La hermandad de la Sábana Santa (edición conmemorativa por el 20 aniversario)

Julia Navarro

Fragmento

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PRÓLOGO

Veinte años de una historia compartida

Conocí a Julia Navarro a finales de los noventa, cuando era una de las periodistas políticas españolas más prestigiosas. Enseguida supe de su pasión por los libros, por los viajes, por la historia: su curiosidad no tenía límites. Atenta lectora, encontraba siempre tiempo para refugiarse en la literatura, en todo tipo de literatura, sin corsés ni clichés; tanto disfrutaba con las tramas de John Le Carré o Frederick Forsyth como leía, con la veneración que se le han de tener a los maestros, las novelas de Javier Marías, Ana María Matute o Josefina Aldecoa.

Pese a su amor por los libros, no negaré que me sorprendió cuando nos entregó el manuscrito de la que era su primera novela. Antes de que tuviera tiempo de preguntarle si había escrito una novela de periodistas, me contestó:

No he escrito una novela de periodistas, no he escrito una historia para que la lea mi gremio, más bien al contrario. Es una novela para los lectores, para todo tipo de lectores. Respeto mucho mi profesión, y la distingo claramente de mi pasión por los libros. Ya sabes que desde niña fui una gran fabuladora, me pasaba el día imaginándome historias. Así que se podría decir que la novela que tienes es el resultado de la novela que a mí me hubiera gustado leer. Nada más y nada menos. Espero que te guste.

En aquella época yo iba a trabajar al despacho en metro y autobús. Solía tardar en cada trayecto unos cuarenta y cinco minutos de ida y otros tantos de vuelta. Recuerdo con nitidez que leí el manuscrito en una semana, cautivado y enganchado a la historia desde la primera página. Pronto descubrí que estábamos ante una aventura absorbente, una historia en torno al origen de la Sábana Santa y muchos de los misterios que se producían alrededor suyo. La novela estaba construida con precisión, todas las piezas encajaban, y la solvencia narrativa brillaba notablemente. Recuerdo la sensación de intentar desvelar los múltiples enigmas que giraban en torno a los macabros asesinatos de unos hombres que aparecían con la lengua cortada. Julia, gran prestidigitadora de historias, te invitaba a participar en un juego de cajas chinas en el que página a página, y misterio a misterio, no daba tregua. Desde la época de Jesucristo hasta la actualidad la novela destacaba por la descripción de los pasajes subterráneos, el manejo de los tiempos o la invitación a cuestionarse las creencias que todos tenemos. Reconozco que de casualidad no me pasé de parada de metro en alguno de aquellos trayectos, fascinado como estaba con la novela.

No tuve ninguna duda de que teníamos que publicar este libro. Tardé, eso sí, una semana —lo que duró mi lectura— en darle una respuesta. Julia siempre cuenta divertida que la esperó como si fuera la de Robert Redford…

Todo fue ágil, todo fluyó. Desde que se lo comuniqué nos pusimos en marcha con las correcciones, la portada, el título: La Hermandad de la Sábana Santa. Como todos los títulos de Julia, era excelente; el mérito es único y exclusivamente suyo. Con otros autores, la figura del editor se impone al proponer o sugerir uno distinto del original, pero hasta la fecha no hemos tenido nunca que cambiar ni adaptar ninguno de sus títulos. Era tremendamente sugerente… ¿Hermandad? ¿Sábana Santa? 

Tal fue nuestro entusiasmo con la novela que teníamos entre manos que decidimos hacer una edición anticipada para los libreros, para que la descubrieran antes de que se publicara. Escribí una carta animándolos a que la leyeran, y vaya si lo hicieron. Les encantó y apostaron de primeras por ella. Ahí fue cuando empecé a intuir que algo grande podría pasar, aunque en este mundo editorial pocas certezas se tienen y todos sabemos que no existen fórmulas mágicas. Pero, ciertamente, el apoyo de los libreros fue básico para el éxito de La Hermandad de la Sábana Santa y, desde entonces, puede decirse que la relación que tienen con Julia Navarro es la historia de un amor correspondido.

La presentamos en Madrid y a partir de entonces Julia vivió un frenesí de promoción, viajó por toda España, atendió a la prensa, se reunió con libreros y conoció de primera mano a sus lectores. Las ediciones se sucedieron y enseguida celebramos en un emocionante evento los primeros 50.000 ejemplares vendidos. Todo era nuevo para Julia, a muchos les sorprendió el tamaño de este fenómeno, pero ella lo vivió con naturalidad, esfuerzo y felicidad. A veces Julia y yo hablábamos de cómo se gestionaba el éxito y me reconocía que en su caso le vino muy bien haberlo alcanzado en la madurez. Su éxito era compartido: con sus amigos, su familia, sus editores y, por supuesto, sus lectores. La novela se convirtió en un long seller, es decir, en todo lo que un editor desea: que el libro se venda cada vez más por el efecto más natural de todos, el boca a boca. Llegó su primera cita con Sant Jordi, luego la Feria del libro de Madrid y otras ciudades de España, y a partir de ese año apenas ha faltado a dichas celebraciones. No conocemos a un autor más entregado a las firmas de libros en las ferias que Julia.

Y también llegó, traducción a traducción, la publicación de la novela en más de treinta países. Un hecho, entonces y ahora, harto infrecuente en la literatura española, que constataba que el interés del libro —mezcla de novela de aventura, con acción, reflexión, historia y religión— tocaba de lleno la sensibilidad de lectores de todo el mundo. Tuvimos encuentros con sus editores internacionales en la Feria de Frankfurt —aún recuerdo el entusiasmo de los editores polacos, turcos, italianos o americanos—, y en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (FIL), en México, Julia comprobó por primera vez la pasión de los lectores latinoamericanos. Por ejemplo, en la primera presentación no estuvo acompañada de autores, ni periodistas ni críticos, sino de un grupo de jóvenes lectores que la entrevistaron delante de un público entregado que abarrotó la sala.

El tiempo pasó y las novelas de Julia se sucedieron. Han sido veinte años de una «historia compartida» feliz, cómplice y amistosa. No solo conmigo sino con todos los que trabajamos en Penguin Random House: correctores, diseñadores, comerciales, etc. Y no únicamente en España sino en México, Colombia, Argentina, Panamá, Estados Unidos…

Podríamos consensuar que todas sus historias tienen en común lo que califico de «instinto literario»: esa capacidad que tiene Julia de elegir excelentes temas y tramas interesantísimas en cada novela, y que cada una de ellas sea muy distinta de la anterior. Su intuición periodística ahí está. Nadie podrá decir que escribe siempre la misma historia, aunque todas tengan en común su interés por la condición humana y el cariño que les profesa a sus personajes. Como los de La Hermandad de la Sábana Santa —Sofia Galloni o Marco Valoni— que desde que leemos la novela habitan ya entre nosotros.

Y, por último, una confesión: admito que soy poco fetichista y que no conservo nunca los manuscritos que leo ni las primeras ediciones de los libros que edito. Es así. No conservo nada. Con una excepción. Una sola. Lo han adivinado.

En mi despacho —que ha padecido, por cierto, bastantes mudanzas— conservo el original de ese manuscrito y la primera edición de la novela. Una novela que no solo cambió la vida profesional de su autora, sino también la mía. Indudablemente, mi trayectoria como editor sería completamente distinta si no hubiera tenido la oportunidad de recibir aquel manuscrito y de hacerme de rogar, durante una semana entera, como si yo fuera el mismísimo Robert Redford.

DAVID TRÍAS,

Director literario de Plaza & Janés

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Hay otros mundos, pero están en este.

PAUL ÉLUARD

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«Abgaro, rey de Edesa, saluda a Jesús, el buen Salvador que ha aparecido en Jerusalén.

Han llegado a mis oídos noticias referentes a ti y a las curaciones que realizas sin necesidad de medicinas ni de hierbas.

Y, según dicen, devuelves la vista a los ciegos, y la facultad de andar a los cojos; limpias a los leprosos, y expulsas espíritus inmundos y demonios; devuelves la salud a los que se encuentran aquejados de largas enfermedades, y resucitas a los muertos.

Al oír, pues, todo esto de ti he dado en pensar una de estas dos cosas: o que tú eres Dios en persona que has bajado del cielo y obras estas cosas, o bien que eres el Hijo de Dios y por eso realizas esos portentos.

Esta es la causa que me ha impulsado a escribirte, rogándote al propio tiempo te tomes la molestia de venir hasta mí y curar la dolencia que me aqueja.

He oído decir, además, que los judíos murmuran de ti y que pretenden hacerte mal.

Sábete, pues, que mi ciudad es muy pequeña, pero noble, y nos basta para los dos».[1]

El rey descansó la pluma mientras clavaba la mirada en un hombre joven como él que inmóvil y respetuoso aguardaba en el otro extremo de la estancia.

—¿Estás seguro, Josar?

—Señor, créeme…

El hombre se acercó con paso rápido y se detuvo cerca de la mesa sobre la que escribía Abgaro.

—Te creo, Josar, te creo; eres el amigo más leal que tengo, lo eres desde que éramos niños. Nunca me has fallado, Josar, pero son tales los prodigios que cuentas de ese judío que temo que el deseo de ayudarme haya confundido tus sentidos…

—Señor, debes creerme, porque solo los que creen en el Judío se salvan. Mi rey, yo he visto cómo Jesús con solo rozar con sus dedos los ojos apagados de un ciego hacía que recuperara la vista; he visto cómo un pobre paralítico tocaba el borde de la túnica de Jesús y este con una mirada dulcísima le instaba a andar y ante el asombro de todos aquel hombre se levantó y sus piernas le llevaban como las vuestras a vos. He visto, mi rey, cómo una pobre leprosa observaba al Nazareno oculta en las sombras de la calle mientras todos la huían y Jesús acercándose a ella decía: «Estás curada», y la mujer, incrédula, gritaba: «¡Estoy sanada! ¡Estoy sanada!». Porque verdaderamente su rostro volvía a ser humano y sus manos antes ocultas aparecían enteras…

»Y he visto con mis propios ojos el mayor de los prodigios cuando seguía yo a Jesús y a sus discípulos y nos tropezamos con el duelo de una familia que lloraba la muerte de un pariente. Entró Jesús en la casa y conminó al hombre muerto a que se levantase y Dios debería de estar en la voz del Nazareno, porque te juro, mi rey, que aquel hombre abrió los ojos, se incorporó y él mismo se asombraba de estar vivo…

—Tienes razón, Josar, he de creer para sanar, quiero creer en ese Jesús de Nazaret, que verdaderamente es hijo de Dios si puede resucitar a los muertos. Pero ¿querrá sanar a un rey que se ha dejado apresar por la concupiscencia?

—Abgaro, Jesús no solo cura los cuerpos, también sana las almas; asegura que, con el arrepentimiento y el deseo de llevar una vida digna sin volver a pecar, es suficiente para ser perdonado por Dios. Los pecadores encuentran consuelo en el Nazareno…

—Ojalá sea así… Yo mismo no puedo perdonarme mi lujuria hacia Ania. Esa mujer me ha enfermado el cuerpo y el alma…

—¿Cómo ibas a saber, señor, que estaba enferma, que el regalo del rey de Tiro era una trampa? ¿Cómo ibas a sospechar que llevaba la semilla de la enfermedad y te la contagiaría? Ania era la mujer más bella que hayamos visto jamás, cualquier hombre hubiese perdido la cabeza por tenerla…

—Pero yo soy rey, Josar, y no debí perderla por muy bella que fuera la bailarina… Ahora ella pena por su hermosura, porque las huellas de la enfermedad van carcomiendo la blancura de su rostro, y yo, Josar, siento un sudor continuo que no me abandona y la vista se me nubla y temo sobre todo que la enfermedad pudra mi piel y…

Unos pasos sigilosos alertaron a los dos hombres. La mujer, de cuerpo ligero, rostro moreno y cabello negro, se acercaba esbozando una sonrisa.

Josar la admiraba. Sí, admiraba la perfección de sus facciones pequeñas y la sonrisa alegre que siempre tenía presta; admiraba también su fidelidad al rey, y que sus labios no hubieran esbozado ni un reproche al ser preterida por Ania, la bailarina del Cáucaso, la mujer que había contagiado a su marido la terrible enfermedad.

Abgaro no se dejaba tocar por nadie pues temía contagiar a su vez a los demás. Cada vez se mostraba menos en público.

Pero no había podido resistirse ante la voluntad férrea de la reina, que insistía en cuidarle personalmente; y, no solo eso, también le insuflaba ánimo en el alma para que creyera en el relato que Josar hacía acerca de las maravillas que obraba el Nazareno.

El rey la miró con tristeza.

—Eres tú… Hablaba con Josar del Nazareno. Le llevará una carta invitándole a venir, compartiré con él mi reino.

—Josar debería viajar con escolta para que nada pueda acaecer en el viaje y consiga traer con él al Nazareno…

—Viajaré con tres o cuatro hombres; será suficiente. Los romanos son desconfiados y no les gustaría ver llegar a un grupo de soldados. Tampoco a Jesús. Yo espero, señora, poder cumplir la misión y convencer a Jesús para que me acompañe. Llevaré, eso sí, caballos veloces, que puedan traeros las nuevas en cuanto llegue a Jerusalén.

—Terminaré la carta, Josar…

—Saldré al amanecer, mi rey.

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El fuego empezaba a morder los bancos de los fieles, mientras el humo envolvía en penumbras la nave principal. Cuatro figuras vestidas de negro avanzaban presurosas hacia una capilla lateral. Desde una puerta cercana al altar mayor un hombre se retorcía las manos. El pitido agudo de las sirenas de los bomberos se escuchaba cada vez más cerca. En cuestión de segundos irrumpirían en la catedral, y eso significaría un nuevo fracaso.

Sí, ya estaban aquí; así que presuroso corrió hacia las figuras de negro instándolas a que corrieran hacia él. Una de las figuras continuó avanzando, mientras que las otras, asustadas, retrocedieron ante el fuego que las empezaba a rodear. Se les había acabado el tiempo. El fuego había avanzado más deprisa de lo que habían calculado. La figura que insistía en llegar a la capilla lateral se vio envuelta por las llamas. El fuego le iba prendiendo, pero sacó fuerzas para arrancarse la capucha con que ocultaba el rostro. Las otras intentaron acercarse, pero no pudieron, el fuego lo ocupaba todo y la puerta de la catedral estaba cediendo ante el empuje de los bomberos. A la carrera siguieron al hombre que los esperaba tembloroso junto a una puerta lateral. Huyeron en el mismo segundo en que el agua de las mangueras irrumpía en la catedral, mientras la figura envuelta por el fuego ardía sin emitir sonido alguno.

De lo que no se habían dado cuenta los fugitivos es de que otra figura que se ocultaba entre las sombras de uno de los púlpitos había seguido atentamente cada uno de sus pasos. Llevaba en la mano una pistola con silenciador que no había llegado a disparar.

Cuando los hombres de negro desaparecieron por la puerta lateral, bajó del púlpito, y antes de que los bomberos le pudieran ver accionó un resorte oculto en una pared y desapareció.

* * *

Marco Valoni aspiró el humo del cigarrillo que se mezclaba en su garganta con el humo del incendio. Había salido a respirar mientras los bomberos terminaban de apagar los rescoldos que aún humeaban junto al ala derecha del altar mayor.

La plaza estaba cerrada con vallas y los carabinieri contenían a los curiosos que intentaban averiguar qué había pasado en la catedral.

A esas horas de la tarde, Turín era un hervidero de gente que quería saber si la Sábana Santa había sufrido algún daño.

Había pedido a los periodistas que acudieron a cubrir el suceso que tranquilizaran a la gente: la Síndone no había sufrido ningún daño.

Lo que no les había dicho es que alguien había muerto entre las llamas. Aún no sabía quién.

Otro incendio. El fuego perseguía a la vieja catedral. Pero él no creía en las casualidades y la de Turín era una catedral donde sucedían demasiados accidentes: intentos de robo y, que él recordara, tres incendios. En uno de ellos, acontecido después de la Gran Guerra, encontraron los cadáveres de dos hombres abrasados por las llamas. La autopsia determinó que ambos tenían alrededor de veinticinco años; que, además del fuego, habían muerto por disparos de pistola. Y por último, un dato espeluznante: no tenían lengua, se la habían extirpado mediante una operación. Pero ¿por qué? ¿Y quiénes les habían disparado? No habían logrado averiguar quiénes eran. Caso sin resolver.

Ni los fieles ni la opinión pública sabían que la Síndone había pasado grandes periodos de tiempo fuera de la catedral en el último siglo. Quizá por eso se había salvado de los efectos de tantos accidentes.

Una caja fuerte de la Banca Nacional había servido de refugio a la Síndone, y de allí solo había salido para las ostensiones, y siempre bajo estrictas medidas de seguridad. Pero a pesar de dichas medidas de seguridad, en distintas ocasiones la Sábana había corrido peligro, verdadero peligro.

Aún se acordaba del incendio del 12 de abril de 1997. ¡Cómo no lo iba a recordar si aquella madrugada se estaba emborrachando con sus compañeros del Departamento del Arte!

Tenía entonces cincuenta años y acababa de superar una delicada operación de corazón. Dos infartos y una intervención a vida o muerte fueron argumentos suficientes para dejarse convencer por Giorgio Marchesi, su cardiólogo y cuñado, de que debía dedicarse al dolce far niente o, como mucho, solicitar un puesto tranquilo, burocrático, de esos en los que pasas el tiempo leyendo el periódico y a media mañana puedes tomarte sin prisas un capuchino, en algún bar cercano.

Pese a las lágrimas de su mujer había optado por lo segundo. Paola insistía en que se retirara; le halagaba diciéndole que ya había llegado a lo más alto en el Departamento del Arte —era su director— y que podía dar por culminada una brillante carrera y dedicarse a disfrutar de la vida. Pero él se resistió. Prefería poder ir todos los días a una oficina, la que fuera, a convertirse con cincuenta años en un trasto jubilado. No obstante, no dejaba su cargo de director del Departamento del Arte, y aquella madrugada, pese a las protestas de Paola y de Giorgio, se había ido a cenar y a emborracharse con sus compañeros. Los mismos con los que en los últimos veinte años había compartido catorce, quince horas al día, persiguiendo a las mafias que trafican con obras de arte, descubriendo falsificaciones y protegiendo, en definitiva, el inmenso patrimonio artístico de Italia.

El Departamento del Arte era un órgano especial que dependía al tiempo del Ministerio de Interior y del de Cultura.

Estaba integrado por policías —carabinieri—, pero también por un buen número de arqueólogos, historiadores, expertos en arte medieval, en arte moderno, en arte sacro… Él le había dedicado lo mejor de su vida.

Le había costado subir por la escalera del éxito. Su padre trabajaba de empleado en una gasolinera, su madre era ama de casa. Vivieron con lo justo; él tuvo que estudiar con becas y accedió a los deseos de su madre, que quería que buscara un empleo seguro, que trabajara para el Estado. Un amigo de su padre, un policía que paraba a repostar en la gasolinera, le ayudó a presentarse a las oposiciones al cuerpo de carabinieri. Lo hizo, pero no tenía vocación de policía, así que después del trabajo, estudiando por las noches, consiguió licenciarse en historia y pidió el traslado al Departamento del Arte. Unía las dos especialidades, la de policía y la de historiador, y poco a poco, con horas de trabajo y suerte, fue subiendo en el escalafón hasta llegar a la cima.

¡Cuánto había disfrutado viajando por el país! ¡Cuánto conociendo otros países!

En la Universidad de Roma había conocido a Paola. Ella estudiaba arte medieval; lo suyo fue un flechazo y en pocos meses se casaron. Llevaban juntos veinticinco años, tenían dos hijos y eran lo que se dice una pareja feliz.

Paola daba clases en la universidad y nunca le había reprochado el poco tiempo que pasaba en casa. Solo una vez en la vida habían tenido un disgusto descomunal. Fue cuando él regresó de Turín aquella primavera de 1997 y le dijo que no se retiraba, pero que no se preocupara que ya no pensaba viajar, ni ir de un lado a otro, que ejercería solo de director, de burócrata. Giorgio, su médico, le dijo que estaba loco. Quienes lo celebraron fueron sus compañeros. Lo que le hizo cambiar de opinión fue el convencimiento de que aquel incendio en la catedral no había sido fortuito por más que él mismo declarara a la prensa lo contrario.

Y aquí estaba, investigando otro nuevo incendio en la catedral de Turín. No hacía ni dos años que se había ocupado de un intento de robo. Lograron coger al ladrón por casualidad. Bien es verdad que no llevaba nada encima, seguramente no le dio tiempo a robar. Un sacerdote que pasaba cerca de la catedral sospechó del hombre que corría asustado perseguido por el ruido de la alarma que sonaba más fuerte que las campanas. Corrió tras él gritando «¡al ladrón, al ladrón!» y con la ayuda de dos anónimos transeúntes, dos jóvenes, después de un forcejeo consiguieron retenerlo. Pero no lograron sacar nada en claro. El ladrón no tenía lengua, se la habían extirpado, y carecía también de huellas dactilares: las yemas de los dedos eran cicatrices abrasadas; es decir, era un hombre sin patria, sin nombre, que ahora se pudría en la cárcel de Turín y del que jamás había logrado sacar nada.

No, no creía en las coincidencias, no era una coincidencia que «ladrones» de la catedral de Turín carecieran de lengua y tuvieran las huellas dactilares quemadas.

El fuego perseguía a la Síndone. Se había empapado de su historia, y así supo que desde que estuvo en poder de la Casa de Saboya, el lienzo había sobrevivido a varios incendios. Por ejemplo la noche del 3 al 4 de diciembre de 1532, la sacristía de la capilla donde la Casa de Saboya guardaba la Sábana comenzó a arder y las llamas alcanzaron la reliquia, custodiada entonces dentro de una urna de plata regalada por Margarita de Austria.

Un siglo más tarde otro incendio estuvo a punto de llegar hasta donde se guardaba la Sábana Santa. Dos hombres fueron sorprendidos, y ambos sintiéndose perdidos se arrojaron al fuego sin emitir sonido alguno a pesar del horrible tormento. ¿Acaso no tenían lengua? Nunca lo sabría.

Desde que en 1578 la Casa de Saboya depositó la Sábana Santa en la catedral de Turín, los incidentes se habían sucedido. No había pasado un siglo sin un intento de robo o sin un incendio, y en los últimos años lo más cerca que se había estado de los autores siempre arrojaba un balance desolador: no tenían lengua.

¿La tendría el muerto que habían trasladado al depósito de cadáveres?

Una voz le devolvió a la realidad.

—Jefe, el cardenal está aquí; acaba de llegar, ya sabe que estaba en Roma… Quiere hablar con usted, parece muy impresionado por lo sucedido.

—No me extraña. Tiene mala suerte, no hace ni seis años que se le quemó la catedral, dos que intentaron robar, y ahora, otro incendio.

—Sí, lamenta haberse dejado convencer otra vez para hacer reformas, dice que es la última vez, que esta catedral ha aguantado en pie cientos de años y que ahora con tantas reformas y chapuzas se la van a cargar.

Marco entró por una puerta lateral en la que se indicaba que allí estaban las oficinas. Tres o cuatro sacerdotes iban de un lado a otro presos de gran agitación; dos mujeres mayores que compartían mesa en un pequeño despacho parecían muy atareadas mientras que algunos de los agentes bajo sus órdenes examinaban las paredes, tomaban muestras y entraban y salían. Un sacerdote joven, de unos treinta años, se acercó a él. Le tendió la mano. El apretón fue firme.

—Soy el padre Yves.

—Y yo Marco Valoni.

—Sí, ya lo sé. Acompáñeme, Su Eminencia le espera.

El sacerdote abrió una pesada puerta que daba acceso a la estancia, un despacho de madera noble, con cuadros del Renacimiento, una Madonna, un Cristo, la Última Cena… Sobre la mesa, un crucifijo de plata labrada. Marco calculó que podía tener por lo menos trescientos años. El cardenal era un hombre de rostro afable, alterado en ese momento por el suceso.

—Siéntese, señor Valoni.

—Gracias, Eminencia.

—Dígame qué ha pasado, ¿se sabe ya quién ha muerto?

—Aún no lo sabemos con certeza, Eminencia. Hasta el momento todo indica que se ha producido un cortocircuito por las obras y eso ha provocado el incendio.

—¡Otra vez!

—Sí, Eminencia, otra vez… pero, si me lo permite, vamos a investigar a fondo. Nos quedaremos unos días por aquí, quiero revisar de arriba abajo la catedral, no dejar ni un hueco por mirar y mis hombres y yo vamos a seguir hablando con todos los que han estado en las últimas horas y en los últimos días en la catedral. Le pediría a Su Eminencia su colaboración…

—La tiene, señor Valoni, la tiene, la ha tenido en otras ocasiones, investigue cuanto quiera. Es una catástrofe lo que ha sucedido, hay una persona muerta, además de que se han quemado obras de arte irreemplazables y las llamas casi llegan a la Sábana Santa; no sé qué habría pasado si se llega a destruir.

—Eminencia, la Sábana…

—Lo sé, Valoni, sé lo que me va a decir: que el carbono 14 ha dictaminado que no pudo ser la tela que envolvió el cuerpo de Nuestro Señor, pero para muchos millones de fieles, la Sábana es auténtica diga lo que diga el carbono 14, y la Iglesia permite su culto; además, hay científicos que no se explican aún la impresión de la figura que tenemos por la de Nuestro Señor, y…

—Perdone, Eminencia, no quería poner en duda el valor religioso de la Síndone. A mí me impresionó la primera vez que la vi, y continúa impresionándome el hombre de la Sábana.

—¿Entonces?

—Quería preguntarle si en los últimos días, en los últimos meses, ha pasado algo extraño, algo que por insignificante que sea le haya llamado la atención.

—Pues no, la verdad es que no. Después del último susto, cuando intentaron robar en el altar mayor hace dos años, hemos estado tranquilos.

—Piense, Eminencia, piense.

—Pero ¿qué quiere que piense? Cuando estoy en Turín celebro a diario misa en la catedral a las ocho de la mañana. Los domingos a las doce. Paso algún tiempo en Roma, hoy mismo estaba en el Vaticano cuando me avisaron del incendio. Vienen peregrinos de todo el mundo a ver la Síndone, hace dos semanas, antes de que comenzaran las obras, estuvo aquí un grupo de científicos franceses, ingleses y estadounidenses realizando nuevas pruebas y…

—¿Quiénes eran?

—¡Ah! Un grupo de profesores, católicos todos, que creen que pese a las investigaciones y el dictamen categórico del carbono 14, la Sábana es la auténtica mortaja de Cristo.

—¿Alguno le llamó la atención por algo?

—No, la verdad es que no. Los recibí en mi despacho del Palacio Episcopal, hablamos como una hora, les invité a un refrigerio. Me expusieron algunas de sus teorías de por qué creían que no era fiable el método del carbono 14, y poco más.

—¿Alguno de estos profesores le pareció especial?

—Verá, señor Valoni, llevo años recibiendo científicos que estudian la Síndone, ya sabe que la Iglesia ha estado abierta y ha facilitado su investigación. Estos profesores estuvieron muy simpáticos; solo uno de ellos, el doctor Bolard, se mostró más reservado, menos parlanchín que sus colegas, pero es que le pone nervioso que hagamos obras en la catedral.

—¿Por qué?

—¡Qué pregunta, señor Valoni! Porque el profesor Bolard es un científico que lleva años colaborando en la conservación de la Síndone y teme que se la exponga a riesgos innecesarios. Lo conozco hace muchos años, es un hombre serio, un científico riguroso, y un buen católico.

—¿Recuerda las ocasiones en que ha estado aquí?

—Innumerables, ya le digo que colabora con la Iglesia en la conservación de la Síndone; tanto es así que cuando vienen otros científicos para estudiarla le solemos llamar para que él tome las medidas necesarias para que la Sábana no se exponga a ningún deterioro. Además nosotros tenemos archivados los nombres de todos los científicos que nos han visitado, que han estudiado la Síndone, los hombres de la NASA, aquel ruso ¿cómo se llamaba? No me acuerdo… Bueno, y todos esos doctores famosos, Barnet, Hynek, Tamburelli, Tite, Gonella, ¡qué sé yo! Tampoco puedo olvidar a Walter McCrone, el primer científico que se empeñó en que la Sábana no era la mortaja de Cristo Nuestro Señor, y que ha muerto hace unos meses, Dios le tenga en su Gloria.

Marco pensaba en ese doctor Bolard. No sabía por qué, pero necesitaba saber algo más de aquel profesor.

—Dígame las fechas en que ese doctor Bolard ha estado aquí.

—Sí, sí, pero ¿por qué? El doctor Bolard es un prestigioso científico y no sé qué puede tener que ver con su investigación…

Marco comprendió que al cardenal no le iba a hablar de instinto, ni de corazonadas. Además, seguramente era una estupidez querer saber algo de un hombre por el mero hecho de que fuera silencioso. Optó por pedirle al cardenal la lista de todos los equipos de científicos que habían estudiado la Síndone en los últimos años, así como las fechas en que habían estado en Turín.

—¿Hasta cuándo quiere remontarse? —preguntó el cardenal.

—Pues si es posible, a los últimos veinte años.

—¡Pero hombre, dígame qué busca!

—No lo sé, Eminencia, no lo sé.

—Usted comprenderá que me debe una explicación de qué tienen que ver los incendios que ha sufrido esta catedral con la Síndone y los científicos que la han estudiado. Lleva usted años empeñado en que los accidentes que sufre la catedral tienen como objetivo la Sábana Santa, y yo, mi querido Marco, no termino de creerlo. ¿Quién va a querer destruir la Síndone? ¿Por qué? En cuanto a los intentos de robo, usted sabe que cualquier pieza de la catedral vale una fortuna, y hay muchos desaprensivos que no tienen respeto ni siquiera por la casa de Dios. Aunque algunos de los pobres desgraciados que han intentado robar, son inquietantes. No puedo dejar de rezar por ellos.

—Seguramente tiene usted razón; pero convendrá conmigo en que no es normal que en algunos de estos llamémosles accidentes estén mezclados hombres sin lengua y sin huellas dactilares. ¿Me facilitará la lista? Es solo rutina, por no dejar cabos sueltos.

—No, desde luego que no es normal, y a la Iglesia le preo­cupa. He visitado en varias ocasiones, discretamente eso sí, a ese pobre desgraciado que intentó robarnos hace dos años. Se sienta enfrente de mí y permanece impasible, como si no entendiera nada de lo que digo. En fin, le diré a mi secretario, ese joven sacerdote que le ha acompañado, que busque esos datos y se los entregue cuanto antes. El padre Yves es muy eficiente, lleva conmigo siete meses, desde que murió mi anterior ayudante y debo reconocer que para mí ha supuesto un descanso. Es inteligente, discreto, piadoso, habla varios idiomas…

—¿Es francés?

—Sí, es francés, pero su italiano, como habrá comprobado, es perfecto; lo mismo domina el inglés, el alemán, el hebreo, el árabe, el arameo…

—¿Y quién se lo recomendó, Eminencia?

—Mi buen amigo el ayudante del sustituto del secretario de Estado, monseñor Aubry, un hombre singular.

Marco pensó que la mayoría de los hombres de iglesia que había conocido eran singulares, sobre todo los que se movían por el Vaticano. Pero se mantuvo en silencio escudriñando al cardenal, un buen hombre le parecía a él, más sagaz e inteligente de lo que dejaba entrever, y muy dotado para la diplomacia.

El cardenal descolgó el teléfono y pidió que entrara el padre Yves. Este no tardó ni un segundo en acudir.

—Pase, padre, pase. Ya conoce al señor Valoni. Quiere que le facilitemos una lista de todas las delegaciones que han visitado la Síndone en los últimos veinte años. Así que manos a la obra, porque mi buen amigo Marco lo necesita ya.

El padre Yves observó a Marco Valoni antes de preguntarle.

—Perdón, señor Valoni, pero ¿podría decirme qué busca?

—Padre Yves, ni el señor Valoni sabe lo que busca, pero el caso es que quiere saber quién ha tenido relación con la Síndone en los últimos veinte años y nosotros se lo vamos a facilitar.

—Desde luego, Eminencia, trataré de entregárselo cuanto antes, aunque con este jaleo no será fácil encontrar un rato para buscar en los archivos; ya sabe que aún nos falta mucho por informatizar.

—Tranquilo, padre —respondió Valoni—, puedo esperar unos días, pero cuanto antes me dé esa información, mejor.

—Eminencia, ¿puedo preguntar qué tiene que ver el incendio con la Síndone?

—¡Ah! Padre Yves, llevo años preguntando al señor Valoni por qué cada vez que nos sucede una desgracia se empeña en que el objetivo es la Síndone.

—¡Dios mío, la Síndone!

Valoni observó al padre Yves. No parecía un sacerdote, o al menos no se parecía a la mayoría de los sacerdotes que él conocía, y vivir en Roma suponía conocer a muchos.

El padre Yves era alto, bien parecido, atlético; seguro que practicaba algún deporte. Además no había ni un ápice de blandura en él, esa blandura que es fruto de la mezcla de castidad y la buena comida y que provoca estragos entre los curas. Si el padre Yves no llevara alzacuellos, parecería un ejecutivo de esos que cuidan su aspecto dedicando tiempo al deporte.

—Sí, padre —dijo el cardenal—, la Síndone. Pero afortunadamente Dios Nuestro Señor la protege, porque jamás ha sufrido daño.

—Solo trato de no dejar ningún cabo suelto al investigar los múltiples incidentes que se vienen sucediendo en la catedral. Padre Yves, esta es mi tarjeta, le apuntaré el número de mi móvil para que me llame en cuanto tenga la lista que les he solicitado, y si a usted se le ocurre cualquier cosa que crea que pueda servirnos para la investigación, le rogaría que me lo comunicara.

—Desde luego, señor Valoni, así lo haré.

* * *

El teléfono móvil sonó y Marco respondió al momento. El forense le informó escuetamente: era un hombre el que había ardido en la catedral, creía que tendría alrededor de treinta años, no muy alto, 1,75 de estatura, delgado. No, no tenía lengua.

—¿Está seguro, doctor?

—Estoy todo lo seguro que se puede estar con un hombre carbonizado. El cadáver no tenía lengua, y no como consecuencia del fuego, sino porque se la habían extirpado, no me pregunte cuándo, porque es difícil de saber dado el estado del cuerpo.

—¿Alguna otra cosa, doctor?

—Le enviaré el informe completo. Le he llamado apenas he salido de hacer la autopsia tal y como me pidió.

—Pasaré a verle, doctor, ¿le importa?

—No, en absoluto. Estaré aquí todo el día, venga cuando quiera.

* * *

—Marco, ¿qué te pasa?

—Nada.

—Vamos, jefe, que te conozco, y estás de malhumor.

—Verás, Giuseppe, hay algo que me molesta y no sé qué es.

—Pues yo sí que lo sé. Te impresiona lo mismo que a nosotros haber encontrado otro mudo. He pedido a Minerva que investigue en su ordenador si hay alguna secta que se de­dique a cortar lenguas y a robar. Ya sé que es descabellado, pero tenemos que mirar en todas las direcciones, y Minerva es un genio buscando por internet.

—Está bien; ahora cuéntame lo que habéis averiguado.

—En primer lugar no falta nada. No han robado. Antonino y Sofia aseguran que no se han llevado nada: cuadros, candelabros, tallas… en fin, todas las maravillas que hay en la catedral están, aunque algunas hayan sufrido los efectos del fuego. Las llamas han destrozado el púlpito de la derecha, también los bancos de los fieles, y de la talla del siglo XVIII de la Purísima solo queda ceniza.

—Todo eso estará en el informe.

—Sí, jefe, pero el informe aún no lo han terminado. Pietro todavía no ha vuelto de la catedral. Ha estado interrogando a los operarios que trabajaban en la nueva instalación eléctrica; al parecer el fuego se debe a un cortocircuito.

—Otro cortocircuito.

—Sí, jefe, otro, como el del 97. Pietro además ha hablado con la compañía encargada de las obras, y ya ha pedido a Minerva que busque en el ordenador todo lo que haya sobre los dueños de la empresa, y de paso sobre los operarios. Algunos son inmigrantes y nos costará más obtener información. Además, entre Pietro y yo hemos interrogado a todo el personal de la sede episcopal. En la catedral no había nadie cuando se produjo el incendio. A las tres de la tarde siempre está cerrada; ni siquiera los obreros estaban trabajando, es la hora del almuerzo.

—Tenemos el cadáver de un hombre solo. ¿Tenía cómplices?

—No lo sabemos, pero es probable. Resulta difícil que un hombre prepare y ejecute en solitario un robo en la catedral de Turín, a no ser que sea un ladrón que actuara por encargo, que viniera por una pieza de arte concreta, en cuyo caso no necesitaba a nadie. Aún nos falta información.

—Pero, si no estaba solo, ¿por dónde han desaparecido sus cómplices?

Marco guardó silencio. El malestar que sentía en el estómago era síntoma de su inquietud. Paola le decía que estaba obsesionado con la Síndone y a lo mejor hasta tenía razón: le ob­sesionaban los hombres sin lengua. Estaba seguro de que se le escapaba algo, que había un cabo suelto en alguna parte y que si lo encontraba y empezaba a tirar encontraría la solución. Iría a la cárcel de Turín a ver al mudo. El cardenal le había dicho algo que le llamó la atención: que cuando le había visitado el hombre permanecía impasible, como si no le entendiera. Podía ser una pista, a lo mejor el mudo no era italiano y no entendía lo que le decían. Dos años atrás él se lo había dejado a los carabinieri una vez comprobado que no tenía lengua, y que se negaba a hacer el más mínimo gesto ante sus preguntas. Sí, iría a la cárcel, el mudo era la única pista, e idiota de él, la había apartado.

Mientras encendía otro cigarro, decidió llamar a John Barry, el agregado cultural de la embajada estadounidense. En realidad John era un agente del servicio secreto, como casi todos los agregados culturales de las embajadas. Los gobiernos no tenían excesiva imaginación a la hora de buscar camuflajes para sus agentes en el exterior.

John era un buen tipo aunque trabajara para el Departamento de Análisis y Evaluación de la CIA. El suyo no era un trabajo de agente de campo: solo analizaba la información de estos, la interpretaba, y la enviaba a Washington. Hacía años que eran amigos. Una amistad que habían ido cimentando a través del trabajo, ya que el destino de muchas de las obras de arte robadas por las mafias era ir a parar a las manos de algunos norteamericanos ricos que, enamorados unos de una obra de arte en concreto, otros por vanidad o simple negocio, no tenían reparos en adquirir mercancía robada. En ocasiones los robos se producían por encargo.

John no respondía a la imagen tópica de estadounidense y de la CIA. Era un cincuentón, como él; enamorado de Europa, que se había doctorado en Harvard en historia del arte. Se había casado con una arqueóloga inglesa, Lisa, una mujer encantadora. No muy guapa, la verdad, pero tan vital que contagiaba entusiasmo y uno la terminaba encontrando atractiva. Se había hecho amiga de Paola, así que de cuando en cuando cenaban los cuatro, e incluso habían pasado algún fin de semana en Capri.

Sí, llamaría a John en cuanto regresara a Roma. Pero también telefonearía a Santiago Jiménez, el representante de Europol en Italia, un español eficiente y simpático con el que mantenía una buena relación. Les invitaría a almorzar. A lo mejor, pensó, le podían ayudar a buscar, aunque todavía no supiera muy bien qué.

la_hermandad_de_la_sabana_santa-7

Josar alcanzó con la mirada las murallas de Jerusalén. El brillo del sol al amanecer y la arena del desierto se fundían con las piedras hasta formar una masa dorada que cegaba la vista.

Acompañado de cuatro hombres, Josar se dirigió a la Puerta de Damasco por la que a esa hora empezaban a entrar campesinos de las tierras cercanas y a salir caravanas en busca de sal.

Un pelotón de soldados romanos, a pie, patrullaba el perímetro de las murallas.

Tenía ganas de ver a Jesús. Aquel hombre irradiaba algo extraordinario: fuerza, dulzura, firmeza, piedad.

Creía en Jesús, creía que era el Hijo de Dios, no solo por los prodigios que le había visto obrar, sino porque cuando Jesús posaba sus ojos se podía sentir que esa mirada trascendía lo humano, sabías que leía dentro de ti, que no se le escapaban ni los más recónditos pensamientos.

Pero Jesús no te hacía sentir vergüenza por lo que eras, porque sus ojos estaban cargados de comprensión, de perdón.

Josar quería a Abgaro, su rey, porque siempre le había tratado como un hermano. Le debía su posición y su fortuna, pero si Jesús no aceptaba la invitación de Abgaro para ir a Edesa, él, Josar, se presentaría ante su rey y le pediría licencia para regresar a Jerusalén y seguir al Nazareno. Estaba dispuesto a renunciar a su casa, a su fortuna y bienestar. Seguiría a Jesús e intentaría vivir según sus enseñanzas. Sí, estaba decidido.

* * *

Josar se dirigió a casa de un hombre, Samuel, que por unas pocas monedas le permitiría dormir y cuidaría de los caballos. En cuanto estuviera instalado saldría a preguntar por Jesús. Iría a casa de Marcos, o de Lucas, ellos le dirían dónde encontrarle. Sería difícil convencer a Jesús para que viajara a Edesa, pero él, Josar, argumentaría al Nazareno que el viaje sería corto y que una vez que curase a su señor podría regresar, si es que decidía no quedarse.

Cuando salió de la casa de Samuel, camino de la de Marcos, Josar compró un par de manzanas a un pobre cojo, al que preguntó por las últimas noticias de Jerusalén.

—¿Qué quieres que te cuente, forastero? Todos los días sale el sol por levante y se marcha por el poniente. Los romanos… ¿tú no serás romano? No, no, no vistes como un romano, ni hablas como ellos. Los romanos nos han subido los impuestos a mayor gloria del emperador, por eso Pilatos teme una rebelión y procura congraciarse con los sacerdotes del Templo.

—¿Qué sabes de Jesús, el Nazareno?

—¡Ah! Tú también quieres saber de él. ¿No serás un espía?

—No, buen hombre, no soy un espía, solo un viajero que conoce las maravillas que obra el Nazareno.

—Si estás enfermo él podría curarte, son muchos los que afirman haber sanado con el roce de los dedos del Nazareno.

—¿Tú no lo crees?

—Señor, yo trabajo de sol a sol, cultivando mi huerto y vendiendo mis manzanas. Tengo mujer y dos hijas a las que alimentar. Cumplo con todos los preceptos que puedo para ser un buen judío, y creo en Dios. Si el Nazareno es el Mesías como dicen, yo no lo sé, no diré ni que sí ni que no. Pero te contaré, forastero, que los sacerdotes no le quieren bien y los romanos tampoco, porque Jesús no teme su poder y desafía a unos y a otros. Uno no puede enfrentarse a los romanos y a los sacerdotes y pretender salir bien. Ese Jesús terminará mal.

—¿Sabes dónde está?

—Va de un lado a otro con sus discípulos, aunque pasa mucho tiempo en el desierto. No sé, pero puedes preguntar al aguador que está en aquella esquina. Es un seguidor de Jesús, antes era mudo y ahora habla, el Nazareno le curó.

Josar deambuló por la ciudad, hasta dar con la casa de Marcos. Allí le indicaron dónde podía encontrar a Jesús, a orillas de la muralla sur, predicando a una multitud.

No tardó en verlo. El Nazareno, vestido con una sencilla túnica, hablaba a sus seguidores con una voz firme pero dulcísima.

Sintió los ojos de Jesús en él. Le había visto, le sonreía, y con un gesto le invitaba a acercarse.

Jesús le abrazó y le indicó que se sentase a su lado. Juan, el más joven de los discípulos, se apartó para dejarle sitio junto al Maestro.

Así pasaron la mañana, y cuando el sol estaba en el punto más alto del cielo, Judas, uno de los discípulos de Jesús, repartió pan, higos y agua entre los asistentes. Comieron en silencio y en paz. Luego, Jesús se levantó para marcharse.

—Señor —dijo Josar en un murmullo—, traigo una misiva para ti de mi rey, Abgaro de Edesa.

—¿Y qué quiere Abgaro, mi buen Josar?

—Está enfermo, señor, y te ruega que le ayudes, también yo te lo ruego porque es un buen hombre y un buen rey, y sus súbditos le saben justo. Edesa es una ciudad pequeña, pero Abgaro está dispuesto a compartirla contigo.

Jesús apoyó su mano en el brazo de Josar mientras caminaban. Y Josar se sentía privilegiado por estar cerca del hombre al que verdaderamente creía Hijo de Dios.

—Leeré la carta y responderé a tu rey.

Aquella noche Josar compartió la cena con Jesús y sus discípulos, inquietos por las noticias de la animadversión creciente de los sacerdotes. Una mujer, María Magdalena, había escuchado en el mercado que los sacerdotes instaban a los romanos a detener a Jesús, al que acusaban de ser el instigador de los disturbios contra el poder de Roma.

Jesús atendía en silencio y cenaba tranquilo. Parecía como si todo lo que allí se decía ya lo supiera, como si ninguna de las noticias que se comentaban fuera nueva para él. Luego les habló del perdón, de cómo debían de perdonar a quienes les hicieran mal, tenerles compasión. Los discípulos le contestaban que resulta difícil perdonar a un hombre que te hace mal, permanecer impasible sin responder a los agravios.

Jesús los escuchaba y argumentaba a favor del perdón como alivio para el alma del propio agraviado.

Al final de la cena, buscó con la mirada a Josar y le pidió que se acercara, para entregarle una carta.

—Josar, he aquí mi respuesta para Abgaro.

—Señor, ¿vendrás conmigo?

—No, Josar, no iré contigo, no puedo ir contigo, he de cumplir con lo que quiere mi Padre. Enviaré a uno de mis discípulos. Pero tu rey me verá en Edesa, y si tiene fe, se curará.

—¿A quién enviarás? ¿Cómo es posible lo que dices, señor, cómo te quedarás aquí si dices que Abgaro te podrá ver en Edesa?

Jesús sonrió y traspasándole con los ojos le dijo:

—¿No me sigues y me escuchas? Irás tú, Josar, y tu rey se curará, y me verá en Edesa aun cuando ya no esté en este mundo.

Josar le creyó.

* * *

El sol entraba a raudales por el ventanuco de la estancia en la que Josar se afanaba escribiendo a Abgaro mientras el posadero procuraba alimento a los hombres que le habían acompañado.

«De Josar, a Abgaro, rey de Edesa.

Señor, mis hombres te llevan la respuesta del Nazareno. Te pido, señor, que tengas fe, pues él dice que sanarás. Sé que obrará el prodigio, pero no me preguntes cómo ni cuándo.

Te pido licencia para quedarme en Jerusalén, cerca de Jesús. Mi corazón me dice que debo quedarme aquí. Necesito escucharle, escuchar sus palabras y, si me lo permite, seguirle como el más humilde de sus discípulos. Todo lo que tengo me lo has dado tú, así que, mi rey, dispón de mis bienes, de mi casa, de mis esclavos para repartirlos entre los necesitados. Yo me quedaré aquí, y para seguir a Jesús apenas necesito nada. Presiento, además, que va a pasar algo, pues los sacerdotes del Templo odian a Jesús por decirse Hijo de Dios y vivir de acuerdo con la Ley de los Judíos, lo que ellos no hacen.

Te ruego, mi rey, tu comprensión y que me permitas cumplir mi destino».

Abgaro leyó la carta de Josar y le invadió la pesadumbre. El Judío no viajaría a Edesa y Josar se quedaba en Jerusalén.

Los hombres que habían acompañado a Josar habían viajado sin descanso para entregarle las dos misivas. Primero había leído la de Josar, ahora leería la de Jesús, pero de su corazón se había borrado la esperanza y poco le importaba lo que pudiera escribirle el Nazareno.

La reina entró en la estancia y le observó preocupada.

—He oído que han llegado noticias de Josar.

—Así es. El Judío no vendrá. Josar me pide permiso para quedarse en Jerusalé

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