No corría el viento.
No se movía el agua del lago.
Los insectos
tan dados a crispar la noche con su estruendo
habían enmudecido.
El mundo se detuvo. Artemisa comenzó a percibir en la superficie un movimiento. Algo así como un hervor en el agua calma. Una efervescencia. Luego empezó a ver cómo salían de entre la espuma las astas puntiagudas de una criatura magnífica. Un enorme toro blanco que surgió como un milagro llegó andando hasta la orilla. Más que alumbrarlo la luna parecía que el animal era parte de su luz. Del cuerpo le escurrían gruesos chorros de agua que retumbaban al tocar la tierra. El toro se quedó inmóvil frente a ella. La sedujo el halo sobrenatural que lo envolvía. Su divina irradiación. Imaginó que ella y ese animal ya habían estado juntos. Que aquello era el regreso al otro después de un dilatado peregrinaje a lo largo de los siglos. El toro soltó un bufido. Comenzó a sacudirse el agua con un brío fabuloso. La vasta constelación de gotas que despidió le cayó a Artemisa como el velo de una novia. Estaba tan cerca de él que percibía el estridente olor de la pelambre húmeda. Su aliento denso. Caliente. Casi humano. Lo mejor hubiera sido dejarlo ahí. Que el toro se perdiera en la niebla para que se desvanecieran la naturaleza y los hechos de su reino. Pero en lugar de eso comenzó a brotar
como
una
flor
maligna
la
desventura.
El toro blanco entró por la única calle trazada que había en Los Abismos, lo demás eran senderos y vericuetos abiertos por la necesidad de atravesar de un lado al otro, por la exigencia de separar los predios y delimitar las propiedades, fuera de eso todo era una maraña de veredas y desaguaderos que desembocaba en la plaza. El toro blanco apareció entre la neblina que subía de la selva y su majestuosidad dejó a todos admirados, a los que estaban tomando el fresco en el portal de sus casas y a los que se asomaban por la ventana o salían llamados por la forma en que el animal iba cimbrando el suelo, inquietados por ese tremor, pues no había otra criatura que produjera con su paso semejante conmoción. Es el toro sagrado, se decían unos a otros, recordando aquel toro fantasmal que según los viejos del pueblo recorría la selva, nadie sabía con qué intención, desde los tiempos de la Conquista, sin darse cuenta, hasta después de un rato, de que detrás venía Artemisa montada en su caballo negro, la dueña de esa bestia que cimbraba el mundo, que hacía salir huyendo a los perros y a las gallinas y dejaba a los vecinos con cara de asombro, incluso hubo uno que se quitó el sombrero, se descubrió la cabeza en señal de respeto, como si en lugar del animal hubiera ido atravesando el pueblo la figura de un santón. Alumbrado por la luna y por la luz que salía de las ventanas, el toro sagrado recorrió la calle metiendo las patas en el barrizal que bajaba de la sierra y, al llegar al final, a la parte más alta del camino, se detuvo, la niebla que emborronaba su figura le daba un garbo espectral, maligno, hubo quien se atrevió a decir.
Esa noche Artemisa no pudo dormir, desde el corral el toro sagrado liberaba una fuerza oscura que la hacía dar vueltas en la cama y alimentar unas ráfagas de sueños que colindaban con el delirio, aparecía ella con el toro en una serie de episodios candorosos, pastoriles, hasta que una imagen contra natura la hizo despertarse repentinamente, sudorosa, acezante, más que un sueño o un delirio parecía una premonición. Se sentó en la cama, bebió un sorbo de agua, el ventilador que colgaba de una viga hacía un remolino que le alborotó el cabello y la devolvió a la realidad, la ayudó a soltar esa figuración tan vívida, casi había percibido su grueso aliento, otra vez la perturbadora emanación que salía del interior del animal. El ventilador revolvía la esencia de la selva que se metía por la ventana, el embarullamiento de los aromas y los ruidos, las cortezas húmedas, pútridas, y el zumbido entrecortado de los insectos, el efluvio nocturno de una flor, la milpa que había empezado a darse en los surcos del ribazo, el rocío caído como un manto sobre la puerca tierra, un remudio, un gañido, un guañir, todos los desplantes del verdor y más allá, en lo alto de la sierra, el trino aventurado del pájaro nocharniego, que bajaba al ras de la montaña metiéndose entre los árboles como una serpiente. A esas horas salió Artemisa de la casa sin importarle que alguno de sus peones la viera en camisón, descalza y con el pelo alborotado, arriesgándose a que en la penumbra sus propios empleados la confundieran con una intrusa, y así entró al establo y se acodó en la tranca para contemplar al toro sagrado con la poca luz que entraba de afuera, apenas la que llegaba del portal de la casa y algo del espectro de la luna, no hacía falta más, Artemisa tenía la impresión, desde que lo había visto salir del lago, de que la pelambre blanca emitía su propia luz. Abrió la puerta para meterse al corral y cerró de vuelta, engarzó la pretina en la jamba, se encerró con él y no sabía siquiera el carácter que tenía, no sabía si era irascible o impulsivo, ni si toleraba la intrusión o hacía extraños o estaba de plano loco y, sin reparar en todo eso que no sabía, llenó una cubeta de agua y cogió un trapo y el cepillo, se sentó en el canto del dornajo y comenzó a lavarle una por una las patas, a limpiarle morosamente las costras de lodo que le había dejado el camino, metía el trapo en el agua para diluir la mugre que acababa de quitarle de las ancas, de los corvejones y de las pezuñas, y luego volvía a pasarlo hasta que dejaba la zona tan blanca como el resto del animal y el toro ni rechistaba, parecía que conocía a Artemisa de toda la vida y esto la animó, la hizo confirmar que era suyo, que de verdad había un vínculo y que esa visión soñada que tanto la había perturbado no era más que eso, un sueño. Después se puso a acicalarlo durante un largo rato y, cuando llegó a la cara y vio cómo la miraba el toro, volvió a sentir el mismo vértigo que la había despertado sudorosa y acezante y así la vio uno de sus peones, mirando al toro como si fuera un ídolo, descalza, desgreñada y vestida con el camisón de dormir.
Cada noche sentía Artemisa el influjo del toro sagrado que le llegaba desde el corral. ¿El influjo?, le preguntaba Wenceslao ya un poco inquieto por la obsesión que su amiga estaba dejando crecer. Hay que parar en seco este disparate, esta extravagancia, le decía. ¿Extravagancia?, protestaba Artemisa, lo dices como si fuera una cosa que me he inventado yo y no es así, está fuera de mi control, es el toro el que me llama, como si me estuviera haciendo una brujería. ¿Brujería?, preguntaba Wenceslao riéndose, carcajeándose estentóreamente para sacudirse la angustia que le producía eso que veía proliferar de una forma descontrolada, le sorprendía el gesto de Artemisa cuando le contaba eso, su actitud y la solemnidad con la que articulaba la palabra brujería, nadie había logrado someterla nunca y ahora parecía que el toro sagrado la tenía controlada. ¿Controlada?, se quejó Artemisa, lo dices como si me estuvieran obligando a hacer algo y no es verdad, lo quiero hacer, me gusta estar con el toro y ya, no hay que darle más vueltas, lo único que me desconcierta es el llamado que llega como una mano invisible, como un viento ligero, más bien como un manto que me envuelve y me hace levantarme de la cama. ¿Que te envuelve?, se mofó Wenceslao, será que te enreda, que te lía, apuntó con una sorna de la que enseguida se arrepintió, quería ayudarla, le preocupaba que se estuviera volviendo loca, pero, sobre todo, no quería que la vieran los peones yendo al establo a esas horas, que le hicieran fotos o un video con el teléfono para engordar el chismorreo que ya corría por Los Abismos, que le inventaran situaciones grotescas con el animal, aberraciones. ¿Aberraciones?, se defendió Artemisa, lo dices como si hiciera algo más que limpiarlo y cepillarlo, no hay nada malo en eso, ¿que no puedo acicalar a mi propio toro?, ¿a quién perjudico?, ¿por qué les importa tanto lo que hago?, ¿no tienen nada mejor que hacer?, deberías defenderme, cabrón, pero lo único que haces es decirme burradas. ¿Burradas?, preguntó extrañado Wenceslao, esto es muy serio, reina, no sé qué tanto haces en ese corral, me asustas. ¿Te asusto?, no seas ridículo, Wendy, como si no te conociera yo las barbaridades que haces en el garito de Orizaba. Y así seguían discutiendo hasta que el tema se diluía, se desviaba adrede hacia otra demarcación, porque de seguir profundizando los dos sabían que iban a acabar enemistándose.
Todos le decían a Wenceslao el maricón, la maricona, el mariconazo y la que se enfadaba era Artemisa, no soportaba que le dijeran esas cosas a su amigo del alma, ¿por qué no te defiendes?, le preguntaba, ¿no te ofenden las barbaridades que te dicen? Wenceslao se reía, se divertía con los corajes que hacía ella, no le molestaba que lo llamaran maricón y además sabía que las majaderías y las obscenidades que le dedicaban eran pura cosmética, solo el envoltorio que le dedicaba el pueblo porque, al parejo de esa fama, Wendy, así le decían cariñosamente sus amigas, inspiraba también respeto en Los Abismos y en los pueblos de la región, era un reconocido inventor, que había salido incluso en el periódico, al que los vecinos recurrían todo el tiempo para que les arreglara un desperfecto o les diseñara un aparato o un sistema para simplificar un proceso industrial, agrícola o doméstico. Además de esos proyectos que le solicitaban continuamente esos mismos majaderos que le gritaban mariconazo, Wenceslao tenía sus propios inventos, su obra personal, como la máquina de volar que nos había dejado a todos con la boca abierta. Artemisa era su protectora, nadie se atrevía a gritarle barbaridades cuando iba por la calle con la señora, que además de financiarle sus inventos se beneficiaba de ellos, tenía en su establo un ingenio mecánico para ordeñar a las vacas, una suerte de pulpo que se agarraba a las ubres y juntaba la leche en un alambique, y también tenía un ocurrente dispensador electrónico con el que medicaba o desparasitaba a los animales, que era un brazo metálico, como de artrópodo, que se desplazaba con dos ruedas de bicicleta entre las patas de las reses y era capaz de operar hasta dentro de los achicaderos, dos artilugios geniales aquellos que le permitían a Artemisa, sobre todo en el caso de la máquina ordeñadora, prescindir de unos cuantos peones, cosa que ella agradecía, ¡cuatro pinches peones menos!, decía exultante, ¡qué maravilla!
Wenceslao vivía entre sus inventos, máquinas y artefactos, maquetas, prototipos, piezas sueltas de variadas dimensiones, desde las manijas de un molino para triturar maíz que le había hecho a la mujer del alcalde hasta las enormes alas de la máquina voladora que lo había consagrado como inventor, aquellos objetos llenaban todas las superficies, las mesas y los rincones o colgaban de las paredes, del techo, del marco de las puertas y de los dinteles, más que colgar parecía que los objetos le estaban lloviendo encima cuando trabajaba encorvado sobre la mesa larga que ocupaba buena parte del espacio, ahí se afanaba en un hueco que abría entre los lápices, las reglas, las espátulas, las pinturas y los barnices y los alteros de planos, de dibujos y de bocetos que había hecho para perfilar algún invento y que luego se quedaban ahí, eran parte de la memoria material que iba creciendo con cada ocurrencia que dibujaba, y en el último rincón del taller, acosada por aquel abigarramiento y dueña de una desconcertante extranjería, estaba su camita monacal, en la que se echaba a dormir cada vez que le ganaba el sueño, aunque había veces, cuando le daba por beber, que era incapaz de llegar a su taller y se quedaba en casa de Artemisa. Con frecuencia se sentaban los dos a matar la tarde en la mesa de la cocina y hablaban copiosamente de sus cosas mientras bebían y escuchaban inmundos casets en el aparato de Rosamunda, la criada. Saca otra botella, suplicaba Wenceslao en cuanto llegaba la hora de irse, no seas mala, reina, le decía, si no sacas otra tendré que ir a exponerme a quién sabe qué andurriales y a beber quién sabe con qué peligrosos matarifes, puedo salir apuñalado, o terriblemente golpeado, y yo creo, amiga mía, que lo menos peligroso sería sacar otra botellita, así se ponía a chantajear, siempre sin éxito y siempre lastimeramente acababa yéndose cabizbajo rumbo a su inevitable andurrial, se dejaba engullir quejoso y plañidero por la noche oscura de Los Abismos.
Era cierto que Artemisa, por más que reclamaba el derecho de acicalar al toro sagrado, no era capaz de explicarle a Wenceslao, de manera convincente, el influjo que le llegaba cada noche desde el corral, eso que ella misma llamaba brujería, pero tampoco era que tuviera necesidad de explicar nada, era una mujer rica y caprichosa que había hecho siempre su voluntad, era la mujer más hermosa de la sierra y de la selva y, más allá del toro, que era el nuevo episodio de su vida siempre expuesta, el pueblo no había hecho más que fisgonearla y adorarla sin respiro desde que era una niña, el cuchicheo de los abismeños la había perseguido toda la vida como un enjambre zumbón y si no hablaban de ella a causa de la escena en el corral, lo habrían hecho por otro motivo y, en cualquier caso, a Artemisa no le daba la gana de resistirse al influjo que según ella le lanzaba el animal, algo la despertaba, o eso quería ella pensar, se incorporaba y sin ninguna clase de cavilación salía de la casa con sigilo, descalza y vestida solo con el camisón de dormir, una prenda blanca y vaporosa que la emparentaba con las almas perdidas, con los espíritus que a esas horas cruzaban la oscuridad, eso habrían pensado al principio sus trabajadores, que era una aparición, un nagual, porque no podían concebir que la señora Athanasiadis saliera así de su casa. Las primeras noches frotaba el trapo húmedo largamente por los costados, por las patas, el cuello y los belfos y luego seguía con el cepillo, el toro se dejaba mimar con una inverosímil mansedumbre, una increíble docilidad que contrastaba con las quejas del mozo del corral, que lo veía como un animal violento y traicionero que en cualquier momento, le decía a Artemisa, cuando trajinaba distraído con el tambo del forraje y con los dornajos, podía meterle una cornada, atravesarlo con el asta y clavarlo contra los tochos del corral y quizá ya desde entonces ese mozo, que era muy dado a la santería, veía en el toro sagrado esa fuerza maligna que al final, efectivamente, iba a arramblar con todo. Es bien agresivo el animal, decía el mozo, lo más sensato sería atarlo al bramadero, hay días en que tengo que acercarle el forraje con el gorguz para evitar arrimarme, y la forma en que me mira desde esa altura, con esa altanería y esas ganas de clavarme en la pared con uno de sus cuernos, nunca había visto un animal así, señora Athanasiadis, verdad de Dios. Ella lo miraba con desprecio en lo que lo ponía pinto, lo que pasa es que no sabes tratarlo, arrímate, no seas miedoso, no va a hacerte nada, ingéniatelas, avíspate papacito, y que no me entere de que al toro le falta algo porque entonces voy a ser yo la que te va a clavar el cuerno.
Una tarde, Artemisa le contó a Wenceslao de las miradas del toro, de que solo le faltaba hablar y que sentía, no sabía cómo pero así era, que el animal la esperaba cada noche y le agradecía los mimos y el tiempo que pasaba con él, ya se había animado a poner una escalera para frotarle también el lomo, el morrillo y las orejas, la enorme frente, en la que hubiera podido sentarse para limpiarle las astas, a corregirle con una lima las despostilladuras que tenía en las puntas de tanto cornear quién sabe a qué otras bestias, quién sabe a qué otros objetos para liberarse de la ira, o a qué mozos de otros corrales que habría atravesado y clavado contra la pared, si es que habían existido, pensaba, porque todo lo que sabía era que el toro sagrado había salido de la laguna, quizá nunca había estado en ningún corral, quién sabía nada de ese animal enigmático que se dejaba hacer cualquier cosa por Artemisa, mientras el mozo no podía ni acercarle el dornajo sin sentir el pálpito de que estaba por pegarle la cornada traicionera, ¿qué te va a hacer ese toro que es más manso que las vacas?, preguntaba Artemisa mofándose del miedo del mozo y es probable que él ya sospechara algo, o algo supiera, es probable que intuyera lo que ahí pasaba y que se hiciera el desentendido para no disgustar a su patrona, como también es probable que algo hubiera visto en la mañana, la escalera dejada ahí por descuido, el trapo tirado o el cepillo, o el vaso de whisky que algunas noches le daba por llevar, el rastro en suma de ese idilio que crecía, que arreciaba quizá sería mejor decir. ¿Idilio?, ¿estás loco?, le increpó Artemisa a Wenceslao cuando le sugirió que a veces no sabía si le estaba hablando de un animal o de su enamorado. ¿Enamorado?, se quejó Artemisa, ¡qué tontería!, sírvete más whisky, anda, a ver si te ilumina o te termina de apendejar.
Abrió los ojos a mitad de la noche y se encontró con el toro sagrado, que miraba fijamente el cuerpo dormido de Artemisa, respiraba ruidosamente encima de ella coronado por un nimbo tibio y hediondo que saturaba la habitación, un nimbo de estiércol, de mantillo, de orina reseca y reconcentrada, un asco el nimbo que crecía dentro del cuarto como una inundación. Wenceslao estaba ahí, en la cama que había sido de Jesuso, el marido de Artemisa, como ocurría cada vez que se le pasaban los tragos y no quería hacer el esfuerzo de regresar dando tumbos a su taller, ni de seguir la parranda en esos foscos andurriales donde bien podían apuñalarlo, el susto le había diluido la borrachera y pensó que lo mejor era no moverse, sabía del miedo que esa bestia provocaba a los peones y a los mozos del establo y de las supersticiones que el pueblo le había ido endilgando, por algo sería, por algo la gente lo percibía como el mismísimo Satán. Entraba por la ventana una luz desfallecida que perfilaba su figura, no entendía cómo un animal de esas dimensiones cabía dentro de la habitación, ni de qué forma había entrado por la puerta, ni qué habría hecho para saltarse las trancas del corral y, en todo caso, su presencia entre esas cuatro paredes avivaba la superstición y dejaba sin argumentos a los que, como él, se negaban a verlo como una criatura emparentada con las tinieblas y la magia negra. El toro se acercó más a Artemisa, cada vez que se movía, las pezuñas retumbaban contra el mosaico, empezó a olisquear su cuerpo dormido, resoplaba ansioso a lo largo de la cama y removía con sus cabezadas el nimbo mordiente de fiemo y de boñiga, le olfateaba viciosamente las piernas, las manos, el pelo, que a la luz de la ventana relucía como una tormenta dorada, no entendía Wenceslao cómo su amiga podía seguir durmiendo con ese obsceno resoplar encima de ella, y con el aliento ardiente que le salía del hocico, porque del pelo el toro pasó a olfatearle la cara, la oreja, el cuello, la boca, y cuando Wenceslao empezó a alarmarse y a pensar que había que regresar a esa bestia al corral antes de que la lastimara, el toro se irguió y le dedicó desde su altura descomunal una mirada espeluznante, colérica, que lo hizo gritar y en el acto despertarse con el sonido de su propio grito y con una taquicardia galopante, bañado de sudor, no en la cama del difunto marido como estaba soñando sino en la camita que tenía en el rincón de su taller. ¿Por qué había soñado eso?, el delirium, quizá, la penitencia de tanto alcohol, la fractura entre la borrachera y la resaca por donde a veces se cuelan las tinieblas, pensó, y el caso es que ya no pudo volverse a dormir, hizo un café que bautizó con un chorro de guarapo y se sentó a su mesa de trabajo a limar los dientes del engrane que necesitaba para completar el circuito de un motor y en lo que limaba iba rumiando la pesadilla, la desfachatez del toro sagrado y la impudicia de Artemisa que, hasta entonces se daba cuenta, se hacía la dormida para que la siguiera olisqueando el animal, ¿le gustaba eso a su amiga?, se preguntaba mientras se batía encarnizadamente contra las rebabas metálicas y, en medio de ese encarnizamiento, recordó que hacía unos días Artemisa había argumentado, con un significativo ardor, que el toro sagrado tenía que estar en su corral porque si no andaría desbalagado por la selva, a merced de los tigrillos, de los coyotes, de los otobús, le había dicho, o ya se lo hubieran quedado los popolocas, los zoques, los mazatecos o los totonakú, o se lo habrían apropiado para maltratarlo, desollarlo o descuartizarlo en un alocado ritual los zetas, la guerrilla, el cartel de las Nuevas Generaciones de Veracruz o, incluso, los hijos del volcán, todo aquello había argumentado Artemisa para zanjar las dudas y las suspicacias y quedarse con el toro, recordaba Wenceslao mientras limaba la pieza de metal con el vigor que empezaba a insuflarle el guarapo, y en esa misma oleada alcohólica, que también llevaba su carga de lucidez, decidió que lo mejor era no contarle a Artemisa su pesadilla, no tenía caso, se lo iba a tomar a mal, el toro era intocable y ella se enfadaba cada vez que él hacía alguna observación, ya no digamos una crítica pero unas horas después, en otra de esas largas tardes de whisky, chismorreos y viejos casets en la cocina, Artemisa le contó, desafiante y con un desquiciado meollo de ilusión brillándole en los ojos, que la noche anterior había soñado que el toro sagrado se metía en su habitación, conservaba todavía la sensación vívida y tórrida del aliento del animal sobre su piel, dijo mientras Wenceslao la miraba en silencio, asombrado, aturdido.
Simbad Oropeza, un beisbolista nativo de Los Abismos que había triunfado la temporada anterior con los Cafeteros de Córdoba, a pesar de su celebridad, o más bien por esto mismo, tuvo que esperar casi tres horas en una dura silla de la casa de Chelo Acosta a que Artemisa tuviera a bien leerle las cartas del tarot. Probablemente Simbad era el único que de verdad estaba ahí por la lectura de las cartas, el resto lo que quería era contemplarla, mirarla de cerca y gozar de ese privilegio que en otras circunstancias era impensable, todo el mundo ansiaba su momento a solas con Artemisa, la admiraban, la veneraban, la deseaban, querían parecerse a ella, o casarse y tener hijos con ella y hasta ser sus hijos o sus hijas, era la novia, la madre, la diosa, parecía que de un parto suyo había nacido el pueblo entero, bastaba que caminara por la calle o que recorriera un sendero montada en su caballo para que el entorno se encendiera como si acabara de salir el sol. La actitud de Simbad, que acudía a ella sin más intención que beneficiarse del servicio por el que iba a pagar, no le gustó nada a Artemisa, el beisbolista era el elemento discordante dentro de su universo, desafinaba, despedía incluso ondas negativas, ¿quién es ese?, ¿por qué viene con esa actitud?, murmuró cerca del oído de Chelo Acosta, dándose cuenta ella misma de que la raíz de su molestia era que ese hombre no estaba ahí para rendirse ante su belleza, sino para comprar un servicio, ¿quién es?, volvió a preguntar. Es un buen cliente, un beisbolista muy famoso, no sé qué le ves de malo, reina, está ahí sentado muy tranquilito sin hacer nada, dijo Chelo, agradece que no se ha encabronado por todo lo que lo estás haciendo esperar. No estaba habituada Artemisa a esas displicencias, desde niña había vivido subida en un pedestal y su belleza le abría todas las puertas y también su pátina europea porque era la hija del griego, no soportaba que la quisieran solamente por su aspecto, pero a los que eran inmunes a su belleza los soportaba menos todavía, Artemisa iba siempre con el cuerpo por delante, cuando necesitaba hacer un trámite en la alcaldía o en la gubernatura del estado, o en las transacciones con las vacas o la leche, o cuando compraba unas hectáreas de tierra o necesitaba entubar un ramal del río para regar su propiedad, o en las ocasiones en las que tenía que negociar con un líder campesino, con un agiotista, con un político federal o con un militar o un policía, su cuerpo le abría el paso, no hacía antesalas, no esperaba, nada se le negaba nunca, vivía en una realidad que tenía otras reglas y otros ritmos, todos los caminos se abrían para ese cuerpo en cualquier sitio porque Artemisa gozaba de la sumisión nacional de los hombres frente a las rubias que calientan con sus rayos la nopalera, el cañaveral, la orilla de los ríos, las montañas y los edificios, las rubias que truenan los dedos para que les traigan una copa, el suéter y el sombrero y para que deje de llover y para que se abra un pasadizo seco entre las aguas del mar, las rubias que truenan los dedos y le dan las llaves a ese hombre altanero para que vaya y les llene de gasolina el tanque del coche, las rubias que en México todo lo pueden porque han tenido la fortuna de nacer en este país que las adora, que todo se los permite y que en otro país no serían más que rubias mientras que aquí son las güeras, las diosas, el centro del universo, las rubias como Artemisa, que en ese momento no soportaba la displicencia y la distracción del famoso beisbolista, que estaba medio recostado en la silla como si no estuviera a punto de comparecer ante la mujer más bella que vería en su vida. Qué mamón se ve, murmuró molesta, qué creído, como si tuviera mucho chiste pegarle con un palo a una pelotita que te avienta otro señor, se quejaba y hacía esperar adrede a la celebridad deportiva de la región, primero pasó el ingeniero Fournier, más que nada porque llevaba un rato caminando de un lado a otro del