Prólogo
Dejar de ver
Todo se ensombreció. Fue como un traje de luto. Y luego, aquí y allá, unos destellos, como las manchas que produce el sol cuando los ojos lo miran en vano desde detrás de los párpados cerrados, apretados igual que un puño que resiste el dolor o la emoción.
Por supuesto, Mona no lo describió así en absoluto. En el lenguaje de una niña de diez años, fresca e inquieta, la angustia se expresa de forma directa, sin florituras ni lirismo.
—¡Mamá, está todo negro! —dijo con voz ahogada.
¿Una queja? Sí, pero no solo eso. Sin querer, también dejó escapar un tono avergonzado que su madre, cada vez que lo notaba, tomaba muy en serio. Porque, si había algo que Mona nunca fingía, eso era la vergüenza. Apenas se filtraba en una palabra, una actitud, una entonación, la suerte estaba echada: había penetrado una verdad desagradable.
—¡Mamá, está todo negro!
Mona estaba ciega.
El efecto parecía desprovisto de causa. No había ocurrido nada en particular; la niña hacía sus deberes de matemáticas tranquilamente, con el bolígrafo en la mano derecha y el cuaderno sujeto por la palma de la mano izquierda, en la esquina de la mesa donde su madre introducía ajos en los cortes de un buen asado. Cuando fue a quitarse con delicadeza el colgante del cuello, que le molestaba porque pendía sobre la hoja de ejercicios —y había adquirido la mala costumbre de encorvarse para escribir—, sintió que una pesada sombra caía sobre sus ojos, como si recibieran un castigo por ser tan azules, tan grandes, tan puros. Pero la sombra no venía de fuera, como suele ocurrir cuando cae la noche o se atenúa la intensidad de las luces del teatro; la sombra se apoderó de su vista desde dentro de su propio cuerpo. Un manto opaco se había colado en su interior, aislándola de los polígonos trazados en el cuaderno escolar, de la mesa de madera oscura, del asado colocado un poco más allá, de su madre con el delantal blanco, de la cocina alicatada, de su padre sentado en la otra habitación, del piso de Montreuil, del cielo gris de otoño que dominaba las calles, del mundo entero. Presa de algún sortilegio, la niña se había sumido en las tinieblas.
Preocupada, la madre de Mona telefoneó al médico de cabecera. Describió de forma vaga las pupilas veladas de su hija y precisó, porque así se lo pidió el facultativo, que no parecía sufrir ninguna alteración del habla ni parálisis.
—Podría ser un AIT —dijo el médico, sin querer dar más explicaciones.
Luego prescribió grandes dosis de aspirina y, sobre todo, que llevaran rápidamente a Mona al hospital del Hôtel-Dieu, donde llamaría a un colega para que la atendieran de inmediato. No pensó en él por casualidad: era un pediatra fantástico, con fama de ser muy buen oftalmólogo y, por añadidura, un hipnoterapeuta de talento.
—En principio —concluyó—, la ceguera no debería superar los diez minutos. —Y colgó. Había pasado un cuarto de hora desde la primera señal de alarma.
En el coche, la niña lloraba y se machacaba las sienes. Su madre la sujetaba por los codos, pero en el fondo a ella también le habría gustado estrujar esa cabecita redonda y frágil, aporrearla como a una máquina estropeada con la vana esperanza de volver a ponerla en marcha. El padre, al volante de su viejo y destartalado Volkswagen, solo quería que el mal que afligía a su pequeña lo atacase a él. Y estaba enfadado, convencido de que había ocurrido algo en la cocina y se lo estaban ocultando. Consideraba todas las posibilidades, desde un chorro de vapor hasta una mala caída. Pero no, Mona lo repetía una y otra vez:
—¡Ha sido de repente!
Y su padre no podía creerlo.
—¡Uno no se queda ciego así, por las buenas!
Pues sí, también podía quedarse uno ciego «por las buenas», qué mejor prueba. Y ese uno era Mona, una niña de diez años que lloraba a lágrima viva y que tal vez esperaba que las lágrimas le lavaran el hollín pegado a sus pupilas ese domingo de octubre, mientras caía la noche.
En cuanto llegaron a las puertas del hospital, junto a Notre-Dame, en la Île de la Cité, dejó de sollozar bruscamente y se quedó inmóvil.
—¡Mamá, papá, ya vuelve!
Parada en la calle, donde soplaba un viento frío, balanceó el cuello de un lado a otro para recuperar poco a poco la visión. Como una persiana que se sube, el velo que le cubría los ojos se levantó. Reaparecieron las líneas, seguidas de las aristas de los rostros, el relieve de los objetos cercanos, la textura de las paredes y todos los matices de los colores, de los más vivos a los más apagados. La niña redescubrió la silueta menuda de su madre, con su largo cuello de cisne y sus frágiles brazos, y la figura más maciza de su padre. Finalmente, avistó a lo lejos el vuelo de una paloma gris que la llenó de alegría. La ceguera se había apoderado de Mona y luego la había liberado. La había atravesado, como una bala atraviesa la piel y sale por el otro lado del cuerpo, haciendo daño, por supuesto, pero dejando que el organismo cicatrice. Un milagro, pensó su padre, que contó escrupulosamente el tiempo que había durado el ataque: sesenta y tres minutos.
En el servicio de oftalmología del Hôtel-Dieu, no podían dejar marchar a la niña antes de hacerle una serie de pruebas, establecer un diagnóstico y prescribirle lo necesario. Sin duda, la angustia había quedado postergada, pero sin disiparse del todo. Un enfermero les mostró la sala de la primera planta del edificio donde pasaba consulta el pediatra a quien la había derivado el médico de cabecera. El doctor Van Orst era mestizo y prematuramente calvo. Su gran bata blanca, radiante, contrastaba con el verdor enfermizo de las paredes. Su enorme sonrisa, que dibujaba en su rostro pequeñas arrugas joviales, le daba un aire simpático; sin embargo, era depositario de todos los dramas posibles. Se acercó a Mona.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó con una voz enronquecida por el tabaco.
Mona tenía diez años. Era la única hija de unos padres que se amaban. Camille, su madre, rozaba los cuarenta. Era más bien bajita, llevaba el pelo corto y alborotado, y tenía una voz con cierta reminiscencia arrabalera. Su encanto radicaba en que, como decía su marido, estaba «un poco trastornada» pero poseía una inmensa determinación: en ella, la anarquía iba siempre revestida de autoridad. Trabajaba en una agencia de colocación, y era una buena empleada, comprometida y responsable. Por las mañanas, al menos. Por las tardes era otra cosa. Se agotaba colaborando como voluntaria. Todas las causas le parecían buenas, ya fueran ancianos solitarios o animales maltratados. En cuanto a Paul, tenía cincuenta y siete años ya cumplidos. Camille era su segunda esposa. La primera se había largado con su mejor amigo. Llevaba corbata para disimular el cuello desgastado de sus camisas y bregaba como modesto anticuario, especialmente fascinado por la cultura americana de los años cincuenta: gramolas, máquinas de pinball, pósters... Y, como todo había empezado en su adolescencia con una colección de llaveros en forma de corazón, tenía un surtido impresionante, que no quería vender y que, en cualquier caso, no habría interesado a nadie. Con el desarrollo de internet, su tienda, perdida en Montreuil, había estado a punto de cerrar. Así que se puso manos a la obra y sacó partido de sus conocimientos, con una página web que actualizaba constantemente y traducía al inglés. Aunque su don para los negocios era casi nulo, contaba con una clientela de coleccionistas atentos que lo salvaban regularmente de la ruina. El verano anterior había reparado un pinball Gottlieb Wishing Well de 1955 y se había sacado la friolera de diez mil euros. Una transacción revitalizante, tras meses de penuria... Y luego, de nuevo, nada. Había crisis, decían. Paul se tomaba una botella de vino diaria en la tienda y luego la encajaba, como un trofeo, en uno de esos botelleros en forma de erizo a los que debe Marcel Duchamp su posteridad. Levantaba la copa solo, sin encontrar el modo de culpar a alguien. En su cabeza, brindaba por Mona. A su salud.
Mientras un enfermero conducía a la niña por el laberinto del hospital para hacerle diversas pruebas, el doctor Van Orst, instalado en un enorme sillón, dio a Paul y Camille un primer diagnóstico.
—AIT, accidente isquémico transitorio.
Eso significaba que los órganos habían dejado de recibir sangre momentáneamente y que ahora había que identificar el motivo de la disfunción. Pero el médico añadió que el caso de Mona lo tenía desorientado: por un lado, la crisis, nada frecuente en una niña de su edad, le parecía demasiado violenta, ya que había afectado a los dos ojos y durado más de una hora; por otro, no había alterado en absoluto su capacidad de movimiento y habla. Sin duda, la resonancia magnética daría más información. Había que prepararse para lo peor.
Mona tuvo que tumbarse en la camilla de una máquina horrible y quedarse ahí, obediente, sin moverse. Le pidieron que se quitara el colgante. Se negó. Era una fina cadena de hilo de pescar de la que pendía una concha diminuta que había pertenecido a su abuela y le traía buena suerte. Siempre la llevaba puesta, y su adorado Dadé tenía otra idéntica. Ambos amuletos los mantenían conectados, y no quería sentirse lejos de su abuelo. Como el colgante no contenía metal, se lo dejaron. Luego, su cabeza, su bonita cara salpicada de pequitas rosas, rodeada por una media melena color castaño con reflejos caoba y dotada de una preciosa boca redonda, se vio encerrada en una caja monstruosa en la que resonaba un ruido de fábrica. Durante los quince minutos que duró la tortura, Mona se entretuvo cantando canciones para resistir, para inyectar un poco de buen humor y vida al ataúd. Se canturreó a sí misma una nana bastante ñoña que su madre solía tararearle cuando la arropaba; continuó con una canción pop, una melodía que sonaba una y otra vez en los supermercados y cuyo videoclip estaba lleno de jovencitos engominados que le gustaban; entonó música publicitaria obsesiva; berreó incluso «Un ratón verde», recordando el día en que voceaba la letra adrede para exasperar a su padre, en vano.
Los resultados de la resonancia magnética no tardaron en llegar. El doctor Van Orst llamó a Camille y a Paul, y enseguida los tranquilizó. La niña no tenía nada. Nada en absoluto. En las imágenes transversales, la anatomía del cerebro solo mostraba zonas homogéneas. Por ese lado, ningún tumor. Se realizaron un sinfín de pruebas más. Durante toda la noche: desde el fondo de las pupilas hasta el oído interno, pasando por la sangre, los huesos, los músculos y las arterias. Tampoco nada. La calma después de la tormenta. Si es que de verdad había existido esa tormenta.
La esfera de un reloj perdido en uno de los pasillos del hospital marcaba las cinco de la madrugada. A Camille le vino a la mente la imagen de una canción infantil: era como si un ser maligno le hubiera robado los ojos a Mona antes de devolvérselos, le dijo a su marido, agotada. Como si se hubiera equivocado de víctima, añadió Paul. O como si hubiera enviado una señal, una advertencia, y estuviera listo para volver a atacar, pensaron ambos en silencio.
El timbre sonó en el patio de la escuela. El tropel de niños, guiado por la señora Hadji, se dirigió al segundo piso. La profesora advirtió a sus alumnos que no verían a Mona, su compañera de clase, hasta la vuelta de las vacaciones de Todos los Santos. Camille se había encargado de avisarla, explicándole por teléfono los detalles de la noche infernal, sin atenuar la gravedad de los hechos. Naturalmente, los niños hicieron preguntas. ¿Le habían permitido irse de vacaciones una semana antes que a los demás?
—Está un poco enferma —respondió cortante la profesora, no del todo satisfecha con la frase.
—¡Un poco enferma! ¡Qué suerte! —exclamó Diego, en la tercera fila, ganándose con su voz aguda la aprobación de toda la clase, que rugía a sus espaldas.
Porque para la mayoría de los niños la palabra «enfermedad» es sinónimo de libertad...
En el fondo del aula, justo al lado de las cortinas empolvadas de tiza, Lili y Jade, las dos mejores amigas de Mona, que conocían cada rincón de su habitación, babeaban aún más. ¡Cómo les habría gustado estar con ella!
—¿Un poco enferma? Sí, claro —decía Lili—, pero seguro que se va a pasar los días en la tienda de su padre.
Y Jade, mirando el hueco que Mona había dejado vacante, se imaginaba haciéndole compañía, inventando toda clase de juegos e historias, en aquel modesto local repleto de objetos antiguos con olor a América, aquella montaña de cachivaches brillantes, divertidos y misteriosos que hacían soñar a los niños. Pero Lili protestó:
—No, no, cuando está enferma va a cuidarla su abuelo Dadé, y él me da miedo.
Jade se rio burlonamente para demostrar que nada la asustaba, y menos aún el abuelo de Mona. Y, sin embargo, en el fondo, tenía que reconocer que delante de aquel anciano enorme y flaco, con su cicatriz en la cara, que hablaba con voz grave y metálica, ella tampoco las tenía todas consigo...
—Hola, papá, soy yo.
Era mediodía cuando Camille, con los miembros entumecidos, decidió telefonear a su padre. Henry Vuillemin se negaba a utilizar el móvil y respondía siempre a las llamadas desde su teléfono fijo con un «sí» seco y categórico que dejaba poco margen al entusiasmo. Su hija odiaba ese ritual y seguía echando de menos el momento en que su madre, aún viva, descolgaba el auricular.
—Escucha, papá —dijo desgranando las sílabas—: Anoche ocurrió algo terrible.
Y se lo contó todo, paso a paso, haciendo un esfuerzo por controlar su emoción.
—¿Y bien? —preguntó Henry con un dejo de impaciencia.
Pero Camille había contenido tanto las lágrimas durante su relato que un sollozo gigantesco se apoderó de su cuerpo y la ahogó: fue incapaz de contestar.
—Dime, cariño —insistió su padre.
Ese inesperado «cariño» le procuró una dosis de oxígeno. Volvió a respirar y soltó:
—¡Nada! De momento nada. Todo está bien, creo.
Henry dejó escapar un largo suspiro de alivio, echó el cuello hacia atrás, ladeó la cabeza y clavó la vista en los alegres motivos de frutas orondas, follaje y flores de las molduras del techo.
—Déjame hablar con ella —dijo.
Pero Mona, acurrucada en una butaca del salón bajo una mantita roja, dormitaba.
El poeta Ovidio describió la fase en que la conciencia se duerme como la entrada a una inmensa caverna que alberga, lánguido e indolente, al dios Sueño. Imaginó una cavidad inaccesible para Febo, señor del Sol. Mona había aprendido de su abuelo que no existía, a escala humana, un viaje más regular que el que recorre esas regiones misteriosas y cambiantes... Por eso era importante no descuidar las tierras por las que transitamos sin cesar a lo largo de la vida.
Durante los días siguientes, el doctor Van Orst le realizó nuevas pruebas a Mona en el hospital del Hôtel-Dieu. No revelaron ninguna anomalía en particular. La causa de esos sesenta y tres minutos de ceguera se le escapaba obstinadamente, tanto que ya no se atrevía a seguir llamando a la crisis «accidente isquémico transitorio», pues eso implicaba una insuficiencia vascular de la que no estaba del todo seguro. A falta de un diagnóstico claro, sugirió a Mona y a sus padres que recurrieran a la hipnosis. Paul se quedó estupefacto. En cuanto a la niña, no sabía muy bien qué significaba aquello. Asociaba el término al «juego del pañuelo», un juego de asfixia del que había oído hablar vagamente en el colegio, y la idea la asustaba terriblemente. Para corregir esa falsa percepción, Van Orst les explicó que no se trataba de asfixiar a Mona con un pañuelo, sino de someterla a un estado de hipnosis para ponerla temporalmente bajo su influencia. Ese experimento le permitiría retroceder en el tiempo y conducirla al instante en que había perdido la vista, para hacérselo revivir y, potencialmente, identificar la causa. Paul protestó. Ni hablar, era peligroso. Van Orst no insistió: un niño, para ser hipnotizado de manera eficaz, tenía que dejarse llevar con total confianza. Ahora, entre los prejuicios de Mona y la airada sobreactuación de su padre, el terreno estaba minado. Camille no había dicho nada.
Van Orst recomendó, pues, un tratamiento estándar para la joven paciente: análisis de sangre semanales, visitas al oftalmólogo y una convalecencia de diez días. Instó a Paul y Camille a que vigilaran «cualquier aparición de signos subjetivos de carácter sintomático», lo que significaba que debían estar atentos a la más mínima reacción de la niña. Y, por último, sugirió consultar a un psiquiatra infantil.
—Es más una cuestión de profilaxis diaria que de terapia en el sentido estricto de la palabra —aseguró.
Paul y Camille estaban confusos con sus recomendaciones, pero en el fondo solo tenían una pregunta en la cabeza: ¿acabaría Mona perdiendo la vista? Curiosamente, el doctor Van Orst no había mencionado la amenaza de una recaída definitiva, así que los padres, a pesar de sus temores, prefirieron evitar el tema. Al fin y al cabo, si el médico eludía abordarlo era mejor no sacarlo a relucir.
Pero Henry Vuillemin sí lo sacó a relucir, y de manera directa, con su hija. No era de los que rehuían las preguntas, por graves que fueran. Normalmente muy parco en llamadas telefónicas, salvo para escuchar la voz de Mona, las multiplicó durante la semana previa a Todos los Santos. Con voz cálida y apasionada, atosigaba a Camille: ¿sí o no, su querida nieta, el tesoro de su vida, se iba a quedar ciega? Henry también insistía en ver a Mona, y Camille no podía negárselo. Sugirió que los visitara el domingo de Todos los Santos, justo una semana después del ataque de ceguera. Paul, que intuía lo que se avecinaba, se resignó discretamente y se bebió casi de un trago un vaso de borgoña rasposo. Delante de su suegro se sentía terriblemente estúpido. Mona, en cambio, estaba muerta de impaciencia ante la idea de ver a su abuelo.
Adoraba a ese hombre lleno de años y de fuerza. Le encantaba ver cómo todos los que se cruzaban con él se dejaban seducir por su silueta interminable y sus pesadas gafas de montura gruesa, casi cuadradas. Con él se sentía protegida. Y cautivada. Henry siempre había procurado hablar con ella como con cualquier adulto. La propia Mona lo quería así, lo disfrutaba y se divertía. Lejos de amedrentarse ante sus explicaciones, se reía de sus propios errores y malentendidos. Porque, además, se esmeraba en las réplicas, lo que convertía todo el asunto en un juego más que en un reto.
Henry no buscaba hacer de ella un mono amaestrado. No pretendía ser una de esas parodias de abuelo que van a la caza de los defectos de la juventud para corregirlos con voz de sabiondo. No era su forma de ser. Nunca la obligó a hacer los deberes, nunca se inmiscuyó en sus boletines de notas. Es más, le encantaba cómo se expresaba Mona, le fascinaban sus giros. ¿Por qué? No sabría decirlo. Intentaba entenderlo, sin éxito. Desde siempre se había sentido obnubilado, obsesionado por algo en su lenguaje infantil, pero no alcanzaba a adivinar de qué se trataba. ¿Era un elemento de más o un no sé qué de menos? ¿Una cualidad? ¿Un defecto? En cualquier caso, no era un rasgo reciente: la «musiquilla» de Mona ocultaba, desde un principio, un enigma que Henry estaba decidido a descubrir algún día, a fuerza de escucharla.
Camille admitía a veces su asombro ante una relación que calificaba de «demasiado bonita para ser verdad», pero reconocía que funcionaba a la perfección y que a su hija la hacía dichosa. Y Henry, que era aficionado a citar El arte de ser abuelo de Victor Hugo, nunca se hartaba de ponderar uno de los principios fundamentales de la comunicación: no era necesario entender de inmediato lo que alguien decía, como si cada nueva palabra tuviera que ser un árbol ya florecido en el inmenso vergel del cerebro. Las eclosiones se producirían en el momento adecuado si se había arado y sembrado convenientemente.
Esos surcos y esas semillas eran, en el caso de Henry Vuillemin, un torrente rico y firme de palabras que enganchaba desde la primera entonación y luego resultaba imposible dejar de escuchar; un discurso muy sencillo y al mismo tiempo de una envergadura euforizante. Como buen narrador, su relato se aceleraba antes de ralentizarse para concluir tiñéndose de una tierna emoción. Era igual que una apisonadora cargada de experiencia del mundo y serena erudición.
La relación con Dadé era de una naturaleza aparte. Entre abuelos y nietos surge a veces un vínculo milagroso, debido a que, por una especie de curva existencial, los mayores vuelven, en su vejez, al sentimiento de su primera juventud y captan, mejor que nadie, la primavera de la vida.
Henry Vuillemin vivía en un bonito piso de la avenue Ledru-Rollin, justo encima de Le Bistrot du Peintre, un local estrecho, revestido de madera, que imitaba el estilo art nouveau. Acudía allí todas las mañanas y mantenía su rutina habitual: un café y un cruasán, la lectura de la prensa nacional, una charla aquí y allá con algún que otro cliente o un camarero que hacía una pausa. Sentía que pertenecía a un mundo antiguo, y caminaba ritualmente, muy despacio, hasta la Bastilla, miraba embelesado los muebles de los escaparates de la rue du Faubourg Saint-Antoine, subía hacia la place de la République por el paseo central del boulevard Richard-Lenoir, y se desviaba hasta desembocar en el boulevard Voltaire. Al final de la tarde, en su casa, se ponía a hojear los libros de arte que tenía apilados hasta el techo. Henry, que era un centímetro más alto que el general De Gaulle, alcanzaba los más inaccesibles sin taburete ni escalera, y por una extraña coincidencia solían ser estos los que más lo atraían. Su memoria era prodigiosa, aunque habría que distinguir entre su propensión a hablar de lo que sabía y sus recuerdos personales, que protegía bajo sucesivos estratos de pudor. Mona conocía la regla. La única prohibición de su abuelo era evocar a Colette Vuillemin, quien lo había dejado viudo siete años antes. Al igual que su padre, Camille tampoco decía una palabra al respecto. Por más que la niña intentara tirarles de la lengua de vez en cuando, se topaba con un silencio sepulcral. No se hablaba de Colette. Nunca. La única excepción a ese tabú era el amuleto que llevaba colgado al cuello Henry en homenaje a su difunta esposa. Era una bonita caracola, montada en un sedal, que había recogido con ella en la Costa Azul en el verano de 1963 —no recordaba el día exacto, pero sí que el calor era asfixiante y que le juró muchas cosas a Colette—. Mona llevaba un colgante idéntico, heredado de su abuela.
Todos tenemos nuestra propia manera de jurar, pero Henry Vuillemin solía jurar por «lo más hermoso de la tierra». La expresión sorprendía a Mona, y, cuando la oía, siempre se encogía de hombros con una risita confusa: lo más hermoso de la tierra era un poco todo y nada a la vez. Y además se preguntaba si él, su venerado abuelo, formaba parte de eso, sin saber qué responder. En su día, seguro que Henry había sido un muchacho atractivo, aún hoy seguía siendo impresionante, encantador, espectacular. Su rostro de octogenario, demacrado y afilado, transmitía un vigor y una inteligencia tremendamente seductores. Pero estaba marcado. Una cicatriz le atravesaba el flanco derecho de la cara, desde debajo del pómulo hasta la ceja. La herida tenía que haberle dolido muchísimo. Además de una tira de piel, le había arrancado un trozo de córnea. Era un recuerdo de guerra. Un recuerdo horrible: el 17 de septiembre de 1982, durante un reportaje fotográfico en el Líbano para la Agencia France-Presse, un miliciano le dio una cuchillada para obligarle a apartar el objetivo. Estaba acercándose al campo de refugiados de Shatila. Corría el rumor de que allí se perpetraban masacres, que habían ejecutado arbitrariamente a palestinos, sin juicio previo, en represalia por el asesinato del presidente Bashir Gemayel. Henry quería comprobarlo, recoger testimonios. Pero le cerraron el paso con una violencia inhumana. El corte resultó demasiado grave y no pudo proseguir la investigación. Perdió mucha sangre y la visión de un ojo. Esa minusvalía, añadida a su estatura y, con los años, a una delgadez cada vez más pronunciada, confirió a su aspecto un aire sobrenatural. El apuesto reportero, que se parecía a Eddie Constantine, se transformó en un personaje legendario.
El día de Todos los Santos, Mona se sentía en forma. Sus padres habían conseguido alegrar la plomiza atmósfera de noviembre. Jade y Lili, las dos amiguitas, se pasaron por la casa para ver una de las entregas de Toy Story, la película de animación donde los juguetes cobran vida. Estuvieron un poco revoltosas. Jade en particular. Era una niña traviesa y guapa, con una mirada muy fina de euroasiática, la piel oscura mate y el pelo perfectamente peinado. Pero tenía una manía sorprendente: hacer muecas. Sabía transfigurar su rostro armonioso en un guiñol móvil y dislocado, por el que se sucedían expresiones insólitas y burlescas como si se tratara de distintos y exaltados comediantes. Mona reclamaba más y más, maravillada.
A las siete de la tarde sonó el telefonillo. Paul apretó los labios y arqueó las cejas. Camille pulsó el botón.
—¿Papá?
En efecto, era él, puntual. Paul, después de saludarlo, se marchó para acompañar a Jade y a Lili de vuelta con sus respectivos padres, mientras Mona, su madre y su abuelo lo esperaban juntos en el piso. Tras un derroche de alegría, a la niña, que se había cuidado de no contar su desventura a sus dos amigas, le faltó tiempo para describirle en detalle a Dadé los sesenta y tres minutos que había durado su odisea, y las pruebas que había tenido que soportar en el hospital. Su madre no la interrumpió.
Mientras tanto Henry, a la vez que escuchaba a Mona hablar y hablar, examinaba con una especie de distancia clínica la habitación de la niña. A pesar de su atractiva apariencia, le parecía enormemente triste. El papel pintado con sus guirnaldas de flores, las baratijas de purpurina en forma de corazón o animales, los peluches rosas o marrones, los pósters grotescos de estrellas pop apenas salidas de la adolescencia, la bisutería de plástico, el mobiliario estilo princesa de dibujos animados... El carácter acidulado de todos esos trastos se le atragantó. En ese escenario que destilaba mal gusto, tan superficial, solo había dos atisbos de belleza: una robusta lámpara industrial americana de los años cincuenta, con brazo articulado, que Paul había encontrado y fijado luego al pequeño escritorio de Mona, y un cartel de exposición enmarcado, encima de la cama, que reproducía un cuadro. El póster era una explosión de colores extraordinariamente sutiles, de tonalidades frías, que representaba a una mujer desnuda, de perfil e inclinada hacia delante, sentada en un taburete cubierto por una tela blanca, con el tobillo izquierdo apoyado en la rodilla derecha. En una esquinita podía leerse: «Georges Seurat (1859-1891) – Museo de Orsay, París».
A pesar de esas excepciones, Henry constató afligido que la infancia, por comodidad, está impregnada sobre todo de cosas fútiles y feas. Y Mona, a pesar de un entorno benévolo, no escapaba a la regla. La belleza, la verdadera belleza artística, solo irrumpía en su vida cotidiana de forma clandestina. Esto era absolutamente normal, pensó Henry: el refinamiento del gusto y el desarrollo de la sensibilidad vendrían después. Con la salvedad —y ese pensamiento lo angustiaba a Henry— de que Mona había estado a punto de perder la vista, y, si sus ojos se apagaban definitivamente en los días, semanas o meses venideros, lo único que se llevaría a los confines de su memoria sería el recuerdo de cosas relumbrantes y vanas. ¿Toda una vida a oscuras, lidiando mentalmente con lo peor que ofrece el mundo, sin la escapatoria de los recuerdos? Era imposible. Era aterrador.
Para exasperación de su hija, Henry se mostró taciturno y distante todo el tiempo que duró la cena. Cuando Mona fue a acostarse, Camille, con aire decidido, subió el volumen del saxofón de Coltrane que sonaba en la vieja gramola cromada, para enmascarar las voces y asegurarse de que la pequeña no pudiera oír nada.
—Papá, de momento Mona parece estar digiriendo bien... —dijo dudando al escoger los términos— lo que ha sucedido. Pero el médico recomienda que acuda a un psiquiatra infantil. Puede que sea un poco extraño para ella, y me preguntaba si podrías llevarla tú, solo para tranquilizarla...
—¿Un psiquiatra? ¿Es eso lo que va a evitar que se quede ciega?
—¡Esa no es la pregunta, papá!
—Yo creo que sí, ¡y seguirá pendiente mientras no os atreváis a hacérsela al médico! Al doctor..., ¿cómo se llamaba?
—El doctor Van Orst, y es muy competente —añadió torpemente Paul para intentar meter baza.
—Por favor, papá —dijo Camille—. Escúchame. Paul y yo vamos a hacer todo lo posible para que a Mona no le pase nada, ¿de acuerdo? Pero tiene diez años y no podemos hacer como si nada hubiera sucedido. El médico dice que su equilibrio psíquico es prioritario. Solo te pregunto si quieres encargarte porque sé que Mona confía en ti. ¿Me entiendes, papá?
Henry la entendía perfectamente. Pero en ese mismo instante, en una fracción de segundo, se encendió en su cabeza una idea apolínea que guardó celosamente para sí. No llevaría a su nieta a ver a un psiquiatra infantil, no... En lugar de eso, le prescribiría un tratamiento completamente distinto, una terapia capaz de compensar la fealdad a la que se veía sometida por su edad.
Solo hacía falta que Mona, que confiaba plenamente en él, que le concedía más crédito que a cualquier otro adulto, lo acompañara a esos lugares donde se conserva lo más bello y humano que el mundo puede ofrecer: los museos. Si, por desgracia, Mona se quedaba ciega para siempre, al menos contaría con una especie de reserva en el cerebro de la que extraer esplendores visuales. Ese era, pues, el proyecto del abuelo: una vez a la semana, siguiendo un ritual ineludible, cogería a Mona de la mano y la llevaría a contemplar una obra de arte —una sola—, primero sumidos en un prolongado silencio, para que el infinito deleite de los colores y las líneas penetrara en la mente de su nieta, y luego dialogando, para que ella comprendiera, más allá del encantamiento visual, el modo en que los artistas nos hablan de la vida y la iluminan.
Imaginó, pues, para su pequeña Mona, algo mejor que la medicina. Primero irían al palacio del Louvre, luego al Museo de Orsay y, finalmente, a Beaubourg. Allí, oh, sí, allí, en esos lugares consagrados a la conservación de las obras más audaces y hermosas de la humanidad, encontraría un reconstituyente para su nieta. Henry no era de esos aficionados que se contentan, en sí mismos y fuera del mundo, con el acabado de una carne pintada por Rafael o el ritmo de una línea puntuada por el carboncillo de Degas. Le gustaban las cualidades casi incendiarias de las obras. A veces decía: «El arte... o es pirotecnia o es viento». Y le encantaba que un cuadro, una escultura o una fotografía, en su totalidad o por algún detalle, fuera capaz de avivar el sentido de la existencia.
En cuanto Camille le pidió ayuda, Henry se vio asaltado por cientos y cientos de imágenes: los volúmenes rocosos detrás de La Gioconda; el mono esculpido al lado de El esclavo moribundo de Miguel Ángel, la expresión alarmada del niño de rizos rubios a la derecha de El juramento de los Horacios; los extraños riñones sebáceos del animal en Cabeza de cordero y costillares de Goya; y también los terrones de tierra de Arando en el Nivernais de Rosa Bonheur, la firma en forma de mariposa de Whistler en el retrato de su madre, el trémulo absidiolo de la iglesia de Van Gogh... Pero también los colores de Kandinsky, las líneas quebradas de Picasso o el ultranegro de Soulages. Todo ello surgió en forma de signos que solicitaban ser vistos, escuchados, comprendidos y amados. Como un contrafuego frente a las cenizas que amenazaban los ojos de Mona.
Henry esbozó una amplia sonrisa.
—De acuerdo, me haré cargo de Mona los miércoles por la tarde. A partir de ahora, yo mismo me ocuparé de su seguimiento psicológico. Será un asunto entre ella y yo, de nadie más. ¿Os parece bien?
—¿Vas a encontrar a alguien bueno, papá? ¿Pedirás consejo a tus viejos amigos?
—Si en principio estáis de acuerdo, yo me ocupo, sin preguntas, sin interferencias de nadie.
—Pero prométeme que no vas a elegir a un psiquiatra al azar, que harás las cosas bien.
—¿Confías en mí, cariño?
—Sí —afirmó Paul con autoridad, para paliar cualquier duda de Camille—. Mona lo admira y lo respeta, y lo quiere como a nadie, así que sí, confiamos en usted.
Ante esas contundentes palabras, Camille no añadió nada y se limitó a asentir con ternura. Un resplandor húmedo atravesó el ojo sano de Henry. El saxofón de Coltrane hacía vibrar las paredes. Mientras, Georges Seurat velaba a Mona, que dormía en su cuarto.
I
Louvre
1
Sandro Botticelli
Aprende a recibir
La gran pirámide de cristal divertía a Mona. Erigida con insolencia en medio de los pabellones del palacio del Louvre, su forma etérea, su transparencia, su manera de captar el frío sol de noviembre la fascinaban. Su abuelo no hablaba mucho, pero ella sabía que estaba de muy buen humor, porque le cogía la manita con esa ternura franca de las personas felices y balanceaba los brazos con soltura. Su jovialidad, aunque callada, irradiaba como la de un niño.
—¡Qué pirámide más bonita, Dadé! Parece un sombrero chino gigante —dijo Mona, abriéndose paso por la explanada entre los grupos de turistas.
Henry, sonriente, esbozó un pequeño puchero tan extraño que acabó por hacer reír a la niña. Atravesaron la estructura acristalada, pasaron el control de seguridad, bajaron por una escalera mecánica, llegaron a un inmenso vestíbulo parecido al de una estación de tren o un aeropuerto, y se dirigieron al ala Denon. El bullicio a su alrededor era sofocante. Asfixiante, sí, porque la mayoría de las personas que visitan un gran museo no saben lo que quieren hacer; se mueven arrastradas por el vaivén general, conformando esa atmósfera estancada, vacilante y ligeramente caótica, propia de tales lugares cuando son víctimas de su éxito.
En medio de la algarabía, Henry flexionó sus piernas inmensas y flacas para ponerse a la altura de su nieta y hablarle mirándola a los ojos. Lo hacía siempre que tenía que decirle a Mona algo realmente importante. Su voz metálica, profunda y pura, se impuso sobre el barullo circundante, como tratando de reducir al silencio la palabrería y el cansino estruendo del universo.
—Mona, cada semana veremos juntos una obra de arte, una sola, nada más, del museo. Esta gente que nos rodea querría tragárselo todo de una vez, y se pierde por no saber administrar bien sus deseos. Nosotros seremos mucho más listos, mucho más razonables. Contemplaremos una sola obra, primero en silencio durante unos cuantos minutos, y a continuación hablaremos de ella.
—¿Ah, sí? Creía que íbamos al médico. —Se refería al psiquiatra infantil, pero no estaba muy segura de los términos.
—Dime, Mona, ¿te apetece ir después al psiquiatra? ¿Es importante para ti?
—¡Cómo va a apetecerme! ¡Cualquier cosa menos eso!
—Entonces, cariño, te aseguro que no será necesario si miras con atención lo que vamos a ver.
—¿En serio? ¿Y es malo dejar de ir? A ver al... doctor. —De nuevo optó por la palabra más sencilla, a falta de mejor formulación.
—No, no es malo. Te lo juro por lo más hermoso.
Tras recorrer un dédalo de escaleras, Henry y Mona fueron a dar a una sala de modestas dimensiones, por la que pasaba mucha gente, pero donde casi nadie se molestaba en fijar la vista en la obra de arte expuesta. Henry soltó la mano de su nieta y le dijo con infinita dulzura:
—Ahora mira, Mona. Tómate todo el tiempo que necesites para mirar, para mirar de verdad.
Y Mona se quedó quieta, intimidada, frente a una pintura muy deteriorada, agrietada en varios puntos y a la que le faltaban fragmentos, una pintura que, a primera vista, transmitía la impresión de un pasado alterado y remoto. Henry también la contemplaba, pero sobre todo examinaba a su nieta, percibía su vacilación, su perplejidad, el modo en que fruncía el ceño y luego ahogaba una risa que traducía cierta incomodidad. Él sabía que, ante una obra maestra del Renacimiento, una niña de diez años, por muy viva, curiosa, sensible e inteligente que fuera, no podía caer rendida de inmediato. Sabía que, al contrario de lo que decía la creencia popular, llevaba tiempo penetrar en las profundidades del arte, pues se trataba de un ejercicio tedioso y no de un entretenimiento atractivo y fácil. También sabía que Mona, precisamente porque él se lo había pedido, le seguiría el juego y, a pesar de su apuro, escudriñaría con la atención prometida las formas, los colores y la materia.
La imagen se dividía de forma sencilla. A la izquierda del todo se adivinaba una fuente, delante de la cual, a la manera de un friso, se situaban cuatro mujeres jóvenes de pelo largo y rizado, y de un parecido sorprendente. Se agarraban unas a otras del brazo, entrelazándose como si formaran una guirnalda humana acompasada por la variedad de sus atuendos: verde y malva el de la primera, blanco el de la segunda, rosa para la tercera y amarillo anaranjado para la cuarta. Este cortejo multicolor daba la impresión de avanzar hacia delante, y frente a él, a la derecha de la obra, aislada sobre un fondo neutro, se hallaba una quinta mujer, joven y extremadamente bella, con un magnífico colgante y un vestido púrpura. También ella parecía dotada de movimiento, como si fuera al encuentro del cortejo. De hecho, tendía hacia las doncellas una especie de lienzo en el que una de las criaturas —la de rosa— colocaba algo con delicadeza. ¿Qué? Imposible saberlo. El objeto estaba borrado. Había también, en primer plano, en una esquinita, un niño rubio de perfil que reía discretamente. Envolvía la escena un decorado desnudo: una sola columna truncada y descolorida hacía eco por la derecha a la fuente de la izquierda.
Mona siguió el juego. Pero al cabo de seis minutos no pudo más. Seis minutos delante de una imagen descolorida era un suplicio insólito y doloroso. Así que se volvió hacia su abuelo y lo desafió con una insolencia que solo ella podía permitirse.
—Dadé, ¡tu cuadro está muy estropeado! En comparación, tu cara parece nueva...
Henry miró el cuadro y todas las degradaciones que había sufrido. Después flexionó las rodillas y dijo:
—Será mejor que me escuches en vez de soltar tonterías... ¡Un cuadro, dices! ¡Error! En primer lugar, Mona, no es un cuadro. Es lo que llamamos un fresco. ¿Sabes lo que es un fresco?
—Sí, creo que sí..., ¡pero se me ha olvidado!
—Un fresco es una pintura hecha sobre una pared, y es muy frágil, porque, si la pared se estropea (y una pared se deteriora con el tiempo), pues la pintura también se estropea...
—¿Por qué pintó el artista esta pared? ¿Porque estaba en el Louvre?
—En absoluto. Es cierto que un artista podría querer hacer un fresco en el Louvre... Es el museo más grande del planeta y sería normal que un pintor quisiera poner aquí su obra, para que fuera como la piel del palacio. Pero verás, Mona, el Louvre no ha sido siempre un museo. Solo durante los últimos doscientos años más o menos. Antes era un castillo que alojaba a los reyes y la corte. El artista pintó este fresco hacia 1485, y no lo pintó para las paredes del Louvre, sino para las de un palacete de Florencia...
—¿Florencia? —Mona se llevó la mano al cuello para toquetear el colgante—. Así se llamaba una antigua novia tuya de antes de la abuelita, ¿verdad?
—No me suena, pero ¡podría ser! Y ahora escucha. Florencia es una ciudad italiana. Está en la Toscana, para ser precisos. Y es la cuna de lo que se conoce como el Renacimiento. En el siglo XV..., el Quattrocento, como lo llaman los italianos, Florencia vivió una efervescencia extraordinaria. Había unos cien mil habitantes y la ciudad era próspera, gracias al comercio y la banca. Pues bien, las órdenes religiosas, los altos dignatarios políticos e incluso ciudadanos comunes, pero eminentes en la escala social, quisieron sacar el máximo partido a su riqueza y demostrar su prestigio apoyando las creaciones de sus contemporáneos. Se dice de ellos que eran grandes mecenas. Así, pintores, escultores y arquitectos aprovecharon su confianza y los recursos que les proporcionaron para realizar cuadros, estatuas y edificios de increíble belleza.
—¡Apuesto a que eran de oro!
—No exactamente. Es verdad que en la Edad Media había cuadros muy hermosos cubiertos de pan de oro. Daba valor al objeto, ¡y además simbolizaba la luz divina! Pero en la pintura renacentista se abandona progresivamente el efecto llamativo del dorado en favor de una representación más ajustada a la realidad, con sus paisajes, la singularidad de los rostros, los animales, el movimiento de los seres, las cosas, los cielos y el mar, tal como los vemos.
—Les gusta la naturaleza, ¿es eso?
—Es justamente eso: empiezan a amar la naturaleza. Pero ya sabes que la naturaleza no es solo lo que hay sobre la tierra.
—¡Ah! ¿Y entonces qué es?
—Por naturaleza se entiende también, de manera más abstracta, la naturaleza humana, es decir, lo que somos en el fondo, con nuestras zonas de luz y de sombra, nuestros defectos y nuestras cualidades, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Pues bien, el caso es que es esa naturaleza humana la que el artista trata de mejorar.
—¿Y cómo?
—Si cultivas tu jardín, le haces un bien a la naturaleza. Le permites prosperar. Este fresco pretende hacer el bien a la naturaleza humana diciéndole algo muy sencillo, pero esencial, que tú deberás recordar siempre, Mona.
Pero Mona, para provocar al anciano, se tapó los oídos y cerró los ojos, como si no quisiera oír ni ver nada de lo que pudiera decirle. Al cabo de unos segundos, abrió discretamente un párpado para observar su reacción. Henry sonreía con aire despreocupado, así que interrumpió el juego para prestarle atención. Intuía que después de esos largos minutos de silencio, contemplación y discusión, después de ese pequeño viaje a través de la imagen dañada que se desplegaba ante sus ojos, su venerado abuelo iba por fin a revelarle uno de esos secretos que quedan grabados en lo más profundo del corazón.
Henry le hizo una seña para que mirara la zona algo borrada donde parecía haber un objeto que la joven de la derecha sostenía en sus manos. Mona obedeció.
—El cortejo de mujeres está formado por Venus y las tres Gracias. Son divinidades generosas. Y ofrecen un regalo (no sabemos lo que es porque falta un poco de pintura) a otra joven. Las tres Gracias son lo que llamamos alegorías, Mona: no existen en la vida real y nunca las conocerás, pero encarnan valores importantes. Se dice que representan las tres etapas que nos hacen sociables y hospitalarios, es decir, seres humanos realmente humanos. Y este fresco muestra la importancia capital de esas tres etapas, para dejarlas ancladas en cada uno de nosotros.
—¿Tres etapas? ¿Qué etapas?
—La primera consiste en saber dar, la tercera en saber devolver. Y, entre las dos, hay una sin la cual nada es posible, que es como una especie de piedra angular que soporta toda la naturaleza humana.
—¿Cuál, Dadé?
—Mira: ¿qué es lo que está haciendo la joven de la derecha?
—Tú lo has dicho: tiene suerte porque recibe un regalo...
—Exacto, Mona. Recibe un regalo. Y eso es lo fundamental. Saber recibir. Eso es lo que nos cuenta este fresco, que hay que aprender a recibir, que la naturaleza humana, para ser capaz de grandes cosas, debe estar dispuesta a acoger en su seno la bondad de los demás, su deseo de agradar, lo que aún no tiene y lo que aún no es. Siempre habrá tiempo de devolver lo que se recibe, pero para devolver, es decir, para volver a dar, es imprescindible haber sido capaz de recibir. ¿Entiendes, Mona?
—Tu historia es complicada, pero sí, creo que lo entiendo...
—¡Seguro que sí! Y fíjate bien, si estas damas son tan bellas, si sus contornos son tan sutiles y elegantes, con esa línea ininterrumpida que no sufre la menor alteración, no te quepa duda de que es para expresar la importancia de esa continuidad, es una cadena que debe unir a los seres humanos y mejorar su naturaleza: dar, recibir y devolver; dar, recibir y devolver; dar, recibir y devolver...
Mona no sabía qué decir. Sobre todo, no quería decepcionar a su abuelo. Ya había bromeado durante la conversación y no tenía intención de añadir algo demasiado ingenuo, aunque sabía muy bien que él la había llevado a ese inmenso museo para que se hiciera un poco más adulta. Se sentía un poco abrumada, porque esa llamada a crecer, esa embriaguez exploratoria de un mundo nuevo, poseía un extraordinario poder magnético, más aún porque la llamada procedía de Henry, a quien adoraba. Y, sin embargo, en lo más profundo de su alma existía el terrible presentimiento de que lo que uno devuelve nunca se vuelve a encontrar. Y un intenso aunque remoto sentimiento de nostalgia por su infancia perdida para siempre le encogió el corazón.
—¿Vamos, Dadé? ¡En marcha!
—Vamos, Mona. ¡En marcha!
Henry volvió a darle la mano a su nieta y salieron del Louvre a paso lento, en silencio. Fuera empezaba a anochecer. Henry intuía que la confusión se había apoderado de su nieta. Pero se negaba categóricamente a andarse con miramientos con los demás so pretexto de garantizar solo buenos momentos, llenos de encanto, en su compañía. No: sabía muy bien que la existencia únicamente merecía la pena si se asumían sus asperezas, y que esas asperezas revelaban, una vez tamizadas por el cedazo del tiempo, una materia valiosa y fértil, una sustancia bella y útil, que permitía que la vida fuera realmente la vida.
Además, por ese milagro de la infancia, la turbación de Mona no duró mucho: pronto empezó a canturrear, al recordar la mentira cómplice que habían convenido para evitar la visita al psiquiatra. Abrió bien sus grandes ojos azules y volvió la carita traviesa hacia su enternecido abuelo, riéndose de la broma que les estaban gastando a sus padres.
—Dadé, ¿qué digo si papá y mamá me preguntan el nombre del médico?
—Diles que se llama doctor Botticelli.
2
Leonardo da Vinci
Sonríe a la vida
La semana de vacaciones de Todos los Santos pasó rápidamente y Mona volvió a la escuela. Camille la dejó temprano, a eso de las ocho, bajo el pálido tejadillo que protegía la entrada de la desagradable lluvia otoñal. La puso al cuidado de la señora Hadji, a quien explicó brevemente cómo iba su convalecencia y el seguimiento médico establecido, que incluía una sesión con un psiquiatra infantil los miércoles. Insistió: la maestra debía estar pendiente de Mona, por supuesto, pero sin que eso supusiera un trato especial respecto a sus compañeros.
Y Mona recuperó enseguida el ritmo, poniéndose al día sin refunfuñar con las lecciones de lengua sobre el complemento directo y las de matemáticas sobre los tipos de triángulos. Al igual que Jade y Lili, estaba atenta a las intervenciones de Diego, en la primera fila, que no perdía ocasión de irritar a la profesora con su voz chillona. Eso divertía mucho a las tres amigas. Cuando la señora Hadji le preguntó quién había diseñado la torre Eiffel, él respondió como una flecha, antes de levantar la mano:
—Disneyland París.
Y la maestra, cuyos ojos se abrían de par en par ante cada respuesta tonta como aquella, nunca estaba muy segura de si se trataba de una mala respuesta o de una buena broma. De hecho, él tampoco.
Curiosamente, era durante el recreo cuando Mona, Jade y Lili se sentían más a disgusto, en especial si el tiempo las obligaba a guarecerse bajo el tejadillo con todos los alumnos apretados como sardinas en lata, sin espacio para jugar y respirar. En ese confinamiento aumentaba el riesgo de tropezarse con Guillaume. ¿Quién era Guillaume? Un niño insoportable que iba al mismo curso, pero en el edificio de enfrente. Con una bonita cabeza rubia, el pelo largo y rizado, unos ojos engañosamente tiernos y la boca crispada, Guillaume repetía curso y, entre sus compañeros un año menores, resultaba extrañamente alto. Parecía un alumno de instituto extraviado entre los pequeños, una especie de anomalía en el ecosistema del patio. Daba miedo porque a veces era brutal. Por cualquier minucia se volvía muy agresivo.
Mona lo temía, aunque le gustaba su aspecto. El miércoles a mediodía, mientras esperaba en la puerta principal a que su abuelo la recogiera, se quedó mirándolo de lejos. Estaba agachado, solo, y golpeaba el suelo con la palma de la mano. Qué extraño: parecía que intentaba aplastar hormigas. ¿Había hormigas en una escuela parisina en pleno mes de noviembre? De repente, levantó la cabeza con el ímpetu de una hiena y clavó los ojos en Mona, que, presa del pánico ante la idea de ser tomada por una espía, estuvo a punto de estrangularse al aferrar de golpe su colgante. El rostro de Guillaume hizo muecas diversas. Luego se levantó bruscamente y se dirigió hacia ella a grandes zancadas. Justo en ese momento Mona notó que un brazo la agarraba. Henry había llegado.
—¡Hola, cariño!
Ella sintió un inmenso alivio junto a su querido abuelo.
De nuevo entraron en el Louvre por la pirámide transparente, y Mona, a medida que las escaleras mecánicas los conducían al vientre del museo, miró a través del techo las pesadas nubes de noviembre y las gotas que repicaban en la superficie de cristal. Sin saber muy bien por qué, le vino a la cabeza la imagen de una enorme cascada por la que había que pasar para adentrarse en una gruta, hacia profundidades secretas e inquietantes.
—¿Te acuerdas de lo que vimos la última vez, Mona?
—Al doctor Botticelli —dijo la niña muerta de risa.
—Sí, eso es, Venus y las tres Gracias de Botticelli... Y hoy vamos a ver a alguien que se llama igual que tú. ¿Sabes de quién se trata?
—Claro que sí, Dadé, ¿qué te has creído? —respondió con el aire displicente de los niños que no quieren que los tomen por tales—. ¡Habíamos quedado en que me tratarías como a una adulta! ¡Es La Gioconda!
Y caminaron de la mano hasta la sala más famosa del palacio, hacia la que convergían tantos turistas aturdidos, en busca de una emoción que no solían encontrar por falta de una clave de lectura realmente eficaz. Henry había pensado en ello más de una vez. Sabía que, frente a ese cuadro tan célebre, reproducido en millones de ejemplares, la expectación era siempre enorme, y la decepción proporcional a ella. Pero ¿por qué entonces, se preguntaba el visitante frustrado, es esta la obra de arte más conocida, la más apreciada y admirada? ¿Qué es lo que la hace inaccesible a mi sensibilidad? Henry, con la pasión del aficionado, había estudiado La Gioconda y su tumultuosa historia. Sabía que Francesco del Giocondo, un rico comerciante en telas florentino, había encargado a Leonardo da Vinci que la pintara en 1503, aunque Leonardo nunca le entregó el retrato de su esposa, Lisa Gherardini (de ahí el sobrenombre de «Madonna Lisa» y su abreviatura «Mona Lisa»), porque nunca le parecía suficientemente acabado. Sabía que el cuadro había acompañado a su autor a Francia cuando el rey Francisco I lo invitó a pasar el resto de su vida en el castillo de Clos-Lucé. Sabía que durante mucho tiempo la obra no se consideró ni mejor ni peor que cualquiera de las otras de Da Vinci, y que no adquirió su estatus legendario hasta 1911: ese año, Vincenzo Peruggia, vidriero del Louvre, se escondió en el museo un día en que estaba vacío, descolgó la tabla de álamo de 77 × 53 cm, la deslizó bajo sus ropas y regresó a casa con el tesoro, que luego se llevó a Italia. Henry también había contrastado, no sin cierta irritación, las hipótesis más descabelladas a propósito de esa efigie: se llegó a sospechar que el rostro era una simple máscara tras la que se ocultaba la monstruosa Medusa, e incluso que era un hombre, y por qué no Da Vi