Blanco trópico

Adrián Curiel Rivera

Fragmento

El premio

El premio

Mi nombre es Juan Ramírez Gallardo. Soy hijo de León Ramírez Rubio e Isolda Gallardo Páez, hermano de Genoveva Ramírez Gallardo. Algunos viejos amigos —pocos, la verdad— me dicen Juancho. Mi abuelo materno, sólo por molestar, solía llamarme pequeño Juanete. Julián Zavala Dilinger, la única persona con quien he podido trabar una relación de camaradería desde que llegamos aquí en diciembre de 2003, me aplica el hipocorístico Juanuco. En la infancia, un amiguito de barrio, inmigrante de Rusia, me gritaba Iván cuando jugábamos en el parque. Un chico norteamericano que conocí en España me saludaba: “Hello, Johny”. Cuando cursaba la carrera en Economía, algunos envidiosos me apodaban la Mr. Montes. Durante una época me dio la fiebre del gimnasio. Como hacía muchas lagartijas y repeticiones con mancuernas, se me inflaron los pectorales. Hoy me he puesto aceptablemente flaco y todavía me crece el cabello, lo que con probabilidad abonaría la envidia de mis detractores de antaño, si al menos hubiésemos mantenido algún tipo de comunicación (que les den por culo a Facebook y Twitter). Un puñado de colegas me llama por el nombre de pila. Marcia de Francisco, mi mujer, me dice Claudito. Transcurren los últimos días de mayo de 2007. Es martes 29, para ser exactos.

Mis suegros, Pablo de Francisco e Isabel Mayoral, igual que Marcia y su hermana menor María Cristina, son originarios de Río Gallegos, provincia de Santa Cruz. Ellos viven allá bien al sur, en la Patagonia argentina (María Cristina radica en Atlanta). Cuando Marcia y yo residíamos en Madrid se las arreglaban para que no pasara un año entero sin visitarnos. Todavía hacen enormes esfuerzos para vernos, pero Pablo me ha confesado que a Blanco Trópico, aunque les queda más cerca que España, lo concibe psicológicamente como un lugar remotísimo, quizá por emerger de la nada en medio del mar. Supongo que las engorrosas combinaciones de rutas aéreas y los numerosos aeropuertos en que hay que hacer escala antes de aterrizar en la isla contribuyen a crear esa sensación de lejanía. No es extraordinaria la distancia que, hacia el oeste, nos separa de República Dominicana, Cuba o las Bahamas; ni de Miami, ni siquiera de México, DF. Tampoco del septentrión de Sudamérica. El periplo aeronáutico desde Europa, en todo caso, debiera ser más corto. Pero en la práctica esos cálculos fallan. Blanco Trópico parece subordinarse a una misteriosa voluntad superior, y sus habitantes a una implacable lógica milenaria de la dimensión tempo-espacial, a un riguroso no discurrir de las leyes físicas que, entre obstáculos que se multiplican como conejos en una madriguera, afecta cualquier proyecto. La fruslería más sencilla. No sé, por ejemplo, alquilar una bicicleta. Como hicimos mi suegro y yo. Todo se complica endiabladamente.

Creo que fue el año pasado, a finales de abril de 2006, por las fechas en que nació mi hijo Emiliano. Yo estaba por fichar por la Unidad de Desarrollo Regional Interdisciplinaria (UDRI) y a esa excitación se sumaba la paternidad recién estrenada y la presencia de mis suegros. La idea era simple. Las mujeres estaban en lo suyo —calostro, los peligros de la leche en fórmula, la mollerita, baños de luz a través de la ventana para quitarle a Emiliano su aspecto amarilloso— y Pablo de Francisco y yo decidimos dar un apacible paseo por el muelle para sacudirnos un poco el estrés luego de la vorágine del parto de Marcia. Divisamos el negocio “Velocípedo”, una vieja casona sobre cuyo techo se levantaba un cartel que ofrecía descuentos especiales a “grupos y turistas”. Entramos en la cochera atestada de trebejos. Primero no había nadie detrás del mostrador; luego, se cayó el sistema (siempre se cae el sistema); el encargado tardó otros cuarenta minutos en encontrar una hoja donde escribir nuestros datos, pero la boliatómica —la pluma— no pintaba. Nos sugirió que mejor pasáramos mañana. Ante nuestra insistencia, optó por consultar el problema al gerente, por teléfono. Estuvo pulsando sin resultado otros quince minutos las teclas del aparato. Nos obsequiaba una mirada muy extraña, como si a través de nuestros rostros contemplase la hidrocefalia de Angelina Jolie. Por fin lo convencimos de que aceptara el cobro por adelantado, y bueno, una propina. Acto seguido, nos comunicó que, entre tanto cachivache, sólo había una bici disponible. Ése no era el único inconveniente: le faltaba un neumático y el otro estaba pinchado. Tenía, eso sí, un triciclo de carga. Así que mi suegro y yo acabamos pedaleando por turnos a lo largo del malecón. Uno dentro de la canastilla de hierro y el otro reclinado atrás en el incómodo sillín, sudando la gota gorda sobre el manubrio y la espalda del compañero, como novias de pueblo rodeadas por nubes de mosquitos. Fue imposible encontrar repelente, las farmacias llevaban semanas en huelga. Nos resignamos a sobrellevar el recorrido hasta que el toldo sujeto a un improvisado techo de alambres se nos vino encima y tuvimos que empujar el pesado armatoste de vuelta al local, que ya había cerrado. Tampoco pudimos consolarnos con cerveza. Una gazmoña disposición del municipio prohíbe la venta de alcohol los domingos después de las cinco de la tarde. Volvimos a casa hechos una mejilla carmín, sedientos, con ronchas y pegajosos, preocupados por haber abandonado el triciclo fuera de “Velocípedo”, como si esa decisión (¿había alternativa?) pudiera acarrearnos para colmo alguna consecuencia jurídica.

Quizás ese incidente haya influido en el distanciamiento psicológico que reconoce experimentar mi padre político cuando hablamos de Blanco Trópico y lo comparamos con otros países que hemos conocido. En mi caso, es sólo un botón de muestra de muchas otras situaciones que han generado, de forma análoga, una sensación de extrañamiento íntimo, un angustiante percibirse aislado (lo que, en sentido estricto, es literal). No se me malinterprete. No se trata de soledad ni de melancolía. Adoro a Marcia y a Emiliano, a mi familia inmediata, y he aprendido a aceptar con talante razonable mis actuales circunstancias. Hay algo, sin embargo, que persiste de manera soterrada. Una sospecha vaga pero firme de que mi entorno no coincide con la imagen que me he trazado de él. Ni siquiera en las apariencias. ¿No le ha ocurrido alguna vez al despertar? La efímera certeza —pero al fin y al cabo certeza— de estar habitando una vida ajena que no alcanza a comprender. Juro que me empeño en concebir el asunto de otro modo, pero la suspicacia persiste. A casi tres años y medio de habernos afincado aquí. Cuando he cumplido ya los cuarenta. A ocho de haberme matrimoniado. Pese a estar a punto de recibir el primer premio de mi vida.

“Geografía y geopolítica”. Con latitud 20° 58′ 12″ y longitud 45° 05′, Blanco Trópico es una isla emplazada (casi podría decirse extraviada) en pleno corazón del Atlántico. Las Antillas y el Caribe le quedan al oeste. Al este, Cabo Verde y las costas de África. La cornisa oriental de Sudamérica hacia abajo. Al norte, la inmensidad oceánica. Más arriba, desde los confines polares, Groenlandia amenaza con caer a

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