Estaba en la cocina de su casa, sentado en la trona donde le colocaban para comer siempre sus padres cuando era pequeño. En ese momento tenía cuatro años; se acuerda de la edad porque todavía vivían en el piso y al adosado se mudaron al cumplir los cinco. Su progenitor, que se había situado justo enfrente, lo estaba ayudando a desayunar para que no tardara una eternidad. Su madre iba y venía sacando cacharros del lavavajillas, que habían dejado funcionando durante la noche. Lo recuerda porque él le echó la bronca.
—¡Mamá, no hagas ruido, que no oigo! —la recriminó enfurruñado.
Ella le sacó la lengua divertida. Con la edad ha aprendido a valorar la inmensa paciencia y dedicación que siempre tuvo durante su crianza. Nunca podrá estarle lo bastante agradecido. Mientras tomaba la leche con galletas, su padre sostenía un dibujo que él había hecho el día anterior en el colegio. En el papel aparecían tres figuras: bajo la primera y más grande había escrito «papá»; en la mediana, con el pelo largo, «mamá»; y, al lado, había una tercera casi del tamaño del padre, con el pelo oscuro en la cara tal y como lo llevaba él, donde ponía «yo».
—¿Quién es este? —le preguntó su padre.
—Yo.
—Sí, lo he leído, lo has escrito muy muy bien, pero, hijo, ¿es que no sabes cómo te llamas o qué? —bromeó.
A su mujer se le escapó una carcajada. Al matrimonio le parecía de lo más tierno, aunque dudaban de si había sido escrito completamente por él o si le había ayudado su profesora Esther. En cualquier caso, aunque se trataba de un «encargo», estaban convencidos de que él se habría empeñado en poner «yo» y no su nombre, y les gustaba que, siendo tan pequeño, tuviera tanta iniciativa.
—¡Madre mía, qué pelos de loco te has pintado! —continuó con la broma enseñándole el dibujo.
—¡Los que tiene!, ¡es el pájaro loco! —completó su madre acariciándole la cabeza y despeinándole aún más.
Él se reía también a carcajadas, cualquier broma la vivía como una fiesta.
—Otro mordisco…, vengaaa —dijo su progenitor mientras lo invitaba a morder una galleta mojada previamente en la leche—. Pero, buenooo, ¡ay, madre, esto sí que no!… Este niño está loco, y ¿cuántos dedos me has dibujado?
El crío miró el retrato e intentó contar, pero aún estaba aprendiendo y había pintado tantas curvas pequeñitas saliendo de la mano que le era complicado saberlo.
—¡Muchísimos! —lo ayudó—. ¿Y cuántos dedos tiene papá en esta mano? —le preguntó enseñándole la derecha con los dedos estirados—. ¡Cinco! Uno, dos, tres, cuatro y cinco. —Estiraba bien el dedo que contaba para que su hijo lo viera con claridad y no tuviera dudas.
—¿Y cuántos tengo yo? —preguntó su madre acercándose de nuevo.
—Pues… —contestó su esposo, que empezó a contar en voz alta los que le había dibujado a ella.
La madre y el niño se sumaron y acabaron por decirlo los tres a la vez.
—¡Cinco!
—¡Bien! A ver tú… —exclamó divertido su padre.
El matrimonio miró el dibujo y los dos se dieron cuenta de que no se había pintado dedos en ninguna de las manos y que parecían muñones. La madre no le dio ninguna importancia y siguió secando las copas antes de guardarlas en la vitrina. Mientras que el padre siguió con el juego.
—¿Y cuántos dedos tienes tú? —continuó, convencido de que el niño soltaría una carcajada cuando se diera cuenta de que se le había olvidado dibujarlos.
Así fue: al verlo, sonrió con picardía y simuló que contaba.
—¡Cuatro! —dijo exageradamente y después se echó a reír.
Sus padres se rieron con él.
—¡Qué sinvergüenza! —exclamó el progenitor—. A ver, ¿cuántos?
—¡Seis! —dijo el niño improvisando y se echó a reír incluso más fuerte.
—¡Gamberro! —intervino la madre.
—¡Dos! —El crío siguió riendo, disfrutando del juego.
—Es que no puede ser —dijo el padre mientras empezaba a hacerle cosquillas a su hijo, que se reía a carcajadas.
—¡Que se va a ahogar! —exclamó la madre asustada.
Cuando su padre se separó de él, el niño estaba hasta mareado de la risa.
—¿Cuántos? —le preguntó por última vez.
—Ninguno —respondió serio.
—Pero ¡no puede ser! —le dijo enseñándole los cinco dedos de la mano estirados—, ¿te imaginas estar así? —Escondió los dedos—. Casi como el Capitán Garfio. ¡A ver, tú!
El pequeño estiró los brazos y le mostró las manos con los puños cerrados y los dedos escondidos. Los giró y los mantuvo a la altura de la cara de su padre con gesto serio. Como si se los hubieran cortado. Al progenitor le cambió el gesto de inmediato, pero el niño, enseguida, enseñó los dedos para que viera que los tenía todos.
—¡Cinco! —exclamó contento.
Recuerda perfectamente que estiraba las yemas mucho, todo lo que podía, para que su padre supiera que de verdad los tenía todos y que solo era una broma. Esa imagen se repite en este momento, muchos años después, siendo un hombre mayor de lo que era su progenitor en aquel desayuno. Ahora estira los dedos lo máximo que puede para intentar alcanzar algo que le ayude a escapar, pese a que prácticamente no hay luz y no ve nada. Entonces escucha un crujido y siente el hachazo, un dolor extremo, el inmenso calor y el ruido de sus dedos cuando caen al suelo disparados. Sangre y más sangre. Se retuerce del dolor. No quiere que lo encuentren así, que ese sea el recuerdo que tengan de él. Se pregunta cómo ha sido posible llegar hasta ahí.
Recuerda que llamaron al telefonillo de casa y que era un paquete para él. Es adicto a la compra online y por ello se beneficia de las ventajas de ser cliente Prime. Abrió sin dudar y no prestó atención al repartidor porque, mientras se acercaba, estaba pendiente del paquete que traía. Quería saber qué era lo que había llegado, si era para él o si su mujer se había dado un «caprichito» de los suyos. La más absoluta confusión acompaña los siguientes segundos. Golpes en la cabeza mientras es arrastrado y cogido por los pies. Los gritos, los llantos, las imágenes y la culpa que sabe que lo acompañará hasta sus últimos momentos.
La sangre sigue chorreando por el corte. Grita de dolor, está a punto de perder el conocimiento. Entonces, el hombre se aproxima a él y le echa en la boca el humo del cigarro que está fumando. Prácticamente no hay luz en el cuarto en el que lo tiene retenido y no ve nada, pero reconoce el olor porque él fuma lo mismo. Antes de que le pueda suplicar, su agresor agarra tres de los dedos que le ha cortado y se los mete en la boca. Puede notar cómo una uña le araña la garganta, pero el dolor no es nada comparado con el que le producen las demás heridas y el sufrimiento emocional que está viviendo. Le provoca una arcada, está a punto de vomitar, se inclina y los escupe. Va a gritar cuando el hombre, que se ha puesto de rodillas muy lentamente, le pone otro de los dedos en los labios, indicándole que debe guardar silencio.
Pese a que su agresor está muy cerca, no puede ver con claridad los ojos ni parte de las cejas a través de los agujeros del verdugo negro que lleva puesto. Entonces el hombre enciende la linterna del móvil y lo apoya sobre su rodilla. La luz desde abajo le da un aire aún más siniestro, pero no es hasta que se quita el verdugo y puede verlo cuando recibe un nuevo golpe al descubrir quién es.
I
Hogar:
Domicilio habitual de una persona y en el que
desarrolla su vida privada o familiar.
Fuego encendido en este lugar.
DÍA 1
1
Hoy es el día, a partir de este momento su vida cambiará para siempre. Lo sabe perfectamente y no lo puede desear más. Le ha costado mucho, pero igual que le sucede con todo lo que se propone. Lo ha conseguido. Hace dos semanas desde la última vez que estuvo ahí, apenas catorce días desde que saboreó por un instante la miel de la felicidad. Aquella mañana hicieron el camino en coche como dos niños pequeños a punto de descubrir el país de Nunca Jamás. Mientras conducía, su marido estiraba el brazo para entrelazar los dedos con los suyos. Sus miradas se cruzaron y, en lo que dura un parpadeo, se declararon su amor. Por fuera la casa seguía igual que las últimas veces que habían visitado la obra, pero antes de abrir la enorme puerta pivotante de acero, Rubén le pidió que se diera la vuelta. Después le tapó los ojos con las manos y la giró. Cuando Julia vio cómo había quedado todo, le empezaron a caer lágrimas de felicidad. Al final del día, al regresar al piso en el que vivían de alquiler hasta que se pudieran mudar, las lágrimas volvieron a descender por su rostro, con la diferencia de que esta vez lloraba a mares y sin ningún consuelo.
Las alertas saltaron días antes cuando se le empezaron a hinchar el vientre y los pechos y se mareaba cada dos por tres. Se decía a sí misma que igual era por algo que había comido, que estaría engordando o que se debía al estrés que le suponía despedirse de su trabajo para siempre, más aún después de todo lo que acababa de pasar a nivel familiar, por mucho que fuera una decisión más que meditada. Pero no, la sangre era la prueba. Le había vuelto a bajar la regla, lo cual no era ninguna novedad, y esto empezaba a hacer mella en la pareja. Aunque ya no se disgustaba de la misma manera, no dejaba de comer ni se pasaba una semana preguntándose por qué tenían tan mala suerte, si estaban siendo castigados por algo o si quizá era que no tenía que ser y significaba un aviso para que dejaran de intentarlo. No obstante, en el último año, ese dolor había pasado a otro estadio gracias a la ayuda del psicólogo al que visitaba cada miércoles, siempre y cuando no tuviera que trabajar, y que pensaba retomar cuando ya estuviera instalada en la casa. La construcción de la vivienda también había ayudado a relativizar la situación para que intentara no obsesionarse con el tema, quitarle hierro y buscar esa relajación de la que le hablaban cuando le contaban algún caso en el que finalmente habían conseguido ser padres una vez se habían olvidado de ello. Esa era su esperanza, llegar a ese momento, y aquel lugar era el idóneo para que sucediera. El problema era que Rubén había tenido que volar en el último momento y una vez más debía sobrevivir a las circunstancias sola.
Julia va recorriendo descalza las estancias con una sonrisa en la boca. El suelo porcelánico efecto hormigón ha quedado increíble, fue un acierto apostar por el gran formato aunque se gastaran un poco más. Al fin y al cabo ya se habían pasado con creces del presupuesto que tenían en un principio. Menos mal que se lo habían avisado y estaban preparados para afrontar todas las «sorpresas» que llegaron cada dos por tres. La casa se había construido en tiempo récord. Como alardeaba el constructor con su voz ronca, «en el mínimo posible para una casa que no es prefabricada», pero aun así había sido toda una guerra. Una eterna batalla. Solo de pensar en ello se pone enferma y no se lo puede permitir. Tiene que estar bien y con la mente despejada. Es consciente de que ahora viene la etapa en la que aparecerán los detalles mal rematados, los primeros desperfectos, las averías y demás «regalitos», pero tiene claro que no piensa verse superada por ello. «Poco a poco y con buena letra», como le decía siempre su madre. Es cuestión de prioridades y ahora las suyas ya no tienen tanto que ver con la casa, sino con ella misma y el sueño que se ha propuesto alcanzar: crear un verdadero hogar.
Después de un primer vistazo, le reconforta saber que, como le había prometido Rubén, todo lo principal estaba en orden y en su sitio gracias a la agencia de lujo que habían contratado para la limpieza de obra y mudanza, tan solo faltan algunas cajas por abrir, que ella indicó que dejaran tal cual, pero no tiene ninguna prisa. No quiere llenar la casa de todas las mierdas que se acumulan sin ningún filtro. Menuda suerte es que el trastero esté en el sótano para no tener que justificar por qué es incapaz de tirar todas esas cosas, que en su mayoría carecen de valor, incluso emocional.
A Julia le llama la atención el olor a limpio, espera que a su marido no le dé por fumar a escondidas, como acostumbra, y que en dos días huela todo a tabaco. Han hecho un pacto para que no fume como un carretero, pero, conociéndolo, ya le tocará llamarle la atención más de una vez. La pone mala que siga con ese hábito tan dañino y que luego tenga semejante obsesión con el deporte y se pase el día dando lecciones sobre salud, rutinas de ejercicios y nutricionismo. Aunque son esas contradicciones las que le gustan de él, que fuera responsable y canalla al mismo tiempo. «Al fin y al cabo, si no hiciera nada malo, qué aburrido sería todo, ¿no?», le decía Rubén guiñándole un ojo cada vez que los reproches subían de tono.
Mientras pasea por el enorme salón diáfano, separado de la cocina por dos enormes puertas de acero gris antracita y cristal, se deleita con cada detalle cuidadosamente elegido, como la carpintería exterior: la barandilla de cristal de la escalera y de toda la planta superior de la casa, desde donde se puede apreciar parte del salón y la espectacular vista del campo que hay enfrente, y la repisa de la chimenea, que es del mismo color que las puertas de la cocina. Otro de los protagonistas de su nuevo hogar era el dorado. Le había costado convencer a su marido, pero luego él le reconoció que había sido una buena elección: la enorme lámpara del comedor, las de mesa, a cada lado del sofá modular colocado de cara a la cristalera, y los marcos de fotos y figuritas situadas de manera provisional por las estanterías daban mucha luz. Un aire sofisticado que contrastaba con el exterior brutalista en hormigón con madera muy oscura. Ahora lo mira y le gusta cómo ha quedado todo, hasta el último rincón parece sacado de un libro de arquitectura y decoración vanguardista.
Al llegar a la altura del sofá se deja caer en la chaise longue para contemplar el paisaje a través de la cristalera. El mismo suelo del salón continúa en el porche hasta llegar a una franja de césped artificial que rodea una piscina infinita de pizarra negra. En el extremo hay un jacuzzi, su capricho, aunque en realidad toda la casa lo es, incluido el terreno en el que está construida. Aquel cuadrado lleno de chorros de agua caliente representa el verdadero lujo que supone poder bañarse en cualquier época del año. Lo enciende desde la pantalla de un pequeño monitor fijo en la pared. Hay uno en cada habitación para controlar la iluminación, las persianas, la temperatura, los toldos y el jacuzzi. También sirve como telefonillo, con una cámara que permite ver quién llama. Esa misma tarde piensa estrenarlo para disfrutar del atardecer con una copa de vino, como le ha prometido a Rubén. Aunque con el calor que hace igual tiene que apagarlo antes para no derretirse. A él le han asignado un vuelo a Río y no ha podido cambiarlo para estar juntos ese primer día pese a que lo llevara esperando tanto tiempo. En un primer momento ella se negó en redondo, le dijo que ya se bañaría cuando estuvieran los dos, pero, al final, le prometió que lo haría.
—Quiero una foto cuando estés dentro. Y desnuda… —le había pedido Rubén con una sonrisa picarona.
Le da rabia que se hayan retrasado con la entrega de la casa casi cinco meses; si hubiera estado a tiempo, no tendría ese sabor agridulce, pese a lo maravillosa que ha quedado y lo afortunada que debería sentirse. Pero no deja de estar sola y encima justo cuando acaban de pasar dos semanas del primer día de regla y en teoría se es más fértil. Se levanta de golpe para apartar de su mente todo pensamiento negativo. El chute de adrenalina que le produce esta nueva aventura vital le hace sentirse fuerte. Tiene la casa más bonita que ha visto en su vida, nunca se hubiera imaginado en un lugar así, e iba a formar una familia en ella. No pensaba parar hasta conseguirlo.
Da un par de pasos y pega la cara al cristal. A pesar de que ha llegado el mes de octubre, hace calor y parece que todavía es verano. Aun así, corre el viento y se nota en los cientos de árboles que llenan el campo y cuyas ramas se mueven sin parar. Sin embargo, frente a ella, muy cerca de la vivienda, hay una enorme encina que debe tener cientos de años, que permanece firme sin que se le mueva ni una hoja. Un árbol de tronco grandioso cuyas ramas apenas tienen hojas y que preside el lugar imponiéndose sobre el resto de ejemplares y la maleza.
Julia desvía la mirada hacia el monte, desde donde vislumbra varios caminos de tierra, pero no ve a nadie. A su derecha hay un par de chalets adosados con una pequeña terraza. Las contraventanas están cerradas y parece que estuvieran vacías. Entonces una pregunta la asalta: ¿habrá alguien en ese mismo momento que la esté observando? Vuelve a hacer otra pasada: vigila cada una de las casas que alcanza a ver, también los caminos, pero hay tantos arbustos y árboles, que le resulta imposible detectarlo. Esto la inquieta, quizá demasiado, y no le gusta la sensación extraña que le produce. Tiene un escalofrío. Un mal presentimiento. Se aparta de la ventana y sube resuelta las escaleras para ir a su habitación en la planta de arriba, ya que la parcela está en pendiente y la casa estructurada de manera escalonada: arriba del todo los dormitorios con sus cuartos de baño; en la planta intermedia las zonas comunes: la cocina, el lavadero y la terraza con piscina, y en el sótano un gran cuarto de estar, el trastero y una sala de cine. Cuando recorre el recibidor, en forma de U que une las habitaciones, vuelve a mirar hacia la cristalera doble que se eleva desde el suelo del salón hasta el techo, y al ver sin dificultad el exterior, es consciente de que lo que siempre le había parecido una fachada de cristal con vistas espectaculares ahora, de alguna manera, desde dentro, siente como un escaparate. Si alguien la hubiera estado mirando mientras caminaba por el salón, podría haber seguido sus pasos hasta donde se encontraba en ese momento.
Agiliza las zancadas y entra en el vestidor, donde nadie puede vigilarla. Está acelerada, pero ¿por qué? Es absurdo. Se hace una coleta, se pone las gafas de sol, coge las llaves del coche y sale por la puerta. No puede permitirse que el miedo se apodere de ella ese primer día en su nueva casa, más aún cuando sabe que en unas horas tendrá que dormir sola.
2
Cuando Julia abre la puerta del coche, el aire caliente le golpea la cara. El cambio climático es el responsable de que en Madrid, a primeros de octubre, tenga la misma sensación térmica que cuando llegaba de pequeña a Benidorm en pleno agosto. Antes, la humedad y el calor marcaban la diferencia, ahora casi inexistente, entre las dos ciudades. Lleva puesto un pantalón vaquero cortado a mitad del muslo, una camiseta de tirantes blanca y en los pies unas chanclas negras. Por suerte en la zona no conoce más que a una buena amiga, Pilu, con la que había estudiado y trabajado durante casi cinco años, pero que enseguida fue madre y «la retiraron» —como ella siempre bromeaba— a una casa gigante en esa misma urbanización. A esa hora seguramente estará preparando la comida, así que puede pasear sin tener que encontrársela. Pero si se cruza en su camino, le dirá la verdad sin problema: que acaba de llegar y está organizándolo todo. Aunque si por ella fuera tardaría días en llamarla, porque le gusta manejar los tiempos y que no la atosiguen. De ahí viene precisamente uno de los miedos que le provoca vivir en una urbanización a las afueras.
Lleva casi veinte años viviendo en el centro de Madrid y viajando sin parar por el mundo y, aunque ha vivido etapas en las que tuvo una vida social bastante intensa, se considera una persona muy independiente. No le gustan los grupos cerrados, las normas y las obligaciones que acarrean. Le provocan claustrofobia y, por experiencia, sabe que tarde o temprano siempre alguno de los miembros acaba mosqueado. Y es que, como ocurre con las parejas, qué complicado es estar en el mismo punto y con un grado de compromiso similar para que todos sientan que reciben lo que dan y que no solo se acuerden de una cuando se la necesita. En este sentido le da una pereza horrible tener de vecinos a Javier y Vanesa. Menos mal que se han mudado a Colombia por el trabajo de él y que por lo menos durante una buena temporada Rubén y ella no tendrán que sufrir que les restrieguen por las narices lo perfectos que son y la familia tan bonita que forman. Bastante tiene ya con verlo constantemente en las redes de Vanesa, donde muestra su intimidad de manera exhibicionista. Lo peor de todo es que gracias a ellos han conseguido construir en el increíble terreno en el que van a vivir. Por eso le hierve la sangre al pensar en el poder que eso les da tanto al mejor amigo de su marido como a su mujer, y lo mucho que lo van a aprovechar para recordarles que están en deuda.
Ha dejado el coche a cubierto enfrente de la zona comercial. Justo al aparcar se ha topado con una barrera levantada, ha mirado hacia la garita de seguridad, que está situada a apenas unos metros, pero no ha visto a nadie, así que ha aprovechado la coyuntura. Si hubiese dejado el vehículo al sol, está segura de que al entrar de nuevo al coche su piel habría ardido en llamas.
—¡Qué calor! —le sale del alma nada más poner el primer pie en el suelo.
Allá donde mire el verde es el protagonista. Hay muchísima vegetación por todos lados, además del campo que rodea la zona. Las jardineras cuidadas y las copas de árboles inmensos asoman por detrás de las vallas de las casas. Menos mal que no tiene alergia, aunque cada vez conoce más casos de personas que la han empezado a tener, incluso mayores que ella. Rubén llorará lo suyo porque cuando le da, se pone como un topo, pero en cuanto salga a correr y haga deporte fuera se le pasará. ¡Anda que no lo conoce bien!
Enfrente está la placita semicircular compuesta por pequeños locales: un supermercado, que extrañamente no pertenece a ninguna franquicia, una farmacia, una floristería, una clínica veterinaria, una papelería, una panadería, una tienda de chucherías, una cafetería restaurante, una pizzería y un sitio de paellas para llevar. El hecho de que contaran con casi de todo y a tiro de piedra fue uno de los motivos que les hizo pensar que era el sitio indicado y que el cambio tan grande que iban a dar se haría más llevadero. Hoy no ha ido andando para no subir cargada con ese calor, pero es un paseo agradable que piensa convertir en habitual.
Camina hacia el paso de cebra que hay a la derecha, pero tiene que esperar a que pase un autobús de línea que ha llegado antes. Al hacerlo, descubre a una mujer unos años más joven, no debe llegar a los treinta y cinco, esperando al otro lado con un carrito doble en el que van dos preciosos bebés. A Julia se le hace un nudo en la garganta, siempre le pasa cuando se cruza con una madre con su cría. Si además tiene varias, es aún peor. Por mucho que quiera disimular que no pasa nada, no es cierto. Esa imagen la enfrenta al peor de sus miedos: ¿y si nunca llega a tener un bebé? Bloquea ese pensamiento que la acecha de forma permanente y se esfuerza por sonreír a la mujer cuando están a la misma altura. Ella le devuelve el gesto y, en lo que dura ese intercambio cordial, Julia piensa si en realidad esa desconocida es tan feliz como aparenta. Si se siente realizada gracias a la maternidad o si quizá sus obligaciones por partida doble hacen que se sienta infeliz, frustrada por dejar de lado sus sueños, y esa maravillosa estampa no es más que una cárcel.
Mientras atraviesa la plaza y echa un vistazo al escaparate de la tienda de golosinas, vuelve a pensar en aquella madre y en la frecuencia con que hará el amor con su marido. Seguro que serán pocas, una vez a la semana como mucho. La excusa de los niños era infalible para librarse; Pilu, su compañera de vuelo y nueva vecina, que tiene dos hijos, siempre se lo dice. Ella se agarra a estas cuestiones cuando la sangre asoma y se confirma que vuelve a tener el periodo. Intenta pensar en este tipo de cosas, en todos los contras que la ayudan a sobrellevar la decepción. En ese momento, la puerta de la clínica veterinaria se abre y sale disparado un chihuahua enano de color clarito que corre como una liebre. Julia se gira para intentar que el perro no cruce la carretera. Al hacerlo, ve a un hombre de unos cincuenta años, muy alto y fuerte, de pelo negro y barriga prominente, mirándola. Aunque el sol le da de frente, siente sus ojos achinados fijos en ella.
—¡Muriel! ¡Muriel, quieta! ¡No salgas a la carretera! ¡Stop, stop! —exclama una mujer un poco mayor que ella, muy arreglada, que sale detrás de la perrita con una correa en la mano.
Julia se vuelve de nuevo y se fija en cómo la mujer avanza hacia su mascota y la ata.
—Buena chica. Es que odia el veterinario, no hay manera —le explica amablemente.
Julia le sonríe, parece una mujer agradable, pero se le congela el gesto al observar que el hombre ha dado un par de pasos más hacia ella y la mira sin ningún disimulo, mientras da una larga calada a un cigarrillo. La señora echa a andar con la perra en ese instante.
—Qué querrá el baboso este —masculla Julia.
Decide no pensarlo más, darse la vuelta y dirigirse al supermercado. Justo antes de entrar por la puerta confirma que, efectivamente, muy a su pesar, el desconocido sigue observándola. Sin embargo, al darse cuenta de que le ha descubierto, da una última calada a su cigarro y lo tira al suelo. Después empieza a andar hasta salir de su campo de visión.
3
El aire acondicionado está fortísimo dentro de la tienda, ese cambio tan brusco de temperatura podría provocar un corte de digestión a más de uno. Julia tiene el gesto torcido, pues no le ha gustado un pelo la manera insistente con que la miraba aquel hombre. ¡A ver si va a tener que ponerse un burka para bajar a comprar el pan! Manda huevos. El supermercado está muy limpio y ordenado. La parte de congelados tiene un aspecto más estándar, como en otras superficies similares, pero el resto parece más bien una tienda de pueblo de productos artesanales gourmet. Cuando encontraron el terreno y se enamoraron de él, bajaron a la plaza para investigar todo lo que había en los alrededores. En la panadería compraron un pan de espiga y unas empanadillas caseras que estaban para chuparse los dedos, pero lo que realmente los conquistó fue el pincho de tortilla que servían en un bar que había en la esquina con unas mesas en la terraza. Estaba delicioso. Sin embargo, en el supermercado no llegaron a entrar. Hasta ahora. Y menuda sorpresa.
Cuanto más se fija, más descubre que la calidad de los productos está a la altura de lo que probaron ese primer día. Compra alimentos variados, sanos y de la máxima calidad, además de frutos secos para preparar un buen picoteo, y una botella de champán para celebrar en cuanto pueda con Rubén esta ocasión especial. En la cesta no hay un postre porque ya pondrá ella la guinda final.
Se dirige hacia la caja arrastrando la cesta con ruedines que ha llenado hasta arriba. Cuando llega a la fila, delante de ella hay dos chicos deportistas que están pagando unas bebidas isotónicas. Mientras la cajera les cobra, Julia se fija en el culo y en las piernas del que está más cerca. Tiene el pelo rubio y las ondas doradas sobresalen bajo la gorra que lleva dada la vuelta. El pantalón corto deja al descubierto que tanto los muslos como los gemelos están dorados por el sol y los pelitos rubios llaman más la atención. No lo puede evitar, es ver un rubio y se vuelve loca, porque le recuerdan a los surferos que veía cuando pasó un año en San Diego, California. Aunque su amiga Pilu manejaba otra teoría: la culpa la tenía la cantidad de veces que había visto de pequeña El lago azul.
—¡Tus padres han creado un monstruo! Creo que lo mejor es que los llame ahora mismo para contarles que tienen una hija fetichista que se muere por un rubio desaliñado. Como no te aten, vas a acabar con un surfero hippy viviendo en Tarifa.
—Bueno, les dices eso y los que se mueren son ellos. En Tarifa voy a acabar yo…, será de vacaciones. Un mes en el mismo sitio y me da algo.
Julia, con la mirada fija en los muslos y el trasero respingón del joven, rememora con una sonrisa ese momento. La de años que hace ya de eso y lo mucho que ha cambiado, por suerte. Si tuviera que seguir viajando al ritmo que lo ha hecho todos esos años, se tiraría del avión en marcha. Necesita centrarse, encontrar la paz del hogar.
Cuando la cajera le da el cambio, el chico se gira hacia Julia y se da cuenta de cómo esta sube la mirada rápidamente, disimulando. Ella se ríe para sus adentros, ¡qué vergüenza! ¡Como la vea alguna madre y corra la voz, la queman en la hoguera! Su Rubén nada tiene que envidiar a esos chavales. Está a punto de cumplir cuarenta y cuatro y sigue siendo un tío muy guapo, altísimo y fibroso, con mucha presencia. De hecho, está más interesante ahora que cuando lo vio la primera vez que coincidieron en un vuelo, hace ya más de una década. Siempre iba estudiosamente despeinado y vestía impecable. Tenía mucho estilo. Era evidente que haber vivido en Nueva York le había dejado huella. Cuanto más piensa en él, más ganas tiene de que llegue para empezar por fin la aventura que han planeado juntos.
Al salir del supermercado, el calor vuelve a abordarla como si estuviese dentro de un horno. Intenta aligerar el paso para alcanzar cuanto antes el coche, pero entre las chanclas, que a lo tonto ha comprado bastante y que las bolsas pesan lo suyo, va más lenta de lo que le gustaría. Conforme se acerca al aparcamiento, se fija en que, aparte de la abundante vegetación, detrás de donde está su coche hay un bloque de pisos blancos muy vistosos que ya le habían llamado la atención más de una vez cuando pasaban por ahí.
—Qué bonitas son esas casas, la pena es que den a esta parte y no al campo —dijo Julia uno de los días que repararon en ellas de camino a la obra.
—El salón tiene terraza y da al otro lado, tiene buenas vistas, pero no como las de casa, claro.
—¡Anda! Y ¿cómo lo sabes? ¿Has estado investigando o qué?
—No te rías, pero son apartamentos para divorciados.
—Ahora sí que me vas a explicar por qué lo sabes —siguió diciendo juguetona.
—Uno de la sucursal del banco vive ahí, me lo dijo el jueves mi gerente cuando le conté que el dinero era para la obra y demás. Me preguntó por la zona y me lo contó. Vamos, que hay más gente, pero que por lo visto, como hay tantos coles por aquí, cuando hay separaciones, los padres se quedan cerca para ver a los niños y tenerlos a mano. Así que ya sabes, pórtate bien…
—¿O te vas ahí, de divorciado?
—¡No! Te vas tú, lista.
Los dos se echaron a reír. Sonríe recordando esa conversación. Al lado del bloque blanco hay otro, pero no tiene nada que ver, apenas dos plantas, de ladrillo oscuro y contraventanas de madera en no muy buenas condiciones. Es la primera vez que se fija en él ya que es bastante más bajo que el otro. Aparte de quedar eclipsado por las líneas modernas de su vecino, está oculto por los árboles enormes que salen de la parcela que colinda con el aparcamiento. Julia observa que hay un muro de ladrillo con una puerta grande que está abierta, seguramente para que puedan entrar los coches.
—Anda, que estar en este sitio y vivir en este bloque tan feo —masculla—. Igual por dentro está bien —añade, mientras abre la puerta del maletero para meter las bolsas de la compra.
Las gotas de sudor descienden por su frente por el esfuerzo y, aún inclinada, se limpia con el brazo. Poco después cierra el maletero y al incorporarse se encuentra a un hombre de unos setenta y muchos años que lleva una camiseta blanca de Naranjito con el balón en la mano, del Mundial del 82. Tiene los ojos rojos y el pelo blanco, a trasquilones y enmarañado. La mira muy serio. Julia se pone recta del todo y sonríe con cara de circunstancias.
—Buenos días —dice prudentemente.
El señor mayor no contesta nada y niega con la cabeza. Se inclina un poco hacia ella y le susurra:
—Las llamas… —Julia no le entiende—, ten cuidado con ellas… o acabarás ardiendo.
Antes de que pueda decir nada, alguien se acerca por su espalda.
—Buenos días, Vicente, ¿qué?, ¿dando un paseo?
Al escucharlo, ella da un brinco, porque la ha pillado por sorpresa. Se gira y es el hombre que fumaba y la observaba antes de manera descarada. Al verlo de cerca se fija en que parece que tiene una herida en una ceja. Si bien es cierto que le había dado mala espina, percibe que su voz es agradable y que le está intentando echar un cable. El anciano no le responde y vuelve a mirar a Julia con los ojos vidriosos y le dice:
—El fuego se lo lleva todo por delante.
—Claro que sí, claro que sí. Deje a la chica, que se le va a estropear la compra —interviene de nuevo el desconocido dándole en el hombro para que se marche.
El señor mayor comienza a andar y, antes de llegar al paso de cebra, grita:
—¡Todo cenizas!
Julia está asustada, la manera en la que se ha dirigido a ella la ha dejado con el miedo en el cuerpo. La mirada del anciano, enrojecida y cristalina al mismo tiempo, está cargada de vivencias. ¿Por qué la ha increpado de esa manera? ¿Es un aviso?
—Discúlpelo, el pobre no está bien, por aquí hay mucho quedao. Espero que no la haya asustado.
—Está bien, no se preocupe.
—La he visto entrar antes.
—Ah, sí, sí… —contesta Julia dando la vuelta por el otro lado para meterse en el coche y largarse de ahí.
Aunque aquel hombre la haya ayudado, sigue sintiéndose acorralada.
—En esta zona solo pueden aparcar los miembros de la comunidad. Los inquilinos —la informa, más serio.
El cambio de tono hace que Julia se pare para responder.
—Es que vivo aquí. Me acabo de mudar. Bueno, en realidad, nos hemos mudado mi marido y yo.
—Genial. Entonces su marido le habrá dado un mando con un triángulo azul.
—No, no me ha dado nada. Acabamos de llegar.
—Verá, normalmente la barrera está bajada, cada propietario tiene derecho a dos mandos para poder pasar. Si no, es difícil acceder aquí. ¿En qué calle vive usted?
Julia piensa un instante si responder o no. Se acuerda de lo que le ha grabado a fuego su madre desde niña sobre no hablar con extraños.
—Pedrales, 23 —dice finalmente para no parecer desconfiada.
—Voy a necesitar más datos, pura rutina, pero para que no se le estropee la comida, si quiere, deme su teléfono y la llamo yo. —Al ver que la mujer se lo piensa continúa—: Soy Jacinto, trabajo en la garita de seguridad. No llevo el uniforme porque nos van a traer ahora los nuevos. Ha cambiado el logo de la contrata… —aclara.
—Ah, ¿y no tiene un teléfono donde pueda llamarle mejor yo, que ahora con la mudanza estamos hasta arriba? Así lo guardo por si tengo alguna urgencia o si necesitamos algo…
—Claro, sí. Mejor, mejor, tome nota o… no hace falta que apunte, lo busca en internet. Con poner que quiere el número de la garita de la urbanización le sale sin problema. Si tiene alguna duda o cualquier cosa, nos llama, somos varios compañeros.
—Perfecto, muchas gracias.
Julia cierra la puerta del coche. El vigilante de seguridad se despide con la mano cuando pasa por su lado de camino a la salida. Antes de que la barrera se cierre a su paso, mira por el retrovisor y ve que Jacinto no se ha movido del sitio y que continúa observándola fijamente.
4
El coche de Julia recorre la rampa que lleva hasta el garaje techado situado en el exterior de la vivienda, junto a la puerta principal. Aparca al lado del deportivo de su marido. Por espectacular que resulte, con la deslumbrante carrocería en color gris perla, ella no puede verlo. Sabe que no existe razón alguna, que muchas veces los pensamientos que la atormentan no tienen una base objetiva y que probablemente se deban a una especie de TOC o de superstición debido a la tensión que ha estado sufriendo en los últimos años. Pero, para Julia, tanto ese coche como el que ella conducía no eran más que un reflejo de lo que consideraba «su mayor problema». Cada uno se desplazaba en su automóvil, cada uno disfrutaba de su rutina y de sus viajes…, pero si querían formar una familia, deberían unificar las pertenencias de alguna manera.
Todo tenía que convertirse en uno, aunque no fuera de manera literal.
Al año de no quedarse embarazada, lo vio claro: tenían que poner toda su energía en formar la familia que ansiaba y la primera muestra de ello sería vender sus respectivos coches y comprar uno familiar. Uno con un maletero más amplio que les permitiera llevar sin problema el carro y todas las cosas del bebé, algo que sería complicado en el deportivo. Si su marido quería mantener el pequeño para no depender los dos del mismo, le parecía bien, pero nada que hiciese referencia a la vida independiente que cada uno había llevado hasta el momento. Por eso ella decidió dejar su trabajo y aparcar una rutina incompatible con su sueño. Después vendría el terreno y todo el camino hasta llegar hasta el punto vital en el que se encuentran en ese instante, pero ahí sigue el maldito deportivo. Y también su maldito problema.
Pone el freno de mano y agarra las bolsas de la compra, que ha colocado en el asiento del copiloto. Al abrir la puerta, escucha unos ruidos extraños, como un seseo. Por un momento piensa que es una niña, pero, enseguida, se concreta en una voz de mujer hablando con tono aniñado. Viene de la casa de al lado, así que no puede ser otra que la vecina. Deja las bolsas en el suelo y cierra la puerta con cuidado. Sigilosamente se esconde detrás de una de las columnas y desde ahí saca un poco la cara e intenta divisar a la mujer, que continúa hablando.
—Vamos, quita, que tengo que plantar esto para que en primavera esté bonito otra vez —dice con voz melosa.
A través de la vegetación que cubre parcialmente la valla metálica de simple torsión que separa las dos parcelas, descubre a la vecina de rodillas junto a unos montones de tierra, apartando a un mastín enorme para poder plantar un pequeño arbusto que sostiene en una de sus manos. Julia se apoya más y disfruta de su posición privilegiada para fijarse en cada detalle de su desconocida nueva vecina. Debe tener unos setenta años, pero está en muy buena forma, delgada y peinada con raya en medio y un moño en la cabeza. Va vestida con una camiseta de flores de manga larga y un pantalón ancho de lino. Tanto el tono que emplea como la manera en la que achucha al perro, con la excusa de apartarlo, dejan intuir que es una persona cálida y amable. Precisamente esa es la única información que tiene de ella: que es una mujer encantadora. Días antes de empezar la obra intentó presentarse, pero nadie respondió al telefonillo. Después, con todo el follón que tuvo, evitó el momento de presentarse, pese a que sabía que le convenía tener a los vecinos de su lado el tiempo que durara la obra. «Un vecino tocapelotas puede ser peor que los del ayuntamiento», dijo el constructor en tono jocoso cuando la aconsejó que lo volviera a intentar.
Sin embargo, parecía que no era el caso. Lo supieron unos meses después, cuando tras una semana volando fuera de España, visitaron la obra y el constructor les dijo que podían estar tranquilos.
—No saben la suerte que tienen con la mujer que vive en la casa de al lado. Hemos tenido un problema con el agua y nos ha pasado una manguera por la valla para que pudiéramos usarla. Jamás se queja del ruido o de los camiones que en ocasiones taponan la calle. Ya les digo que otra no lo hubiera hecho y habría puesto el grito en el cielo.
Aun así, en sus planes no estaba entablar una estrecha relación con ella. Ser agradable en ocasiones se convertía en un arma de doble filo si se traducía en preguntar demasiado. No quería arriesgarse a que se convirtiera en otra lacra más y le diera el coñazo ni tener que contarle todos los avances y novedades cada vez que la saludara, como le ocurría con las vecinas de su madre cuando iba a visitarla al pueblo. No tenían filtro. Entonces no había podido elegir, pero en este nuevo comienzo pensaba en no crear ese tipo de relaciones o al menos retrasar el momento.
Viéndola ahora, Julia intuye que esa generosidad de la que hablaba el constructor es propia de la sencillez que transmite. Se ve a la legua que no es una mujer ostentosa y, por su experiencia de años de trato con el público, eso se traduce en que no tiene que compararse con nadie ni aparentar nada para reafirmarse y estar contenta consigo misma. Eso le gusta.
La mujer moldea la tierra alrededor del arbusto pequeño con mimo, transmite paz. Mientras la observa, Julia se pregunta si cuando tenga su edad también cuidará de su jardín casi como si fuera su bebé. El pensamiento la pone triste. Mira hacia su terreno y tiene el aspecto de un descampado en el que una máquina especial para sacar el máximo rendimiento a la plantación ha removido la tierra con esmero, tal y como les dijeron en su día, pero en ese momento ofrece un aspecto lúgubre en comparación con el jardín, casi un bosque, de la casa de al lado.
La siguiente fase del proyecto de la vivienda tendrá que ver con el paisajismo. Javier y Vanesa, sus vecinos del otro lado, les han recomendado al paisajista que ha hecho todos los jardines de las mansiones de los futbolistas en La Finca. Han insistido en que lo llamaran y dijeran que lo hacían de su parte, ya que a ellos también se lo había diseñado. La obra de sus vecinos había terminado hacía más de medio año con el jardín incluido, gracias a que parte de la construcción de la casa era prefabricada. Por eso habían ganado meses de ventaja.
Ella se pregunta si la insistencia en que lo contraten no es más que una manera de poner al límite su solvencia. Ambas familias saben de sobra que Julia y Rubén están económicamente muy por debajo en ingresos y estatus social, además no tienen ni la mitad de contactos. Aunque Rubén pertenezca a una de las familias más adineradas de Madrid y haya mantenido un vínculo estrecho con todo el grupo que lidera Javier, su amigo del alma, exdiputado de la Comunidad de Madrid y ahora también vecino. Llegados a este punto a Julia no se le caerán los anillos si tiene que decirles que buscan otro estilo, pues piensa que el de su vecina va mucho más acorde con el paisaje del monte que tienen de fondo. Menos estudiado, pero más natural y frondoso, algo que puede ir bien con el estilo arquitectónico más rústico de su casa.
La vecina continúa plantando arbustos similares en la misma zona, mientras el perro entra y sale de su campo de visión. No alcanza a ver a nadie más, tampoco recuerda que los de la obra le mencionaran ningún marido o familiar. ¿Vivirá sola? Por no saber, no sabe ni su nombre. Antes de empezar a hacer conjeturas sobre el tipo de vida que podría llevar una mujer de esa edad en soledad, escucha un ruido extraño. Una especie de gemido que le pone los pelos de punta y que no llega a adivinar si se trata del perro, de otro animal o incluso de una persona. Cuando va a estirar el cuello para descubrir de qué se trata, los ladridos del perro le hacen dar un brinco. Es evidente que la ha descubierto, pero Julia se esconde tras la columna sin que la mujer pueda verla cuando alza la mirada hacia ella. Su corazón se desboca, se siente como una cría a la que han descubierto haciendo una travesura. Tanto preocuparse porque su vecina no meta las narices en su vida y al final es ella la que ha estado a punto de mostrarse haciéndo