Pasado imperfecto

Julian Fellowes

Fragmento

pas-3.xhtml

Uno

Londres es ahora una ciudad maldita para mí, y yo soy el fantasma que la ronda. Mientras me ocupo de mis asuntos, cada calle o plaza o avenida parece hablarme en voz baja de una época anterior, diferente, de mi vida. El paseo más breve por Chelsea o Kensington me lleva a una puerta donde una vez fui bienvenido, pero donde soy un extraño hoy en día. Me veo saliendo de ella, joven otra vez, y vestido para alguna fiesta ya olvidada, engalanado con lo que parece el traje regional de un país balcánico destrozado por la guerra. Esos pantalones de pata de elefante, esas camisas de chorreras con el cuello vuelto… ¿en qué estábamos pensando? Y mientras lo observo, detrás de mi fantasma, más joven, más delgado, caminan las sombras de los difuntos, padres, tías y abuelas, tíos abuelos y primos, amigos y novias, apartados por completo de este mundo, o por lo menos de lo que queda de mi propia vida. Dicen que una de las señales de hacerse viejo es que el pasado se hace más real que el presente y ya casi puedo sentir los dedos de esas décadas perdidas cerrándose alrededor de mi imaginación, haciendo que los recuerdos más recientes parezcan, de algún modo, más grisáceos, sin brillo.

Lo que hace perfectamente comprensible que me intrigara un poco, aunque también que me desconcertara, encontrar una carta de Damian Baxter entre las facturas y las notas de agradecimiento y las solicitudes para obras benéficas que se acumulan todos los días en mi escritorio. Realmente no podría haberlo predicho. No nos habíamos visto en casi cuarenta años, y tampoco nos habíamos puesto en contacto desde nuestro último encuentro. Parece raro, lo sé, pero nuestras vidas habían transcurrido en mundos diferentes y, aunque Inglaterra es un país pequeño en muchas cosas, todavía es lo suficientemente grande como para que nuestros caminos no se hubieran cruzado en todo ese tiempo. Pero había otra razón para que me sorprendiera tanto y era mucho más sencilla.

Le odiaba.

Una mirada fue suficiente para averiguar de quién procedía, a pesar de todo. La caligrafía del sobre me resultaba familiar, pero algo cambiada, como la cara del niño predilecto después de que los años no le hayan perdonado. Incluso así, antes de esa mañana, si me hubiera acordado de él, no habría creído que hubiera nada en la faz de la tierra que provocara que Damian me escribiera. O que yo le escribiera. Quiero que conste que no me ofendió ese correo tan inesperado. En lo más mínimo. Siempre es agradable saber de un viejo amigo, pero a mi edad es, de hecho, más interesante saber algo de un viejo enemigo. Un enemigo, a diferencia de un amigo, puede contarte cosas que todavía no sabes de tu propio pasado. Y si Damian no era exactamente un enemigo en el sentido activo de la palabra, sí era un amigo que había dejado de serlo, lo cual es, por supuesto, mucho peor. Nos habíamos separado con una pelea, un momento de ira salvaje y descontrolada, alimentada a propósito por la sensación de estar quemando nuestras naves, y habíamos ido por caminos separados, sin intentar arreglar el daño posteriormente.

Era una carta honesta, lo reconozco. Un inglés, como norma, preferiría no enfrentarse a una situación que pudiera verse como «incómoda» a la luz de un comportamiento anterior. Normalmente quitarán importancia a todas las desagradables escenas previas con una alusión imprecisa y despreciativa: «¿Se acuerda de esa espantosa cena que organizó Jocelyn? ¿Cómo pudimos sobrevivir?». O, si no pueden minimizar el episodio y blanquearlo a su manera, fingirán que nunca ocurrió. «Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos», para empezar una conversación, se traduce a menudo como «No me viene bien seguir esta reyerta durante más tiempo. Pasó hace siglos. ¿Está dispuesto a darla por finalizada?». Si el destinatario también lo desea, la respuesta estará formulada en el mismo estilo de negación: «Sí, quedemos. ¿Qué ha estado haciendo desde que dejó Lazard’s?». No se requerirá nada más que eso para implicar que ya no hay rencor y que la relación se puede reanudar.

Pero, en este caso, Damian evitaba esta práctica tan común. De hecho, su honestidad era casi latina. «Me atrevo a suponer, después de todo lo que ocurrió, que no esperabas volver a saber de mí, pero me harías un gran favor si vinieras a visitarme», escribió en su letra picuda y todavía bastante airada. «No se me ocurre ninguna razón por la que querrías hacerlo después de la última vez que nos vimos pero, aun a riesgo de sonar exagerado, no me queda mucho tiempo de vida, y a lo mejor le harías un favor a un hombre moribundo». Por lo menos no podría acusarle de irse por las ramas. Por un momento pretendí que me lo estaba pensando, tratando de decidirme, pero por supuesto sabía desde el principio que iría, que mi curiosidad debía ser saciada, que con toda la intención del mundo volvería a visitar el país perdido de mi juventud. Pues, al no haber tenido contacto con Damian desde el verano de 1970, el hecho de que volviera a mis pensamientos trajo consigo sin remedio amargos recordatorios de cómo mi mundo, como el de todos los demás, ya que estábamos, había cambiado.

Hay un cierto peligro en eso, por supuesto, pero ya no combato la triste revelación de que el escenario de mis años de juventud me parece más dulce que en el que vivo ahora. Los jóvenes de hoy, al defender su propia época, a lo que tienen todo el derecho y es perfectamente comprensible, normalmente rechazan nuestros recuerdos de aquella edad dorada donde el cliente siempre tenía la razón, donde los de la Asociación del Automóvil reconocían el distintivo de tu coche y los policías se llevaban la mano al casco para saludarte. Gracias al cielo que se acabaron los miramientos, dicen, pero eran parte de determinado mundo, más ordenado y, por lo menos en retrospectiva, más cálido, incluso amable. Supongo que lo que echo de menos sobre todas las cosas es la amabilidad de la Inglaterra de hace medio siglo. Pero, de nuevo, ¿es la amabilidad lo que echo de menos, o mi propia juventud?

—No entiendo quién es este Damian Baxter exactamente. ¿Por qué es tan importante? —dijo Bridget más tarde, mientras nos sentábamos para comer en casa un pescado pasado de precio y falto de cocción, comprado en el servicial restaurante italiano del barrio, en Old Brompton Road—. Nunca te he oído hablar de él.

Cuando Damian mandó su carta, no hace tanto en verdad, todavía estaba viviendo en un piso grande, a ras de suelo, en Wetherby Gardens, que era bastante cómodo, y conveniente para esto y aquello, y maravillosamente situado para la moda de comida para llevar que nos ha abrumado en los últimos años. Estaba en una dirección bastante buena, a su manera, y ciertamente nunca me hubiera podido permitir comprarla, pero me la habían cedido mis padres hacía años, cuando al final se habían ido de Londres. Mi padre trató de oponerse, pero mi madre había insistido temerariamente en que yo necesitaba «un lugar donde empezar», y él se había rendido. Así que me beneficié de su generosidad, y de

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos