Mamá no dice la verdad

Michel Bussi

Fragmento

cap-1

1

Aeropuerto de Le Havre-Octeville,

viernes 6 de noviembre de 2015, 16.15

Malone notó que sus pies se despegaban del suelo y, justo después, vio a la señora detrás del cristal. Aunque llevaba un traje violeta, parecido al de los policías, tenía la cara redonda y llevaba unas gafas graciosas. Metida en su caseta transparente, parecía una señora que vende tíquets para montar en el tiovivo.

Notaba temblar un poco las manos de mamá mientras lo sostenía en el aire.

La señora lo miraba directamente a los ojos, luego se volvía hacia mamá, luego bajaba la vista hacia las libretitas marrones que tenía abiertas entre los dedos.

Mamá se lo había explicado. La señora comprobaba sus fotos. Para estar segura de que eran realmente ellos. De que tenían derecho a montar en el avión.

Lo que la señora no sabía es adónde iban. Adónde iban de verdad.

El único que estaba al corriente era él.

Iban a volar rumbo al bosque de los ogros.

Malone apoyó las manos en la repisa de la caseta para ayudar a mamá a sostenerlo a aquella altura. Ahora miraba las letras enganchadas en la chaqueta de la señora. Por supuesto, aún no sabía leer, pero era capaz de reconocer algunas.

A… N… E…

La azafata le indicó a la mujer que tenía delante que podía dejar al niño en el suelo. Normalmente, Jeanne no era tan concienzuda. Y menos allí, en aquel pequeño aeropuerto de Le Havre-Octeville, donde solo había tres taquillas, dos cintas transportadoras y una máquina de café. Pero desde primera hora de la tarde el equipo de seguridad andaba alborotado, corriendo del aparcamiento a la rampa aeroportuaria sin parar. Todos movilizados jugando al escondite con un fugitivo invisible que, en cualquier caso, era particularmente improbable que pasase por aquella ratonera aérea.

Daba igual. La comandante Augresse había sido explícita. Pegar las fotos de los tipos y la chica en las paredes del vestíbulo y poner en guardia hasta el último agente de la aduana, hasta el último miembro del servicio de seguridad.

Eran peligrosos.

Sobre todo uno de los tipos.

Para empezar, atracador. Y además, asesino. Multireincidente, según la alerta difundida por toda la red de la policía regional.

Jeanne se inclinó un poco hacia delante.

—¿Has subido en avión alguna vez? Ya eres un hombrecito, pero ¿has hecho algún viaje tan largo?

El crío dio un paso hacia un lado para esconderse detrás de su madre. Jeanne no tenía hijos. No le quedaba más remedio que hacer malabarismos con unos horarios demenciales en el aeropuerto, lo cual era un excelente pretexto para que el cuentista de su novio pospusiera la cuestión cuando ella la mencionaba. Sin embargo, se le daba bien manejar a los niños. Mejor que a los tíos, en general. Tenía ese don: seducir a los niños. A los niños y a los gatos.

Sonrió de nuevo.

—Oye, y dime, ¿no tienes miedo? Porque, bueno, ahí a donde vas, está… —Hizo deliberadamente una pausa para dar tiempo a que la punta de la nariz asomara por detrás de las piernas de la madre, enfundadas en los vaqueros ceñidos—. Está la jungla…, ¿verdad, cielo?

El niño reaccionó haciendo un ligero movimiento de retroceso, como sorprendido de que la azafata hubiera podido penetrar su secreto. Jeanne examinó una vez más los pasaportes antes de estampar enérgicamente el sello en ambos.

—Pero tú no tienes ningún motivo para tener miedo, cielo. ¡Vas con mamá!

El chico se había escondido de nuevo detrás de su madre. Jeanne se sintió decepcionada. Si ahora resultaba que estaba perdiendo también la sintonía con los críos… Se tranquilizó: el lugar intimidaba, y además, los idiotas de los militares no paraban de pasar por el vestíbulo con la pistola en el cinto y el fusil de asalto en bandolera, como si la comandante Augresse fuese a revisar las grabaciones de las cámaras de seguridad y a darles un puñado de puntos por su celo en la vigilancia.

Jeanne insistió. Su trabajo era la seguridad. Y eso incluía también la seguridad afectiva de los clientes.

—Pregúntale a mamá. Ella te lo explicará todo de la jungla.

La madre le dio las gracias con una sonrisa. No había que pedirle tanto al crío, aunque, de todas formas, había reaccionado.

De un modo extraño.

Por un momento, Jeanne se preguntó cómo interpretar ese breve movimiento de los ojos que había interceptado. Una fracción de segundo… Cuando ella había pronunciado por segunda vez la palabra «mamá», el niño no había mirado a su madre. Había vuelto la cabeza hacia el lado contrario, hacia la pared. Hacia el cartel de esa chica que acababa de pegar hacía apenas unos minutos. El cartel de esa chica que buscaban todos los cuerpos policiales de la región y el tipo que estaba al lado. Alexis Zerda. El asesino.

Seguramente una percepción equivocada.

Quizá el niño miraba el gran ventanal, a la izquierda. O los aviones que estaban al otro lado. O el mar a lo lejos. Simplemente, estaba en la luna. O ya en el cielo.

Jeanne dudó si seguir interrogando a madre e hijo, al tiempo que rechazaba un presentimiento inexplicable, una impresión malsana sobre la relación entre aquel niño y su madre. Algo inusual, turbio, aunque no sabía muy bien cómo definirlo.

Todos sus papeles estaban en regla. ¿Con qué pretexto iba a retenerlos? Dos soldados con la cabeza rapada, embutidos en sus uniformes de combate y haciendo ruido con las botas, iban de un lado a otro. Garantizaban la seguridad metiendo canguelo a las familias.

Jeanne se convenció a sí misma. Era la presión. Ese insoportable clima de guerra civil en los aeropuertos cada vez que un tipo peligroso andaba suelto por ahí con los polis pisándole los talones. Era demasiado emotiva, lo sabía, con los hombres le pasaba lo mismo.

La azafata pasó los pasaportes por la abertura de la placa de vidrio irrompible.

—Tenga, señora, todo está en regla. Buen viaje.

—Gracias.

Era la primera palabra que pronunciaba la mujer.

Al final de la pista, un Airbus A318 azul celeste de la KLM despegaba en ese momento.

La comandante Marianne Augresse levantó los ojos hacia el Airbus azul celeste que atravesaba el cielo. Lo siguió un instante por encima del océano negro petróleo y reanudó el fatigoso ascenso.

Cuatrocientos cincuenta escalones.

J. B., medio centenar de peldaños más arriba, se permitía el lujo de bajarlos corriendo. ¡Parecía que su ayudante se lo tomara como un juego, como un reto personal! De entrada, aquello sacó de quicio a Marianne, aún más que todo lo demás.

—¡Tengo un testigo! —gritó el teniente cuando estuvo a veinte peldaños de ella—. Y no uno cualquiera…

Marianne Augresse se agarró a la barandilla de la escalera y aprovechó para respirar. Notaba que le corrían gotas por la espalda. Aborrecía ese sudor que la empapaba al menor esfuerzo, unas gotas más por cada gramo que engordaba. ¡Malditos cuarenta! ¡Y malditas comidas engullidas de pie como los pavos, horas tumbada en el sofá antes de irse a la cama, noches solitarias y salidas matinales para correr postergadas!

El teniente bajaba la escalera como si hiciese el recorrido con un ascensor invisible.

Se plantó delante de Marianne y le tendió una especie de rata gris.

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