vivían al lado de mi casa, en una mucho mayor en la que se perdían sus voces y sus niños. Eran bohemios, eso lo colijo hoy por lo que entonces contaba mi madre, que les ayudaba a dormir a sus hijos. Eran ricos de entonces, es decir, pobres extranjeros, que jugaban por las noches en el Casino y regresaban de madrugada sin mucho sentido de la realidad porque al desprenderse de sus pantalones dejaban la casa regada de monedas que nunca volvían a recogerse. Los niños eran Tamara y Gofio, este último llamado así porque nació en Canarias. Tamara era de mi edad, supongo, aunque en la fotografía yo estoy de pie y ella está en brazos de una de mis hermanas. La foto es un recuerdo imborrable de aquel tiempo, por sus símbolos y por sus ropajes. Mi madre viste completamente de negro, pero ríe a carcajadas. Yo juego con sus dedos en un ejercicio de simetría que debía hacer mucho entonces y que luego siempre he hecho, como si quisiera exorcizar alguna superstición. Mi hermano viste unos pantalones claros de peto y entrecierra los ojos porque le molesta el sol salado del Puerto. Mis hermanas —Carmela, que lleva a Tamara, y Candelaria, a la que los suecos llamaban Pulsera, porque las usaba— posan también con el aire ingenuo con que las adolescentes aparecen en las fotos. Mi padre lleva, como siempre entonces, una libreta minúscula en la que hacía cuentas que mi madre llamaba Castillos en el Aire, y hay un grupo de vecinos que yo distingo ahora también por sus nombres, uno de los cuales por cierto tiene una mosca en la comisura de los labios. Otro entre los que están en esa fotografía fue víctima luego del fuego de un horrendo accidente pirotécnico, una de las primeras muertes de mi vida, la constancia de que nada era eterno, ni la vida de los otros. Y en esa misma fotografía, digo, la Perrucha moviendo el rabo en una esquina, alegre por cualquier cosa y permanente como un símbolo. Pero hay un detalle aún más simbólico que todos los demás, que la risa y el sol, que las manos y los ojos, y ese detalle es que todos los niños o adolescentes que aparecen en la fotografía, menos yo mismo, llevan los pies descalzos. Sin duda mi propensión a los catarros lleva a mi madre a distinguirme con unas lonas desgastadas pero pulcras. Aunque en mi risilla un poco ridícula y definitivamente infantil parezco igual de descalzo que los otros.

SAN JUAN. Yo era un niño mimado. Supongo que mis exigencias de mimo debían resultar excesivas, sobre todo para mis hermanos, porque era un chico delicado y enfermizo al que se reservaban todas las mejores atenciones de la casa. Además, me acostumbré tanto a ellas que debí pensar que formaban parte de mis derechos infantiles. Lo cierto es que, quizá para mi perjuicio, nunca se me hurtaron esos mimos, ni siquiera en los tiempos posteriores a mi adolescencia. Cuando se hacían más obvios era en tiempos de San Juan: entonces mis padres y mis hermanos fabricaban un arco con frutas y plantas y me entronizaban allí como si fuera un fetiche indio. Era un día muy importante en la vida monótona de entonces, porque suponía como un equinoccio entre la escuela y la nada, o entre la primavera y el sol, como el final de una estación y el comienzo de otra. No sé qué regalos tuve, aunque recuerdo que siempre me subyugó la generosidad ajena, qué había dentro de los paquetes, aunque hubiera aire dentro de los paquetes. De un solo regalo soy consciente: un pequeño coche de juguete, de color rojo, que me trajeron los suecos hasta el asiento mismo de aquel frondoso arco. De resto, los mimos debieron cansar bastante a mis hermanas, que inventaron una respuesta a mis demandas («¡Estoy solo!», gritaba desde la cama) que siempre me dejaba callado:

—Pues si estás solo te compraremos un sifón para que te entretengas.

Mi madre tenía una respuesta similar, pero en lugar de un sifón ella añadía que me iba a comprar un perrito. Yo debía de ser un niño insoportable.

COMER (2). Era un niño insoportable. En los años posteriores de mi vida, ahora mismo, fui incapaz de llorar, pero entonces inventé el llanto, fui su príncipe, su rey, el presidente de todas las llantinas. Se acrecentaban a la hora de la comida y afectaban sobre todo al tiempo y al espacio de mi madre, que tenía que recorrer el barrio dándome cucharada a cucharada el plato cotidiano de potaje. ¿Por qué lloraba, de qué lloraba, de dónde venía aquel llanto? Mi madre tenía una respuesta bastante práctica:

—Tu llanto vendría de la mimosería.

INDESTRUCTIBLE. Me decía tanto que me cuidara —nos lo decía a todos— que no pudo entender qué pasó el día que volví a casa con el pie derecho —recuerdo que era el derecho: lo que pueden las sensaciones de la memoria— ensangrentado y roto, una ruina de pie chiquito. Había decidido, dije, que casi todo era inmortal e indestructible, y yo mismo me creía blindado ante cualquier desgracia: a nadie de mis próximos le podría ocurrir nada y a mí tampoco me tendría que pasar. Así que un día, paseando por las ruinas de una carpintería inmensa, decidí que un clavo desafiante que se abría como una amenaza sobre una madera perfecta era un buen lugar para depositar el pie sin otra protección que aquellas lonas levísimas con las que me dejaban pasear por el barrio. El resultado fue el que hubiera esperado todo el mundo menos aquel lunático suicida que creía en la perpetuación de la vida como si los espejos no se rompieran también siempre.

LA ESCUELA. Mi madre me enseñó a leer. Mis hermanos leyeron por su cuenta, porque pudieron ir a la escuela a su tiempo. Pero a mí ella tuvo que enseñarme las primeras letras porque mi inveterada propensión a la enfermedad me previno aquellos primeros años de la enseñanza. Supongo que, en cierto modo, ella aprendió conmigo, o por lo menos así lo hacía imaginar su extraordinaria pasión por lo que hacía y por los progresos que ella me atribuía. Mis hermanos no tuvieron tanta suerte: fueron adiestrados por maestros probablemente cansinos y nunca tuvieron un verdadero interés por lo que hacían porque acaso nunca se lo inculcaron. Entonces la escuela era un desastre, al menos por lo que yo pude comprobar en mi propio caso: el maestro resolvía sus cuentas personales, con una pluma espléndida, según recuerdo, pero a nosotros no nos prestaba atención alguna. Hasta que llegó un maestro, muy joven y muy obcecado, que estaba empeñado en llevar a nuestro barrio distraído una pasión por el aprendizaje que nunca antes se nos inculcó de veras. La escuela, a la que finalmente fui con las primeras letras recién aprendidas, olía a pizarrín y a trapo de borrar, y los chicos todos olían al mismo jabón y a los mismos pies, porque todos usábamos los mismos calzados y nos bañábamos con una frecuencia similar. No había cuarto de baño, o al menos el existente era para el maestro que hacía delante de nosotros sus propias cuentas al lado de un mapa de España en el que no estaban las islas Canarias sino en un cuadrado minúsculo debajo de las Baleraes, y nosotros teníamos que ir a orinar debajo de una palmera espléndida, coronada de dátiles podridos que, al caer, convertían aquel suelo en un jardín amarillo. Era tan inhóspito ir a la escuela que ahora, cuando hilvano estos recuerdos, me explico por qué mi hermano, al volver del primer día escolar, tuvo esta conversación con mi madre:

—Madre, ya fui a la escuela.

—Muy bien. Pues mañana tienes que volver.

—Pero, ¿hay que ir a la escuela todos los días?

LOS CALCETINES. Cuando mi hermano terminó la enseñanza escolar —o quizá mientras la hacía— mis padres consideraron que debía ir a un colegio de veras, uno de aquellos en los que estudiaban los muchachos ricos del Valle, y le enviaron a un colegio religioso, de los Salesianos, cuando éstos aún eran curas reaccionarios que mantenían una relación de privilegio con la sociedad poderosa del Norte de la isla. Fue su primer choque con la realidad y, aunque quizá él no lo sepa, fue también mi primer encontronazo con los otros. Hasta entonces nosotros nos habíamos calzado como queda descrito en estas viñetas, pero con el colegio él descubrió la exigencia del calzado. Y de los calcetines. Un día volvió diciendo que sus compañeros le aseguraban que ellos no sólo se cambiaban de calcetines cada día sino que aquellos que se descalzaban ya no volvían a ser utilizados de nuevo. Nunca pude olvidarme de aquella desmesura.

A LA MECÁNICA. Mi padre siempre tuvo camiones. En un Willier’s viejo aprendí a oler el cuero y en uno especialmente horroroso que le tocó en una subasta —había hecho la guerra africana y él lo compró por tres duros— aprendí a descubrir el Sur, en viajes terribles de polvo, de lagartos y de ruidos. En ellos, por otra parte, se inició mi hermano en la mecánica, de la que llegó a ser un experto sobresaliente. Tan fuerte le entró la vocación que desde muy niño supo restaurar motores y conducir automóviles subrepticiamente. Acaso el clima cursi y rigurosamente clasista —y racista, puedo decirlo— de su colegio fue el que un día de comienzos del verano, al término del curso, le hizo arrojar dentro de un armario los libros escolares y exclamar para que se supiera que su decisión era la última, la principal, la incontrovertible:

—¡Se acabó! Y ahora, a la mecánica.

LA TIERRA. El olor de la tierra. Recuerdo la primera vez que lo sentí, a media mañana, en la puerta de mi casa. Después de largos periodos de convalecencia, mi madre me preparaba de nuevo para mezclarme con el mundo: me sacaba de la redoma de cristal en que convertía el cuarto en el que transcurrían aquellas larguísimas semanas, me vestía con la pulcritud que consideraba adecuada, me abrigaba para neutralizar cualquier nuevo riesgo y me llevaba a la puerta de la calle. Acababa de llover y la tierra —entonces era de tierra la calle de mi casa— llegó hasta mí como un olor penetrante, como una celebración humeante de la vida. Ese fue el primer olor de la tierra, la tierra propiamente dicha: circular, húmedo, tangible e inesperado. El primer olor del que guardo recuerdo.

DESCUBRIMIENTO. Aquellos largos periodos de convalecencia tenían un efecto muy singular sobre mi carácter y quizá también sobre el de mis padres y hermanos; tener un enfermo en casa, supongo ahora, exige explicaciones cotidianas: qué le ocurre, por qué está tanto tiempo en cama, ¿es incurable? Todas las preguntas relativas a la enfermedad y a los enfermos, en los pueblos y fuera de ellos, incluye cierto grado de morbosidad, así que las respuestas deben estar preparadas para afrontar ese tono y ello exige una fuerte disposición psicológica para contrarrestar la íntima repugnancia que se siente ante un enfermo pertinaz. Al enfermo, esa situación de indefensión permanente, de incertidumbre, le convierte en un objeto, en una caricatura de ser humano: atado a una cama, imposibilitado de ir y venir, ha de inventar allí un universo para seguir viviendo. La verdad es que poca gente creería que la cama termina siendo el lugar de una aventura, sobre todo para los enfermos adolescentes. En las horas en que se abandona, todo adquiere unos contornos nuevos, imperceptibles sin duda para los que habitualmente se hallan en el mundo de los sanos.

ABUELO. Era un viejo sonriente y magnífico, fuerte y asmático, dicharachero y fantástico; limpio. De aquella casa suya recuerdo sobre todo la limpieza, el orden, las camas recién hechas y él acostado sobre las almohadas blancas, presa aún de algún ataque de asma. Su habitación daba al parral, y mientras él se recuperaba del ahogo mi abuela vigilaba afuera, sentada en un banquito de madera, zurciendo calcetines o cosiendo camisas. Detrás del cabezal de la cama de mi abuelo estaba el retrato de Alfonso XIII, gracias al cual se salvó en la guerra civil. Los militares fascistas le vinieron a buscar, porque no estaba claro que no fuera un republicano, y él les enseñó el cuadro de Alfonso XIII y ya dejaron de darle la lata; contaba luego esa anécdota, vital para él ciertamente, riéndose con sus dientecillos pícaros, al borde siempre del asma, así que sus ojos, brillantes o melancólicos, acompañaban desacompasadamente la narración.

No le recuerdo trabajando, porque ya era muy mayor cuando yo nací y seguía siendo un niño cuando murió, pero tenía una actividad que me fascinaba y cuyo desarrollo recuerdo con nitidez. Vivía al otro lado del barranco, enfrente de mi casa, y yo me asomaba a veces con mi madre a la azotea sólo para verle, sentado frente a nosotros, con las manos poderosas sobre las rodillas, mirando, siempre mirando, con su pipa vieja entre los dedos y un golpe de tos sincopado descubriendo su presencia silenciosa. Cuando estaba bien bajaba hasta el pequeño campo de fútbol que habíamos hecho en el barrio y la gente le traía sus burros para que él los domara. Yo creo que él inventó esa forma suya de domar los burros: los cargaba con piedras pesadas y les hacía dar vueltas alrededor del campo hasta que, exhaustos, dejaban de dar saltos salvajes o carreras locas por la vecindad y se convertían, como domados por mi abuelo, en burros mansos y domésticos dispuestos ya para ayudar en las tareas de las huertas, en el transporte de la hierba o de los plátanos, o en cualquiera de las múltiples ventas ambulantes que entonces sustentaban la paupérrima economía de todos nosotros.

Eran sus épocas de vitalidad, cuando dominaba el asma con arrojo, como si nunca hubiera estado enfermo. Pero el último recuerdo que tengo de él es cuando volvíamos de ese barranco y a los dos nos dio, simultáneamente, un ataque de asma. Nos sentamos en el descansillo de una puerta, me dijo que estuviera tranquilo, sacó su bomba antiasmática cubierta del sudor de sus manos, triste y enigmática como los artilugios de un brujo, y me la pasó; luego se dio él un poco y regresamos en silencio. No dijimos nada de lo que nos pasó juntos, y ya desde entonces sólo recuerdo que, el día que murió, mi padre le dijo a mi madre, en un cuarto de la azotea, llorando:

—Ya estamos los dos solos.

 

Agua

 

 

 

Paréntesis de la sed, la a abierta recorriendo el cuello de la ge y entrando suave, vertical, por las manos de abrazo de la u, para desembocar de nuevo en la otra a simétrica, igualmente abierta, del alivio.

Y sin embargo sigue existiendo, terca, en los bordes secos de las islas: atarjeas, estanques (tanques, decíamos los niños), cañerías de las azoteas, baldes, cubos de agua junto a la cocina, agua en el patio, sobre los helechos, y en la cabeza de los niños, agua. Nunca había dos aguas diferentes, y el ruido del agua también era distinto, arbitrario y bello, al subir por los tubos, un siseo sordo, igual y monótono, y el agua del mar para dormirnos, el agua siempre golpeando ruidosa la capacidad de los niños para imaginar terremotos, grandes guerras, el agua sirviendo de soporte de los barcos de juguete, el agua para navegar y para bañarse, el agua transparente del cielo, tras los cristales, agua.

EL ALIVIO. El agua. Mi madre me lo dijo un día:

—Si yo pudiera estaría siempre donde nace el agua.

—¿Y por qué, madre?

—Porque me alivia.

Recostada en la cama, bebía agua mirando a mis ojos ya con sus ojos blancos, aquel sabor que le traía el agua de la tierra, la tierra madre del agua, y ella soñaba con levantarse un día de aquellas sábanas para ir al lugar donde fuera posible asistir al milagro que ella adivinaba del fondo de la tierra. Triste, silenciosa y sola, el agua secreta de los valles, y al final aquel chorro que yo mismo vi crecer como las palomas mansas del abismo que era en medio de su ruido el fantasma vertical de la mina.

—Yo vi crecer este agua, madre.

—¿Lo viste de verdad?

—Lo vi de verdad, en el monte.

—¿Dónde?

—Por Vilaflor.

—¿Fuente Alta?

Ella tenía memoria para todas las marcas, pero esa era la que en los días finales de su vida le alivió más, le llevó la mano que ya no transmite ninguna medicina y, en medio del dolor y de la nada que debía sentirse en esos tiempos fatales de despedida, tenía aquel vaso transparente como la confirmación —la posibilidad, siempre desmentida— de la supervivencia y de la vida.

LOS SUEÑOS. De niño yo me sentaba junto a la cañería de la calle y escuchaba subir el agua —¿subir o bajar, qué hacía el agua?— con aquel ruido zigzagueante y perfecto, monótono, mientras leía, sentado en la ventana de mi casa, las novelas de Julio Verne.

Aquel sonido perpetuo me llevaba a grandes horizontes, a mares indescriptibles, y luego soñaba por las noches sueños de gran felicidad: surcaba a zancadas aquellos mismos mares, entre rocas magníficas y blancas en medio de las cuales yo era una especie de nadador alado. Los sueños eran entonces perfectos, como si la vida fuera pictórica y nunca fuera a faltar nada, una sinfonía universal, armónica, una vida sin tacha, un mundo sin defectos. El sueño. Al despertar regresaba a los libros y al ruido del agua y en medio de aquella lujuria de sonidos yo era también el protagonista del sueño de anoche, deseando que fuera verdad todo lo que había ocurrido mientras dormía.

EL BENEFICIO. El agua por todas partes. Mis padres se despertaban de noche para regar la huerta, porque recibían las dulas —el rato que les tocaba regar— de manera arbitraria, pero siempre de noche. Mi padre salía entonces con los pantalones arremangados, con la camisa blanca manchada de mangla —los residuos implacables de las plataneras: nadie podía limpiarlos nunca—, e iba hacia la huerta a recoger las tornas —las tornas eran trozos del árbol de los plátanos, cortados a la medida de los huecos de las atarjeas, para establecer con ellos el flujo del agua—; luego venía aquel chorro que de noche era misterioso y de día era blanco, desperdigado pero medido, perfecto, y la huerta iba regándose sinfónicamente. Todo parecía entonces, ante la niñez y la inexperiencia, hecho para ser así, de modo que nada llegaba a ser defectuoso; luego fue creciendo la edad y todo empezó a verse en su claridad más indeseable, las cosas rotas, las cosas que nadie rompe pero se rompieron.

Todo se establecía en la huerta en torno a las horas del agua, y la huerta adquiría otra dimensión, el aspecto recién limpio de una casa, porque mi padre y mi madre, ya por la mañana, aprovechaban el agua para limpiar los plátanos, para regar sus hojas y sus frutos, y del mismo modo que el patio de los helechos aparecía más limpio y más verde cuando lo regaban al amanecer, la platanera parecía renacer cuando recibía, siempre de noche, el beneficio múltiple del agua.

EL SUSTENTO. El agua era esencial en la casa. Me gustaba oler la ropa recién lavada, en la azotea, y también me gustaba olerla en el cuarto de planchar, cuando ya estaba seca, y me gustaba la cocina por la tarde, cuando mi madre había fregado todos los platos y los había alineado junto al fregadero, y todo parecía limpio, y nosotros también en medio de aquella casa recién ordenada por el agua.

El agua ocupó un puesto central en mi propia vida; gracias a ella me despertaron mis padres y mis hermanos de muchas noches terribles, en las que parecía asfixiarme el asma: ellos me lanzaban cubos de agua fría, gritándome para que volviera a respirar, y supongo que una combinación adecuada entre los gritos y el agua consiguió el propósito de tenerme respirando hasta este instante; supongo también que seguirá siendo el agua el sustento, hasta —como decía Luis Buñuel— el último suspiro.

LOS MUERTOS. El agua es lo que no tiene destino, nace y muere involuntariamente, alocada en el mar, al albur del viento, su gran aliado, o quieta en los estanques, cubierta de musgo, misteriosa y vengativa, traidora, porque a veces su profundidad desconocida se traga la vida; tragedia del agua en los pueblos: la gente se lanza, cansada, a los estanques, y ya no viene más, se queda allí en la peor posible de las muertes tremendas, y la gente recorre las poblaciones contando qué pasó, cómo, los detalles macabros del fin de los otros, esa íntima condolencia que a veces oculta tanto regocijo: tener algo que contar, decir algo que no se dijo ayer en las esquinas de los bares. La primera vez que vi la foto de un hombre muerto fue después de unas inundaciones. Enorme aquel hombre vencido, y el periódico sostenido por mi madre mientras yo de niño hacía preguntas que sólo tenían la respuesta obvia: es la foto de un hombre muerto. Nunca vi a nadie muerto excepto en fotografías, y ese recuerdo de la quietud misteriosa que tienen los muertos fotografiados me llevó siempre a aquella primera foto de un muerto en mi vida. El carácter de esa fotografía responde también al carácter que tienen los recuerdos de entonces: recuerdos granulados, tremendos, como si la vida fuera a ser así para siempre, imperfecta e inexplicable, así como es un hombre muerto, la foto de un volcán nevado, un equipo de fútbol, Franco inaugurando una carretera, el gobernador recibiendo a alguien. Una solemnidad fotografiada; el aire imbécil de la época de pronto roto por la presencia de una fotografía así que mi madre sostenía en las manos para que yo le preguntara y eso qué es y ella me dijera lo obvio: la fotografía de un muerto.

LA PERMANENCIA. Siempre me subyugó ese carácter eterno que tiene el agua —¿dónde nace, de qué muere?—, su permanencia en el vaso: transparente como ella, ¿por qué persiste, a lo largo del día, siempre una lágrima de agua, un resto de ese líquido perpetuo, como si al agua también le costara despedirse? Esa persistencia del agua en el vaso como una metáfora de la naturaleza quedándose, siendo para siempre a pesar de la constancia de la sed.

El agua en todas sus diferentes formas de alivio, y también el agua del sudor. El agua y el tiempo. El agua y la inconsolable cantidad del tiempo bajo las lluvias, las hojas secas y de pronto el aguacero que barre con su mano poderosa pero tenue todos los rincones del camino; el agua que también pone en orden la tierra, y el olor del cansancio del agua creando en la atmósfera solitaria de los patios el ambiente de un milagro. El cansancio del agua, y su olor; cómo que no tiene olor el agua: lo adquiere y lo pierde. El olor de la lluvia y el olor del vaso de agua en la mesa de noche, el olor del agua que pasa por encima de la cabeza de los niños, el olor de las lágrimas, el olor azufrado del sudor de los hombres que trabajan en el campo, el olor del agua que cae sobre los jardines, el líquido desparramado y aleatorio que salpica las rosas de los jardines y se queda exactamente como la gota única en las hojas verdes de las plantas. El agua que huele al tiempo y a la humedad del tiempo.

LA LLUVIA. Maneras de llover. Me gustaba mirar cómo llovía tras los cristales; juntaba las manos, desunía los dedos y luego lanzaba el vaho contra el cristal: esa lágrima múltiple que se iba desvaneciendo fue durante muchos años mi horizonte; atrás, muy atrás de ese vaho fugaz se abría la platanera, las hojas de la huerta chorreando el agua húmeda y casual de las lluvias de mediodía, y más allá aún, tan lejos, la montaña, aún intacta, que limitaba mi barrio con el mundo, húmeda figuración del tiempo. Los niños pasaban por delante de la ventana y yo los admiraba, capaces de correr —esa manera que tienen los niños de correr cuando se producen pequeñas catástrofes gozosas— bajo la lluvia. La lluvia era un acontecimiento. El cielo nublado, cargado, plomizo, del mediodía, y de pronto empieza a serenar —el sereno, aquella palabra que definía a la lluvia chiquita, un diluvio infantil y nada serio que arruinaba las ropas y nublaba la vista de los vecinos— y luego a diluviar sobre el barrio: la tierra crepita en silencio y las mujeres se asoman a las aceras para que no haya ningún niño mojándose. No había paraguas en el barrio, o al menos yo no vi nunca ninguno, y cuando se inventó el plástico las mujeres iban corriendo de un lado a otro con su gorrito transparente en la cabeza, a recoger la ropa de las azoteas, a cuidar que las gallinas volvieran al corral y a que no se mojaran las vacas.

LA PERRUCHA (2). A los perros les gustaba la lluvia. Chorreantes, chapoteaban en los charcos y luego entraban en las casas sacudiéndose con la elegancia indolente de los animales. Los perros son sabios, o al menos despreocupados, distantes, como si los conflictos del mundo les afectaran muy relativamente, son fieles y bien educados siempre que están cerca de sus dueños, y emiten esa fidelidad en forma de ladridos cuando la frontera que ellos estiman pertinente resulta traspasada por una voz extraña, no codificada aún entre las voces propias del círculo imaginario que ellos mismos han trazado. Nuestra perra, la Perrucha, pequeña y contoneante, era muy del barrio, de modo que la oí ladrar pocas veces: se sentía, quizá, dueña de un círculo muy amplio, así que olisqueaba los zapatos —el calzado, cabría decir, porque entonces no había muchos zapatos en el barrio—, advertía la procedencia del intruso, y luego dejaba su inspección para las palabras de los otros; ella reservaba su ladrido para otras circunstancias. Huía del agua, como los gatos escaldados, pero a veces venía conmigo a verla desde la ventana: éramos entonces los únicos habitantes perpetuos de la casa; mientras los demás viajaban, recogían las gallinas o alimentaban las vacas, nosotros compartíamos con mi madre horas de austero silencio.

EL SILENCIO. ¿Por qué había en la casa aquel silencio vespertino, por qué nunca he podido describir aquel silencio que surgía cuando acababan las tareas del almuerzo y éramos en casa sólo mi madre, la Perrucha y yo? Yo no salía a la calle, precisamente por si lloviznaba, y en mi pueblo siempre estaba a punto de llover aunque no lloviera nunca: había un cielo plomizo, amenazante, insistente, como una nube gris que se hubiera posado allí por culpa de cualquier melancolía, y la amenaza de lluvia era idéntica, e idénticamente pospuesta, a la amenaza de sol, así que vivíamos mirando al cielo y achicando los ojos porque aquella luz de agua nos cegaba verdaderamente, como una mano que nos cogiera por sorpresa detrás de una esquina solitaria.

La llovizna, cuando se producía, y no era lluvia sino llovizna, anulaba todas mis posibilidades de salir a la calle, y yo lo agradecía porque así la veía caer tras los cristales, sobre la platanera, haciendo charcos que al secarse, luego, eran espléndidos para jugar a los boliches. En épocas de lluvias contundentes o de insistentes lloviznas yo vivía ese encierro dulce que al atardecer se convertía en el centro del silencio, aquella música callada en la que sobresalía la sobriedad ensimismada de mi madre.

Aquella mujer dicharachera y extrovertida de las mañanas y aquel ser sin palabras de la tarde, como si se produjera una comunicación íntima que no se tuviera que concretar en otras palabras que las precisas para aguardar la inexorable llegada de los otros, y en cierto modo la interrupción de aquel tiempo de silencio.

LA LIBERTAD. Y cuando salía a la calle, aún estaba reciente el olor del agua sobre la tierra, una tierra fértil y porosa, y ya entonces podía yo jugar a los boliches con los chicos del barrio. La libertad —la libertad de salir, de respirar más allá de las ventanas— se relaciona por eso en mi vida con la presencia de la lluvia y con aquella ventanilla desde la que yo veía la montaña desdibujarse a medida que caían gotas sobre el sudor del cristal.

EL BAÑO (2). En el baño de zinc se producía nuestro principal contacto doméstico con el agua, una vez a la semana. El recuerdo es de agua esponjosa y saludable, que mi madre cambiaba a medida que el propio baño se iba enjabonando; y la cambiaba, cuando me bañaba a mí, lanzándola por encima de mi cabeza, como si estuviera inventando la ducha, y yo sentía, verdaderamente, que el agua se renovaba y era distinta: cada agua, cada minuto, cada instante, un agua diferente sobre mi cabeza.

LA SALUD. El agua se identifica mucho en mi vida con la salud. Beberla, tocarla, sentirla sobre las plantas y sobre las cosas; el agua para purificar la vida, el agua para bañarse, el agua de la talla y el agua del mar, el agua de la ducha y el agua a la que huelen los niños. Un fotógrafo, muchos años después, me descubrió además que el agua aliviaba la tensión de la piel y que los rostros que acaban de ser lavados con agua fresca y aún no están completamente secos resultan mejor en las fotografías. El agua, pues, como símbolo y también como memoria.

EL HIELO. García Márquez cuenta al principio de Cien años de soledad que Aureliano Buendía nunca pudo olvidar, ni siquiera ante el pelotón de fusilamiento, el día en que su abuelo le llevó a ver por primera vez el hielo. La gente de mi edad —los años 50 y 60 de Canarias— vimos el hielo por primera vez, y no fue una figuración, ni un símbolo, ni una imagen fotografiada, sino hielo de verdad, contundente, que transportábamos a casa en cubos verdes o azules, y que comprábamos en las ventas, o en los primitivos supermercados de nuestra infancia, del mismo modo que comprábamos el pan o las lentejas. Pesaba como el agua e iba cayendo sobre nuestros hombros con esa insistencia que tiene lo que se desparrama pero que parece que no se va a acabar jamás. Barras de hielo enormes o pequeñas, según las posibilidades de cada familia, y después esas barras de hielo ingresaban en la casa y ya quedaban a disposición de las mujeres, que guardaban con ella pescado fresco, frutas, carne, lo que entonces fuera la esencia de la dieta.

En mi casa no hubo hielo, ni nevera, durante mucho tiempo, e incluso la primera nevera que llegó fue descartada porque su falta de uso la hizo obsoleta. Mi madre limpiaba el pescado o asaba la carne al instante, no compraba para el día siguiente, y de ese modo evitó ingresar en las indeseadas modernidades de la época: ya en su tiempo rechazó el primer aparato de radio que entró en casa y ahora ya no tengo en mi memoria cómo reaccionó ante la llegada de la televisión.

LA PLAYA. El agua del mar la descubrí muy tarde. Había fotos en casa en las que mis padres —mi padre, en realidad: mi madre debía estar en casa, conmigo y con la Perrucha— aparecían al borde del mar. Incluso había algunas fotos de mis hermanos en la playa de arena negra de mi pueblo, pero a mí nunca me llevaban: en cierto modo, por tanto, yo identificaba el agua del mar con el agua de la lluvia, ese cielo invertido y llovido por dentro en que se convertía aquel magnífico horizonte azul que yo veía —e imaginaba— desde las guaguas. Es curioso evocar ahora cómo intuía uno el sabor del mar antes de conocerlo, y antes de saborearlo, esa atmósfera de sal y de salitre en que se convierte la espuma de la orilla, la libertad, espiritual y sentimental, que se siente en contacto con esa geografía desnuda y limpia que ofrece el mar ante nuestra vista.

Pues esa visión del mar me fue impedida durante toda mi infancia, y llegué a ella en la adolescencia; pálido y supongo que ojeroso, como los fracasados de la infancia, un día decidí romper el tabú, conseguí un bañador y otros aperos del baño, fui a la playa en un descuido y me construí alrededor una valla que protegiera de las miradas —mi padre me vio un día, pero no dijo nada— la violenta palidez de aquel entonces.

Lo oculté a todo el mundo, hasta que me puse moreno.

EL TIEMPO. El agua. Siempre creí que el agua comunicaba a la gente de un océano a otro, de un continente al otro, de una isla a otra. Ahora sé que el agua es el tiempo, y que cuando mi madre la pedía con aquella insistencia lejana de sus últimos días no estaba demandando precisamente agua, sino la mano que la alejara del dolor y del tiempo.

Hoy toco el agua como quien se acaricia la infancia.

 

El mar es la superficie del mar

 

 

 

El agua es la superficie. Y es también el fondo. Es sobre todo el fondo la superficie del agua. Es un misterio perfecto, igual y monótono: el agua es la monotonía, la esencia fría de la música, el punto de partida. El agua de mar es aún más simbólica que el agua a secas: oculta desde su exterior desigual una geografía que se puede adivinar por la experiencia de la tierra. No tiene secreto alguno: rocosa, o llena de musgo, pero tan evidente como la memoria. El mar es la superficie; la superficie es el misterio.

SONIDO. El mar, pues, es el misterio. Desde luego, cuando se advierte su presencia inconmensurable, el mar se confunde con un horizonte. De cerca, el horizonte es la orilla, el lugar donde llega el mar; la lejanía es el ruido. De cerca no se oye el mar, porque el sonido constituye el propio mar; el resto se diluye. Justamente: el resto es la disolución.

OLOR. Lo contaré desde los dos lados: la primera vez que vi el mar lo que vi fue el olor. El olor del mar se ve, te envuelve para siempre, viaja contigo, se apodera de ti. El mar es el olor. Cuando lo abandoné por última vez era una superficie plana y azul por la mañana.

Desde lejos, el mar es el recuerdo del sol: el mar es el sol, perfecto y detenido, el mar es el olor del mar desde lejos. Mi primer viaje fue a Madrid. Allí no hay mar, es bien sabido, pero el mar también está porque el mar es la imaginación, lo que queda en la memoria de la luz del mar. Desde las colinas altas, urbanas y desiguales como el fondo del mar, también se ve el mar. El mar es la imaginación: viaja contigo a todas partes y no se te despega. Yo he visto el mar de noche en Madrid, como si fuera de visita. Y lo he visto en la meseta, como si se estuviera retirando el mar. Luego he viajado a otros países, y siempre lo he llevado conmigo, por si acaso da la vuelta de la esquina y se convierte en el espectro del silencio del mar, que es la muerte. Cuando se retira, el mar se asemeja al silencio de la muerte. Pero el mar no es la muerte.

En Londres, por ejemplo, no hay mar; hay mar en Yugoslavia, pero está quieta, como a la espera; y hay mar en Italia, pero parece puesto dentro de una caja de chocolates, listo para ser envuelto en papel celofán, olvidado sobre una colina de juguete. En México no vi el mar, y todavía no sé por qué relaciono esa ausencia con el cuadro de un grito.

Vi el mar en Francia, y a ese mar debo dedicarle un homenaje: el mar del norte te hace hablar solo; el del sur te deja en silencio. Debe ser consecuencia de los rumores distintos que ofrece el sonido del mar. Por la orilla del mar de Francia combatí la soledad hablando solo, y de ahí surge un aprecio fraternal por ese mar lejano, tan acogedor.

En el mar del sur me quedé en silencio, como si estuviera oliendo.

EL MIEDO. Pero el mar es el mar de la infancia. El mar es la infancia, porque es la imaginación, la soledad, el olor, el misterio, la memoria, el miedo a la muerte, la apropiación eterna de la infancia.

El mar es también un aliado distante, el territorio de un escalofrío. Una tarde de verano en la isla: agarrado a un neumático, navegué tanto que el mar me desplazó del mundo y me atrajo con su mano de vicio y la velocidad del miedo hacia las aguas profundas; me ayudó en el regreso un chico de pelo negro, muy veloz, que me dejó descansar y luego me llevó a jugar al billar. Medi

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