Al otro lado del río y entre los árboles

Ernest Hemingway

Fragmento

Capítulo 1

1

Partieron dos horas antes de despuntar el alba y, al principio, no hizo falta romper el hielo del canal pues les habían precedido otras barcas. En cada barca, en la oscuridad, de forma que no se le veía, sino que solo se le oía, había un hombre a popa con una larga pértiga. El cazador iba en una banqueta atada a la caja que contenía su almuerzo y los cartuchos; las escopetas estaban apoyadas contra los señuelos de madera. En algún sitio, en cada barca, había un saco con dos o tres ánades hembras vivos, o una hembra y un macho, y en todas había un perro que se movía y temblaba inquieto al oír el ruido de las alas de los patos que les sobrevolaban en la oscuridad.

Cuatro de las barcas subieron por el canal principal hacia la gran laguna que había al norte. Una quinta barca se había desviado ya por un canal lateral. Después, la sexta barca se desvió al sur, hacia la laguna menos profunda, y el camino dejó de estar expedito.

Había hielo por todas partes, recién congelado por el frío nocturno y sin viento. Era flexible y se doblaba ante el empuje de la pértiga. Luego se rompía con tanta brusquedad como un cristal, pero la barca apenas avanzaba.

—Deme un remo —dijo el cazador de la sexta barca.

Se levantó y se instaló con cuidado. Oía a los patos que volaban en la oscuridad, y notaba la inquieta agitación del perro. Al norte oyó el ruido del hielo que rompían las otras barcas.

—Con cuidado —dijo a popa el de la pértiga—. No vaya a volcar la barca.

—Yo también soy barquero —respondió el cazador.

Cogió el remo y le dio la vuelta para sujetarlo por la pala. La agarró y clavó la empuñadura en el hielo. Notó el fondo duro de la laguna, descargó el peso en la pala, y sujetándola con las dos manos, tirando y empujando hasta que el mango de la pértiga quedó a popa, empujó la barca hacia delante para romper el hielo. El hielo se quebraba como láminas de cristal a medida que la barca avanzaba, y el barquero los llevaba hacia el paso que había abierto.

Al cabo de un rato, el cazador, que estaba esforzándose mucho y sudaba debajo de la ropa de abrigo, le preguntó al barquero:

—¿Dónde está el tonel?

—Ahí a la izquierda. En mitad de la bahía siguiente.

—¿Viramos ahora hacia allí?

—Como quiera.

—¿A qué viene eso de como quiera? Usted conoce estas aguas. ¿Hay profundidad suficiente para llegar?

—La marea está baja. ¿Quién sabe?

—Si no nos damos prisa será de día antes de que lleguemos.

El barquero no respondió.

«Muy bien, capullo taciturno —pensó el cazador para sus adentros—. Vamos para allá. Hemos recorrido ya dos tercios del camino y, si te preocupa tener que trabajar y romper el hielo para ir a buscar los patos, peor para ti.»

—Manos a la obra, capullo —dijo en inglés.

—¿Qué? —preguntó en italiano el barquero.

—He dicho que más vale darse prisa. Va a amanecer.

El día despuntó antes de que llegasen al enorme tonel de roble hundido en el fondo de la laguna. Estaba rodeado de una pendiente de tierra en la que habían plantado hierbas y juncos, el cazador desembarcó con cuidado y notó cómo se rompía la hierba helada al pisarla. El barquero levantó la banqueta de tiro y la caja de cartuchos y se los dio al cazador que los cogió y los dejó en el centro del tonel.

El cazador con las botas de agua que le llegaban a la cintura y una vieja chaqueta militar, con una insignia en el hombro izquierdo que nadie entendía, y unas manchas claras en la pechera de donde habían arrancado las estrellas, se metió en el tonel y el barquero le pasó las dos escopetas.

Las dejó contra la pared del tonel y colgó de unos ganchos la otra bolsa de cartuchos. Luego apoyó las escopetas contra los lados de la bolsa.

—¿Hemos traído agua? —le preguntó al barquero.

—No —respondió.

—¿La de la laguna se puede beber?

—No. No es buena.

El cazador estaba sediento por el esfuerzo de romper el hielo y empujar la barca y notó cómo aumentaba su cólera, luego se contuvo y dijo:

—¿Le ayudo a romper el hielo para colocar los señuelos?

—No —dijo el barquero y empujó brutalmente la embarcación contra la fina lámina de hielo que crujió y se rompió cuando la barca chocó con ella. El barquero empezó a golpear el hielo con la pala del remo y después se dedicó a lanzar señuelos detrás y a un lado.

«Está de un humor de perros —pensó el cazador—. Y es un animal. Yo he tenido que esforzarme como un mulo para llegar aquí. A él le ha bastado con empujar con todo el peso de su cuerpo. ¿Qué mosca le ha picado? ¿Es su oficio o no?»

Colocó la banqueta para tener el mayor ángulo posible a izquierda y a derecha, abrió una caja de cartuchos, se llenó los bolsillos y abrió otra caja de la bolsa para poder sacarlos con facilidad. Delante, donde la laguna reflejaba helada la primera luz del día, vio la barca negra y al alto y corpulento barquero golpeando el hielo con el remo y lanzando señuelos por la borda como si estuviese deshaciéndose de algo obsceno.

Cada vez había más luz y el cazador distinguió la línea de la punta al otro lado de la laguna. Sabía que detrás de esa punta había otros dos apostaderos y que detrás había más marismas y luego el mar abierto. Cargó las dos escopetas y comprobó la posición de la barca que estaba colocando los señuelos.

A su espalda oyó el susurro de unas alas que se acercaban y se agachó, cogió con la mano derecha la escopeta que tenía a ese lado mientras se asomaba por el borde del tonel y luego se puso en pie para dispararle a dos patos que descendían oblicuamente con las alas abiertas, recortándose oscuros contra el cielo gris, hacia donde estaban los señuelos.

Con la cabeza baja, inclinó la escopeta y apuntó muy por delante del segundo pato, luego, sin pararse a comprobar el resultado, alzó con suavidad la escopeta y apuntó a la izquierda del otro pato que estaba remontando el vuelo y al apretar el gatillo vio que se doblaba en dos y caía entre los señuelos sobre el hielo roto. Miró a su derecha y comprobó que el primer pato era una mancha negra sobre el mismo hielo. Sabía que había disparado con cuidado contra el primer pato, muy a la derecha de donde estaba la barca, y arriba y a la izquierda del segundo, dejando que cobrara altura para asegurarse de que la barca no estuviese en la línea de tiro. Había sido un doble magnífico, disparado justo como es debido, y con total consideración y respeto por la posición de la barca, y se sintió muy bien mientras recargaba la escopeta.

—Oiga —gritó el barquero—. No dispare hacia la barca.

«Desgraciado hijo de puta —se dijo el cazador—. Esta sí que es buena.»

—Eche los señuelos al agua —le gritó al barquero—. Pero dese prisa. No dispararé hasta que los haya echado todos. Solo hacia arriba.

El hombre de la barca no dijo nada que fuese audible.

«No lo ent

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