La marca

Fríida Ísberg
Fríiða Ísberg

Fragmento

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Laíla:

¿Por qué tienen que ser siempre así nuestras conversaciones? ¿No podemos hablar de nada sin que salga a relucir lo de «pues eso es lo que pienso yo»? Yo no estoy convencida de nada. Simplemente estaba considerando los posibles contraargumentos, comprobando cuál era el alcance de esa opinión. No aguanto la tierra de nadie que se ha creado. No aguanto que la sociedad tenga que estar siempre dividida en dos bandos, cada uno dedicado a defender su fortaleza, y que quienes se atreven a meterse en medio reciban disparos de los dos lados. Sí, que no se me olvide: «política» no significa «polos opuestos», como pareces pensar tú. «Política» hunde sus raíces en el concepto griego politiká, que significa «asuntos de la ciudad».

Esto no es, ni tiene que ser, simplemente estar a favor o en contra. Polo norte o polo sur.

No estaba justificando nada. Simplemente quería decir que volar en formación de V reduce la resistencia del aire y en consecuencia facilita a las aves el vuelo sobre el mar. En cuanto un pájaro se separa del grupo, encuentra mayor resistencia del aire y tiene que desplazarse para volver a situarse detrás de otro. El grupo se mantiene unido porque es lo más práctico, aumenta las probabilidades de éxito. No altera nada que el vuelo en V discrimine a los pájaros según su fuerza: los pájaros más fuertes vuelan delante, rompiendo el viento. Cuanto más atrás estés, tanto más fácil será el vuelo. Naturalmente, lo más simple sería volar en el centro, pero los demás pájaros no te lo permiten porque entonces no aportarías nada al grupo. Los demás empiezan a gañir y protestar, todos al mismo tiempo.

Con eso no pretendía decir que los psicópatas —y no, me niego a doblegarme a la absurda exigencia del lenguaje políticamente correcto de hablar de «personas con desórdenes morales»— sean los pájaros más fuertes. La amoralidad afecta en general al que vuela en el centro, al que evita volar en la cabeza de la bandada. El psicópata no es el pájaro más fuerte, sino el eslabón más débil de la sociedad. Fíjate en la ambigüedad de la palabra «débil», pues los eslabones más débiles de la sociedad —los individuos que no aportan nada al grupo— son literalmente tachados de débiles. Estamos mezclando dos cosas: sano y enfermo, débil y fuerte.

Naturalmente, todo esto recuerda a Nietzsche. La diferencia entre buenos y malos, buenos y débiles. Seguramente estás poniendo los ojos en blanco ahora mismo, pero esto es importante. Según nuestros valores morales, las cualidades personales que están al servicio de la totalidad son «buenas» (empatía, predisposición a ayudar), mientras que las cualidades que la amenazan son «malas» (egoísmo, amoralidad). Esto contradice, naturalmente, otra idea más intuitiva: «Lo que es bueno para mí es bueno; lo que es malo para mí es malo».

Pero ahora, nuestro grupo (el rebaño, la sociedad) ha unido fuerzas contra la amoralidad. Determinadas propiedades hu­manas que antes estaban relacionadas con la fuerza, como por ejemplo la testosterona y la agresividad, ya no son simples vicios obscenos, sino directamente síntomas de una enfermedad. Lo que es como decir que los cuchillos son cosas obscenas, síntomas de una enfermedad. Claro que sí, los cuchillos pueden ser peligrosos, ¿cuántos han muerto como consecuencia de la violencia de los cuchillos? Sin embargo, utilizamos cuchillos absolutamente todos los días, en todas las cocinas del mundo.

Naturalmente, comprendo por qué hemos llegado hasta aquí, a lo que desde hacía tiempo estaba dañando la conversación y la moderación. Pero ¿qué hay de los pájaros que son verdaderamente fuertes, los que rompen el viento y favorecen así al resto? Tomemos como ejemplo el Alþingi, nuestro Parlamento, ¿qué le ha pasado después de que se hiciera efectiva la obligación de marcado para todos los diputados? Ahora, la nación sabe con total certeza que no hay ningún psicópata en el Alþingi; ya no podemos barrer a los políticos y arrojarlos al cubo de la basura de la psicopatía cuando nos venga bien. Sin embargo, los diputados continúan formulando sus preguntas con mucha prudencia. Ya nadie se atreve a decir las cosas con claridad, porque todo ataque se ha convertido en violencia.

Así están las cosas. El significado de las palabras se debilita y constriñe, se ramifica y se entrelaza. Las herramientas se convierten en armas asesinas y las fortalezas en debilidades. Todo depende del contexto en cada caso.

Dicho esto, daré un paso atrás y pediré disculpas por haberme marchado tan bruscamente ayer. Pero tú también deberías saber el desagrado tan fuerte que experimento cuando me ponen entre la espada y la pared; que, o me muestro de acuerdo con la ortodoxia, o soy una mala persona. Déjame respirar, Laíla. Déjame reflexionar sobre este asunto sin tratarme de «lobo con piel de cordero». No es justo que simples especulaciones ideológicas se transformen en acusaciones personales. Para poder ser amigas veinte años más, tenemos que ser capaces de charlar sin que todo acabe en defensa y ataque, hoguera y llamas, fuego y cenizas.

TEA

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Vetur va camino al trabajo cuando ve a un hombre de cabello oscuro dentro de un café del barrio, y en sus hombros rígidos hay algo que basta para trastornarla de golpe. Consigue llegar a la esquina, fuera de la vista del café, antes de que sus piernas se vuelvan de gelatina y los brazos se le queden sin fuerzas; todo se vuelve demasiado resplandeciente, los colores brillantes, los pequeños detalles se amplifican. Zoé pita: «Pulsaciones 181 por minuto». La invade la misma sensación opresiva de siempre: la está vigilando, sabe dónde trabaja, ha vuelto a empezar, tiene que ocultarse. Alguien se acerca a ella y le pregunta si está bien, pero la voz le llega con mucho retardo, o probablemente será su cabeza, que tarda mucho en captar el significado de las palabras, y dice Sí, todo va bien, que tiene la regla, le dice a Zoé que no se active, lo que menos desea es que suenen las sirenas como la última vez, respira hondo, suelta el aire: aquí no puede entrar. No puede entrar en este barrio. No podía ser él. Y pensándolo bien, no se parecía nada a Daníel, ese hombre llevaba el pelo corto y una americana elegante, como cualquiera de este barrio, como cualquiera que pudiera entrar en este barrio.

Está encorvada, con las manos sobre las rodillas. Se endereza despacio y se pone en camino hacia el colegio tan rápido como puede. Entra directamente en su aula e intenta calmarse. Cuando llega el primer estudiante, ya ha dejado de temblar. A primera hora de la tarde, casi lo ha olvidado.

Al concluir la jornada lectiva vendrá un representante de la Asociación de Psicólogos de Islandia, la APSI, a explicar al claustro de profesores cómo tienen que preparar a los alumnos. La experiencia demuestra que lo mejor es quitar importancia al examen, mostrarles que no es nada del otro mundo. Pero, eso sí, los alumnos tienen que tener muy claro cómo va a ser, y tomárselo muy en serio.

—¿Y cómo tenemos que presentarlo? ¿Como un regalito? —dice Húnbogi abriendo los brazos como si, piensa Vetur, estuviera a punto de alzar las manos al cielo sin llegar a ha­cerlo.

El psicólogo ladea la cabeza y piensa.

—No —dice con tranquilidad—. Como un regalito, no. Pero cuanto más nos acercamos al referéndum, más chicos están perdiendo el sueño por la angustia. Y quizá ni siquiera los adultos en sus casas consiguen hacerse una idea de lo que significa la obligación de marcado, y no se dan cuenta de que tienen junto a ellos a sus hijos, que son como esponjas que absorben la tensión y la incertidumbre de las escasas in­formaciones que escuchan. Por eso creemos que es preciso hablar de «evaluación del grado de identificación» para individuos menores de dieciocho años. No de examen de empatía. No queremos que los chicos tengan la sensación de que es algo en lo que pueden suspender. No vamos a marcar a nadie.

El delegado, Ólafur Tandri, no será mucho mayor que ella, andará por los treinta y tantos. Aparece con frecuencia en las noticias como responsable de la APSI. El director del colegio solicitó expresamente que fuera él quien acudiera. Ella comprende por qué goza de tan buena fama en este campo. Hay algo modesto en él, claro. Como una casa construida sobre piedra firme. Y no sobre arena, como las demás.

—Esperamos que estas medidas eviten la ansiedad, la incomodidad, la vergüenza e incluso el acoso. Por supuesto, vosotros sabéis mejor que nadie que es una edad muy frágil, la edad en que el espíritu gregario triunfa sobre la individualidad, cuando prácticamente todos desean encajar en el grupo. Los chicos nunca verán los resultados de la evaluación. Nosotros nos pondremos directamente en contacto con los tutores cuando sea necesario. Además, en las escuelas marcadas se detectan poquísimos casos. Por lo general se trata de niños que muestran claros signos de carencias: los que han padecido traumas o falta de atención.

—Perdón —dice alguien al fondo de la sala, Vetur ve que es una madre de la asociación de familias de alumnos—. Los padres y madres, ¿podremos saber qué niños suspenden y quiénes aprueban?

—Eso lo tiene que decidir la dirección de la escuela —dice el delegado—. Pero es una cuestión delicada. Cuando se califica a un niño por debajo del mínimo, hay que prestarle atención especial. De ahí que pudiera parecer razonable informar a los demás padres. Es necesaria una tribu para educar a un niño y todo eso. Pero el peligro es que los padres, inconscientemente, quieran mantener a sus propios hijos lejos del individuo enfermo, lo que es totalmente contrario al objetivo de la evaluación. Hay que responder a la conducta antisocial con integración social. Si la consecuencia de la evaluación es el aislamiento, lo único que estaríamos haciendo es sacar al niño del fuego para meterlo en las brasas.

—En este barrio nunca sucedería nada parecido —responde la madre.

—Esperemos que no —dice Ólafur Tandri.

—¿Qué ocurrirá si un niño es calificado por debajo del mínimo?

—Si las autoridades evaluadoras ven motivo para intervenir, se pondrán en contacto con la dirección del colegio y con los tutores, que juntos propondrán a los padres las medidas oportunas.

Vetur se apresura a salir antes que sus colegas. En la entrada hay algunos adolescentes, dos de ellos comiendo manzanas apoyados en la pared, una moda que no entiende. Cruza el patio del colegio, pasa por delante del pequeño campo de fútbol con paredes de plexiglás transparente. Camina deprisa, ha dicho que iba al teatro cuando un compañero ha propuesto ir al 104,5, el café donde creyó ver a Daníel esa mañana. ¿Por qué? ¿Por qué lo hace? Y después alguien ha preguntado a qué obra, y ella ha respondido que no lo sabía, que iba con su madre y era una sorpresa. Las mentiras alimentan la ansiedad. Tendrá que acordarse de ver qué obras hay esta noche, para poder responder cuando le pregunten el lunes.

Sencillamente no le apetece participar en las conversaciones que se dan en esos encuentros. No le apetece escucharles expresar su conformidad con el fondo pero su disconformidad con los detalles, no le apetece callar y escuchar argumentos que ha escuchado ya cien mil veces, y después los contraargumentos que ya ha oído cien mil veces; no le apetece el tira y afloja entre querer decirle algo o no decirle nada a Húnbogi, y luego decirle algo a Húnbogi, con quien no le apetece tener un crush pero aun así lo tiene porque es mono, y de alguna manera le atrae esa combinación letal de saberlo y no saberlo, y cuando piensa en él en abstracto no le apetece meterse en semejante lío de seguridades e inseguridades, aunque, naturalmente, pensar en alguien en abstracto es algo totalmente distinto al temblor físico que llega sin avisar, por no hablar de la atracción casi física que llega sin avisar y a la autoconciencia y la torpeza y las bromas que pierden todo sentido.

El llanto de un niño resuena en la calle. Desde las casas se oye correr agua de los grifos de la cocina, ruido de vajilla; Vetur percibe un agradable olor a comida. La acera está desnuda: no hay yerbajos ni baches, los árboles son todavía arbustos flacos. La parte oriental del barrio, la más cercana al viejo puerto de Sundahöfn, está aún en construcción, durante el día entra el ruido de las obras por la ventana del aula. Pero al otro lado de la valla, la parte occidental está prácticamente terminada: grandes calles blancas entre altos edificios de estilo clásico continental, edificios como dientes bien rectos. Es el único barrio marcado de la zona centro. Los otros barrios marcados están en un nivel de desarrollo parecido, uno al norte, junto al lago Hafravatn, y el otro en Straumsvík.

Si le renuevan el contrato al final del trimestre tendrá que vender el estudio de la calle Kleppsvegur y comprarse un piso aquí. Es la única solución.

Al poco aparece una pared de cristal de diez metros de altura, entre translúcida y plateada, que rodea el barrio como un gusano abrazando su tesoro. Al final de la calle, en Sæbraut, se eleva y se convierte en un portal en arco que conduce a Laugarnesvegur. Es uno de los dos portales de entrada: el otro está más arriba, frente a Dalbraut. Cuando Vetur era adolescente, había allí naves enormes de almacenes, pero a medida que se fueron deteriorando se decidió elevar el terreno; la ciudad entera fue separada del mar, desde el monte Esja hasta Straumsvík, con una barrera de ese mismo plexiglás. Los medios de comunicación la denominan «la Cristalería», pero el resto de la gente se refiere a ella simplemente como la fortificación.

Vetur se dirige a la salida, la primera puerta se desliza automáticamente cuando se acerca y vuelve a su lugar una vez que la ha traspasado; permanece un segundo en el pasillo acristalado mientras las cámaras buscan su rostro en el Ar­chivo, y entonces la última puerta se desliza a un lado y ella sale.

El miedo se mueve hacia abajo, va cayendo como la arena en un reloj de arena. Vetur comprueba si está encendido el sistema Escolta, que por supuesto lo está; los tacones de sus zapatos repiquetean en la calle delatando su cambio de ritmo, su aceleración. Lo cual no encaja con la imagen que tiene de sí misma. Ella es más despreocupada, más desenvuelta. Es de esas personas que se atreven a matar una araña en la bañera, de las que se atreven a cocinar alimentos que han pasado con creces la fecha de caducidad. No es de las que tienen ataques de pánico en la calle o se acogen ciegamente a la sensación de seguridad, que tienen miedo a pasear por Sæbraut y que comprueban dos, tres veces si la puerta de la calle está bien cerrada antes de irse a dormir.

Su psicóloga le dijo que era afortunada. Que procedía de una familia intachable, que tenía una buena red social y que en consecuencia se recuperaría del trauma en poco tiempo. Animó a Vetur a hablar abiertamente con los suyos, parientes, amigos y compañeros de trabajo, a fin de combatir el aislamiento social, que era una consecuencia habitual del trastorno de estrés postraumático y Vetur obedeció cuidadosamente en todo, excepto en lo tocante a sus nuevos colegas de la escuela de Viðey, porque el TEPT puede provocar una pérdida temporal de empatía y, en ese barrio, una pérdida temporal de empatía afecta a la reputación y a su manera de ganarse la vida.

Hace unas semanas alguien intentó forzar la puerta de su casa de madrugada. En ese instante todo volvió a suceder, el reloj de arena se dio la vuelta; comprobó que seguían cerradas las persianas de todas las ventanas y recorrió hasta el último metro cuadrado del apartamento para convencerse de que él no había entrado, atisbó una y otra vez entre las lamas de las pesadas persianas venecianas para asegurarse de que allí fuera no estaba el Mercedes negro. A pesar de que sabía perfectamente que la orden de alejamiento y el Localizador hacían imposible que se aproximara a menos de doscientos metros. La policía habría recibido un aviso al momento.

¿Está marcada la escalera?, fue la primera pregunta de los agentes. Cuando respondió que no, enviaron un vehículo.

Todo parecía indicar que no era más que un simple intento de robo, pero cada vez que piensa en el crujido de la puerta imagina a Daníel detrás del umbral. El abrigo negro y las frías manos pálidas. Supone que pretende que no le olvide. Hacerle saber que no se ha librado de él.

Fue una vez más a ver al encargado de la recogida de firmas en la comunidad de vecinos, que se limitó a decir con un suspiro que el anciano del tercer piso seguía oponiéndose a que marcaran su escalera. La última vez se le echó encima al presidente, que hicieran el favor de esperar tranquilamente hasta que él estuviera muerto dentro de su apartamento, pero Vetur no podía esperar tranquilamente: el anciano andaría por los setenta, le quedarían fácilmente diez o quince años, si no más. Y aunque marcasen la escalera, eso no quiere decir que los bloques o las calles circundantes se cerrarían con vallas. Eso tardará años, o décadas, si es que algún día llega a hacerse. Lo único que significa marcar la escalera es que quienes no estén marcados no podrán pasar por el lector facial del portal. Y que probablemente serían menos los ladrones que intentarían forzar su puerta.

Entra despacio en el diminuto vestíbulo interior del bloque y mete la llave en la cerradura de su puerta. Después de entrar en casa apaga el sistema Escolta. Se deja caer en el sofá, pide a Zoé que llame a su psicóloga. Hay dos semanas de espera, informa la voz suave de una inteligencia artificial, su psicóloga está en casa con un hijo enfermo y han reprogramado las citas. Vetur acepta la cita para dos semanas después, suspira desesperada tras la llamada telefónica y echa un vistazo a sus redes sociales. La gente del trabajo estará ya en el 104,5. Por unos segundos siente deseos de salir corriendo y meterse a codazos entre la profesora de islandés y Húnbogi, no dejarles hablar de nada pedantemente islándico que pudiera dar pie a que algún día lleguen a convertirse en una pedante pareja islándica, pero entonces se imagina formando ese tipo de pedante pareja islándica con Húnbogi y se estremece solo de pensarlo.

Es una estupidez total intentar tener una relación sin ataduras ni pretensiones cuando estás a punto de cumplir los treinta y dos, la falta de pretensiones quedará aniquilada ante las inevitables preguntas sobre hijos y matrimonio e ideas políticas. Pero a Húnbogi no le tiene miedo. Confía en él. Es otra consecuencia de lo que sucedió con Daníel: le ha cogido miedo a los hombres, en los que de inmediato ve algo cruel, y también le ha cogido miedo al infarto y al cáncer y a los coches y los aviones, tiene miedo por sus familiares y amigos, miedo de recibir malas noticias cuando suena el teléfono, de que a alguien le hayan diagnosticado una enfermedad o que haya tenido un accidente. Lo cual no encaja con la imagen que tiene de sí misma. Ella es más despreocupada, más desenvuelta.

Mira a su alrededor. Hace un año este mismo salón estaba inundado de sol. Ahora las cortinas amarillas filtran la claridad de la tarde. Vetur nota un creciente malestar en la gar­ganta. Cierra los ojos y llora por su antigua vida, cuando no sentía que alguien la estaba siguiendo a cada paso; si se concentra le vuelve esa sensación: libertad, infinita libertad infantil; había estado saliendo con una mujer muy guapa que la había dejado, y estaba aliviada. Sabía que aquella historia no llegaría a ninguna parte, y empezó a mostrar su peor cara como estrategia para que la mujer atractiva perdiera el interés en ella, lo que por suerte acabó sucediendo; y cuando comenzó en el trabajo nuevo, enseguida se puso a buscar su próximo objetivo. El nuevo trabajo era una sustitución de un año mientras la profesora titular de estudios sociales estaba de baja maternal. Vetur nunca había dado clase, nunca había tratado con adolescentes en ningún contexto, había estado un año intentando vivir de su titulación en ética, pero para vivir de la ética hacía falta el doctorado para conseguir becas y proyectos de investigación y puestos de profesora adjunta, pero no le apetecía nada hacer el doctorado ni meterse en el mundo académico, lo que quería era ser útil. Participar en coloquios, escribir artículos, opinar, ejercer una influencia directa sobre la nueva sociedad. Y aunque le salieron algunos proyectos por aquí y por allá y su currículum ya se iba pareciendo al de una adulta, con demasiada frecuencia seguía estando sin un céntimo, así que cuando la escuela anunció la sustitución le pareció la ocasión perfecta para ahorrar algo de dinero durante un año, desviarse de su camino temporalmente y meterse por una calle adyacente, tranquila y agradable.

A los pocos días ya le había echado el ojo al profesor de informática. Era callado y delgado, vestía de forma bastante impersonal, tenía barba cerrada y el pelo había empezado a traicionarle. No se presentó a Vetur, nunca asistía a reuniones ni salía con los demás profesores y siempre llamaba tres días al mes para decir que estaba enfermo. Ella había conocido a chicos así en filosofía, esos tíos raros tan reservados, y había algo en su subconsciente que deseaba un hombre así en ese preciso momento, atención sin fisuras y admiración plena, después de la relación con la mujer guapa que había acabado varada en la playa como sucedía siempre, transformada ineludiblemente en una cotidianidad cómoda y plana, una vez conseguida la victoria y desaparecida la euforia, cuando ya se había consumido por completo la fantasía que acompañaba a cada persona nueva.

No hizo falta esforzarse mucho, unas cuantas miradas bastaron para captar su atención, alguna que otra pregunta de vez en cuando para animarlo a hablar, y un par de charlas junto a la máquina del café para hacer que saliera con ella a tomar una copa después del trabajo. Tenía ojos oscuros, sabía mucho de política y cine y música. Tenía la peculiaridad de dejar escapar de pronto una tímida sonrisa, algo que era más que una sonrisa pero sin llegar a ser una risa, y al hacerlo aparecían unas arrugas adorables junto a los ojos y en las comisuras de la boca. Cuando dormían juntos, en casa de ella, él se mostraba totalmente pasivo y retraído, era ella la que tenía que besarle, llevarle a la habitación, quitarle la ropa, quitarse ella también la ropa, coger los preservativos, preguntar Qué te apetece que hagamos, y por la mañana veía lo que esperaba ver: veía a un hombre que no podía creerse lo que había sucedido, que no creía a sus propios ojos, y aquello le provocaba un tipo especial de embriaguez que no había sentido en mucho, mucho tiempo.

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2

Él dice el nombre de ella. Dos veces.

La voz la tranquiliza. Grave y decidida. Curioso, después de todas las veces en que esa misma decisión ha intentado imponérsele.

¡Lo ha intentado! Sin conseguirlo.

—¿Puedes venir? —le pregunta.

Él responde alguna bobada.

—No te pregunto si te levantas temprano. Te pregunto si puedes venir —dice.

No funciona la cámara. Lo intenta otra vez. Él le pregunta algo.

«Hola», le oye decir. Pronuncia su nombre por tercera vez.

—Sí, sí, sí, sí, sí. Estoy aquí. ¿Por qué no quieres venir? —pregunta.

Él dice que se habían ido a la cama, con un susurro serio y profundo, para hacerle entender que ella ha hecho algo malo.

Dice que esto no puede continuar.

—Lo sé —dice ella.

Añade que la va a bloquear.

—Breki. No. No quiero que hagas eso —dice.

—Te quiero —dice.

Eyja, dice él entonces.

Añade A la mierda, Eyja.

Añade que no piensa jugar a eso.

—Por favor. Yo no puedo con esto —dice ella.

Él dice algo dramático. Algo sobre sembrar y recoger. Algo sobre lo que ella es.

—¿Y tú, sabes lo que eres tú? —dice ella.

—Eres una bota, Breki.

—Una bota que no hace más que pisotear —dice.

—Y pisotear y pisotear y pisotear.

Oye a la foca al fondo. La foca le está diciendo que cuelgue.

—¿Es la foca? —dice ella, riendo.

—FOCA

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