El hilo azul

Anne Tyler

Fragmento

cap-2

1

Una noche de julio de 1994 Red y Abby Whitshank recibieron una llamada telefónica de su hijo Denny mientras se preparaban para acostarse. Abby estaba junto al tocador, quitándose las horquillas una por una del despeinado moño alto de color arena. Red, un hombre moreno y demacrado, con el pantalón del pijama a rayas y una camiseta blanca, acababa de sentarse en el borde de la cama para quitarse los calcetines. Por eso, cuando sonó el teléfono de la mesita de noche que tenía al lado fue él quien contestó.

—Sí, ¿dígame? —Y después—: Ah, hola. ¿Qué tal?

Abby se volvió y dejó de mirarse al espejo, con las manos levantadas a la altura de la cabeza.

—Qué pasa —dijo, sin entonar una pregunta.

—¿Ah, sí? —preguntó Red—. ¡Joder! ¡Y qué más, Denny!

Abby bajó los brazos.

—¿Sí? —preguntó Red—. Espera. ¿Sí? ¿Hola?

Se mantuvo en silencio unos segundos y después colgó el auricular.

—¿Qué? —le preguntó Abby.

—Dice que es gay.

—¡¿Qué?!

—Me ha dicho que tenía que contarme una cosa: es gay.

—¡Y le has colgado!

—No, Abby. Él me ha colgado a mí. Lo único que le he dicho es «¡Y qué más!», y me ha colgado. Clic. Así de sencillo.

—Pero Red, ¿cómo has podido? —le preguntó suplicante Abby.

Se dio la vuelta y alargó la mano para coger la bata, una prenda de felpilla de color indeterminado que en el pasado había sido rosada. Se arropó y ató el cinturón con un nudo fuerte.

—¿Qué mosca te ha picado? ¿Por qué le has contestado eso? —le preguntó.

—¡No lo he dicho con mala intención! Alguien te suelta algo inesperado y es normal decirle «y qué más», ¿no?

Abby agarró un mechón de pelo que le caía sobre la frente.

—Lo único que quería decirle era: «¿Y qué será lo próximo que hagas, Denny? ¿Qué chorrada se te ocurrirá para preocuparnos?» —se justificó Red—. Y él sabía que me refería a eso. Créeme, lo sabía. Pero ahora puede decir que es todo culpa mía, porque soy un estrecho de mente o un carca o como quiera llamarlo. Se ha alegrado de que le dijera eso. Lo he notado por lo rápido que ha colgado; era como si esperase desde el principio que yo dijese lo que no correspondía.

—Muy bien —le interrumpió Abby, y muy práctica le preguntó—: ¿Desde dónde llamaba?

—¿Cómo voy a saber desde dónde llamaba? No tiene una dirección fija, no ha dado señales de vida en todo el verano, ya ha cambiado de trabajo dos veces que nosotros sepamos, y probablemente otras tantas que no sepamos… Un crío de diecinueve años ¡y no tenemos ni idea de en qué parte del planeta está! Habría que empezar a plantearse qué falla.

—¿Sonaba como si llamase desde el extranjero? ¿Has oído algún ruido de fondo? Piensa. ¿O crees que podría estar aquí mismo, en Baltimore?

—No lo sé, Abby.

Ella se sentó a su lado. El colchón se inclinó hacia donde se había sentado; era una mujer ancha y robusta.

—Tenemos que encontrarlo —dijo Abby. Y añadió—: Deberíamos tener eso, cómo se lla…, un identificador de llamadas. —Se inclinó hacia delante y desafió al teléfono con la mirada—. ¡Por Dios, quiero un identificador de llamadas ahora mismo!

—¿Para qué? ¿Para devolverle la llamada y que se limitase a dejar sonar el teléfono?

—No me haría eso. Sabría que era yo. Contestaría si supiera que era yo.

Abby se levantó de la cama de un salto y empezó a deambular por la alfombra persa alargada, tan desgastada que estaba casi blanca en la parte central, de tantas veces como la había recorrido arriba y abajo. Era un dormitorio llamativo, espacioso y bien diseñado, aunque tenía ese aire cómodo pero algo descuidado que adquieren los lugares cuando sus inquilinos llevan mucho tiempo sin fijarse en los detalles.

—¿Qué voz tenía? —le preguntó a su marido—. ¿Estaba nervioso? ¿Estaba triste?

—Estaba bien.

—Eso lo dices tú. ¿Crees que había bebido?

—No sabría decírtelo.

—¿Estaba con más gente?

—No sabría decírtelo, Abby.

—O quizá… ¿estaba con otra persona?

La miró con severidad.

—¿No pensarás que hablaba en serio? —le preguntó Red.

—¡Pues claro que hablaba en serio! ¿Por qué iba a decirlo si no?

—Denny no es gay, Abby.

—¿Cómo lo sabes?

—Pues porque no lo es. Escúchame bien. Un día te sentirás ridícula y pensarás: «Ostras, me pasé de la raya».

—Bueno, claro, eso es lo que te gustaría creer.

—¿La intuición femenina no te dice nada o qué? ¡Estamos hablando de un crío que dejó embarazada a una chica antes de acabar el instituto!

—¿Y? Eso no significa nada. A lo mejor era un síntoma.

—¿Cómo dices?

—Nunca se puede saber a ciencia cierta cómo es la sexualidad de otra persona.

—No, gracias a Dios —contestó Red.

Se inclinó hacia delante y, soltando un gruñido, alargó el brazo por debajo de la cama para coger las zapatillas. Mientras tanto, Abby dejó de deambular y volvió a mirar fijamente el teléfono. Apoyó la mano en el auricular. Dudó un momento. Luego agarró el auricular y se lo puso en la oreja medio segundo antes de volver a colgarlo con un golpe seco.

—Lo que pasa con el identificador de llamadas —dijo Red, casi como si hablara consigo mismo— es que me parece una trampa. Cuando contestas al teléfono, tienes que estar preparado para arriesgarte a no saber quién llama. Esa es la idea general que hay detrás de los teléfonos; por lo menos en mi opinión.

Se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. Abby habló a su espalda.

—¡Eso explicaría muchas cosas! ¿No crees? Si ahora resultara que es gay.

A esas alturas Red estaba a punto de cerrar la puerta del cuarto de baño, pero asomó la cabeza una vez más para mirarla a los ojos. Las finas cejas negras del hombre, que normalmente estaban rectas como reglas, se fruncieron hasta quedar casi juntas.

—Algunas veces lamento y detesto el día en que me casé con una asistenta social.

A continuación cerró de un portazo.

Cuando volvió al dormitorio, Abby estaba sentada en la cama con la espalda muy recta y los brazos cruzados sobre la pechera de encaje de camisón.

—No irás a echar la culpa de los problemas de Denny a mi profesión, ¿verdad? —le preguntó.

—Solo digo que a veces la gente puede ser demasiado comprensiva. No sé, demasiado empática y comprensiva. Lo de intentar meterse en la mente de un crío…

—Es imposible ser «demasiado comprensiva», eso no existe.

—Bueno, esa es la opinión de una asistenta social.

Abby soltó un bufido de exasperación y después miró una vez más el teléfono. El aparato estaba en el lado de la cama en el que dormía Red. Este levantó la colcha y se acostó, con lo que Abby dejó de ver el teléfono. Luego Red alargó el brazo y apagó de un manotazo la lamparita de la mesilla de noche. La habitación quedó a oscuras, a excepción del débil resplandor que entraba por las dos ventanas altas y diáfanas que daban al jardín delantero.

Red estaba tumbado, pero Abby seguía sentada en la cama.

—¿Crees

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