El último adiós

Kate Morton

Fragmento

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Capítulo 2

 

 

 

Cornualles, 23 de junio de 1933

 

 

 

La mejor vista del lago era la de la habitación morada, pero Alice decidió conformarse con la ventana del cuarto de baño. El señor Llewellyn todavía estaba con su caballete junto al arroyo, pero siempre se retiraba temprano a descansar y no quería arriesgarse a encontrarse con él. El anciano era inofensivo, pero excéntrico y necesitado de afecto, sobre todo en los últimos años, y temía que malinterpretara su inesperada presencia en su habitación. Alice arrugó la nariz. Le había tenido mucho cariño antes, cuando era una niña, y él a ella. Ahora, que ya tenía dieciséis años, le resultaba extraño pensar en las historias que le contaba, los pequeños bocetos que le dibujaba y ella atesoraba, el aura de asombro que dejaba tras de sí como una canción… En cualquier caso, el cuarto de baño estaba cerca de la habitación morada y, como solo pasarían unos minutos antes de que madre notara que no había flores en las habitaciones de la primera planta, Alice no podía perder tiempo subiendo escaleras. Mientras un enjambre de criadas blandiendo paños revoloteaba con ímpetu por el salón, se deslizó por la puerta principal y corrió hacia la ventana.

Pero ¿dónde estaba él? Alice sintió que se le encogía el estómago y que le embargaba la desesperanza en solo un instante. Apretó las manos cálidas contra el cristal mientras su mirada recorría la escena: rosas blancas y rosas, de pétalos que resplandecían como si hubieran sido pulidos; preciosos melocotones que se aferraban al muro del jardín; el estanque alargado y plateado que relucía bajo el sol matinal. Toda la propiedad ya había sido arreglada y engalanada hasta alcanzar un estado de perfección inverosímil y, a pesar de ello, el bullicio persistía por doquier.

Los músicos arrastraban sillas doradas sobre el quiosco de música que se había montado para la ocasión y, mientras las camionetas de los proveedores se turnaban para levantar el polvo del camino, la carpa a medio montar se inflaba con la brisa del verano. La única nota discordante en aquel torbellino era la abuela DeShiel, quien permanecía sentada, menuda y encorvada, en el jardín, en la silla de hierro fundido frente a la biblioteca, perdida en sus recuerdos lóbregos y por completo ajena a los faroles de vidrio que estaban colgando en los árboles a su alrededor…

De pronto Alice contuvo el aliento.

Él.

La sonrisa se extendió por su rostro antes de que pudiera evitarlo. Qué alegría, qué alegría deliciosa y estelar descubrirlo en esa pequeña isla en medio del lago, con un leño enorme sobre uno de los hombros. Alzó una mano para saludar, un impulso insensato, pues él no miraba hacia la casa. Y de haberlo hecho no le habría devuelto el saludo. Ambos sabían que no podían cometer ese tipo de descuidos.

Se llevó los dedos al mechón de pelo que siempre le caía suelto junto a la oreja y lo enroscó y desenroscó alrededor de ellos una y otra vez. Le gustaba mirarle así, en secreto. Le hacía sentirse poderosa, no como cuando estaban juntos, cuando le llevaba limonada en el jardín o lograba escabullirse para sorprenderlo mientras trabajaba en los remotos confines de la propiedad; cuando él le preguntaba acerca de su novela, su familia, su vida, y ella le contaba historias y le hacía reír y tenía que contenerse para no extraviarse en el estanque de esos ojos verdes y profundos con reflejos dorados.

Bajo la mirada de Alice, él se inclinó y se tomó un momento para equilibrar el peso del leño antes de colocarlo encima de los otros. Era fuerte y eso estaba bien. Alice no sabía con certeza el motivo, pero le importaba en algún lugar profundo e inexplorado. Le ardían las mejillas; se estaba sonrojando.

Alice Edevane no era tímida. Había conocido a otros muchachos antes. No muchos, era cierto (con excepción de la tradicional fiesta de verano, sus padres eran muy reservados y no solían relacionarse mucho), pero había logrado, en algunas ocasiones, intercambiar palabras furtivas con los chicos del pueblo o los hijos de los arrendatarios, que se calaban las gorras y bajaban la mirada y seguían a sus padres por la propiedad. Esto, sin embargo, esto era… Bueno, esto era diferente, y ella sabía que sonaba vertiginoso, a la clase de cosa que diría su hermana mayor Deborah, pero era cierto de todos modos.

Se llamaba Benjamin Munro. Pronunció en silencio las sílabas, Benjamin James Munro, veintiséis años de edad, de Londres. No tenía familiares a su cargo, era un gran trabajador, no era dado a hablar por hablar. Había nacido en Sussex y crecido en el Far East, hijo de arqueólogos. Le gustaban el té verde, el aroma a jazmín y los días calurosos en los que amenazaba la lluvia.

No había sido él quien le había contado todo eso. No era uno de esos hombres presuntuosos que alardeaban de sí mismos y de sus logros como si una muchacha fuera solo una cara bonita con las orejas bien abiertas. En lugar de eso, ella lo había escuchado y observado y, cuando se presentó la oportunidad, entró a hurtadillas en el almacén para consultar el registro de los empleados del jardinero jefe. Alice siempre había disfrutado imaginando que era una investigadora y, cómo no, sujeta tras una página con las minuciosas notas de siembra del señor Harris, encontró la solicitud de empleo de Benjamin Munro. La carta era breve, escrita en una letra que madre habría juzgado deplorable, y Alice escudriñó todo, memorizando los fragmentos importantes, emocionada por la manera en que las palabras daban color y profundidad a la imagen que había creado y guardado para ella misma, como una flor entre dos páginas. Como la flor que él le había regalado el mes pasado. «Mira, Alice», el tallo era verde y frágil en esa mano ancha y poderosa, «la primera gardenia de la estación».

El recuerdo la hizo sonreír y metió la mano en el bolsillo para acariciar la superficie lisa de su cuaderno con tapas de cuero. Era una costumbre que había conservado desde la infancia, que volvía loca a su madre desde que recibió el primer cuaderno en su octavo cumpleaños. ¡Cuánto le había gustado ese librito color avellana! Qué inteligente había sido papá al escogerlo para ella. Él también llevaba un diario, le dijo, con una seriedad que Alice había admirado y agradecido. Escribió su nombre completo (Alice Cecilia Edevane), despacio, bajo la atenta mirada de madre, en la pálida línea sepia del frontispicio, y de inmediato se sintió una persona mucho más real que antes.

Madre se oponía a la costumbre de Alice de acariciar la libreta en el bolsillo porque le daba un aspecto «sospechoso, como si tuvieras malas intenciones», descri

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