Los Escorpiones

Sara Barquinero

Fragmento

cap-1

Prólogo

Los budistas tenían razón: uno nunca quiere morirse, sino matar algo que habita dentro de sí, aunque a veces eso implique acabar con la propia vida. O eso dicen los hechos porque, ahora que el peligro acecha, Thomas no tiene ninguna gana de desaparecer. ¿Dónde quedó su cinismo desapegado, ese encogimiento de hombros hacia la propia existencia que le debería permitir mantener la dignidad en una situación así? No se sabe.

Sara, a su lado, tampoco tiene ganas de que llegue el fin, por mucho que diga su historial: se ve en la manera en la que le tiembla el labio, en cómo se abraza a sí misma, compacta, la mínima expresión de la materia en una esquina del zulo. Michaela D’Alessandro suspira con hartazgo y se pone en cuclillas frente a ella, pero eso solo hace que se encoja todavía más. Thomas imagina un budilla dorado y flotante muerto de risa, justo sobre su moño. ¿Y ahora qué?, dice la figurilla. Ahora nada. Ahora. La. Nada. Eso te gusta, ¿verdad, cabrón? Michaela se levanta. Ya no va vestida como en la fiesta; lleva un chándal claro y unas New Balance tan limpias que parecen recién estrenadas. Los observa de hito en hito. Al menos dicho cinismo debería servirles para afrontar la situación con cierta dignidad: ea, uno se muere siempre, me tocó ahora, ¿y qué? De Sócrates a nosotros tres mil años, el mismo ethos. Pero no es así: Sara ni lo mira, todo su organismo está dedicado al Terror. Ni siquiera intenta luchar contra la atadura de sus muñecas. Thomas observa a su alrededor: hace apenas unos instantes pensaba que quería suicidarse, pero ahora solo quiere escapar. El zulo no está vacío, pero no ofrece ninguna posibilidad de huida. A la derecha hay una mesa con un ordenador, repleta de plantas artificiales y figuritas de acción, una placa en la que pone D’Alessandro. Cierra los ojos. Está cansado. En la otra esquina, una máquina de arcade viejísima, un póster mal colgado de Super Mario 64 y, en la puerta, el camarero demoniaco que los encerró ahí. Por lo demás, todo es gris, húmedo y poco interesante, y Thomas supone que la espera sería igual de poco interesante de no temer por su pellejo. Si tuviera manos, inspiraría por la derecha y luego expulsaría el aire por el agujero izquierdo, para luego invertir el proceso. Desventajas poco obvias de estar esposado: imposible meditar.

—No le hagas daño a ella —le dice a Michaela, intentando resultar amenazador—. Ya has hecho suficiente.

Ella lo contempla con aburrimiento y Sara gime, el primer sonido que emite desde hace un rato. Thomas querría ser valiente, inspirarse en Sócrates, en Áyax, o al menos en el Capitán América cuando lo tirotea Sharon Carter. Pero no es capaz de moverse. Michaela se sienta sobre la mesa y saca uno de los cigarrillos del bolso de Sara.

—¿Y qué se supone que tengo que hacer con vosotros? —pregunta, después de darle la primera calada y tirar la ceniza al suelo.

cap-2

Cambiatuvida.exe

cap-2

El opio y Hitler le enseñaron que el mundo era de cristal.

LEONARD COHEN

cap-3

I

Sara, Madrid, 2017

Javier sigue sin dar señales de vida. Ya han pasado dos días desde que no se presentó a la cita, y cada minuto es una tortura que me recuerda que tal vez no merezca la pena seguir esperando. Última conexión: las 10.29 del miércoles, y ya es viernes. ¿Le habrá sucedido algo? Es raro desaparecer de internet durante más de dos días. ¿Está evitándome? ¿Me intuye, ansiosa y loca, revisando su perfil una y otra vez?

Mi mente oscila entre ambas ideas varias veces por minuto: me detesta, decidió no quedar conmigo porque nunca le gusté demasiado, quizá ahora mismo está tan ocupado con otra cita que ni tiene tiempo para mirar su teléfono. O todo lo contrario: ha debido de sucederle algo, y grave. Tantas horas gastadas los últimos meses, tantos secretos, la costumbre ya instaurada de llamarnos cada madrugada. Y era él quien lo hacía, casi todas las noches, o daba una buena excusa. No puede ser en vano. No puede desaparecer.

Reviso por aburrimiento las capturas de su cuenta de la app de citas, la frase de Leonard Cohen como descripción del perfil y esa foto en la que sale tan guapo, fumando en un paisaje de niebla. Su última imagen era un fotograma de Lo que queda de Edith Finch, uno de mis videojuegos favoritos. Por eso le abrí conversación. Soy tonta, ¿por qué no le escribí mientras estaba en el café, por qué esperé ahí dos horas sin decir palabra? Habría sido más natural. Quizá se olvidó y piensa que yo también lo hice y tampoco me presenté. ¿Y si está enfadado? ¿Qué podría decir ahora? Jajaja, a mí también se me olvidó la cita, ¿cómo estás? O: estuve esperándote durante horas, y ahora llevo dos días esperando una explicación, ¿piensas dármela? No quiero sonar resentida: ya estoy harta del papel de mujer despechada, pero también del de estúpida, la que pregunta inocentemente si está bien a un hombre que ni se plantea hablar contigo. Su foto de perfil de WhatsApp: él sentado en una playa a contraluz, media sonrisa y una mano en el bolsillo. ¿Cuántas madrugadas me habré dormido mirando esa foto, imaginando cómo sería su cuerpo en movimiento, sus manías y muecas, su olor? ¿Va a terminar así? Por Dios, ni siquiera quería que pasase algo entre nosotros. Solo aspiraba a crear un lugar en el que quisiera quedarse.

Releo nuestra conversación como una voyeur: hace una semana me dijo que había encontrado una «cosa flipante» y yo quise saber qué era. A lo mejor se trata de eso, es una persona obsesiva, necesita sus tiempos. No me contestó. Insistí el lunes, tras quince minutos observando una pantalla sin novedades: «Entonces, ¿nos vemos el miércoles?». Un mensaje de él, lacónico, cinco horas más tarde: «Sí, sí». No me atreví a preguntar más. En mi cabeza desfilaban todos los mitos literarios y televisivos de mujeres pertinaces y demasiado deseosas de afecto. Además, por fin me había propuesto quedar. Nunca había tardado tanto con alguien de Tinder. Eso me mantuvo más o menos calmada: quizá no me escribía tanto porque íbamos a vernos. Solo me planté el miércoles a las seis y media en el café que había elegido. Dos horas bebiendo a solas, sin esperanza a partir de las siete. No vino. Y desde entonces hasta hoy.

Son las 10.29. Último mensaje leído el lunes a las 16.40. Cinco minutos mirando esos números. Cinco minutos y, de repente, «En línea». Contengo la respiración, uno, dos, tres. Sigue ahí. Lo imagino revisando su teléfono en esa playa a contraluz. No dice nada. ¿Le da vergüenza lo que me ha hecho? No escribe. Empiezo a hacerlo yo. Borro. ¿Habrá visto que le estaba escribiendo o tendrá demasiados chats por encima del mío?

Salgo de la aplicación. Pulso el botón de llamada. Un tono, dos, tres, cuatro. ¿Por qué no descuelga si está en línea? Tiene que estar viéndolo.

Por fin lo coge. Al principio no dice nada. A mí no me sale la voz. He olvidado momentáneamente cómo suena la suya.

—Hola —digo.

—¿Quién es? —contesta una voz femenina—. ¿Hola? —insiste, con un toque de angustia.

Espero en silencio. La mujer pregunta de nuevo si hay alguien ahí.

—Soy una... amiga de Javier —murmuro—. Habíamos quedado y no vino. Me preguntaba si estaría bien y...

La voz dice algo al otro lado de la línea. Tartamudea, ¿está llorando? En un solo segundo, la veo: la esposa ultrajada, una esposa secreta para mí que ha cogido el teléfono de su novio y leído nuestros mensajes de amor no explícito. Dos días de una disputa ininterrumpida tratando de salvar su relación... hasta que, tonta de mí, decidí llamar. La imagino delgadísima, con mechas californianas y uñas de color rosa neón. No la escucho cuando habla. Tampoco soy capaz de decir nada, ni de preguntar, ni de justificarme: qué diría si pudiera. Entonces carraspea, ¿eso es que me toca contestar? Al otro lado, ella respira hondo y se serena, como si hubiese llegado a alguna clase de conclusión.

—El entierro es mañana —dice.

—¿Cómo?

—Sí. El entierro de Javier. Es mañana a las cinco. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Sara. Me llamo Sara.

Dice que no le sueno. Añade una serie de datos que no consigo registrar. Vale, intervengo cuando el silencio sostenido me obliga. Lo siento mucho, digo, e incluso a mí me suena falso mi pésame. La voz me pregunta si iré. Contesto que sí. Ni siquiera sé de qué ha muerto.

—¿Vas a cenar? —pregunta Alba cuando salgo del cuarto, aposentada en el sofá del salón con un reality show de fondo y la cabeza hundida en su teléfono. Ojalá tuviera el dinero suficiente para vivir en un piso sin compañeros. O al menos tener una diferente—. Pensaba pedir pizza, no sé si te apetece.

—Tranquila, no me apetece.

Enciendo un cigarro pese a que tengo el estómago revuelto. El gato se levanta para saludarme, golpea la cabezota contra mi pierna, lo ignoro. Alba frunce la nariz y dice que estoy fumando mucho. Al menos podría abrir la ventana, ¿no? Joder, pues claro que podría, pero hace frío y no quiero perder la poca temperatura que hemos alcanzado en casa. No digo nada sobre Javier. Nunca ha apoyado demasiado mi aventura amorosa cibernética, le parece poco real. ¿Por qué no quedábamos si hablábamos a diario y vivíamos en la misma ciudad? Yo también me lo había preguntado, pero era cómodo. El chat era sencillo y no me sentía preparada para conocer a alguien tan rápido. El miércoles no me atreví a contarle que nuestra cita había fracasado para no escuchar su juicio condenatorio. ¿Qué sabrá ella? Si mi vida social ya es delgada, la suya es inexistente.

Debe de intuir que tiene que ver con él, porque suspira y pone su cara de consejo sensato.

—He pedido una familiar, por si cambias de idea. Créeme, seguro que no merecía la pena. Nadie es tan importante como para matarse de hambre.

Se me escapa una carcajada nerviosa y enciendo otro cigarro. ¿Por qué habrá muerto Javier? Seguro que no de hambre. Alba resopla, dice que no hay quien me aguante y nos expulsa del salón a mí y al cenicero. ¿Tiene razón? Inaguantable. Insoportable. Justicia divina: el cielo prefiere que un tío muera a que tenga que pasar dos horas conmigo.

—No pienses en eso —le digo a la ventana de enfrente. Fachada morada mugrienta, la misma mierda de sábanas tendidas desde hace días. Abro la ventana para fumar—. No pienses así. Solo una narcisista puede convertir una desgracia en una venganza personal de los dioses. Eres idiota.

Me trago un orfidal. Últimamente necesito uno para dormir, en ocasiones dos; hoy no habrá cantidad suficiente de orfidal que me permita hacerlo. Me tumbo en la cama, aún con la ventana abierta y la vista posada en las sábanas que se agitan por las corrientes del aire. Esta es la señal, Sara: ya vale de encerrarse, de huir, de hablar con desconocidos por internet sin atreverte a quedar con ellos. Si querías un signo, aquí lo tienes. Igualito al poema ese de Rilke: mañana todo cambiará, debe hacerlo, debes cambiar tu vida. Pero a mí no me lo dice un torso griego, sino una sábana sucia en una fachada aún peor.

Me cuesta salir de la capilla. En cuanto el cura da la comunión, todos parecen querer correr en direcciones contrarias, todos, los ciento setenta y cuatro. Algunos avanzan hacia la ¿viuda?, ¿novia?, otros hacia la puerta. Me siento torpe. Me mareo, me hago a un lado y dejo que todos me adelanten. Trato de liarme un cigarro, me tiemblan las manos, se me han taponado los oídos. No alcanzo a entender las conversaciones de la gente que sale, pero veo que una madre le da un zumo a una niña de unos cinco años y ella lo sorbe con estruendo. ¿Qué demonios hago aquí?

Lío un cigarrillo lánguido y feo, casi imposible de fumar, pero quiero hacerlo, necesito hacerlo, ojalá hacerlo, aunque la hazaña de separarme de la pared parezca irrealizable. No con tantas personas dando tumbos, no con este frío y esta total falta de equilibrio. Respira.

Respira hondo.

Sal de aquí.

Entonces me adelanta la mujer, rodeada de un séquito de lamentos. Ella misma ya no llora, se empleó a fondo al lado derecho del cura. No tiene mechas californianas ni uñas de color rosa neón. Todo en ella es plano, anodino, de un marrón insulso. Se me ocurre que, si alguien muere estando contigo y jurando que te ama, es tuyo para siempre, por mucho que fueran mal las cosas o que se tratase de una tontería semiadolescente que acabara de empezar. No creo que sea el caso. Algo en cómo la trata la familia hace pensar en la comodidad de conocerse desde hace mucho tiempo.

Ella para frente a mí con su comparsa, arrinconándome contra una esquina: tienes que salir de aquí, de verdad, Sara, ni puedes ni quieres escucharlos. Me separo de la pared a tientas, probando mis piernas para ver si me sostienen. Sí, lo hacen. Más o menos. Tienes que dar un paso, dos, tres, agarrar la manilla de la puerta... Y por fin salgo, casi corriendo, con una energía inesperada. Me siento en uno de los bancos laterales, lejos del murmullo. Lucho por encender el cigarrillo, pero el mechero no termina de prender.

Un hombre se acerca a mí, me ofrece el suyo, me ayuda a que lo encienda. ¿Por qué no puedo parar de temblar? ¿Es solo el frío?

—¿Lo conocías mucho? —pregunta. Unos cuarenta y cinco años, ¿tal vez un compañero de trabajo, uno del banco? Javier tenía veintinueve, pero era el más joven del equipo, me lo dijo varias veces. No sé qué contestarle, él no parece esperar respuesta. También fuma—. Yo no. Vine por Chelo.

Deduzco que Chelo es esa mujer.

—¿Sois amigos?

—Compañeros de trabajo de Chelo. Esto es una mierda.

—Ya.

—Sobre todo en estas fechas. Casi Navidad, todo lleno de familias comprando... Bueno, ya sabes. Va a ser muy duro.

—Claro.

Calla. Tira la ceniza al suelo, saca un paquete de Fortuna. Su cara tiene una irregularidad minúscula, el ojo derecho algo más abierto que el izquierdo, minúscula pero insoportable. Acepto otro cigarro.

—¿Dónde... dónde trabajáis? —digo, para romper el silencio—. Hacía mucho que no veía a Javier.

Se me destaponan los oídos y empiezo a escuchar las voces de los que esperan arremolinados en torno a la capilla.

—En El Corte Inglés. En Nuevos Ministerios, además. Ya sabes cómo se pone para el puente de diciembre. Hoy va a ser un infierno —reitera. Da la impresión de que la fecha escogida es peor que la muerte misma. Recuerdo entonces la corona de flores con una etiqueta gigantesca de El Corte Inglés en el velatorio, lo ridícula que me pareció—. Creo que tenemos que movernos ya. —Tira el cigarrillo al suelo, mientras alza la cabeza por encima de la mía.

No quiero moverme, me aferro al mío aunque está casi consumido por completo. Por primera vez, siento las lágrimas acudiendo a mis párpados, un nudo en la garganta. Él se da cuenta y me aprieta el hombro, aunque ojalá no lo hiciese, ojalá no, porque el calor de su mano aún me da más ganas de llorar; de gritar «qué estoy haciendo», confesar que jamás he ido a un entierro, que no conozco a nadie, que no puedo respirar bien y que siento que voy a atragantarme con mi propia saliva acumulándose bajo la lengua.

—¿Cómo has venido? —pregunta, ya de pie.

—En Cabify.

—Cabes en nuestro coche —ofrece, ayudándome a levantarme del banco. Estamos muy cerca.

Ponerse en pie y, de repente, recordar el peso del propio cuerpo, sentir aún más el frío. Y ya dentro de un coche, un Nissan color perla, un coche caliente y con olor a plástico y a gasolinera. A Javier le gustaban los coches. Siempre se fijaba en los modelos que salían en el GTA y demás, a mí nunca me han interesado. Me apretujo entre dos cuerpos de hombre muy parecidos al del banco, ambos con traje, todos cortados por el mismo patrón de trabajadores de El Corte Inglés.

—Era muy buena persona —dice uno, todos están de acuerdo—. ¿De qué lo conocías tú?

Noto que el rubor me sube a las mejillas, dándome aún más calor. De una convención de videojuegos, miento; parece una mentira convincente. Otro dice que no sabía que a Javier le gustaran esas cosas y todo se vuelve aún más incomprensible: ¿estamos hablando de la misma persona? ¿Me he equivocado de ceremonia? Musito que fue hace años, pero creo que ya nadie me escucha. Todos hablan de Chelo, cómo no. Alguien dice que estaban pasando una época muy mala y encuentro cierta satisfacción en ello. Qué idiota eres, Sara, qué ruin. Arrancan. Los coches circulan en procesión por una carretera secundaria y me meto un orfidal con disimulo debajo de la lengua. El color deja de ser color para ser luz, las farolas se desdibujan, cierro los ojos. Acuden a mi mente imágenes del funeral, sus padres llorando, Chelo moviendo la boca en un discurso apenas audible desde el final de la sala, las ciento setenta y cuatro cabezas, cuántas, tantísimas, ciento setenta y cuatro, moviéndose de un lado a otro para manifestar su aflicción. Y una imagen de él, de Javier, una selfie de cuando se afeitó la barba hace dos semanas. Incluso los mensajes de abajo. Yo: qué hombre más serio. Y él: es que soy un tipo serio, tontita. A ver qué te vas a pensar.

Nos apeamos en la puerta del cementerio. He recobrado cierto control sobre mi cuerpo tras la pastilla. Responde más o menos a lo que le pido que haga, ya no tiemblo. El cortejo fúnebre pasa por nuestro lado. El ataúd. Es la primera vez que veo a Javier en persona y es así: inmóvil, atrapado en madera de roble, aupado por manos que lo alzan al cielo. Todo el mundo vuelve a llorar. Todos a la vez y con gran estrépito, como si fueran personajes del cuento de los velorios de Cortázar.

Me separo de los empleados de El Corte Inglés mientras camino hacia el nicho, no quiero seguir conversando, y menos con ese hombre asimétrico y tan dispuesto a hablar de Chelo. A mi alrededor, un grupo de treintañeros solemnes, tal vez sus amigos; adultos más o menos serenos, ¿la familia de ella?; otro de distintas edades que avanzan juntos, ¿sus compañeros del banco?; personajes desubicados, quizá compañeros de colegio, instituto, universidad. Delante, sus padres, agarrados el uno al otro, gimiendo cual animales heridos. Creo que ahora se han invertido las tornas y todo el mundo tiembla menos yo. Las coronas de flores rompen el tono solemne de la piedra y nuestras ropas oscuras. Debería haber una etiqueta fúnebre. Me ofenden el rojo, el rosa, el amarillo. Chelo va al final de la comitiva, unos metros por detrás, pero la escucho: tiene una voz aguda, estridente, lo más lejano que se me ocurre al amor. No sé calcular su edad, pero diría que ha cruzado la barrera en la que la vida se convierte en un asunto serio. Luego nos adelanta y se pone junto al nicho, se aferra a la manga del cura. ¿Javier era religioso? No lo creo. Una cosa más que nunca podré preguntarle, y esa pregunta no formulada me pesa como un demonio sentado en el pecho. Me duele. Hasta este mismo instante lo que estaba era enfadada, sí, enfadada, pero ahora me duele. Estaba enfadadísima por todas esas cosas que él no me había dicho y que se traducen en personas que tienen más derecho a llorarlo que yo. No fue algo tan pequeño: hablábamos a diario desde hacía dos meses, nos contábamos todo, o eso creía. Estaba segura de que si no quedábamos era porque tenía algo de ansiedad social, como yo. ¿Por qué no me dijo nada de esto, de Chelo? ¿Esa era la auténtica razón por la que no quería verme? Soy tan imbécil que lo habría comprendido, habría seguido hablando con él aunque tuviese novia o una historia complicada detrás. Sí, habría sido comprensiva, o estúpida, según se mire, comprensiva y estúpida con su situación, fuese la que fuese. Pero ya no hay forma de decir las cosas más importantes, de decirle no a la muerte. ¿Cómo pude pensar que me había dado plantón? ¿Cómo pude escuchar a Alba cuando me decía que no merecía la pena, que no me llamaría, que no era normal que un tío no quisiese quedar cuanto antes en persona con una chica con la que chatea a diario? Todos hablan, todos gritan, todos lloran. Aún no sé por qué murió. Ni fui capaz de escuchar las explicaciones telefónicas ni me atreví a preguntar después.

La muchedumbre sigue agitándose a mi alrededor, yo estoy muy quieta; la madre de Javier grita, también Chelo, también un hombre fornido y calvo que tengo justo detrás. Es obsceno. Toda la situación es obscena, la muerte es obscena, un terror totalitario. Consigo un hueco entre las cabezas y miro con atención el féretro que se mueve, las formas suaves en las esquinas, el trabajo delicado de los carpinteros que barnizaron el marrón cinéreo. Incluso eso es sinónimo de muerte, todo lo es: los gritos, el calor humano, la bendición del cura, los llantos. ¿Un accidente de coche? Sí, pudo ser eso. Ya está dentro del nicho. ¿Una enfermedad? No creo, aunque tampoco me imaginaba a estas ciento setenta y cuatro personas. Quién sabe si alguna de esas chicas solitarias no está en mi misma situación. Son todas jóvenes y bonitas, más bonitas que yo. La caja ha desaparecido del todo, ya no se puede ver nada. Una vez Javier y yo jugamos al mismo tiempo a un videojuego sobre la muerte, se llamaba Limbo. El personaje tenía que encontrar a su hermana para poder salir de ahí. Imagino a Javier dando tumbos por ese paisaje negro y tranquilo, pero lleno de condenados, y a mí buscándole.

Chelo pronuncia unas palabras. No sé cuáles, aunque sé que son distintas a las anteriores porque ha cambiado el tono a uno más agrio. Y entonces deja algo delante del nicho, unas gafas en su estuche. ¿En los entierros se hace esto? No creo que muriera de forma violenta, Javier es muy pacífico. Más gente se acerca. Algunos dejan objetos pequeños, utilitarios, cosas a medio camino del uso y la papelera. Sus padres incluso depositan una Game Boy Advanced que debe de llevar quince años sin encenderse.

—Te perdonamos —dice Chelo—. Te perdonamos de verdad. Espero... —Se le quiebra la voz, el cura le aprieta el hombro—. Espero que estés mejor donde sea que hayas ido.

La ceremonia termina. No sé si aquí se puede fumar, es un espacio abierto. Busco con la mirada a la comitiva de empleados de El Corte Inglés. El asimétrico está muy detrás, lejos del centro de la ceremonia.

—Oye.

Él se gira hacia mí cuando llego a su lado. Dice «qué» en un susurro.

—No sé... no sé de qué... No sé por qué Javier ha muerto.

Él alza las cejas y vuelvo a comprobar que su rostro no es exactamente regular.

—Llevaba mucho sin verlo.

—¿De verdad no lo sabes? —Desvía la mirada. Lo he incomodado.

—No.

Aprieta los labios, todavía sin mirarme.

—Ya... Lo siento. Lo siento, no sé si... no sé si estabais muy unidos.

—¿Qué ha sido? —lo interrumpo con un golpe de ansiedad.

Él niega con la cabeza.

—Javier se ha suicidado. —El volumen de las voces vuelve a bajar. No sé si es mi impresión o así ha sucedido—. El miércoles.

—¿Cómo? —pregunto, aunque no sé si quiero saberlo, o si acaso el método importa.

—Se tiró por la ventana. Cuando estaba fumando con los compañeros del curro.

—No —digo. Luego insisto—: El miércoles.

—Sí. El miércoles. Perdón —añade al ver mi conmoción—. Pensaba que lo sabía todo el mundo.

No contesto, sigo atascada en la ventana.

—Lo tenía pensado —continúa—, eso nos dijo Chelo. Estuvo raro todo el fin de semana y lo dejó todo atado.

—¿A qué te refieres? —digo yo, figurándome una carta de suicidio con el tono con el que me escribía cuando se ponía melancólico.

—Pues a que no se dejó nada a medias, no tenía asuntos pendientes en el trabajo ni citas concertadas. Todo en orden. Y a que parecía muy calmado estos últimos días. Chelo y él estaban teniendo muchos problemas últimamente, y justo ella estaba contenta esta semana, decía que lo veía mejor. Ya sabes cómo es Javier —dice, mirándome.

—Pero no dejó una carta —me cercioro.

La gente empieza a moverse a nuestro alrededor, el entierro ha acabado.

—No, no.

—Y se tiró por la ventana.

—Antes lo estaba contando uno de sus compañeros del banco —explica—. Decía que parecía muy tranquilo ese día, pero de forma antinatural. Apenas se movió de la silla y ni siquiera parecía que estuviese trabajando. Luego salieron a tomar el café a la terraza del edificio, él no tocó el suyo. Encendió un cigarro, pero no fumó, solo vio cómo se consumía. Chelo dice que había dejado de fumar esos últimos días, por fin, era una batalla permanente entre ambos. Cuando todos entraron dijo que se quedaba un rato más, y poco después de que se metieran, se tiró. Lo vio uno de sus compañeros, que se había dejado el móvil en la terraza y volvió para recuperarlo. —Me señala al hombre calvo y fornido que antes aullaba—. Se quedó muy tocado. Saltó sin nada de prisa, como si fuese lo más normal del mundo hacerlo —añade. Todo el mundo se está marchando. Vuelvo a sentir el frío, el temblor—. Oye, ¿quieres que te bajemos en coche a algún lado?

Pretexto que quiero aprovechar para visitar la tumba de mi abuela y él se encoge de hombros.

—Chelo... ¿se lo esperaba? —pregunto.

—No. Pero han concluido que sí lo tenía pensado, por sus últimos movimientos. Al menos desde el fin de semana.

—Ya.

—Era un tío un poco raro, la verdad.

—Sí.

—¿Erais muy amigos?

Dudo un instante.

—Sí —confirmo—. Creo que lo éramos. Pero no nos veíamos demasiado.

Cuando todos se marchan, vuelvo al nicho recién cerrado dando un rodeo, como si quisiera despistar a alguien que me siguiese o pretender ante mí misma que he regresado a su tumba por casualidad. ¿Cómo ha sido capaz? Sigo pensando en las palabras del Señor Corte Inglés: lo dejó todo cerrado, estaba planeado. Pero no, sé que no fue así, sé que la semana pasada él había «encontrado una cosa flipante», y que él nunca abandonaría una «cosa flipante», al menos no hasta que la agotase por completo; sé que el miércoles había quedado conmigo, ¿por qué fijar una cita a la que no pretendes acudir? Y su familia, su novia, su mujer, ¿no se están preguntando exactamente lo mismo? ¿O tienen algún dato que desconozco? Aunque tal vez no saben nada de mí, ni de Tinder, ni de todos los pensamientos que me regalaba.

La voz de Alba se cuela en mi cabeza de nuevo: tonta, idiota, ilusa, no eres tan importante. ¿No has visto todo lo que tenía a su alrededor sin que tú notaras nada? Creías que era un solitario, demasiado elitista para relacionarse con mucha gente, y mira esas ciento setenta y cuatro cabezas. Cállate. Cállate, cállate. ¿Y no lo notabas raro estos días? ¿Cómo pudiste no darte cuenta? Pues eso es porque sabía que iba a morir. Y no te dijo nada. Ni siquiera tuvo la delicadeza de cancelar la cita, continúa la Alba ficticia. Pero no, no puedo creer eso, no quiero volver a desconfiar. Ya lo hice una vez: he aquí el resultado.

De nuevo estoy delante de la tumba. Leo su nombre escrito en el mármol, la fecha de nacimiento y la inscripción «De todos los que te quieren», pero me siento excluida de esa colectividad. Miro los afiches que reposan en el suelo entre dos coronas de flores y unas siemprevivas. Me gustaría coger la Game Boy, ver qué tenía grabado en la memoria el Javier de hace quince años. Yo no tengo nada que dejar, no me queda nada de él, nada que pruebe que nuestra relación tenía realidad fáctica. Sus gafas de ver en la funda, en el suelo; una miniatura de Warhammer sin terminar de pintar, algunas fotografías —él en un barco rodeado de gente, él compartiendo una pizza gigantesca con dos chicas, él en su graduación, él en lo que parece una cena de empresa, sonriendo como él sonríe en muchas de sus fotos, ¿se parecía a su sonrisa real?—; una pulsera de cuerdas, un cuaderno pequeño, una Moleskine. He visto cómo la depositaban los que consideré sus compañeros de trabajo. Miro alrededor. Nadie. Me agacho y la cojo rápido, aunque me decepciono: pone «agenda». Esperaba un cuaderno lleno de intimidades, pero por qué alguien iba a tener y tirar eso. Paso las páginas lentamente. Parece una agenda de trabajo sin más texto que algunas citas en bolígrafo verde o azul, el sinónimo de la absoluta nada. Avanzo hasta el miércoles 5 de diciembre, y ahí está. Mi cita. Sara, 18.30, Café Lolina (Tribunal). No sé si la habrán visto. Ninguna cita entre esa y la anterior, el viernes previo, un garabato confuso y una especie de dibujo, como una letra griega o un tres invertido.

Ya se está haciendo de noche. Me arrebujo en mi trench, demasiado ligera para esta época del año, era el único abrigo negro que tenía. Quiero llevarme la agenda. Es menos grave que llevarse la Game Boy, que seguro que le gustaría tener consigo si la conciencia persiste de algún modo. Además, es el único souvenir de la tumba en el que también existo yo. Lo meto en el bolsillo, y casi en el mismo instante me vibra la gabardina. Es Diego, otros dos mensajes. Pulso el botón de llamar.

—¿Qué haces? No has ido a clase en toda la semana.

—Poca cosa.

—¿Paso por tu casa y celebramos? —propone. No sé a qué se refiere. Musito «mmm» y él lo traduce como «sí»—. ¿Te parece si le pillamos algo de maría a tu vecino?

—Vale —accedo, aunque en realidad quiero decir «no». No, porque estoy conmocionada. No, porque acabo de tomarme un orfidal. No, porque Alba va a enfadarse, odia que traiga a gente a casa sin avisar. No, porque Javier ha muerto y lo único que tengo de él es una agenda con citas del banco y mi nombre escrito una sola vez—. Dame una hora u hora y media —corrijo. Estoy muy lejos de casa—. Tengo que hacer un par de cosas.

Llego poco antes de que lo haga Diego, con el cuaderno quemándome en el bolsillo derecho de la gabardina y las manos escociéndome por el frío. No saludo, paso directamente al cuarto, dejo la libreta en la mesilla de noche sobre mis propios libros. Se presenta con una botella de rosado. Estamos de sábado, digo. Tía, es que no puedo creerlo, dice, y por un instante pienso que ha averiguado de forma misteriosa lo que ha sucedido. Solo hay cinco seleccionados en España, continúa. Ah, el corto, recuerdo. Sonrío como puedo y digo «felicidades» más de una vez.

Deja las bolsas en el salón y subimos a ver a Wilson. Lo bueno de vivir en un barrio de mala muerte es que no te tienes que desplazar demasiado para las cosas sórdidas. Diego está exultante: se ha puesto camisa y una americana con coderas, aunque solo vayamos a estar en mi casa.

La de Wilson apesta a basura y a porro. Cada vez que subo ha reorganizado los muebles y la disposición nunca tiene sentido, puedes encontrarte un sillón frente al váter o una tostadora en el alféizar. Espero sentada en el sofá, colocado de forma poco estratégica entre la pared y una cama llena de ropa. Wilson es muy pesado, siempre que lo visitas tienes que tragarte media hora de conversación deslavazada y discontinua. Es el mejor anuncio antidrogas que podría contratar cualquier ministerio.

Dejo que Diego se encargue y me asomo a la ventana. Vive en el cuarto, al menos las vistas son mejores. Pienso en Javier, en cómo hace apenas una semana habría guardado todos estos momentos como grabados con una cámara de vídeo para contárselos más tarde. Entro en su conversación de WhatsApp. Ya no tiene fotografía. ¿Cuenta borrada? Probablemente. Así que ahora es un muñeco blanco, una silueta que apenas destaca sobre un fondo gris. Así que esa es otra forma de estar muerto.

Diego da detalles sobre su corto y sobre el equipo de rodaje, habla de fiestas y proyecciones futuras, de que el otro día se acostó con un presentador semifamoso de televisión, aunque probablemente el asunto no vaya a ninguna parte. No sé si es por el orfidal, pero la hierba me ha pegado muy fuerte. Me tumbo en el suelo y subo las piernas sobre el sofá. Nos quedamos callados dejando que suene una canción de los Smashing Pumpkins.

—Oye, ¿y qué tal con el tío ese con el que hablabas? ¿Habéis quedado?

—Ha muerto.

Qué dramático suena.

—¿Qué te ha hecho? ¿No habíais quedado?

—No, nada. Me dio plantón. Pero por eso. Porque ha muerto. De verdad.

Cómo me pesa la cabeza.

—¿Qué? ¿Va en serio? ¿Que se ha muerto?

Le doy otro calo más.

—Sí.

Diego dice «Joder, tía, qué movida» y me encojo de hombros. Me pregunta si estoy bien y digo que no es mi mejor momento.

—¿De qué ha muerto?

—Se ha suicidado. Justo antes de vernos. Por fin habíamos quedado, el miércoles, y esa misma mañana se mató.

Se me escapa una risilla ridícula y me giro para mirar a Diego. No sabe qué cara poner.

—Lo siento mucho.

—Estas cosas... pasan.

—¿Seguro que estás bien? —pregunta, y yo asiento—. Cuéntame.

Qué. Lenta. Me va. La cabeza. Pero lo hago, hablo, abro la boca, menciono el entierro, la sorpresa de la novia, los ciento setenta y cuatro asistentes, la corona de flores de El Corte Inglés y sus empleados todos iguales. Diego se ríe mucho con eso, y yo con él, aunque en realidad no me hace tanta gracia. Nada de mi mareo, mi inseguridad, el orfidal; nada del cuaderno robado o la sensación de que el mundo no para de tambalearse. Una descripción del suicidio en términos casi cinematográficos y una especulación de por qué lo hizo.

—Seguro que no le gustaba su vida —juzga Diego—. No tendría sentido que hablase así contigo si tenía novia.

—Ya. Posiblemente llevaba años arrastrando algo.

—Sí. No podía ser feliz con esa tía. No.

—Hay una cosa que me hace sentir mal —lo interrumpo.

—¿Qué?

—Cuando no vino. Pensé que me había dado plantón. Que era una posibilidad, quiero decir. —Me lío. Hago cesuras en las frases—. Incluso los días de antes, él no me escribía y. Bueno. Creía que era por mí. Estaba preocupada. En el entierro me sentí muy culpable por eso. Pensé que quizá si no hubiese pensado lo peor, no habría pasado lo peor, ¿entiendes?

—Sara, eso es una tontería. Es evidente que ese hombre era un rarito. —Javier, se llamaba Javier, y no era «un rarito», era increíble—. Que era él el que no estaba bien. Tú no tienes culpa de nada. No podías hacer nada. Ni siquiera lo conocías en persona.

—A lo mejor sí. Hablábamos...

—Ya sé lo que vas a decir y no tienes razón. Los problemas de Javier —esta vez marca el nombre— iban mucho más allá de ti. Tenía novia, amigos, gente que se preocupaba por él. Para bien o para mal, no tienes responsabilidad. No eras tan importante.

—Ya.

Le hablo de los objetos en el suelo ante el nicho y él me explica que quizá lo hicieron justamente porque se trataba de un suicidio. Testimonios de todo lo que dejó a medias, gafas abandonadas, bolígrafos sin acabar. Después, intenta que volvamos a su corto, me pregunta por ese chico del máster que quiso acostarse conmigo. Quiere distraerme, pero no funciona: ¿qué importancia pueden tener un premio regional de cortos o un burdo ligoteo comparados con la violencia de la muerte? ¿Por qué la gente se empeña en hablar cuando no se puede abordar lo único importante? Ah, tu amante se ha suicidado, o te ha dejado, lo que sea, en cualquier caso ya no existe para ti: tendrás que buscarte a otro. Toca entretenerse, como toca entretenerse cada vez que algo desgarra lo cotidiano. No pienso participar.

El psiquiatra diría que esto es un retroceso: mi negativa a superar el dolor es la causa principal del dolor, y no otra cosa.

Diego me toca el hombro. Debo de tener mala cara.

—¿Por qué no te vas el finde a casa de tu madre? A lo mejor te sienta bien.

—Está enfadada conmigo. Mala idea.

—Bueno, ¿sigue pagando el alquiler? —contesta Diego.

Intenta hacerme reír. Me esfuerzo en hacerlo.

—Eso espero —respondo, y acabamos riendo de verdad—. Perdón por estar triste. Y por estropear tu celebración de la película —digo rodeándole solo con uno de mis brazos, sin moverme del hueco que he creado entre el suelo y el sofá.

—Nada, nada. —Creo que Diego también está colocado—. ¿Te cuento un secreto?

—Dime.

—Eso que me has contado de los señores de El Corte Inglés me ha recordado algo. Hace un año salí con un hombre casado, mayor, ¿te acuerdas? —Asiento—. Su mujer no sabía que era gay y él, bueno, ya te imaginas, no quería dejarla, tenía hijos y eso. Un poco como la doble vida de Javier. Cuando me dejó, no paraba de pensar en averiguar quién era ella. Había visto fotos, claro, y me la imaginaba trabajando en un sitio así, en una firma, o en El Corte Inglés de Castellana. En el puesto de Swarovski, por ejemplo. O comprando ahí. Me pasé horas stalkeándola por redes sociales. Si hubiese sabido dónde trabajaba, habría ido a cotillear.

—Qué locura —digo, y él se encoge de hombros.

Después lucho por levantarme y nos ponemos a ver vídeos de YouTube mientras comemos palitos de pan. Alba se queja, Diego se va. Pese a que le digo que todo está bien y que no me pasa nada, me quedo dos horas mirando esas sábanas feísimas de la ventana de enfrente. Pensando en cómo será la vida de una persona que jamás recoge la ropa tendida, en qué estará haciendo la novia de Javier ahora mismo y en cómo debe de sentirse una encaramándose al alféizar justo antes de saltar.

Esa noche sueño con Javier, pero en el sueño no tiene la misma sonrisa que en las fotografías. Está vestido con una americana negra y una camisa de color crudo y se enciende un cigarro en una terraza con vistas de Madrid, como si en lugar de trabajar en un edificio cualquiera su oficina estuviese en lo alto de la Torre Picasso. Me sonríe, apoyado en el quicio de metal. Da una primera calada y la imagen se parece a esa que a mí me gusta tanto, la de él fumando entre la niebla. Luego la sonrisa se esfuma y se queda muy quieto, inexpresivo. No triste, más bien en paz, casi sin moverse, con voluntad de ser paisaje. El cigarrillo se consume en su mano mientras lo miro, él solo deja caer la colilla cuando la brasa le quema los dedos. No lo pisa cuando toca el cemento. Parece como si quisiera sonreír, pero se le hubiera olvidado cómo. Entonces da un salto ágil y se encarama al salvacuerpos, alzando primero la pierna izquierda y luego la derecha. Se sienta mirando en mi dirección y levanta por un instante su rostro hacia el sol. Sin ningún tipo de prisa, se deja caer de espaldas sin apartar su mirada de la mía.

Desde que Diego se marcha el tiempo se convierte en una cosa extraña, un viaje de avión sin turbulencias que vaga y discurre sin que nada cambie. Sin orden, incapaz de concretarse en eventos o ciclos naturales conocidos: noche, día, noche; domingo, miércoles, martes. Apenas sin salir de la cama, observando durante horas o bien la luz escuálida y escalonada que entra por la persiana, o bien las sábanas aún tendidas del vecino de enfrente.

Alba toca a la puerta. Dice «¿comes?» y digo «no».

2 de septiembre: reunión con Marcos y Jorge, 12.30 h despacho, no conozco esos nombres. En la cama, sin enfrentarme al frío de las baldosas del suelo, revisando sus conversaciones y haciendo copias de seguridad. 5 de septiembre: cumpleaños de Magda esquina Barceló y una pregunta, «¿Dior?»; enredada en las sábanas, recordando cosas que ya pasaron hace tiempo, antes de él, y que pensaba que ya no dolían, pero que ahora también duelen.

Alba toca a la puerta. Dice «¿cenas?» y digo «no».

Trato de vivir como si nunca hubiera conocido a Javier, porque sospecho que tal vez superar una ausencia sea exactamente eso: aprender a disfrutar de lo que disfrutabas con otro sin ninguna clase de tristeza, sin ni siquiera dedicar un pensamiento para darte cuenta del milagro de no acordarte de él. Pero no soy capaz, no puedo leer ni jugar diez minutos a nada sin imaginar cómo sería comentar con él la lectura o el videojuego. 12 de septiembre, inversores, 13.30. 15 de septiembre, 19 h teatro Pavón, sin nombre, ¿con ella? Olvidar, tratar de olvidar, y bajar a horas intempestivas al Carrefour Express a comprar latas de cerveza, fumar los restos de marihuana que dejó Diego.

Alba toca a la puerta, vuelve a decir «¿comes?». En serio, ¿otra vez?

Tratar de olvidar, sí, y a fuerza de intentarlo recordar, recordar otra vez, obsesionarse, y culparse porque todo esto es en realidad algo nimio que no justifica esta total falta de orientación. ¿Debería volver a tomar las pastillas? Había avanzado tanto, y ahora esto vuelve a destrozarme. Alba, en la puerta otra jodida vez, «¿no vas a limpiar eso?»; 30 de septiembre, cumpleaños de papá, eso sí que lo sabía, me lo contó. ¿Ya sabía entonces lo que iba a hacer? ¿Lo imaginaba al menos? La misma cola del Carrefour Express, mensaje de Diego, mensaje de mi madre, ¿por qué no has venido a clase? 3 de noviembre, Carmen, 8.30; 10 de noviembre, María del Amor, 14 h; 19 de noviembre, barbero (Arenal), 15.30.

Miro las últimas notas del cuaderno, el tres invertido y la frase con letra incomprensible. Creo que el principio de la palabra es «sinn», pero no consigo descifrarlo. Y después, lo de siempre: no poder dormir y fumar la marihuana de Wilson hasta que se acaba, todo el rato Alba llamando a la puerta y yo comiendo a veces; otra noche llegar al final y volver a tratar de descifrar la entrada. ¿Esconderá alguna clave? ¿O es solo un evento más al que acudir, una tarea pendiente? Justo antes está mi cita, la mía, Sara, 18.30, Café Lolina (Tribunal). ¿Se habrán preguntado sus compañeros quién soy? Y su novia, ¿habrá leído nuestras conversaciones?

Un día, no sabría decir cuál, el psiquiatra llama para reprochar, «no has venido a la cita», y yo me justifico: «me siento muy sola», «me encuentro muy mal»; 15 de noviembre: fiesta de (ininteligible), Javier tiene muy mala letra. ¿No es esa fiesta en la que me dijo que se aburrió tanto, en la que me escribió de madrugada que si podía llamarme mientras volvía a casa en taxi? Sí, debe de ser esa, yo también estaba fuera, con Diego, dudando si podía decirle que nos viéramos en algún bar porque estaba un poco borracha y me sentía audaz. No me atreví. En ocasiones le insinuaba que estaba disponible y él nunca daba el paso de pedirme que nos viéramos. Pensándolo bien, es mejor que no nos hayamos conocido en persona. Imagina que hubiera venido a esta casa, que la hubiese contaminado para luego desaparecer, que hubiera manchado con su presencia alguno de tus cafés favoritos o determinadas calles de la ciudad. Imagina que hubiese muerto justo después de conocerte: qué responsabilidad más absurda.

Alba vuelve a llamar a la puerta y esta vez salgo, porque acabo de tener un sueño hiperrealista en el que Javier y yo nos levantamos por la mañana en una casa que parece un hotel, y él bebe café en la cama mientras leo un libro y observo cómo se despereza. Alba y yo tomamos una comida tardía, la casa está sucísima, el gato ha tirado una maceta y nadie se ha molestado en limpiar del todo la tierra y la loza. Alba destaca que esta semana ninguna de las dos hemos ido a clase, buscando complicidad. Cómo la detesto. Miro el teléfono, las llamadas perdidas, la fecha: es ya miércoles otra vez, ha pasado una semana. Frunzo los labios y me defiendo pese a que es innecesario e inútil; alego que, como solo quedan dos semanas del curso, he preferido quedarme estudiando. Ella dice: ya. Tengo que salir de aquí. Esto es ridículo.

Recojo aprisa, me ducho —cuánto tiempo hacía— y salgo a la calle. Aún sin destino, solo quiero respirar. Atardece y Madrid tiene un color rosado. No hace frío, aunque ya casi estemos a mediados de diciembre.

No tiene sentido que me pregunte qué hago aquí, porque lo sé, pero me quedo en la puerta de El Corte Inglés como si no hubiese decidido aún si pretendo o no pasar. Lo hago, qué otra cosa podría hacer. Me adentro en la galería comercial como en un país exótico, camino por los vestidos sin mujeres, la busco entre las fragancias, las joyas, los productos para el pelo. Encuentro en todos los hombres a la comitiva de empleados del entierro, todos iguales. Si son ellos y me reconocen, fingen que no. Yo no podría distinguirlos ni aunque mi vida dependiera de ello.

Paso por la sección de electrónica, quizá trabaje en la sección de videojuegos y eso explique su complicidad con Javier, aunque no soy capaz de imaginármela acercándose a una consola distinta a la Wii, ni tampoco leyendo las novelas que Javier solía disfrutar. No, no está, ni tampoco en la librería. Se me instala un pitido en el oído que hace que el ambiente se vuelva dúctil y pesado, igual que una sobremesa demasiado larga. Los centros comerciales son lo peor cuando la existencia parece a punto de perder sus cimientos. La alegría navideña y brillante ocasiona el efecto contrario, los productos de Rituals, los sustitutivos de comida para adelgazar, las revistas estampadas con caras de famosos y los bolsos de diseño se revelan como lo que son: un envoltorio estridente para la muerte. ¿No lo sienten todos los que luchan a mi alrededor por llegar a tal o cual producto, conseguir la atención de un dependiente o cambiar de planta? ¿O solo disimulan? Hubo un tiempo en el que yo no tenía nada que disimular. Caminaba por tiendas y celebraciones con la ligereza de un pez payaso en el acuario. ¿Se puede volver a ese estado? Muchos de los rostros que me rodean son maduros, por fuerza tienen que haber experimentado alguna vez cómo la realidad se desacopla. Pero parecen felices, o al menos calmados. ¿Son hábiles disfrazándose o han accedido a una respuesta oculta? No parecen fingir. Eso es que aún queda esperanza.

Subo a tecnología, bajo a alimentación, vuelvo a hogar. Quizá te dan vacaciones si se muere tu novio. Si es tu marido, seguro. Hay demasiada gente, niños con gorros que pretenden ser la punta de un árbol de Navidad. Me quito el abrigo, me estoy ahogando, inspirar, espirar, inspirar en ocho tiempos; espirar lentamente, como si quisiera hacer que ondease la llama de una vela, con la boca en forma de «o». Me pitan más los oídos, vuelvo a estar mareada, vuelvo a no escuchar del todo bien. Camino ya sin expectativas entre grupos familiares y señoras que se cogen del brazo para caminar, y entonces la veo, en la sección de juguetes y papelería. Atiende a una cola interminable de padres y abuelos que llevan kilos de lapiceros de colores, sobres con postales, cajas semitransparentes de las que asoman monigotes de acción o muñecas de aspecto inquietantemente humano. Cobra sin mirar a los clientes, con una chaqueta enorme sobre su uniforme, tal vez de Javier, y el pelo cayendo sin gracia sobre la tela. La miro, intento descubrir en esos gestos toda la información que desconozco: las huellas que Javier dejó también son Javier. Coge una muñeca, la cobra. Tal vez cuando llegaba a casa veían abrazados una película de los años cincuenta, de las que a él le gustaban tanto. ¿Vivían juntos? Cobra una caja de veinticuatro lápices acuarelables. Tal vez no, pasaba demasiado tiempo hablando conmigo o enchufado al Steam. Cobra un juego de mesa a una familia completa. ¿Qué tenían en común? ¿Le gustará leer, como a él? ¿La música, el teatro? Sí, tal vez sea el teatro: a menudo decía que se iba a ver tal o cual obra y no me escribía en horas. ¿Iría con ella? ¿Hacían juntos esos análisis que luego me contaba? Se echa hacia atrás el pelo antes de cobrar a los siguientes: está harta. Pero Javier no podía ser feliz, ¿no? Si no, ¿por qué hacer eso? Me quedo observándola sin que la cola descienda por muchos artículos que cobre, siempre llegan más, más, más, siempre hay alguien que necesita una goma, un juego de mesa, un cuaderno sobrepreciado. Trato de adivinar en sus gestos esas cosas de Javier que conozco, su dejadez para comer, su gusto por el esquí, el placer culpable de Cuarto milenio; sobre todo su manera de hablar, la que me imagino que sería su forma de moverse, esas frases que aún me suenan en la cabeza cuando hablo con él en silencio. Las parejas cogen la dicción y las manías de su acompañante, a lo mejor sonríen igual, canturrean la misma canción en los momentos inanes. Estoy en la cola con una postal de un gato rodeado de regalos, a solo tres puestos de distancia de que me cobren. ¿Sabrá quién soy? Aunque haya mirado mi perfil en WhatsApp, salgo de espaldas en mi fotografía. Pero si ha leído la conversación, quizá sí ha visto otras imágenes.

No te des tanta importancia, Sara, dice la voz de Alba en mi cabeza, justo cuando estoy a punto de marcharme. Me adelanto para pagar.

—Buenas tardes.

—Hola —digo. Me fijo en sus ojeras, su pelo sucio. Seguro que yo estoy peor.

—Son dos noventa.

Le tiendo el dinero. Lo mete en la caja registradora, sus manos huesudas y ásperas, como garras.

—Muchas gracias.

Inspirar, espirar, inspirar otra vez. Alza la vista. Me demoro algo más de lo necesario. Tiene unos ojos negrísimos, totalmente opacos: me reflejo en ellos, pero escapo a tiempo de la tentación de una comparación inevitable.

—Feliz Navidad —digo al fin.

—A usted también.

Desearía que Alba estuviese en casa a mi vuelta: necesito hablar con alguien, necesito no estar sola. Pero ha salido por primera vez en meses, casi desde que me mudé. Trato de contactar con Diego o algún compañero de clase. Mi lista no es demasiado larga: he roto relación con casi todos mis amigos de Zaragoza, y cuando me mudé aquí ya estaba demasiado encerrada en mí misma como para hacer nuevos. Apenas hablo con nadie. Esperaba que Alba me presentase gente, pero no lo ha hecho. Nadie lo coge, nadie está disponible, nadie presta atención. Llamo a mi madre, que tampoco descuelga, así que espero en la mesa del comedor a que Alba regrese, cenando leche con galletas porque no me veo con fuerzas para preparar otra cosa. Estoy dispuesta a pasar aquí todo el tiempo que sea necesario y fingir que me ha encontrado por casualidad al abrir la puerta.

No llega hasta pasadas las once. Dice que ha estado con una amiga suya que acaba de volver de Alemania. Me enseña un libro que se ha comprado.

—¿Has cenado?

—Sí. —Parece dispuesta a meterse en su cuarto sin hablar nada más.

—¿Me puedes ayudar a descifrar una cosa?

Las palabras salen de mi boca sin que lo autorice del todo. Ella enarca una ceja, no suelo requerirla para nada desde la última vez que discutimos, hace un mes o más.

—Claro.

Le digo que espere y voy a mi habitación a por la agenda de Javier.

—No sé qué pone aquí. —Indico con un dedo la penúltima entrada, justo antes de la mía—. Creo que empieza por «sinn», pero no entiendo lo demás.

—Es que empezó a escribir más o menos, se cansó, y al final no se entiende nada —dice, señalándome cómo las últimas letras son casi una línea recta.

Me hace reír a mí también. Quizá mi manía amorosa por Javier es la que ha destrozado nuestra convivencia y ella no es tan estúpida como me gustaba pensar.

Se acerca el papel a la cara, va a por sus gafas.

—Si te fijas, tiene dos puntitos sobre la «o» —dice—. No tengo ni idea del final, pero creo que esto es una «e» y que hay una «o» con diéresis. En medio de las dos hay una «s», y no sé si una «l», una «t» o una «j». Y eso, ¿es un tres al revés? O puede que una letra griega.

—Es cierto. Así que «sinneslö», o «sinnestö» o «sinnesjö», y alguna letra más. Miraré en Google.

—Pero ¿qué es esto? ¿De quién es esta agenda?

No me atrevo a contarle la verdad, aunque dudo.

—La encontré en la calle —miento.

Después me obligo a quedarme un rato con ella en agradecimiento por ayudarme a descifrar el texto y acompañarme en esta noche aciaga. La escucho disertar largamente sobre tonterías. Siempre encuentra algo de lo que quejarse, es insoportable. Me quedo más de lo que quisiera, resistiendo la tentación de decir que me voy al cuarto con cualquier excusa. Al final, se cansa y se marcha a dormir. Yo regreso a mi habitación, cojo el ordenador. Escribo la primera posibilidad, con «l». Hay tres oportunidades, tres, no tiene por qué salir a la primera, casi espero que fracase. Sin embargo, sí sale: escribo «sinneslö» y el ordenador completa «sinneslöschen».

Varias sugerencias: «sinneslöschen inc», «sinneslöschen significado», «sinneslöschen website», «sinneslöschen» y unos signos que asocio al alfabeto árabe.

Pincho en «sinneslöschen significado».

cap-4

II

No sé cuánto tiempo paso delante de la pantalla viendo desfilar informaciones entre la leyenda urbana y la teoría de la conspiración. Al principio los resultados de sinneslöschen son decepcionantes. La palabra me lleva a una serie de testimonios dudosos en torno a un videojuego de los años ochenta, Polybius, que se instaló temporalmente en algunas salas de juego y que absorbía la mente de los que participaban. Según los creepypastas, provocó daños mentales y emocionales, epilepsia e incluso suicidios entre los jugadores. Las máquinas se retiraron con rapidez y sin huella; algunos acusan a la empresa de ser una filial de la CIA. Experimentación con humanos, claro, experimentación del gobierno de Estados Unidos con la población ciudadana, los malvados tecnócratas y el proyecto MK-Ultra. La idea de que Javier tuviese alguna clase de interés en estas cuestiones es ridícula, alienígena. ¿Javier un conspiranoico? No lo creo, imposible en una persona tan inteligente. Le gustaba Cuarto milenio, pero solo para reírse. Sin embargo, sigo leyendo, primero por Javier y luego por el morbo de navegar entre historias horribles e inverosímiles a partes iguales: Zeitgeist, Slenderman, el 11-S, el bar España, el aeropuerto de Denver, HAARP, Illuminati, las piedras de Georgia y su extraño mensaje en ocho idiomas. Después las palabras me consumen. Miro las imágenes de la piedra. Gigantescos Stonehenge seculares pidiendo la razón y el exterminio del exceso de humanos en un mundo ya superpoblado.

Todas las historias que se anclan en el mundo real acaban contando lo mismo: ricos depravados sin ningún escrúpulo moral que juegan con los pobres y desgraciados mientras ellos mismos se preparan para un Nuevo Orden Mundial de control ciudadano, desastre ecológico y merma malthusiana de la población gracias a enfermedades de laboratorio y otras tretas ocultas. Un atentado terrorista en diferido. Menuda estupidez.

Paso a un artículo sobre la posible relación de Polybius con la música de Pueblo Lavanda, una leyenda que más o menos conocía: quince años después de Polybius, en 1996, acusaron a otro videojuego de provocar el suicidio entre los menores de doce años. Esta vez se trataba de la primera edición de Pokémon. Según el lore, los niños que jugaron compartían un cuadro de adicción al videojuego, dolor de cabeza, hemorragia nasal, depresión y principio de epilepsia..., y el último lugar en el que habían guardado partida era en la ciudad fantasma, Pueblo Lavanda, con una torre dedicada a recordar a los Pokémon fallecidos y una música siniestra de fondo. De acuerdo con los morbosos, la melodía contenía sonidos binaurales solo perceptibles por los más jóvenes, y la prueba de que esto es cierto la encuentran en que esa versión de la música no está disponible como tal en ediciones posteriores del videojuego, ni fuera de Japón. Teoría oficial: intento de control mental con unos fines tan oscuros que ni merece la pena escribirlos. Se presuponen.

La leyenda se completa con la vinculación de otro glitch de la primera edición de Pokémon, un Pokémon que aparecía solo en determinadas zonas con el número 731, precedido de una animación fantasmal que incluía imágenes distorsionadas, relacionadas, según el fandom, con una división secreta del gobierno japonés durante la Segunda Guerra Mundial que tenía el mismo número. La última de las imágenes era una bandera de Japón con el kanji del Emperador, y el creepypasta lo asociaba al intento de formar un nuevo imperio japonés alienando a los jóvenes para una Gran Batalla, un MK-Ultraamarillo. Hay unos documentos probablemente ficticios en los cuales un empleado de GameFreak, Shin Nakamura, distribuía información confidencial relativa a las muertes de varios niños que probaron el juego justo antes de su comercialización. Su mujer fue la que compuso la banda sonora de Pueblo Lavanda y, poco después, su hijo apareció muerto. Shin Nakamura se quitó la vida en el Bosque de los Suicidas el mismo día en el que se lanzó Pokémon al mercado, dejando una carta para su mujer. Los documentos dicen así, a modo de cuaderno de bitácora, aunque desordenados y sin especificar a quién se refieren las observaciones:

Abril/12/1996: Desórdenes de sueño, migrañas severas, sangrado en los oídos. Atacó a un oficial de policía cerca de un edificio gubernamental y fue asesinado.

Mayo/23/1996: Irritabilidad general, insomnio, adicción a los videojuegos, hemorragia nasal. Ataques violentos de agresividad contra otros y contra sí mismo.

Abril/27/1996: Dolor de cabeza continuo, irritabilidad. Escribió con una navaja en la piel de sus muñecas el kanji del Emperador y posteriormente murió desangrado.

Marzo/4/1996: Migrañas, inactividad y lento entendimiento. Sordera progresiva y desaparición. Cuerpo hallado en una carretera el 20 de abril del mismo año.

Por otra parte, se supone que la carta de despedida del señor Nakamura a su mujer rezaba lo siguiente:

Querida Satou:

Esta noche es el inicio de una nueva era para el Japón, un nuevo imperio del cual yo espero ser responsable. No puedo, de cualquier modo, retrasarme para ver mi creación, pues esta comenzará en unos meses.

Nuestro querido Ken será sin duda el primer mártir del imperio, caído con muchos otros niños. El fénix renacerá de sus cenizas, el segundo gran imperio japonés... ¡Te lo aseguro!

Por qué se ha distribuido material clasificado, ni se aventura. No sé qué estoy haciendo aquí. No sé qué hago mirando esto. O bien sinneslöschen era una nota sin interés para Javier, o bien guardaba un interés oculto por todas estas estupideces, o tenía otro significado que ni me figuro. Probablemente no lo sabré nunca.

Busco el tres invertido como símbolo y solo me sale la letra épsilon. Nada, aquí no hay nada de Javier.

—En realidad, ni siquiera lo conocía —le digo a la pantalla del ordenador.

Un último intento: sinneslöschen suicidio. El buscador me lleva a un simulador de Polybius para jugar desde tu ordenador, a más páginas de leyendas urbanas sobre suicidios individuales o colectivos, algunos en teoría alentados por esa máquina. ¿Y si lo descargo, a ver qué sucede? Lo bajo sin ejecutarlo. Qué tontería. Lo borro. Qué estupidez. Y, sin embargo, qué fácil sería caer en la sinrazón. Me obligo a irme a la cama.

Sueño que estoy sola en la casa con un cuchillo en la mano, sostenido a la altura de mi estómago, apretando la hoja contra la piel. En el sueño, busco desesperada a alguien en mi agenda. Nadie coge mis llamadas. Miro la puerta para ver si Alba regresa, apretando el cuchillo cada vez más, rozando el dolor. Sé que, si nadie me coge el teléfono, si nadie me rescata, me mataré. Y no quiero hacerlo en realidad. No quiero morir, pero me siento incapaz de apostar yo sola por la vida.

Despierto confusa. El ordenador está a los pies de la cama, a punto de caerse, y siento el impulso de golpearlo, hacer que se estampe contra el suelo. Me levanto, hago café. Alba todavía está dormida. ¿Qué hora es?

—Tengo que dejar esto —le digo al gato, que está extrañamente tranquilo en el sofá—. Tengo que pasar página. Al diablo con la traición a una misma.

Funciona durante un par de días, tal vez tres, cuatro, cinco. Lo afronto con valentía, como supongo que deben de afrontar la primera mañana los supervivientes de una desgracia, desde la decisión consciente y absoluta de hacerlo todo bien. A clase no vuelvo. En cualquier caso, es un posgrado de arte y cultura estúpido e innecesario, me apunté solo para tener algo que hacer. Intenté trabajar el año pasado, cuando sucedió todo aquello, pero no fui capaz, y mi madre accedió a mantenerme un curso más. Ni siquiera me permito vivir la angustia nocturna y me tomo dos ansiolíticos justo antes de dormir.

Al quinto día mi ánimo se desinfla. A nadie le importa nada de lo que hago, así que, ¿para qué sostener la farsa de un horario, de la fruta cortada, de la vida ordenada? Me prohíbo recurrir a todo lo que me puede hacer daño —volver a visitar a su novia, volver a leer su chat, volver a investigar sobre sinneslöschen, volver a la pantalla de búsqueda de Tinder, depender del móvil demasiado—, y lo consigo, pero la ausencia de dolor solo me acuna en una desesperación aún más ciega. Es un error pensar que es más fácil esperar que buscar. Todo empieza a desmoronarse, igual que todo se desordenaba los días en los que Javier no contestaba a mis mensajes. Ahora tengo la certeza de que nunca lo hará. Ni siquiera tengo por qué culparme, por qué lamentarme, con qué castigarme. Ando por los parques a solas como un Adán abandonado en el paraíso.

Falto dos días más a clase y vuelvo, pero esa mañana Diego no acude, así que me siento sola en la última fila. Mis compañeros me ignoran, una de mis profesoras me observa como si fuese una enferma terminal. De nuevo, esa noche paso cerca de dos horas mirando las sábanas tendidas en el piso de enfrente, cada día más sucias que el anterior, sin música, escuchando cómo suenan las calles, los niños que salen o entran del colegio vecino o los adolescentes haciendo botellón; pingándome sobre el alféizar y mirando la calle como desde un trampolín. Recuerdo la imagen ficticia de Javier en la terraza de su trabajo, la imagen de mi última pesadilla, de mí misma sosteniendo un cuchillo contra la piel desnuda de mi vientre. ¿Siempre tienen que ser así las cosas? Y entonces suena el teléfono.

—Hoy es mi cumpleaños —dice mi madre cuando descuelgo.

Dejo que la frase repose unos instantes antes de reaccionar. Espero a que me ofrezca alguna posible salida para mi error. Es mi madre, suele ser bondadosa con los despistes. En esta ocasión no lo hace. Me toca contestar.

—Lo siento mucho. Últimamente estoy estudiando demasiado y pierdo la noción de los días. No sé si es diciembre o enero.

Trato de reír, pero me sale mal.

—He tenido un cumpleaños horrible. Mucho jaleo en el trabajo. Tu hermano está en Suecia, ya sabes. Y tu padre ni siquiera ha llamado.

No me acusa de nada. Me siento un completo desastre.

—Perdona, de verdad. He estado muy liada.

—No pasa nada. ¿Cuándo vas a venir? ¿Por qué no te pasas este fin de semana?

No sería buena idea. No quiero volver a esa ciudad por nada del mundo, en especial sin sentirme del todo bien. No quiero aguantar las preguntas de mi madre. No quiero que me vea tomar ansiolíticos. No quiero cruzarme con nadie que me conozca y tener que soportar una conversación mientras me pregunto qué estarán pensando de mí o sobre lo que me pasó cuando todavía vivía allí. No sé sostener mi coartada de que «he estado estudiando» durante demasiado tiempo cuando llevo quince días sin abrir un libro, no quiero hablar con ella de nada de lo que he hecho o pensado en las últimas semanas. Desde luego, no de Javier, no de esas estúpidas leyendas urbanas. No quiero aguantar más el peso de haber olvidado su cumpleaños. Quiero estar sola. Necesito estar sola.

—Mejor esperamos a Navidad. Tengo mucho que estudiar.

—Puedes traerte los libros.

—Son muchos.

Suspira. Parece enfadada, o decepcionada, que es peor. Me duele imaginarla sola en su cumpleaños, pero lo reprimo. Ahora no puedo sostener esa carga.

—Lo celebramos a final de año —propongo. ¿Qué día es hoy? ¿Cuánto queda?

—Claro. ¿Vamos al cine como siempre? Y a cenar a ese sitio raro que te gustaba tanto.

—Estupendo.

Salgo del ambiente asfixiante del cuarto. Tal vez podría enviarle un regalo por correo. Qué tontería, si lo pagará ella misma y verá la factura de esta noche, quedaré peor que si no hago nada. Por suerte, Alba está encerrada en su habitación con el gato, así que no tengo que interactuar con nadie. Algo en el día de hoy me ha desestabilizado, no puedo dormir, los ansiolíticos no terminan de hacerme efecto, tal vez esté tomándolos demasiado a menudo y dejan de funcionar. Antes gastaba los ratos de angustia jugando con la Switch, pero llevo sin tocarla desde que Javier murió —¿puedo tomarme otro orfidal o será malo?—, tengo la cabeza atontada y no consigo leer —lo buscaré en Medline—. Son las cuatro y media de la madrugada: mañana será otro día perdido, así que por qué no ahondar un poco más en mi propia destrucción. Retomo el último hilo de Reddit que visité, suicidios individuales o colectivos que tienen algo que ver con la máquina de Polybius o con otros videojuegos. Trágicos relatos de personas solísimas que murieron o desaparecieron y tenían una adicción por esta clase de historias u otro contenido de la red. No tengo nada de sueño. Me decido a postear, en un inglés vacilante que llevo demasiado sin utilizar. «Un amigo murió», empiezo. Borro. «Creo que conozco a alguien que se suicidó por esto», mentira. Lo consigo al quinto o sexto intento:

Un amigo se mató. No lo conocía mucho, o al menos no tanto como creía. Un día no acudió a una cita y me pregunté si le habría pasado algo. Cuando llamé a su casa, su novia me dijo que había muerto y que el funeral era al día siguiente. Se había suicidado. No sé por qué. Su vida iba bien, era algo melancólico, pero parecía que tenía planes de futuro. Desde luego, no parecía alguien que pensara en matarse. Se tiró por la ventana, como Deleuze. Hay que tenerlo muy claro para hacer algo así. Tampoco soy capaz de imaginármelo tomando esa decisión, aunque no dejo de soñar con eso, con él encaramándose al alféizar. Por una serie de razones, es largo de explicar, ahora tengo su agenda de trabajo y la he estado leyendo. Una de las últimas anotaciones era «sinneslöschen». Desde entonces, he estado buscando información. De verdad que no me pega de él ni creer en leyendas urbanas, ni usar el simulador de Polybius, ni nada, aunque le encantaban los videojuegos. Tampoco suicidarse. De verdad que no me pega que se suicidara. Pero no dejo de pensar en esto. Estoy obsesionada. ¿Alguien sabe algo? Sé que es una pregunta un poco extraña, pero creo que no seré capaz de pasar página hasta que pueda darle un sentido a lo que ha pasado.

Espero como una estúpida a que alguien responda instantáneamente. F5, F5, F5. Nada. Un tal wilcomachine responde solo «life sucks». Miro el ratio de respuesta del post: por lo general se actualiza cada dos o tres días. Vale. Cierra esto.

Un post aparece al séptimo F5. Es de un tal vampyreoftimeandmemory:

Una vez, navegando por la Deep Web, entré en un foro de suicidas. Sanctioned Suicide. En ese foro la gente compartía y discutía los mejores métodos para suicidarse según cada caso. Era horrible, yo entré por morbo. La mayor parte de los posts iban sobre la compra ilegal de medicamentos para la quimioterapia. Te lo tomas y te mueres. No debe ser doloroso. Pero había algunos hilos más místicos o filosóficos. Recuerdo que había uno en el que hablaban de sinneslöschen. Me llamó la atención porque siempre me ha interesado mucho Polybius (y otros instrumentos en la sombra del gobierno norteamericano), pero apenas decían nada sobre la máquina en sí. No llegué a comprender muy bien de qué estaban hablando, de hecho. Desde luego era gente que pensaba en suicidarse, o que hablaba de ello, pero no mencionaban métodos concretos. Parecía que buscaban algo. También había algo sobre unos audios, no sé si sería la música de Polybius o Pueblo Lavanda. Tal vez te interese, no sé. Entré hace un par de años allí, ni siquiera sé si seguirá funcionando. Pero a lo mejor te cuadra. Era un sitio muy turbio. La gente ahí estaba loca.

Busco la web en Google. Encuentro un foro en inglés de estética sencilla y cutre. El foro se divide en «Sanctioned Suicide» y «Offtopic». En «Sanctioned Suicide» hay posts activos en los últimos minutos. Los mensajes están etiquetados como «discusiones», «métodos», «recursos», «ayuda» y «sin etiqueta». ¿Es esto a lo que se refería el tipo de Reddit? Ojeo los métodos: cómo colgarse a uno mismo, ahogamiento por monóxido de carbono, el método noche-noche, SN —supongo que una droga—, incluso «ir a las favelas a que te maten». Me cuesta seguirlo, hacía mucho que no leía en inglés. Abro «Decapitación», que me parece demasiado llamativo. Es de hace diez años.

GendoIkari1984: Después de mi fracaso con el ibuprofeno, he estado buscando métodos efectivos para matarme y encontré esta idea en internet. Como vi que no estaba en el megahilo de métodos, la comparto. Se trata de decapitarse a uno mismo con una cuerda y un coche. Te atas un extremo de la cuerda al cuello y el otro a una farola o columna y aceleras hasta que te arranque la cabeza. Debe de ser rápido, porque con toda seguridad te raja la carótida, incluso aunque la decapitación no sea completa. ¿Qué pensáis? Tengo dudas sobre la longitud de la cuerda. ¿Cuarenta, cincuenta metros?

Aerith: Parece efectivo, pero probablemente dejarías a unas cuantas personas traumatizadas y romperías algo con el coche. ¿Seguro que quieres irte así?

GendoIkari1984: Nunca se me ocurriría hacerlo delante de nadie. Lo haría en un parking nocturno o algo así. Dejaría una nota de suicidio en mi casa y llamaría a la policía justo antes de acelerar, para que fueran los primeros en verme.

Theblackparade: @GendoIkari1984 En cualquier caso, no creo que tengas que acelerar demasiado. Con una buena cuerda, la masa del coche y la columna deberían ser capaces de decapitarte a 5 o 10 kilómetros por hora. Entiendo que la tentación es acelerar al máximo, pero así no harías daño a nadie.

Ascannerdarkly: @theblackparade Creo que «hacer daño a nadie» no está en el top de sus preocupaciones. Si te preocupan tanto los desconocidos, ¿cómo no te van a importar tus conocidos, a los que seguro «haces daño»? En cualquier caso, todo esto me parece una ideación con la que fantasear mientras escuchas Radiohead sin llevarla nunca a cabo. Hay métodos más sencillos.

Ojeo el resto de las respuestas: dudas sobre la efectividad, comparativas con otras opciones, lo probaré la semana que viene, cuestiones técnicas que parecen ridículas dada la situación. En la cuarta página, alguien ha colgado una noticia de la BBC en la que una persona se ha suicidado con ese método en el parking del centro comercial de Nueva York. «¿Será él?», se pregunta. El artículo menciona la web de Sanctioned Suicide de pasada. «Debe de ser él, sí», contesta otro. «Parece efectivo, aunque horrible. No es para cualquiera. Yo no me atrevería, pero me alegro de que esté en un lugar mejor».

Escalofrío. Voy a otra sección de la web, no quiero seguir leyendo sobre este tipo. Hay usuarios que tienen miles de mensajes —¿en qué están pensando? ¿De verdad quieren suicidarse?—, otros que solo han posteado tres o cuatro: la presentación, la compra o duda sobre un método, la despedida. Dios santo, no puedo respirar, se me va la cabeza. Voy a la cocina a comer algo que no consigo tragar y que acabo devolviendo al hueco del inodoro después de masticarlo.

Desde ese momento paso la noche tratando de dormir y renunciando a ello, pegada a la pantalla del foro de los suicidas, indagando en su miseria. En uno de los últimos posts, un hombre dice que intentará suicidarse la semana que viene y todos lo animan y le dicen que es muy valiente por hacerlo. Este es reciente, de hace dos semanas. Un par de páginas después interviene de nuevo:

Legolas12: Soy ateo y creo que cuando morimos simplemente abandonamos la existencia, pero ¿y si el paraíso estuviera a un suicidio de distancia? ¿O una reencarnación más amable? Imagina pasar tu vida sin el coraje para hacerlo y que con ello no hiciéramos otra cosa que posponerlo. Me gustaría despertar como un niño, ya que mi infancia fue como el cielo en la tierra, o reencarnarme en una persona sana y funcional, tanto en cuerpo como en mente, en lugar de en un inválido. Sería multimillonario y tendría el cien por cien de posibilidades de vivir una vida larga y feliz, como miles de millonarios sanos y atractivos experimentan en el mundo real. Quizá en sus vidas anteriores fueron tan desgraciados como yo, y esa es su recompensa. Ese es mi cielo. Imaginad que esto fuera realmente cierto y todo lo que se necesitase para conseguirlo fuese apretar el gatillo, dar ese salto de fe en lugar de ser torturado en este infierno de existencia durante décadas.

Un montón de cínicos le responden: anda ya, millonario vas a ser, ¿no eras ateo?, no digas tonterías. Vaya choque entre el candor delusional del mensaje del suicida y la dureza de los comentarios, aunque tiene sentido: se trata de un espacio consagrado a la desesperanza. ¿Javier estaría aquí metido? ¿Pasaba las horas planeando su suicidio? ¿Debería buscar un post de despedida de más o menos la fecha en la que se mató? Lo imagino chateando conmigo en una pestaña mientras en la otra leía sobre las ventajas del ahogamiento por monóxido de carbono frente a la soga tradicional. Ambas ventanas escondidas de los ojos cándidos de Chelo, que trasteaba por la casa hablando de cosas agradables: compras, viajes, flores, discusiones tontas con amigas, planes de fin de semana. ¿Pertenecía yo a la misma dimensión de la vida de Javier que Sanctioned Suicide? Siempre he sido una persona muy negativa. Quizá por eso estaba con ella, y no conmigo. Tengo la tentación de buscarla en Instagram, seguro que podría dar con ella. Pero no. No debo. Me quedo en la página de los suicidios. Leo un post horrible de gente que ha tratado de suicidarse en el mar o en la piscina, entrenándose con vasos de agua durante meses para que el líquido penetre en sus pulmones sin expulsarlo. El objetivo es que parezca un accidente, para no disgustar a alguien o para que ese alguien pueda cobrar el seguro. Fracasan, suelen sobrevivir con grandes daños en movilidad y coordinación. Hay muchos posts que tienen forma de pregunta abierta: «Mis circunstancias son estas, ¿cómo debería suicidarme?». La comunidad se vuelca, y generalmente coinciden en su diagnóstico según las circunstancias expuestas. Nunca nadie dice «no lo hagas». Muchos se lamentan de no tener dinero para «SN» o «N», que no estoy segura de si es lo mismo. Busco un post que me explique qué es y encuentro uno, escrito por un usuario que solo ha dejado once mensajes en total.

M0bscene: Hola a todos. No llevo aquí mucho tiempo, pero tengo que daros las gracias por estar aquí. Es bueno tener un lugar en el que expresarse. El suicidio, como tantas otras cosas, primero ha sido considerado un pecado, luego una enfermedad mental y ahora está en un vacío ético y moral: no puedes prohibirlo, pero tampoco se te permite hablar de ello. Pueden encerrarte en una institución psiquiátrica o arrebatarte la custodia de ti mismo si mencionas el tema demasiado. Sin embargo ¿cómo no hablar de ello? ¿Qué es mejor? ¿Callarme? Aunque al final haya decidido matarme, me he sentido más comprendido y menos solo aquí que en ningún otro sitio en estos últimos tres años. Esperemos que sea un paso en la dirección correcta para los seres humanos como sociedad, hasta el día en que alguien pueda decidir acabar con todo sin miedo al fracaso, en una clínica. Creo que en Europa se puede, en algunos lugares... De todos modos, esto es una despedida. He decidido empezar con el SN y manteneros actualizados con los preparativos. Si tengo éxito, confío en que los cálculos que he hecho de las cantidades necesarias para mi peso y altura sean de utilidad a otras personas. Lo peor es equivocarse, intentarlo y no llegar a morir, solo al hospital. A mí me ha sucedido dos veces. A lo mejor a alguien le apetece hacerlo al mismo tiempo que yo. Esperaré un par de días para iniciar el proceso, por si alguien quiere escribirme y apoyarnos mutuamente. Mido 5,8 y peso 150 libras. Como sabéis, hay que ajustar las dosis para no rechazarlo en el momento final a lo largo de tres días. Compré el SN y el Zantac a A. y el Primperan al vendedor griego de eBay. Actualizaré a diario las tomas y los resultados, para que tengáis una referencia. Gracias de nuevo.

El usuario actualizó cada día el estado de su suicidio y las tomas. Surgieron algunos pequeños inconvenientes —vómitos—, y deduzco que esa toma prescriptiva y burocrática tiene como objetivo no vomitar la dosis final. Me asusta la racionalidad científica con la que aborda su propia muerte, como si la vida fuese una enfermedad de la que pudiera curarse siguiendo los pasos adecuados. También deduzco que el SN es algún tipo de medicamento difícil de conseguir. Tal vez era esa la función que tenía Chelo para Javier: darle alguna clase de alegría o distracción en el horror que llevaba sobre sí. Algo que yo no podía darle. ¿Alimenté su melancolía? Llego a las notas del jueves, antes del suicidio definitivo el viernes, y cierro el post. No quiero leer más. Busco otro que se titule «Despedida» en la fecha en la que Javier se mató. Encuentro este, y, aunque estoy segura de que Javier no lo escribió, no puedo evitar leerlo:

Nakedcity: Hoy mi madre volvía de vacaciones, y la llamé pronto por la mañana. No hemos podido hablar hasta hace veinte minutos. La quiero. Es mi ángel de la guardia, por mucho que las cosas no me hayan salido bien. Me ha preguntado cómo estaba. Sé que la sobrecargo demasiado. Le he dicho la verdad: que mal, y que no estoy segura de volver a verla. Sería buena idea acabar con todo antes de la próxima Navidad. No creo que pueda aguantarla. Ella ha dicho «es doloroso que pienses eso», pero también ha dicho que quiere que deje de sufrir. Sabe que llevo diez años igual, con y sin tratamientos, y con varios intentos a mis espaldas. Al final de la conversación, ella ha aceptado que yo quisiera matarme. Me ha dado permiso, por así decirlo, y ambas hemos llorado. Se me ha quitado un peso de encima. Es la mejor. La quiero.

Wilcomachine: Muchas veces he pensado que cuando mi madre muera, yo podré hacerlo. Me daría mucho miedo decepcionarla así.

Firenzzze: @wilcomachine +1 Es triste pensar de ese modo, pero llevo años deseando que mi madre desaparezca, aunque la quiera mucho y me dé pena. Ni siquiera puedo contarle mis ataques.

Y un montón de posts felicitando a @nakedcity por tener esa madre.

Despierto a mediodía, deshidratada y mareada. He vuelto a tener casi la misma pesadilla, un poco más larga en esta ocasión: estaba en el salón, con el cuchillo sobre mi vientre, tratando de llamar a alguien para detenerme a mí misma, y al final recordaba que tal vez podía intentarlo con Ángela, mi mejor amiga del instituto, aunque llevamos años sin hablar. Marcaba el número y sentía un alivio infinito cuando descolgaba, pero estaba en medio de una fiesta ruidosa y no lograba escucharme. Yo gritaba «¿hola?, ¿hola?», o «es importante», y ella reía y reía, decía «vente, estamos en La Riviera». Después, dejaba el teléfono en altavoz para que escuchara distorsionadamente una canción de Justice que nos encantaba de adolescentes. Y yo colgaba.

Me arrastro a la cocina mientras enciendo el ordenador. Ayer por la noche terminé la jornada escribiendo de nuevo en Reddit. No encontré nada en Sanctioned Suicide de sinneslöschen o Polybius. Tampoco rastro de Javier. Mientras preparo café, Alba aparece a mi espalda con el gato en brazos.

—¿Quieres? —ofrezco.

—Ya tomé. Hay que comprar más —señala, dando a entender que tengo que hacerlo yo.

—Vale. —Supongo que no me queda más remedio que esperar a que la cafetera suba bajo su mirada inquisitiva—. ¿Qué tal? ¿Saliste ayer?

—No. Estuve viendo a una nueva booktuber y...

—Qué bien. —De verdad que no tengo ganas de volver a escuchar la historia de lo que sea que esté de moda en YouTube o en Twitter.

—También limpié mi cuarto.

—Guay.

Silencio. El café sube y vierto todo el contenido en mi taza, que se haga ella otra cafetera. Mierda, no tengo leche. Si Alba no estuviera observándome, le robaría un poco. El gato tira algo al suelo en el salón.

—Te tocaba limpiar el baño y la cocina esta semana —me echa en cara.

—Lo sé —miento. No sé por qué se pone así, ella siempre deja todo hecho un desastre.

—No lo has hecho.

—No ha acabado la semana.

—Me refiero a la anterior. Estamos ya a miércoles.

—Eh, vale, perdón. Desayuno y lo hago, ¿vale?

—Y hay que comprar café.

—Vale.

—Y un palo de fregona.

—Vale —convengo, para no discutir. Eso lo rompió su gato, le tocaría a ella.

Alba parlotea a mi espalda para suavizar su reprimenda, pero cierro la puerta de mi cuarto. No tengo ningún mensaje nuevo en Reddit. Todo es una mierda.

Luis pregunta: «Y dime, ¿qué tal por Tinder?». Su foto: una selfie en la que se ve su teléfono, con un gorro de lana y unas gafas redondas. David me manda un GIPHY, no sé por qué le he aceptado. Tiene la típica descripción de «Viajar, sentir, una buena conversación» junto al emoticono de una copa de vino. Julio me envía directamente su número de móvil sin hablar, supongo que le da vergüenza que alguien pueda ver que está usando la aplicación. O a lo mejor le da igual quién sea yo, y solo quiere follar. Hago un match más con Silvio: es guapo, pero leí en su descripción que, de hecho, tiene novia, y que «vive su relación de otra manera». ¿Lo sabrá ella? No quiero repetir algo como lo de Javier. He escrito a Jaime, me gusta su foto. Se parece un poco a Javier, y su descripción dice que le gusta el arte, aunque de forma tan vaga que puede significar cualquier cosa. No me contesta, y ya le escribí hace tres o cuatro horas. Mario me da una respuesta detalladísima a mi descripción, comentando cada una de sus líneas, y también mis fotografías. Empalagoso. Simplón. Qué pereza. Veo que, desde que me desinstalé la aplicación —cuando comencé a hablar solo con Javier—, un tal Sam me ha insistido periódicamente con «¿Cómo estás?» y «¿Sigues viva?». En realidad, no era mal perfil, ¿debería darle una oportunidad? David 2 me pide más fotos y me pasa su número de móvil para que pueda enviárselas. Lo cierto es que me gustaría quedar con alguien, llevo días encerrada en casa. Julio insiste, pero no me interesa. Vuelvo a la pantalla de descubrimiento, empiezo a repartir corazones verdes y cruces rojas, me entristezco al ver que todos los que me han dado Superlike son señores decepcionantes en todos los sentidos: así que eso es lo que valgo, ese es mi patrón de medida. Un tal Miguel tiene en su descripción «No sé qué hago aquí». Aunque sé que se refiere a «en Tinder», sus ojos asustados y excesivamente abiertos hacen posible la interpretación de «No sé qué hago aquí, en el mundo, en la vida». Canción de culto: Radiohead. Con eso puedo trabajar. Pero no me devuelve el match.

Si bajo en los chats lo suficiente, puedo encontrar las primeras conversaciones con Javier, pero me obligo a no mirarlas. Mario insiste, ¿hola?, y dejo el teléfono bajo la almohada. Reviso todas mis redes sociales, nada interesante. No abro WhatsApp: me ha escrito Diego, aunque prefiero fingir que no lo he visto y, por lo demás, ya sé lo que voy a encontrar. La nada. Abro Reddit sin esperanza. Hay dos nuevos posts. Un tipo que divaga sobre Polybius y un experimento-supersecreto-de-la-CIA con gases emanados a través de los aviones de Spirit Airlines. Y otro post del hombre que me envió a Sanctioned Suicide:

Vampyreoftimeandmemory: Has mirado la versión pública de la web. Es más pequeña y está capada. La versión interesante está en la Deep Web. Ahí hay comunidades distintas y enlaces directos a compra de medicamentos o armas. El link es igual.

Es de ayer por la noche. Qué estúpida soy por no haberme metido antes, por dejar que el miedo a la falta de sorpresas me impida trabajar en serio. No tengo ni idea de cómo meterme en la Deep Web, pero estoy segura de que Google lo sabe. Mientras tanto, sigo chateando con Mario. Me angustia entregarme a esta tarea sin ninguna clase de distracción.

Mario vendrá a casa a las siete, y saberlo me da el impulso necesario para limpiar. Alba no está, así me libro de dar explicaciones. Me sobra media hora para buscar mi ordenador viejo y comprobar que más o menos funciona. Será suficiente. No sé cómo acabé contándole que quería entrar en la Deep Web. Él dijo que sabía hacerlo, y que había visto cosas increíbles allí. Podía venir a casa, claro, y ayudarme a entrar.

No le hablé de Sanctioned Suicide. No quería asustarle.

Hace mucho que no quedo con alguien nuevo. A lo mejor hace como Javier, y no aparece. En el fondo, eso constituiría un alivio. ¿Debería arreglarme? Lo hago, aunque solo sea para tener una excusa y lavarme el pelo de una vez. Vive a las afueras de Madrid y me pide dormir en casa, para madrugar menos. Digo que sí. La verdad es que no quiero follar, pero he visto las instrucciones para entrar en TOR y ocultar tu IP, y no creo que sea capaz de hacerlo sola. Vendrá a las siete y son menos cuarto. Espero. Espero.

Por precaución, lo he citado en un bar debajo de casa. Si es un raro, no dejaré que entre. Es enorme. Casi dos metros, huesos grandes, una gran mochila de deporte a la espalda y camisa de cuadros. Parece el hombre lobo de una serie para adolescentes. Se sienta y pide un zumo de melocotón y una tostada como contrapunto a mi cerveza y mi cigarro.

—Qué tal —digo.

Él solo dice: bien. No parece muy hablador. Trato de sonsacarle algún dato sobre sí mismo y, a trompicones, descubro que tiene familia búlgara y que llegó hace unos quince años a Madrid. Tiene veintinueve.

—¿Subimos?

—Vale.

—Tengo pizza congelada.

—Genial.

No tengo hambre, él devora toda la pizza mecánicamente y sin hablar mientras maneja mi ordenador viejo. Actúa como si estuviéramos haciendo algo peligroso e ilegal, yo no creo que sea para tanto. Solo me parecía difícil. Balbucea que le parece «un plan guay» y que «nunca esperaba eso de Tinder». Sonrío débilmente. Como no le he explicado qué es lo que quiero buscar, él entra en una web con aspecto similar a la Wikipedia que se llama HiddenWiki.

—Aquí está el directorio de todo lo interesante —comenta.

Lo veo por categorías: medicina ilegal, compra de drogas, pornografía adulta e infantil, información clasificada, sicarios. Él pica en esta última opción. ¿No me parece increíble que asesinar a alguien en Europa solo valga diez mil euros? Intento mostrar algo de entusiasmo horrorizado.

—Una vez vi vídeos de ejecuciones de Al-Qaeda —dice—. Son muy fuertes.

—Ya.

—¿Quieres ver algo en especial?

—En realidad sí. Una página un poco rara.

—¿La buscamos?

—Sé cómo se llama.

Quizá preferiría dejar esto abierto y buscarla cuando él no estuviera delante, pero veo sus ojos expectantes posados sobre mí, así que escribo el link de Sanctioned Suicide y la web me devuelve algo similar al espacio en el que ya había estado, aunque más grande y detallado por temas. Pide que me registre y utilizo un e-mail que ya no uso. Mario me pregunta qué es esto y le doy una respuesta vaga.

—¿Suicidios? ¿Para qué quieres mirarlo?

—Estoy escribiendo una novela —miento.

—Joder, eres una grande.

Encuentro material similar a la web normal, aunque hay más links sobre el SN que a Mario le llaman la atención. Encontramos un enlace a una página de farmacología ilegal en la que un tal A. envía Nembutal —no estoy segura, pero supongo que es lo mismo que el SN—, un medicamento para la quimioterapia, por mil dólares la dosis. Recomienda comprar dos tomas, para que sea más efectivo, y también utilizar algo que impida el vómito. No hay seguridad de que pase la aduana, y muchos miembros de Sanctioned Suicide se lamentan en diversos hilos de que su dosis de Nembutal no ha llegado.

—Qué turbio. ¿De qué va tu novela?

Su candor me hace sonreír. Si fuera él, pensaría que yo quiero suicidarme.

—Suicidio adolescente.

—¿Quieres que veamos vídeos de las favelas?

—Espera.

Entro en un subforo de corte más filosófico. Busco sinneslöschen. Un hilo me hace detenerme.

Couragetodie: ¿Por qué los amigos o la familia te dicen que los llames en cualquier momento cuando no es cierto?

Be_gotten: Porque son egoístas y en realidad no se preocupan. Tiene que ser cuando ellos quieran. No creo que nadie esté ahí de verdad para mí. Dejé de hablar con mi familia y no creo que a nadie le importase en serio.

Zydrateanatomy: Es para que parezca que lo intentan y puedan sentirse menos culpables si pasa algo.

Makingmonsters: Todo el mundo te dice que está para ti, pero luego te suelta excusas. ¡Estaba durmiendo! Estoy trabajando.

Couragetodie: Tal vez por eso estamos aquí, por eso queremos suicidarnos: nunca tuvimos a nadie que nos hiciera sentir seguros, sanos, felices.

Tengo sentimientos encontrados. Puedo identificarme con sus mensajes, pero me indigna que Javier pudiera sentirse así, ¿no sabía que me tenía a mí? Mario empieza a impacientarse. Va a la cocina y coge unas galletas de Alba y una cerveza, pero no tengo fuerzas para detenerle. Le pido que me traiga una. Llevo ya cinco páginas de temas que no me importan. Un título me llama la atención, «El lamento de Orión».

—¿Vemos otra cosa? —me interrumpe Mario.

—Creo que he encontrado justo lo que estaba buscando.

—¿Y qué es?

—Espera.

Se trata de un hilo de tinte conspiranoico con un montón de links a modo de índice. Aunque la palabra sinneslöschen está, no parece que la máquina de Polybius sea lo esencial en su discusión, sino otro videojuego llamado precisamente El lamento de Orión. Pongo el título en Google y apenas sale nada, así que vuelvo al hilo del foro de los suicidas. Avanzo las páginas rápido y Mario me pide que le explique. Su inglés no es tan bueno.

—Eh..., es difícil de resumir. Hay un grupo de gente, de estos suicidas, que piensan que hay una forma placentera de morir. Bueno, no placentera. Algo así como una revelación espiritual que te lleva a morir. Y que tal vez está en un videojuego al que algunas personas han jugado por error. Se llama El lamento de Orión.

Él frunce el ceño.

—¿Cómo demonios te puede matar un videojuego?

—No se sabe bien, porque nadie que haya jugado ha sobrevivido para contarlo. Algunos dicen que es por un texto, otros por la música o por la misma dinámica del juego, pero en cualquier caso es un programa para Game Boy. Si lo encuentras, primero dejas de tener angustia. Luego pierdes las ganas de comer, de dormir, de todo. Pero sientes una intensa paz. Y al final te mueres, si nadie te detiene.

—¿Y quién ha hecho eso? ¿Nintendo?

Suspiro frustrada.

—No. Una empresa llamada Sinneslöschen que también sacó otro videojuego macabro. Tal vez ninguno sea real, es una leyenda urbana. Esta gente... recopila casos, pero no saben ni qué es ni dónde está ni cómo encontrarlo. Se supone que quien se topa con ello muere. Hay más de cien, pero siempre a posteriori. Por eso no pueden contarlo más tarde.

—Suena a bola.

—Ya —juzgo, pero no dejo de pensar en la posibilidad de que Javier se topase con eso, fuera lo que fuese—. Supongo que quieren dejar de sufrir y están desesperados por creer cualquier cosa.

¿Javier lo estaba? ¿O estoy siendo estúpida por creerme esta tontería? Es de noche y estoy sola en casa con un desconocido mirando una web macabra. Quizá no es el mejor momento para juzgar nada. Comienzo a descargar todos los links para leerlos con calma cuando se vaya, incluso hago capturas de pantalla de las primeras páginas del hilo. Ahora no soy capaz de analizarlo con frialdad, con Mario delante.

—Suena a bola —repite—. ¿Te sirve para tu novela?

—Sí.

—¿Podemos ver otra cosa? Ya que estamos aquí...

Le observo. Supongo que, de forma feroz e hipermasculina, puede resultar atractivo. Y también asusta.

—Está bien —concedo—. Vemos lo que tú quieras.

Primero quiere ver vídeos de las favelas. Ha escuchado que graban las ejecuciones en directo, con el móvil. Navega durante un rato en la HiddenWiki y en otros espacios similares, buscándolos y sacando otros links para ver más tarde. Al final los encuentra, y juntos vemos una ejecución. Es una imagen de malísima calidad, en semipenumbra. Un hombre está en el suelo maniatado y grita a algo que debe de estar justo al lado de la cámara. Su boca abriéndose es como una herida, de un rojo inusitado para la escasa definición de la pantalla. El que lleva el teléfono habla de algo con otra persona, en portugués, y aunque no soy capaz de seguir lo que dicen, siento que están teniendo una conversación de lo más banal, el tiempo, ir al cine, algo de eso. El vídeo es muy corto: pronto le disparan a ese hombre, y una herida menos roja que su boca le aparece en el pecho mientras se revuelve en el suelo. No muere al instante, y el que graba le da una patada sin ganas. Mario sugiere que lo quitemos y asiento. Fumo, me da todo igual. Dice que se niega a ver pornografía infantil y se entretiene en webs de farmacología ilegal y sicarios. Entra en una página extraña de webcamers famélicas en la que el propietario anuncia que todas ellas son familiares suyas, entrenadas desde la infancia por y para el sexo. Qué fuerte, dice Mario. No me lo creo, digo yo, igual que no me creo otras narrativas de asesinatos y prostitución que vemos en diversas webs. Mario mira la pantalla con fijeza y entonces pienso que en realidad no lo conozco de nada. Estoy en mi casa, a solas, de noche, con un desconocido absoluto que parece encontrar alguna clase de placer morboso en todas esas ejecuciones, perversiones sexuales, ilegalidades, torturas. Intento no pensar demasiado en ello y me pregunto dónde demonios estará Alba, o la mejor forma posible de echarlo de casa de manera educada y segura. ¿Tengo batería en el móvil?

Mario entra en otro sitio. Es la última, asegura. Es una web de tortura animal categorizada por especies y tipos de vejación, muchas de ellas sexuales. La web es sencilla, negra y verde desvaído. Por suerte, Mario ignora la sección de zoofilia. Vemos algunas imágenes horribles de gatos con las tripas fuera que aún sobreviven, de animales mutilados o encerrados en espacios risibles. Vemos un hilo en el que voces anónimas completan un fanfiction sobre agresiones sexuales y torturas refinadas a personajes de My Little Pony. Después, un vídeo: una mano masculina sujeta a un ratón blanco y le secciona la cola poco a poco, desde el final hasta el cuerpo, mientras el ratoncillo se retuerce de dolor. El vídeo se repite una y otra vez en loop mientras Mario lo sigue mirando. Empiezo a hiperventilar, a sujetarme al borde de la cama, y él no se da cuenta. Páralo, pido.

—¡Páralo, joder!

—¿Qué te pasa?

No sé qué decir. No sé por qué me han afectado esas imágenes más que el resto. Me levanto, ¿cómo puedo echarlo de casa? Me voy a volver loca.

—Qué te pasa —insiste él.

—No puedo más.

—Pero...

—Es demasiado real. Demasiado. O sea —enciendo un cigarro—, viendo eso, no me queda ninguna duda de que es real. El resto... parecía una película de terror. Pero eso tiene que ser verdad. Hay gente que... que cuelga esas cosas, y gente que disfruta viéndolas. —Por ejemplo, ¿Mario?—. ¡Quítalo!

—Ya lo he quitado. Tranquilízate.

Debe de pensar que estoy mal de la cabeza. Termino de fumar el cigarro en la ventana. ¿Dónde demonios está Alba, para una vez que la necesito?

—¿Quieres que hagamos otra cosa? ¿Vemos American Pie o algo así para que te distraigas?

Así que va a quedarse. Quiero ir a la cocina a por un vaso de agua, pero me da miedo dejarlo solo en la habitación. ¿Qué puedo hacer?

—Vale. Está bien.

Abre el navegador habitual en el ordenador viejo, busca American Pie y asegura que la mejor es la segunda. Cuando me tumbo a su lado, sigo temblando. ¿Debería escribir a Alba, Diego o a mi madre para contarles lo que está pasando? Son las dos, seguro que no están despiertos. Él intenta abrazarme.

—¿Qué haces?

Parece consternado.

—Pensaba...

¿Que el mejor momento para liarse con alguien es después de ver vídeos de animales mutilados?

—Perdona —digo—. No quiero hacer nada de eso. —No me va a obligar, ¿no?—. Lo siento.

La voz de Alba: «¿Por qué te disculpas, Sara?».

—Nada, nada —responde él—. ¿Tienes algo de comer?

Cuando vuelvo de la cocina con una segunda pizza, él trata de tranquilizarme más concienzudamente y se la come entera. Dejamos de ver la película, le pido que me cuente cosas sobre su vida mientras me hace efecto el ansiolítico —dosis doble—, y me habla de su equipo de baloncesto, de un viaje que hizo para conocer a sus abuelos en Bulgaria, de una lesión de rodilla y de sus amigos. ¿Cómo he podido pensar que era una mala persona? En todo caso es un simple. Justo antes de cerrar los ojos definitivamente, me asalta un miedo tonto a que me haga algo mientras duermo, pero ya es demasiado tarde para reaccionar.

Estoy sola en casa, con un cuchillo en la mano sostenido a la altura del estómago, su hoja apretando mi piel y mis dedos temblorosos rastreando posibles contactos en la agenda de mi teléfono, sin nadie que descuelgue o que pueda hablar conmigo. Tiemblo. Nadie aparece, nadie contesta. Con un golpe de voluntad similar al que ejerzo cuando voy a depilarme con cera, lo clavo en la carne. Aunque llevo camiseta, el rojo de la sangre atraviesa el algodón con una fuerza increíble, demasiado rojo, demasiado líquido. Me levanto del suelo y me arrastro a la ventana, empiezo a marcar el número de emergencias. Hay cierta paz en la posibilidad de que alguien me recoja y me cuide en blanquísimos hospitales.

Antes de llamar, pienso que tendré que mudarme cuando acabe mi convalecencia. Que no seré capaz de volver a esta casa sin recordar este momento.

Al abrir los ojos, Mario está haciendo su bolsa y se disculpa por despertarme. Pide permiso para ducharse y me dice que hoy es el campeonato estatal de sus muchachos, o algo así. Cuando se mete en el baño pienso que todo esto también ha tenido que ser rarísimo para él, así que le preparo una bolsa con un botellín de agua, unas galletas y una manzana. Sale de la ducha ya vestido. Le entrego el paquete y parece hacerle ilusión.

—Suerte con el partido.

—Ya te contaré.

En cuanto cierra la puerta, vuelvo a abrir el ordenador viejo en la página de Sanctioned Suicide. Entro en el hilo sobre El lamento de Orión y escribo un post vacilante en el que cuento la historia de Javier a grandes rasgos. La ofrezco a la comunidad como una pista, y pido a cambio que alguien me explique bien qué es exactamente lo que se sabe de todo eso. No puedo permanecer en casa. Me visto, salgo a la calle, aún sin saber qué hacer con mi cuerpo. ¿Pudo jugar Javier a El lamento de Orión? Solo hay una forma de comprobarlo.

Llegar al cementerio no es fácil, y gasto más de lo que quisiera en billetes de metro y autobús. Cuando por fin estoy ahí, no hay apenas nadie, es jueves por la mañana. Mis recuerdos de aquel día son difusos, así que doy varias vueltas hasta llegar a su tumba. ¿Seguirá ahí su Game Boy? La dejó su madre, tal vez fuera una consola antigua, y si jugó a algo en los últimos meses fue por emulador. No, no está. Cuando llego a su lápida, no queda nada en el suelo, solo flores y esa estúpida inscripción: «De todos los que te quieren».

—No tengo ni idea de qué estoy haciendo con mi vida —le digo al nicho, sentándome frente a él.

Intento imaginar qué contestaría él, pero no se me ocurre nada. Por Dios, casi no recuerdo cómo sonaba su voz.

—Podrías habérmelo contado. Cualquier cosa. Yo te habría escuchado, y lo sabes.

—¿Eres amiga de Javier? —dice una voz a mi espalda—. Eras.

Me giro. De pie, con un ramo de flores frescas en el bolso, está la que creo que es su madre, escondida tras unas enormes gafas negras. Comienzo a levantarme y ella hace un gesto pidiéndome que me quede sentada. Dudo, pero ya estoy casi en pie, así que me pongo a su altura. Ella deja las flores en el suelo y coge las anteriores, pese a que aún están frescas.

—Me gusta cambiárselas cada dos días y llevarme el otro ramo a casa. Pienso que se impregna de él. Qué tontería, ¿verdad?

No contesto, aunque tampoco parece necesitarlo.

—Me alegra que alguien venga por aquí. Chelo casi nunca lo hace, dice que le sienta mal, y su padre solo puede hacerlo en fin de semana. ¿Quién eres tú? No me suenas.

—Sara. Una amiga de internet. Es la primera vez que vengo.

No debería haber dicho eso. Si alguien ha mirado su teléfono, me reconocerá por el nombre.

—Ah, Javier hizo muchos amigos por internet. Sobre todo cuando era adolescente, ¿os conocisteis en esa época? —pregunta. Me encojo de hombros, que lo interprete como quiera—. Siempre pegado a una maquinita, nos volvía locos a mi marido y a mí.

—He visto que os habéis llevado la consola.

Ella frunce los labios con disgusto y saca un cigarrillo de su enorme bolso, debajo de las flores viejas.

—Qué va. Fue idea mía dejársela. Tendrías que haberlo visto de adolescente: era un obseso, se la teníamos que racionar. Javier era muy inteligente, supongo que lo sabes, y teníamos miedo de esas típicas historias de niños superdotados que se echan a perder. Su padre era más severo, yo sabía que en ocasiones cogía la consola cuando no mirábamos. No nos gustaba nada ese mundo: los videojuegos, llevarlo a convenciones, esas tonterías. Ahora está más de moda, pero entonces era raro. Muchos niños ni siquiera tenían internet, o videoconsola.

—Ya.

—Tú eres más joven, ¿no? Quizá para ti fue diferente.

—Tengo veintiséis, no fue muy distinto. Solo me sacaba tres años.

—Pareces más joven.

Nos quedamos en silencio. Ya conocía las historias de adolescencia geek de Javier, hasta que con diecisiete dio un estirón y se hizo un poco más popular en el mundo real. Se lo digo:

—Luego a los diecisiete dio el estirón, ¿no?

Ella sonríe. Disfruta hablando de su hijo.

—Sí. Incluso tuvo una época en la que odiaba esas cosas. Si supieras las veces que su padre y yo lo llevamos a la Fnac a comprar cómics o videojuegos... Y luego, con veinte años, el señorito intentó venderlo todo por internet. Quería comprarse ropa nueva. Era una persona diferente, eso decía. Menos mal que no le dejamos, después se reconcilió con el asunto. Su padre nunca lo supo, pero le di doscientos euros para que me dejase guardarlo todo en el trastero. Cuando tuvo su primer sueldo, me los devolvió y se lo llevó casi todo a su casa nueva. Las gracias no me las dio. Javier era muy orgulloso.

—¿Tenía antecedentes de depresión?

—Cuando era adolescente, sí. —Suspira—. Fue al terapeuta durante cinco años, allá por 2010, 2012. Pero creíamos que ya se le había pasado. Por su trabajo, y Chelo...

La idea de seguir hablando con ella de Javier es tentadora: estoy segura de que si le propusiese tomar un café y hablar de su hijo, aceptaría. Tal vez así averiguaría más sobre su muerte, o al menos disfrutaría de seguir conversando sobre él. ¿Y si se da cuenta de quién soy? Aunque de momento no parece...

—La Game Boy se la llevó alguien en cuanto lo enterramos, pobre —interrumpe mi tren de pensamiento, por suerte. Estaba a punto de cometer una estupidez—. Mira que pensé dejarla dentro de la caja, pero mi marido se empeñó en que podía hacer combustión espontánea, una tontería, vamos. A Chelo tampoco le hacía gracia. Estaba ya en su casa, creo que Javier jugaba a veces, aunque tenía otras más nuevas, pero a Chelo nunca le gustó esa parte de su vida. Ella no era así. Tú lo conoces de esas cosas, ¿no? —Asiento—. A los dos días de enterrarlo, volví y no estaba ni la consola ni su agenda, y alguien había pisado las gafas. No sabes lo que me dolió. Me llevé el resto a casa, a su habitación d

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